HOMILÍA
Durante la misa presidida por el
Papa Juan Pablo II en la solemnidad de Todos los Santos, 1 de noviembre
Se conmemoró particularmente el 50° aniversario de la definición dogmática de la Asunción
El miércoles 1 de noviembre, Su Santidad Juan Pablo II presidió, en la plaza de San Pedro, la misa de la solemnidad de Todos los Santos. Inmediatamente antes de la celebración eucarística, se tuvo, en el atrio de la basílica, una ceremonia conmemorativa del 50° aniversario de la definición dogmática de la Asunción de la santísima Virgen María, en la que se leyeron varios textos de la Tradición, tomados de san Juan Damasceno, de san Germán, patriarca de Constantinopla, y de la constitución apostólica "Munificentissimus Deus" del Papa Pío XII. Del balcón central de la basílica colgaba un gran tapiz de la Asunción, de Pedro Pablo Rubens (siglo XVII). Mientras se acercaba al atrio una procesión de 650 estandartes de santos, la asamblea entonó el "Christus vincit". Encabezaban la procesión los estandartes de tres santuarios marianos de Italia: el del Amor divino, el de Pompeya y el de Loreto. Concelebraron con el Santo Padre veinte cardenales, entre ellos: Angelo Sodano, secretario de Estado; Roger Etchegaray, presidente del Comité para el gran jubileo; Eduardo Martínez Somalo, camarlengo de la santa Iglesia romana; y Camillo Ruini, vicario del Papa para la diócesis de Roma. Mientras Su Santidad y los concelebrantes se acercaban al altar, el coro de la capilla Sixtina, dirigida por mons. Giuseppe Liberto, cantó el introito "Signum magnum". La primera lectura, tomada del Apocalipsis de san Juan, se proclamó en francés; el salmo responsorial, en italiano; la segunda lectura, tomada de la primera carta del apóstol san Juan, en inglés; el evangelio de las bienaventuranzas, en latín. El Santo Padre pronunció la homilía que publicamos. Cuando recordó que se celebraba el 50° aniversario de la proclamación, por parte del Papa Pío XII, del dogma de la Asunción, la asamblea correspondió con un gran aplauso. En la comunión se cantó el "Magnificat", como himno de alabanza y acción de gracias a Dios por las maravillas realizadas en la Virgen María, y culminadas con su elevación en cuerpo y alma a la gloria celestial. Al final, el Papa recorrió la plaza en el coche panorámico.
1. "La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y
el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Señor, por los siglos de los
siglos" (Ap 7, 12).
Con actitud de profunda adoración a la santísima Trinidad nos unimos a todos
los santos que celebran perennemente la liturgia celestial para repetir con
ellos la acción de gracias a nuestro Dios por las maravillas que ha realizado
en la historia de la salvación.
Alabanza y acción de gracias a Dios por haber suscitado en la Iglesia
una multitud inmensa de santos, que nadie puede contar (cf. Ap 7, 9). Una
multitud inmensa: no sólo lo santos y los beatos que festejamos
durante el año litúrgico, sino también los santos anónimos, que
solamente Dios conoce. Madres y padres de familia que, con su dedicación diaria
a sus hijos, han contribuido eficazmente al crecimiento de la Iglesia y a la
construcción de la sociedad; sacerdotes, religiosas y laicos que, como velas
encendidas ante el altar del Señor, se han consumido en el servicio al prójimo
necesitado de ayuda material y espiritual; misioneros y misioneras, que lo han
dejado todo por llevar el anuncio evangélico a todo el mundo. Y la lista podría
continuar.
2. ¡Alabanza y acción de gracias a Dios, de modo
particular, por la más santa de entre todas las criaturas, María, amada
por el Padre, bendecida a causa de Jesús, fruto de su seno, y santificada y
hecha nueva criatura por el Espíritu Santo! Modelo de santidad por haber puesto
su vida a disposición del Altísimo, "precede con su luz al peregrinante
pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo" (Lumen
gentium, 68).
Precisamente hoy se celebra el quincuagésimo aniversario del acto solemne con
el que mi venerado predecesor el Papa Pío XII, en esta misma plaza, definió el
dogma de la Asunción de María al cielo en cuerpo y alma. Alabamos al Señor
por haber glorificado a su Madre, asociándola a su victoria sobre el pecado y
la muerte.
A nuestra alabanza han querido unirse hoy, de modo especial, los fieles de
Pompeya, que, en gran número, han venido en peregrinación, guiados por el
arzobispo prelado del santuario, monseñor Francesco Saverio Toppi, y acompañados
por el alcalde de la ciudad. Su presencia recuerda que fue precisamente el beato
Bartolo Longo, fundador de la nueva Pompeya, quien comenzó, en 1900, el
movimiento promotor de la definición del dogma de la Asunción.
3. Toda la liturgia de hoy habla de santidad. Pero para saber cuál
es el camino de la santidad, debemos subir con los Apóstoles a la montaña de
las bienaventuranzas, acercarnos a Jesús y ponernos a la escucha de las
palabras de vida que salen de sus labios. También hoy nos repite: Bienaventurados
los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. El
Maestro divino proclama "bienaventurados" y, podríamos decir,
"canoniza" ante todo a los pobres de espíritu, es decir, a
quienes tienen el corazón libre de prejuicios y condicionamientos y, por tanto,
están dispuestos a cumplir en todo la voluntad divina. La adhesión total y
confiada a Dios supone el desprendimiento y el desapego coherente de sí mismo.
Bienaventurados los que lloran. Es la bienaventuranza no sólo de quienes
sufren por las numerosas miserias inherentes a la condición humana mortal, sino
también de cuantos aceptan con valentía los sufrimientos que derivan de la
profesión sincera de la moral evangélica.
