DISCURSO
Durante el encuentro con los
gobernantes, parlamentarios y políticos en la sala Pablo VI, 4 de noviembre
1. Me alegra recibiros en esta audiencia especial, ilustres gobernantes, parlamentarios y administradores públicos, que habéis venido a Roma para el jubileo. Os saludo con deferencia, a la vez que agradezco cordialmente a la presidenta del Senado de Polonia, señora Grzeskowiak, la felicitación que me ha expresado en nombre de la Asamblea; al presidente del Senado de la Argentina, Mario Losada y al presidente del Senado Italiano, senador Nicola Mancino que se han hecho intérpretes de los sentimientos comunes. Deseo expresar mi agradecimiento también al senador Francesco Cossiga, activo promotor de la proclamación de santo Tomás Moro como patrono de los gobernantes y los políticos. Así mismo, saludo a las otras personalidades, entre ellas, al señor Mijail Gorbachov, que han tomado la palabra. Doy la bienvenida de manera especial a los jefes de Estado presentes.
Este encuentro me brinda la oportunidad de reflexionar con vosotros -teniendo en
cuenta las mociones antes presentadas- sobre la naturaleza y la responsabilidad
que conlleva la misión a la que Dios, en su amorosa providencia, les ha
llamado. En efecto, esta puede considerarse como una verdadera vocación a la
acción política: concretamente, al gobierno de las naciones, al
establecimiento de las leyes y a la administración pública en sus diversos ámbitos.
Es necesario, pues, preguntarse por la naturaleza, las exigencias y los
objetivos de la política, para vivirla como cristianos y como hombres
conscientes de su nobleza y, al mismo tiempo, de las dificultades y riesgos que
implica.
La justicia, preocupación esencial del político
2. La política es el uso del poder legítimo para la consecución del
bien común de la sociedad: bien común que, como afirma el concilio
Vaticano II, "abarca el conjunto de aquellas condiciones de la vida social
con las que los hombres, familias y asociaciones pueden lograr más plena y fácilmente
su perfección propia" (Gaudium et spes, 74). Por tanto, la
actividad política debe realizarse con espíritu de servicio. Muy
oportunamente, mi predecesor Pablo VI, afirmó que "la política es un
aspecto (...) que exige vivir el compromiso cristiano al servicio de los demás"
(Octogesima adveniens, 46).
Por tanto, el cristiano que actúa en política -y quiere hacerlo "como
cristiano"- ha de trabajar desinteresadamente, no buscando la propia
utilidad, ni la de su propio grupo o partido, sino el bien de todos y de cada
uno y, por consiguiente, en primer lugar, el de los más desfavorecidos de
la sociedad. En la lucha por la existencia, que a veces adquiere formas
despiadadas y crueles, no escasean los "vencidos", que inexorablemente
quedan marginados. Entre estos no puedo menos de recordar a los reclusos en las
cárceles: el pasado 9 de julio los visité, con ocasión de su jubileo.
En esa oportunidad, siguiendo la costumbre de los anteriores Años jubilares,
pedí a los responsables de los Estados "un signo de clemencia en favor de
todos los encarcelados", que fuera "una clara expresión de
sensibilidad hacia su condición". Movido por las numerosas súplicas que
me llegan de todas partes, renuevo también hoy aquel llamamiento, convencido de
que ese gesto les animaría en el camino de conversión personal y les impulsaría
a una adhesión más firme a los valores de la justicia.
Esta tiene que ser, precisamente, la preocupación esencial del político, la
justicia. Una justicia que no se contenta con dar a cada uno lo suyo, sino que
tienda a crear entre los ciudadanos condiciones de igualdad en las
oportunidades y, por tanto, a favorecer a aquellos que, por su condición
social, su cultura o su salud corren el riesgo de quedar relegados o de ocupar
siempre los últimos puestos en la sociedad, sin posibilidad de una recuperación
personal.
Este es el escándalo de las sociedades opulentas del mundo de hoy, en las que los
ricos se hacen cada vez más ricos, porque la riqueza produce riqueza, y los
pobres son cada vez más pobres, porque la pobreza tiende a crear nueva
pobreza. Este escándalo no se produce solamente en cada una de las naciones;
sus dimensiones superan ampliamente sus confines. Sobre todo hoy, con el fenómeno
de la globalización de los mercados, los países ricos y desarrollados tienden
a mejorar ulteriormente su condición económica, mientras que los países
pobres -exceptuando algunos en vías de un desarrollo prometedor- tienden a
hundirse aún más en formas de pobreza cada vez más penosas.
Promover la solidaridad
3. Pienso con gran preocupación en las regiones del mundo afligidas por
guerras y guerrillas sin fin, por el hambre endémica y por terribles
enfermedades. Muchos de vosotros estáis tan preocupados como yo por este estado
de cosas que, desde un punto de vista cristiano y humano, representa el más
grave pecado de injusticia del mundo moderno y, por tanto, ha de conmover
profundamente la conciencia de los cristianos de hoy, comenzando por los que, al
tener en sus manos los resortes de la política, de la economía, y los recursos
financieros del mundo, pueden determinar, para bien o para mal, el destino de
los pueblos.
