«MYSTERIUM FIDEI»

SOBRE LA DOCTRINA Y CULTO
DE LA SAGRADA EUCARISTÍA

Carta Encíclica del Papa Pablo VI
promulgada el 3 de septiembre de 1965


CRISTO SEÑOR ESTÁ PRESENTE EN EL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA POR LA TRANSUBSTANCIACIÓN

6. Mas para que nadie entienda erróneamente este modo de presencia, que supera las leyes de la naturaleza y constituye en su género el mayor de los milagros[50], es necesario escuchar con docilidad la voz de la iglesia que enseña y ora. Esta voz que, en efecto, constituye un eco perenne de la voz de Cristo, nos asegura que Cristo no se hace presente en este Sacramento sino por la conversión de toda la substancia del pan en su cuerpo y de toda la substancia del vino en su sangre; conversión admirable y singular, que la Iglesia católica justamente y con propiedad llama transubstanciación[51]. Realizada la transubstanciación, las especies del pan y del vino adquieren sin duda un nuevo significado y un nuevo fin, puesto que ya no son el pan ordinario y la ordinaria bebida, sino el signo de una cosa sagrada, y signo de un alimento espiritual; pero ya por ello adquieren un nuevo significado y un nuevo fin, puesto que contienen una nueva realidad que con razón denominamos ontológica.

Porque bajo dichas especies ya no existe lo que antes había, sino una cosa completamente diversa; y esto no tan sólo por el juicio de la fe de la Iglesia, sino por la realidad objetiva, puesto que, convertida la substancia o naturaleza del pan y del vino en el cuerpo y en la sangre de Cristo, no queda ya nada del pan y del vino, sino tan sólo las especies: bajo ellas Cristo todo entero está presente en su realidad física, aun corporalmente, pero no a la manera que los cuerpos están en un lugar.

Por ello los Padres tuvieron gran cuidado de advertir a los fieles que, al considerar este augustísimo sacramento creyeran no a los sentidos que se fijan en las propiedades del pan y del vino, sino a las palabras de Cristo, que tienen tal virtud que cambian, transforman, transelementan el pan y el vino en su cuerpo y en su sangre; porque, como más de una vez lo afirman los mismos Padres, la virtud que realiza esto es la misma virtud de Dios omnipotente, que al principio del tiempo creó el universo de la nada.

Instruido en estas cosas -dice San Cirilo de Jerusalén al concluir su sermón sobre los misterios de la fe- e imbuido de una certísima fe, para lo cual lo que parece pan no es pan, no obstante la sensación del gusto, sino que es el Cuerpo de Cristo; y lo que parece vino no es vino, aunque así le parezca al gusto, sino que es la Sangre de Cristo...; confirmar tu corazón y come ese pan como algo espiritual y alegra la faz de tu alma[52].

E insiste San Juan Crisóstomo: No es el hombre quien convierte las cosas ofrecidas en el cuerpo y sangre de Cristo, sino el mismo Cristo que por nosotros fue crucificado. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia aquellas palabras, pero su virtud y la gracia son de Dios. Esto es mi cuerpo, dice. Y esta palabra transforma las cosas ofrecidas[53]. Y con el Obispo de Constantinopla Juan, está perfectamente de acuerdo el Obispo de Alejandría Cirilo, cuando en su comentario al Evangelio de San Mateo, escribe: [Cristo], señalando, dijo: Esto es mi cuerpo, y esta es mi sangre, para que no creas que son simples figuras las cosas que se ven, sino que las cosas ofrecidas son transformadas, de manera misteriosa pero realmente por Dios omnipotente, en el cuerpo y en la sangre de Cristo, por cuya participación recibimos la virtud vivificante y santificadora de Cristo[54].

Y Ambrosio, Obispo de Milán, hablando con claridad sobre la conversión eucarística, dice: Convenzámonos de que esto no es lo que la naturaleza formó, sino lo que la bendición consagró y que la fuerza de la bendición es mayor que la de la naturaleza, porque con la bendición aun la misma naturaleza se cambia. Y queriendo confirmar la verdad del misterio, propone muchos ejemplos de milagros narrados en la Escritura, entre los cuales el nacimiento de Jesús de la Virgen María, y luego, volviéndose a la creación concluye: Por lo tanto, la palabra de Cristo, que ha podido hacer de la nada lo que no existía, ¿no puede acaso cambiar las cosas que ya existen, en lo que no eran? Pues no es menos dar a las cosas su propia naturaleza, que cambiársela[55].