Bienaventurados los limpios de corazón. Cristo proclama bienaventurados
a los que no se contentan con la pureza exterior o ritual, sino que buscan la
absoluta rectitud interior que excluye toda mentira y toda doblez.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia. La justicia
humana ya es una meta altísima, que ennoblece el alma de quien aspira a ella,
pero el pensamiento de Jesús se refiere a una justicia más grande, que
consiste en la búsqueda de la voluntad salvífica de Dios: es
bienaventurado sobre todo quien tiene hambre y sed de esta justicia. En efecto,
dice Jesús: "Entrará en el reino de los cielos el que cumpla la
voluntad de mi Padre" (Mt 7, 21).
Bienaventurados los misericordiosos. Son felices cuantos vencen la dureza
de corazón y la indiferencia, para reconocer concretamente el primado del amor
compasivo, siguiendo el ejemplo del buen samaritano y, en definitiva, del Padre
"rico en misericordia" (Ef 2, 4).
Bienaventurados los que trabajan por la paz. La paz, síntesis de los
bienes mesiánicos, es una tarea exigente. En un mundo que presenta tremendos
antagonismos y obstáculos, es preciso promover una convivencia fraterna
inspirada en el amor y en la comunión, superando enemistades y contrastes.
Bienaventurados los que se comprometen en esta nobilísima empresa.
4. Los santos se tomaron en serio estas palabras de Jesús. Creyeron que su
"felicidad" vendría de traducirlas concretamente en su existencia. Y
comprobaron su verdad en la confrontación diaria con la experiencia: a
pesar de las pruebas, las sombras y los fracasos gozaron ya en la tierra de la
alegría profunda de la comunión con Cristo. En él descubrieron, presente en
el tiempo, el germen inicial de la gloria futura del reino de Dios.
Esto lo descubrió, de modo particular, María santísima, que vivió una comunión
única con el Verbo encarnado, entregándose sin reservas a su designio salvífico.
Por esta razón se le concedió escuchar, con anticipación respecto al
"sermón de la montaña", la bienaventuranza que resume todas las
demás: "¡Bienaventurada tú, que has creído, porque lo que te
ha dicho el Señor se cumplirá!" (Lc 1, 45).
5. La profunda fe de la Virgen en las palabras de Dios se refleja con
nitidez en el cántico del Magnificat: "Proclama mi alma la
grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha
mirado la humillación de su esclava" (Lc 1, 46-48).
Con este canto María muestra lo que constituyó el fundamento de su santidad:
su profunda humildad. Podríamos preguntarnos en qué consistía esa
humildad. A este respecto, es muy significativa la "turbación" que le
causó el saludo del ángel: "Alégrate, llena de gracia, el Señor
está contigo" (Lc 1, 28). Ante el misterio de la gracia, ante la
experiencia de una presencia particular de Dios que fijó su mirada en ella, María
experimenta un impulso natural de humildad (literalmente de "humillación").
Es la reacción de la persona que tiene plena conciencia de su pequeñez ante la
grandeza de Dios. María se contempla en la verdad a sí misma, a los demás y
el mundo.
Su pregunta: "¿Cómo será eso, pues no conozco varón?" (Lc
1, 34) fue ya un signo de humildad. Acababa de oír que concebiría y daría a
luz un niño, el cual reinaría sobre el trono de David como Hijo del Altísimo.
Desde luego, no comprendió plenamente el misterio de esa disposición divina,
pero percibió que significaba un cambio total en la realidad de su vida. Sin
embargo, no preguntó: "¿Será realmente así? ¿Debe suceder
esto?". Dijo simplemente: "¿Cómo será eso?". Sin dudas
ni reservas aceptó la intervención divina que cambiaba su existencia. Su
pregunta expresaba la humildad de la fe, la disponibilidad a poner su
vida al servicio del misterio divino, aunque no comprendiera cómo debía
suceder.
Esa humildad de espíritu, esa sumisión plena en la fe se expresó de modo
especial en su fiat: "He aquí la esclava del Señor, hágase
en mí según tu palabra" (Lc 1, 38). Gracias a la humildad de María
pudo cumplirse lo que cantaría después en el Magnificat:
"Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha
hecho obras grandes por mí: su nombre es santo" (Lc 1,
48-49).
A la profundidad de la humildad corresponde la grandeza del don. El
Poderoso realizó por ella "grandes obras" (Lc 1, 49), y ella
supo aceptarlas con gratitud y transmitirlas a todas las generaciones de los
creyentes. Este es el camino hacia el cielo que siguió María, Madre del
Salvador, precediendo en él a todos los santos y beatos de la Iglesia.
6. Bienaventurada eres tú, María, elevada al cielo en cuerpo y alma.
El Papa Pío XII definió esta verdad "para gloria de Dios omnipotente
(...), para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y
de la muerte, para aumento de la gloria de la misma augusta Madre, y gozo y
regocijo de toda la Iglesia" (Munificentissimus Deus: AAS 42
[1950] 770).
Y nosotros nos regocijamos, oh María elevada al cielo, en la contemplación de
tu persona glorificada y, en Cristo resucitado, convertida en colaboradora del
Espíritu Santo para la comunicación de la vida divina a los hombres. En ti
vemos la meta de la santidad a la que Dios llama a todos los miembros de la
Iglesia. En tu vida de fe vemos la clara indicación del camino hacia la madurez
espiritual y la santidad cristiana.
Contigo y con todos los santos glorificamos a Dios trino, que sostiene
nuestra peregrinación terrena y vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.