En realidad, para vencer el egoísmo de las personas y las naciones, lo que
debe crecer en el mundo es el espíritu de solidaridad. Sólo así se podrá
poner freno a la búsqueda de poder político y riqueza económica por encima de
cualquier referencia a otros valores. En un mundo globalizado, en que el
mercado, que de por sí desempeña un papel positivo para la libre creatividad
humana en el sector de la economía (cf. Centesimus annus, 42), pero que
tiende a desentenderse de toda consideración moral, asumiendo como única norma
la ley del máximo beneficio, los cristianos que se sienten llamados por Dios a
la vida política tienen la misión, ciertamente bastante difícil, pero
necesaria, de doblegar las leyes del mercado "salvaje" a las leyes
de la justicia y la solidaridad. Ese es el único camino para asegurar
a nuestro mundo un futuro pacífico, arrancando de raíz las causas de
conflictos y guerras: la paz es fruto de la justicia.
La importante misión del legislador cristiano
4. Quisiera dirigir ahora unas palabras, en particular, a aquellos de
vosotros que tienen la delicada misión de formular y aprobar las leyes:
una tarea que aproxima el hombre a Dios, supremo Legislador, de cuya Ley eterna
toda ley recibe en ultima instancia su validez y su fuerza obligante. A esto se
refiere precisamente la afirmación de que la ley positiva no puede
contradecir la ley natural, al ser esta una indicación de las normas
primeras y esenciales que regulan la vida moral y, por tanto, expresión de las
características, de las exigencias profundas y de los más elevados valores de
la persona humana. Como afirmé también en la encíclica Evangelium vitae,
"en la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles mayorías
de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva que, en
cuanto ley natural inscrita en el corazón del hombre, es punto de
referencia normativa de la misma ley civil" (n. 70).
Esto significa que las leyes, sean cuales fueren los campos en que interviene o
se ve obligado a intervenir el legislador, tienen que respetar y promover
siempre a las personas humanas en sus diversas exigencias espirituales y
materiales, individuales, familiares y sociales. Por tanto, una ley que no
respete el derecho a la vida del ser humano, desde la concepción a la muerte
natural, sea cual fuere la condición en que se encuentra, sano o enfermo, todavía
en estado embrionario, anciano o en estadio terminal, no es una ley conforme
al designio divino. Así pues, un legislador cristiano no puede contribuir a
formularla ni aprobarla en el Parlamento, aun cuando, durante las discusiones
parlamentarias allí dónde ya existe, le es lícito proponer enmiendas que
atenúen su carácter nocivo. Lo mismo puede decirse de toda ley que
perjudique a la familia y atente contra su unidad e indisolubilidad, o bien
otorgue validez legal a uniones entre personas, incluso del mismo sexo, que
pretendan suplantar, con los mismos derechos, a la familia basada en el
matrimonio entre un hombre y una mujer.
En la actual sociedad pluralista, el legislador cristiano se encuentra
ciertamente ante concepciones de vida, leyes y peticiones de legalización que
contrastan con la propia conciencia. En tales casos, será la prudencia
cristiana, que es la virtud propia del político cristiano, la que le indique cómo
comportarse para que, por un lado, no desoiga la voz de su conciencia rectamente
formada y, por otra, no deje de cumplir su tarea de legislador. Para el
cristiano de hoy, no se trata de huir del mundo en el que le ha puesto la
llamada de Dios, sino más bien de dar testimonio de su fe y de ser coherente
con sus principios, en las circunstancias difíciles y siempre nuevas que
caracterizan el ámbito político.
El Evangelio ilumina nuestro camino
5. Ilustres señores y amables señoras, los tiempos que Dios nos ha
concedido vivir son en buena parte oscuros y difíciles, puesto que son momentos
en que está en juego el futuro mismo de la humanidad en el milenio que se abre
ante nosotros. En muchos hombres de nuestro tiempo dominan el miedo y la
incertidumbre: ¿hacia dónde vamos?, ¿cuál será el destino de la
humanidad en el próximo siglo?, ¿a dónde nos llevarán los extraordinarios
descubrimientos científicos realizados en estos últimos años, sobre todo en
los campos biológico y genético? En efecto, somos conscientes de estar sólo
al comienzo de un camino que no se sabe dónde desembocará y si será
provechoso o perjudicial para los hombres del siglo XXI.
Nosotros, cristianos de este tiempo formidable y al mismo tiempo maravilloso,
aun participando en los miedos, las incertidumbres y los interrogantes de los
hombres de hoy, no somos pesimistas con respecto al futuro, puesto que tenemos
la certeza de que Jesucristo es el Señor de la historia, y porque el Evangelio
es la luz que ilumina nuestro camino, incluso en los momentos difíciles y
oscuros.
Un día el encuentro con Cristo transformó vuestra vida y habéis querido
renovar hoy su esplendor con esta peregrinación a los lugares que guardan la
memoria de los apóstoles san Pedro y san Pablo. En la medida en que perseveréis
en esta íntima unión con él mediante la oración personal y la participación
convencida en la vida de la Iglesia, él, el Viviente, seguirá derramando sobre
vosotros el Espíritu Santo, el Espíritu de la verdad y el amor, la fuerza y la
luz que todos nosotros necesitamos.
Con un acto de fe sincera y convencida, renovad vuestra adhesión a Jesucristo,
Salvador del mundo, y haced de su Evangelio la guía de vuestro pensamiento y de
vuestra vida. Así seréis en la sociedad actual el fermento de vida nueva que
necesita la humanidad para construir un futuro más justo y más solidario, un
futuro abierto a la civilización del amor.