Ni es necesario aducir ya muchos testimonios. Más útil es recordar la firmeza de la fe con que la Iglesia, con unánime concordia, resistió a Berengario, quien, cediendo a dificultades sugeridas por la razón humana, fue el primero que se atrevió a negar la conversión eucarística. La Iglesia le amenazó repetidas veces con la condena si no se retractaba. Y por eso San Gregorio VII, Nuestro Predecesor, le impuso prestar un juramento en estos términos: Creo de corazón y abiertamente confieso que el pan y el vino que se colocan en el altar, por el misterio de la oración sagrada, y por las palabras de nuestro Redentor, se convierten substancialmente en la verdadera, propia y vivificante carne y sangre de Nuestro Señor Jesucristo, y que después de la consagración está el verdadero cuerpo de Cristo, que nació de la Virgen, y que ofrecido por la salvación del mundo estuvo pendiente de la cruz, y que está sentado a la derecha del Padre; y que está la verdadera sangre de Cristo, que brotó de su costado, y ello no sólo por signo y virtud del sacramento, sino aun en la propiedad de la naturaleza y en la realidad de la substancia[56].

Acorde con estas palabras, dando así admirable ejemplo de la firmeza de la fe católica, está todo cuanto los Concilios Ecuménicos Lateranense, Constanciense, Florentino y, finalmente, el Tridentino enseñaron de un modo constante sobre el misterio de la conversión eucarística, ya exponiendo la doctrina de la Iglesia, ya condenando los errores. Después del Concilio de Trento, Nuestro Predecesor Pío VI advirtió seriamente contra los errores del Sínodo de Pistoya, que los párrocos, que tienen el deber de enseñar, no descuiden hablar de la transubstanciación, que es uno de los artículos de la fe[57]. También Nuestro Predecesor Pío XII, de f.m, recordó los límites que no deben pasar todos los que discuten con sutilezas sobre el misterio de la transubstanciación[58]. Nos mismo, en el reciente Congreso Nacional Italiano Eucarístico de Pisa, cumpliendo Nuestro deber apostólico hemos dado público y solemne testimonio de la fe de la Iglesia[59]. Por lo demás, la Iglesia católica, no sólo ha enseñado siempre la fe sobre a presencia del Cuerpo y Sangre de Cristo en la Eucaristía, sino que la ha vivido también, adorando en todos los tiempos Sacramento tan grande con el culto latréutico que tan sólo a Dios es debido. Culto sobre el cual escribe San Agustín: En esta misma carne [el Señor] ha caminado aquí y esta misma carne nos la ha dado de comer para la salvación; y ninguno come esta carne sin haberla adorado antes..., de modo que no pecamos adorándola; antes al contrario, pecamos si no la adoramos[60].

DEL CULTO LATRÉUTICO DEBIDO AL SACRAMENTO EUCARÍSTICO

7. La Iglesia católica rinde este culto latréutico al Sacramento Eucarístico, no sólo durante la Misa, sino también fuera de su celebración, conservando con la máxima diligencia las hostias consagradas, presentándolas a la solemne veneración de los fieles cristianos, llevándolas en procesión con alegría de la multitud del pueblo cristiano.

De esta veneración tenemos muchos testimonios en los antiguos documentos de la Iglesia. Pues los Pastores de la Iglesia siempre exhortaban solícitamente a los fieles a que conservaran con suma diligencia la Eucaristía que llevaban a su casa. En verdad, el Cuerpo de Cristo debe ser comido y no despreciado por los fieles, amonesta gravemente San Hipólito[61].

Consta que los fieles creían, y con razón, que pecaban, según recuerda Orígenes, cuando, luego de haber recibido [para llevarlo] el Cuerpo del Señor, aun conservándolo con todo cuidado y veneración, se les caía algún fragmento suyo por negligencia[62]. Que los mismos Pastores reprobaban fuertemente cualquier defecto de debida reverencia, lo atestigua Novaciano digno de fe en esto, cuando juzga merecedor de reprobación a quien, saliendo de la celebración dominical y llevando aún consigo, como se suele, la Eucaristía..., lleva el Cuerpo Santo del Señor de acá para allá, corriendo a los espectáculos y no a su casa[63].

