CATEQUESIS DEL PAPA
en la audiencia general del miércoles, 5 de enero

 

El compromiso
por la libertad y la justicia

 

1. La voz de los profetas -como la de Isaías, que acabamos de escuchar- resuena repetidamente para recordarnos que debemos comprometernos para liberar a los oprimidos y hacer que reine la justicia. Si falta este compromiso, el culto dado a Dios no le agrada. Es una llamada intensa, expresada a veces de forma paradójica, como cuando Oseas refiere este oráculo divino citado también por Jesús (cf. Mt 9, 13; 12, 7):  "Yo quiero amor, no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos" (Os 6, 6).


También el profeta Amós presenta con gran vehemencia a Dios apartando su mirada pues no acepta ritos, fiestas, ayunos, músicas, súplicas, cuando fuera del santuario se vende al justo por dinero y al pobre por un par de sandalias y se pisotea contra el polvo de la tierra la cabeza de los pobres (cf. Am 2, 6-7). Por eso, hace esta firme invitación:  "Que fluya el juicio como agua y la justicia como arroyo perenne" (Am 5, 24). Así pues, los profetas, hablando en nombre de Dios, rechazan un culto aislado de la vida, una liturgia separada de la justicia, una oración sin un compromiso diario, una fe sin obras.


2. El grito de Isaías:  "Desistid de hacer el mal, aprended a hacer el bien, buscad lo justo, dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, abogad por la viuda" (Is 1, 16-17), resuena en la enseñanza de Cristo, que nos advierte:  "Si, al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda" (Mt 5, 23-24). Al concluir la vida de todo hombre y al final de la historia de la humanidad, el juicio de Dios versará sobre el amor, sobre la práctica de la justicia, sobre la acogida dada a los pobres (cf. Mt 25, 31-46). Frente a una comunidad lacerada por divisiones e injusticias, como la de Corinto, san Pablo llega incluso  a exigir la suspensión de la  participación eucarística, invitando a los  cristianos a examinar antes su propia conciencia, para no ser reos del cuerpo y la sangre del Señor (cf. 1 Co 11, 27-29).


3. El servicio de la caridad, coherentemente vinculado a la fe y a la liturgia (cf. St 2, 14-17), el compromiso por la justicia, la lucha contra toda opresión y la defensa de la dignidad de la persona no son para el cristiano expresiones de filantropía motivada sólo por la pertenencia a la familia humana. Al contrario, se trata de opciones y actos que brotan de un sentimiento profundamente religioso:  son  auténticos sacrificios en los que Dios se complace, según la afirmación de la carta a los Hebreos (cf. Hb 13, 16). Particularmente incisiva es la advertencia de san Juan Crisóstomo:  "¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No lo descuides cuando se encuentra desnudo. No le rindas homenaje aquí en el templo con vestidos de seda, para luego descuidarlo fuera, donde sufre frío y desnudez" (In Matthaeum hom. 50, 3).


4. Precisamente porque "el sentido de la justicia se ha despertado a gran escala en el mundo contemporáneo (...), la Iglesia comparte con los hombres de nuestro tiempo este profundo y ardiente deseo de una vida justa bajo todos los aspectos y no se abstiene ni siquiera de someter a reflexión los diversos aspectos de la justicia, tal como lo exige la vida de los hombres y de las sociedades. Prueba de ello es el campo de la doctrina social católica, ampliamente desarrollada en el arco del último siglo" (Dives in misericordia, 12). Este compromiso de reflexión y acción debe recibir un impulso extraordinario precisamente a partir del jubileo. En su matriz bíblica, es una celebración de solidaridad:  cuando resonaba la trompeta del Año jubilar, cada uno "recobraba su propiedad, y regresaba a su familia", como reza el texto oficial del jubileo (cf. Lv 25, 10).


5. Ante todo los terrenos perdidos por diversas vicisitudes económicas y familiares eran restituidos a los antiguos propietarios. Así, con el Año jubilar se permitía a todos volver a un punto ideal de partida, a través de una atrevida y valiente obra de justicia distributiva. Es evidente la dimensión que se podría llamar "utópica", propuesta como remedio concreto contra la consolidación de privilegios y prevaricaciones:  es el intento de impulsar a la sociedad hacia un ideal más alto de solidaridad, generosidad y fraternidad. En las modernas coordenadas históricas la vuelta a las tierras perdidas podría expresarse, como he propuesto en varias ocasiones, mediante una condonación total, o al menos una reducción, de la deuda externa de los países pobres (cf. Tertio millennio adveniente, 51).


6. El otro compromiso jubilar consistía en hacer que el esclavo volviera libre a su familia (cf. Lv 25, 39-41). La miseria lo había arrastrado hasta la humillación de la esclavitud, pero ahora se abría ante él la posibilidad de construir su futuro en libertad, en el seno de su familia. Por este motivo, el profeta Ezequiel llama al Año jubilar "año de la liberación", es decir, del rescate (cf. Ez 46, 17). Y otro libro bíblico, el Deuteronomio, augura una sociedad justa, libre y solidaria con estas palabras:  "No debería haber ningún pobre junto a ti, (...) si hay junto a ti algún pobre de entre tus hermanos (...) no endurecerás tu corazón ni cerrarás tu mano" (Dt 15, 4. 7).


También nosotros debemos orientarnos hacia esta meta de solidaridad. "Solidaridad de los pobres entre sí, solidaridad con los pobres, a la que los ricos están llamados, y solidaridad de los trabajadores entre sí y con los trabajadores" (Instrucción de la Congregación para la doctrina de la fe sobre Libertad cristiana y liberación, 89). El jubileo que acabamos de concluir, vivido así, seguirá produciendo abundantes frutos de justicia, libertad y amor.