HOMILÍA Durante la misa "In Cena Domini", en la patriarcal basílica de San Pedro, 28 de marzo, por la tarde

El mandamiento del amor

 

La tarde del Jueves santo, 28 de marzo, Juan Pablo II presidió, en la basílica vaticana, la celebración de la misa "in Cena Domini", con la que comienza el Triduo pascual. "Las palabras y gestos sacramentales -dijo el Papa en la introducción- nos hacen revivir la última Cena:  misterio de la humildad de Cristo y de su amor por nosotros en el lavatorio de los pies; testamento de su mandamiento nuevo de amarnos los unos a los otros como él nos ha amado; memorial de la institución de la Eucaristía y del sacerdocio para hacer presente hasta su venida el sacrificio de la nueva alianza".

Concelebraron con Su Santidad diecisiete cardenales, treinta y dos arzobispos y obispos, y doscientos cincuenta presbíteros, entre los cuales, los superiores de la comunidad del Seminario romano mayor, los miembros del cabildo de la basílica vaticana y algunos sacerdotes del Vicariato y de la Curia romana. El servicio litúrgico corrió a cargo del Seminario romano mayor, y los cantos fueron ejecutados por la Capilla Sixtina, dirigida por el maestro Giuseppe Liberto, con el coro guía "Mater Ecclesiae" y el coro estadounidense "The musicians of St. Claire". Asistieron varios miles de fieles romanos y peregrinos procedentes de todo el mundo.

En el sugestivo rito de la misa de este día destacan tres momentos:  la liturgia de la Palabra, el rito del lavatorio de los pies, y la procesión eucarística con la que se concluye la ceremonia. En la liturgia de la Palabra, la primera lectura y el salmo responsorial se hicieron en italiano; la segunda, en griego; el evangelio se proclamó en latín y en griego. Su Santidad pronunció la homilía que ofrecemos. Antes del ofertorio los cardenales Angelo Sodano, secretario de Estado, y Roger Etchegaray, presidente emérito de los Consejos pontificios Justicia y paz y "Cor unum", lavaron los pies a doce presbíteros del cabildo de la basílica vaticana, mientras veinte acólitos del seminario mayor de Roma recogían entre los fieles la colecta que el Papa destinará este año a las poblaciones indígenas y mestizas de América Latina y el Caribe. La oración de los fieles se hizo en francés, español, inglés, polaco, alemán y portugués.

Acompañaban al Cuerpo diplomático, guiado por el decano, Giovanni Galassi, embajador de la República de San Marino, el asesor de la Secretaría de Estado, mons. Pedro López Quintana; el subsecretario para las relaciones con los Estados, mons. Celestino Migliore; y el jefe del protocolo, mons. Tommaso Caputo.

Terminada la celebración eucarística, tuvo lugar la procesión con el Santísimo hasta el monumento; formaban parte de la misma los ministros del altar, la Capilla Sixtina, los diáconos, los sacerdotes del lavatorio de los pies, los obispos, arzobispos y cardenales que habían concelebrado con Su Santidad. El cardenal Angelo Sodano llevaba el santísimo Sacramento, y Juan Pablo II lo seguía, de rodillas en la peana móvil. Todos permanecieron un rato en adoración.

1. "Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1).

Estas palabras, recogidas  en  el pasaje evangélico que se acaba de proclamar, subrayan muy bien el clima del Jueves santo. Nos permiten intuir los sentimientos  que  experimentó Cristo "la noche en que iba a ser entregado" (1 Co 11, 23) y nos estimulan a participar con intensa e íntima gratitud en el solemne rito que estamos realizando.

Esta tarde entramos en la Pascua de Cristo, que constituye el momento dramático y conclusivo, durante mucho tiempo preparado y esperado, de la existencia terrena del Verbo de Dios. Jesús vino a nosotros no para ser servido, sino para servir, y tomó sobre sí los dramas y las esperanzas de los hombres de todos los tiempos. Anticipando místicamente el sacrificio de la cruz, en el Cenáculo quiso quedarse con nosotros bajo las especies del pan y del vino, y encomendó a los Apóstoles y a sus sucesores la misión y el poder de perpetuar la memoria viva y eficaz del rito eucarístico.