Todavía más: San Cirilo de Alejandría rechaza como locura la opinión de quienes sostenían que la Eucaristía no sirve nada para la santificación, cuando se trata de algún residuo de ella guardado para el día siguiente: Pues ni se altera Cristo, dice, ni se muda su sagrado Cuerpo, sino que persevera siempre en él la fuerza, la potencia y la gracia vivificante[64].

Ni se debe olvidar que antiguamente los fieles, ya se encontrasen bajo la violencia de la persecución, ya por amor de la vida monástica viviesen en la soledad, solían alimentarse diariamente con la Eucaristía, tomando la sagrada Comunión aun con sus propias manos, cuando estaba ausente el Sacerdote o el Diácono[65]. No decimos esto, sin embargo, para que se cambie el modo de custodiar la Eucaristía o de recibir la santa Comunión, establecido después por las leyes eclesiásticas y todavía hoy vigente, sino sólo para congratularnos de la única fe de la Iglesia, que permanece siempre la misma.

De esta única fe ha nacido también la fiesta del Corpus Christi, que, especialmente por obra de la sierva de Dios Santa Juliana de Mont Cornillon, fue celebrada por primera vez en la diócesis de Lieja, y que Nuestro Predecesor Urbano IV extendió a toda la Iglesia; y de aquella fe han nacido también otras muchas instituciones de piedad eucarística que, bajo la inspiración de la gracia divina, se han multipliado cada vez más, y con las cuales la Iglesia católica, casi a porfía, se esfuerza en rendir homenaje a Cristo, ya para darle las gracias por don tan grande, ya para implorar su misericordia.

EXHORTACIÓN PARA PROMOVER EL CULTO EUCARÍSTICO

8. Os rogamos, pues, Venerables Hermanos, que custodiéis pura e íntegra en el pueblo, confiado a vuestro cuidado y vigilancia, esta fe que nada desea tan ardientemente como guardar una perfecta fidelidad a la palabra de Cristo y de los Apóstoles, rechazando en absoluto todas las opiniones falsas y perniciosas, y que promováis, sin rehuir palabras ni fatigas, el culto eucarístico, al cual deben conducir finalmente todas las otras formas de piedad.

Que los fieles, bajo vuestro impulso, conozcan y experimenten más y más esto que dice San Agustín: El que quiere vivir tiene dónde y de dónde vivir. Que se acerque, que crea, que se incorpore para ser vivificado. Que no renuncie a la cohesión de los miembros, que no sea un miembro podrido digno de ser cortado, ni un miembro deforme de modo que se tenga que avergonzar: que sea un miembro hermoso, apto, sano; que se adhiera al cuerpo, que viva de Dios para Dios; que trabaje ahora en la tierra para poder reinar después en el cielo[66]. Diariamente, como es de desear, los fieles en gran número participen activamente en el sacrificio de la Misa se alimenten pura y santamente con la sagrada Comunión, y den gracias a Cristo Nuestro Señor por tan gran don.

Recuerden estas palabras de Nuestro Predecesor San Pío X: El deseo de Jesús y de la Iglesia de que todos los fieles se acerquen diariamente al sagrado banquete, consiste sobre todo en esto: que los fieles, unidos a Dios por virtud del sacramento, saquen de él fuerza para dominar la sensualidad, para purificar de las leves culpas cotidianas y para evitar los pecados graves a los que está sujeto la humana fragilidad[67].

Además, durante el día, que los fieles no omitan el hacer la visita al Santísimo Sacramento, que ha de estar reservado con el máximo honor en el sitio más noble de las iglesias, conforme a las leyes litúrgicas, pues la visita es señal de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo Nuestro Señor, allí presente.

Todos saben que la divina Eucaristía confiere al pueblo cristiano una dignidad incomparable. Ya que no sólo mientras se ofrece el Sacrificio y se realiza el Sacramento, sino también después, mientras la Eucaristía es conservada en las iglesias y oratorios, Cristo es verdaderamente el Emmanuel, es decir, Dios con nosotros. Porque día y noche está en medio de nosotros, habita con nosotros lleno de gracia y de verdad[68]; ordena las costumbres, alimenta las virtudes, consuela a los afligidos, fortalece a los débiles, incita a su imitación a todos que a El se acercan, de modo que con su ejemplo aprendan a ser mansos y humildes de corazón, y a buscar no ya las cosas propias, sino las de Dios. Y así todo el que se vuelve hacia el augusto Sacramento Eucarístico con particular devoción y se esfuerza en amar a su vez con prontitud y generosidad a Cristo que nos ama infinitamente, experimenta y comprende a fondo, no sin gran gozo y aprovechamiento del espíritu, cuán preciosa es la vida escondida con Cristo en Dios[69] y cuánto sirve estar en coloquio con Cristo: nada más dulce, nada más eficaz para recorrer el camino de la santidad.

Bien conocéis, además, Venerables Hermanos, que la Eucaristía es conservada en los templos y oratorios como centro espiritual de la comunidad religiosa y de la parroquial, más aún, de la Iglesia universal y de toda la humanidad, puesto que bajo el velo de las sagradas especies contiene a Cristo, Cabeza invisible de la Iglesia, Redentor del mundo, centro de todos los corazones, por quien son todas las cosas y nosotros por El[70].

De aquí se sigue que el culto de la divina Eucaristía mueve muy fuertemente el ánimo a cultivar el amor social[71], por el cual anteponemos al bien privado el bien común; hacemos nuestra la causa de la comunidad, de la parroquia, de la Iglesia universal, y extendemos la caridad a todo el mundo, porque sabemos que doquier existen miembros de Cristo. Venerables Hermanos, puesto que el Sacramento de la Eucaristía es signo y causa de la unidad del Cuerpo Místico de Cristo y en aquellos que con mayor fervor lo veneran excita un activo espíritu eclesial, según se dice, no ceséis de persuadir a vuestros fieles, para que, acercándose al misterio eucarístico, aprendan a hacer suya propia la causa de la Iglesia, a orar a Dios sin interrupción, a ofrecerse a sí mismos a Dios como agradable sacrificio por la paz y la unidad de la Iglesia, a fin de que todos los hijos de la Iglesia sean una sola cosa y tengan el mismo sentimiento, y que no haya entre ellos cismas, sino que sean perfectos en una misma manera de sentir y de pensar, como manda el Apóstol[72]; y que todos cuantos aún no están unidos en perfecta comunión con la Iglesia católica, por estar separados de ella, pero que se glorían y honran del nombre cristiano, lleguen cuanto antes con el auxilio de la gracia divina a gozar juntamente con nosotros aquella unidad de fe y de comunión que Cristo quiso que fuera el distintivo de sus discípulos.

Este deseo de orar y consagrarse a Dios por la unidad de la Iglesia lo deben considerar como particularmente suyo los religiosos, hombres y mujeres, puesto que ellos se dedican de modo especial a la adoración del Santísismo Sacramento, y son como su corona aquí en la tierra, en virtud de los votos que han hecho.

Pero queremos una vez mas expresar el deseo de la unidad de todos los cristianos, que es el más querido y grato que tuvo y tiene la Iglesia, con las mismas palabras del Concilio Tridentino en la conclusión del Decreto sobre la santísima Eucaristía: Finalmente, el Santo Sínodo advierte con paterno afecto, ruega e implora por las entrañas de la misericordia de nuestro Dios[73] que todos y cada uno de los cristianos lleguen alguna vez a unirse concordes en este signo de unidad, en este vínculo de caridad, en este símbolo de concordia y considerando tan gran majestad y el amor tan eximio de Nuestro Señor Jesucristo, que dio su preciosa vida como precio de nuestra salvación y nos dio su carne para comerla[74], crean y adoren estos sagrados misterios de su Cuerpo y de su Sangre con fe tan firme y constante, con tanta piedad y culto, que les permita recibir frecuentemente este pan supersubstancial[75], y que éste sea para ellos verdaderamente vida del alma y perenne salud de la mente, de tal forma que, fortalecidos con su vigor[76], puedan llegar desde esta pobre peregrinación terrena a la patria celestial para comer allí, ya sin velo alguno, el mismo pan de los ángeles[77] que ahora "comen bajo los sagrados velos"[78].