Por consiguiente, esta celebración nos implica místicamente a todos y nos introduce en el Triduo sacro, durante el cual también nosotros aprenderemos del único "Maestro y Señor" a "tender las manos" para ir a donde nos llama el cumplimiento de la voluntad del Padre celestial.

2. "Haced esto en conmemoración mía" (1 Co 11, 24-25). Con este mandato, que nos compromete a repetir su gesto, Jesús concluye la institución del Sacramento del altar. También al terminar el lavatorio de los pies, nos invita a imitarlo:  "Os he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros" (Jn 13, 15). De este modo establece una íntima correlación entre la Eucaristía, sacramento del don de su sacrificio, y el mandamiento del amor, que nos compromete a acoger y a servir a nuestros hermanos.

No se puede separar la participación en la mesa del Señor del deber de amar al prójimo. Cada vez que participamos en la Eucaristía, también nosotros pronunciamos nuestro "Amén" ante el Cuerpo y la Sangre del Señor. Así nos comprometemos a hacer lo que Cristo hizo, "lavar los pies" de nuestros hermanos, transformándonos en imagen concreta y transparente de Aquel que "se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo" (Flp 2, 7).

El amor es la herencia más valiosa que él deja a los que llama a su seguimiento. Su amor, compartido por sus discípulos, es lo que esta tarde se ofrece a la humanidad entera.

3. "Quien come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propio castigo" (1 Co 11, 29). La Eucaristía es un gran don, pero también una gran responsabilidad para quien la recibe. Jesús, ante Pedro que se resiste a dejarse lavar los pies, insiste en la necesidad de estar limpios para participar en el banquete y sacrificio de la Eucaristía.

La tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve el vínculo existente entre la Eucaristía y el sacramento de la Reconciliación. Quise reafirmarlo también yo en la Carta a los sacerdotes para el Jueves santo de este año, invitando ante todo a los presbíteros a considerar con renovado asombro la belleza del sacramento del perdón. Sólo así podrán luego ayudar a descubrirlo a los fieles encomendados a su solicitud pastoral.

El sacramento de la Penitencia devuelve a los bautizados la gracia divina perdida con el pecado mortal, y los dispone a recibir dignamente la Eucaristía. Además, en el coloquio directo que implica su celebración ordinaria, el Sacramento puede responder a la exigencia de comunicación personal, que hoy resulta cada vez más difícil a causa del ritmo frenético de la sociedad tecnológica. Con su labor iluminada y paciente, el confesor puede introducir al penitente en la comunión profunda con Cristo que el Sacramento devuelve y la Eucaristía lleva a plenitud.

Ojalá que el redescubrimiento del sacramento de la Reconciliación ayude a todos los creyentes a acercarse con respeto y devoción a la mesa del Cuerpo y la Sangre del Señor.

4. "Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1).

Volvemos espiritualmente al Cenáculo. Nos reunimos con fe en torno al altar del Señor, haciendo memoria de la última Cena. Repitiendo los gestos de Cristo, proclamamos que su muerte ha redimido del pecado a la humanidad, y sigue abriendo la esperanza de un futuro de salvación para los hombres de todas las épocas.

A los sacerdotes corresponde perpetuar el rito que, bajo las especies del pan y del vino, hace presente el sacrificio de Cristo de un modo verdadero, real y sustancial, hasta el fin de los tiempos. Todos los cristianos están llamados a servir con humildad y solicitud a sus hermanos para colaborar en su salvación. Todo creyente tiene el deber de proclamar con su vida que el Hijo de Dios ha amado a los suyos "hasta el extremo". Esta tarde, en un silencio lleno de misterio, se alimenta nuestra fe.

En unión con toda la Iglesia, anunciamos tu muerte, Señor. Llenos de gratitud, gustamos ya la alegría de tu resurrección. Rebosantes de confianza, nos comprometemos a vivir en la espera de tu vuelta gloriosa. Hoy y siempre, oh Cristo, nuestro Redentor. Amén.