¡Ojalá que el benignísimo Redentor que, ya próximo a la muerte rogó al Padre por todos los que habían de creer en El para que fuesen una sola cosa, como El y el Padre son una cosa sola[79], se digne oír lo más pronto posible este ardentísimo deseo Nuestro y de toda la Iglesia, es decir, que todos, con una sola voz y una sola fe, celebremos el Misterio Eucarístico, y que, participando del Cuerpo de Cristo, formemos un solo cuerpo[80], unido con los mismos vínculos con los que él quiso quedase asegurada su unidad! Nos dirigimos, además, con fraterna caridad a todos los que pertenecen a las venerables Iglesias del Oriente, en las que florecieron tantos celebérrimos Padres cuyos testimonios sobre la Eucaristía hemos recordado de buen grado en esta Nuestra Carta. Nos sentimos penetrados por gran gozo cuando consideramos vuestra fe ante la Eucaristía que coincide con nuestra fe; cuando escuchamos las oraciones litúrgicas con que celebráis vosotros un misterio tan grande; cuando admiramos vuestro culto eucarístico y leemos a vuestros teólogos que exponen y defienden la doctrina sobre este augustísimo sacramento.

La Santísima Virgen María, de la que Cristo Señor tomó aquella carne, que en este Sacramento, bajo las especies del pan y del vino, se contiene, se ofrece y se come[81], y todos los santos y las santas de Dios, especialmente los que sintieron más ardiente devoción por la divina Eucaristía, intercedan junto al Padre de las misericordias, para que de la común fe y culto eucarístico brote y reciba más vigor la perfecta unidad de comunión entre todos los cristianos. Impresas están en el ánimo la palabras del santísimo mártir Ignacio, que amonesta a los fieles de Filadelfia sobre el mal de las desviaciones y de los cismas, para los que es remedio la Eucaristía: Esforzáos, pues -dice-, por gozar de una sola Eucaristía: porque una sola es la carne de Nuestro Señor Jesucristo, y uno solo es el cáliz en la unidad de su Sangre, uno el alta, como uno es el Obispo...[82].

Confortados con la dulcísima esperanza de que del acrecentado culto eucarístico se han de derivar muchos bienes para toda la Iglesia y para todo el mundo, a vosotros, Venerables Hermanos, a los Sacerdotes, a los Religiosos y a todos los que os prestan su colaboración, a todos los fieles confiados a vuestros cuidados, impartimos con gran efusión de amor, y en prenda de las gracias celestiales, la Bendición Apostólica. Dado en Roma junto a San Pedro, en la fiesta de San Pío X, el 3 de septiembre del año 1965, tercero de Nuestro Pontificado

Paulus PP. VI


50 Cf. Litt. enc. Mirae caritatis, AL 22, 123.

51 Cf. Conc. Trid. Decr. de SS. Euch. c. 4 et can. 2.

52 Catecheses 22, 9 (myst. 4) PG 33, 1103.

53 De prodit. Iudae hom. 1, 6 PG 49, 380; cf. In Mat. hom. 82, 5 PG 58, 744.

54 In Mat. 26, 27 PG 72, 451.

55 De myster. 9, 50-52 PL 16, 422-424.

56 Mansi Coll. ampliss. Concil. 20, 524 D.

57 Const. Auctorem fidei 28 aug. 1794.

58 Allocutio habita d. 22 sept. a. 1956 A. A. S. 48, 720.

59 A. A. S. 57, 588-592.

60 In Ps. 98, 9 PL 37, 1264.

61 Tradit. Apost. ed. Botte: La tradition Apostolique de St. Hippolyte, Munster, 1963, 84.

62 In Exod. fragm. PG 12, 391.

63 De Spectaculis: CSEL 3, 8.

64 Epist. ad Calosyrium PG 76, 1075.

65 Cf. S. Basil. Ep. 93 PG 32, 483-6.

66 S. Aug. In Io. tr. 26, 13 PL 35, 1613.

67 Decr. S. Congr. Concil. 20 dec. 1905, approb. a S. Pío X A. S. S. 38, 401.

68 Cf. Io. 1, 14.

69 Cf. Col. 3, 3.

70 1 Cor. 8, 6.

71 Cf. S. Aug. De Gen. ad litt. 11, 15, 20 PL 34, 437.

72 Cf. 1 Cor. 1, 10.

73 Luc. 1, 78.

74 Io. 6, 48 ss.

75 Mat. 6, 11.

76 3 Reg. 19, 8.

77 Ps. 77, 25.

78 Decr. de SS. Euchar. c. 8.

79 Cf. Io. 17, 20-1.

80 Cf. 1 Cor. 10, 17.

81 C. I. C. can. 801.

82 Ep. ad Philadelph. 4 PG 5, 700.