HOMILÍA
Durante la concelebración
presidida por el Papa en la plaza de San Pedro el domingo 17 de septiembre
El sábado, día 16, como preparación, tuvo lugar en la ciudad de Roma un simposio internacional
El domingo 17 de septiembre, multitud de
ancianos de las diversas partes del mundo se congregaron en la plaza de San
Pedro con ocasión del jubileo de la tercera edad, organizado por el Consejo
pontificio para los laicos. Juan Pablo II presidió la misa a las diez de la mañana.
Participaron representantes de asociaciones y movimientos, como Focolares,
"Regnum Christi", Comunidad de San Egidio, Milicia de la Inmaculada,
"Pain de Vie", "Chemin Neuf", etc.; así como parroquias y
comunidades religiosas masculinas y femeninas que dedican una parte importante
de su apostolado a la tercera edad. Asistieron más de seis mil adultos y
ancianos de la Acción católica italiana, que vinieron a Roma de un centenar de
diócesis para celebrar el jubileo en esa fecha (hay 9.000 parejas de más de
sesenta años; 2.039 personas tienen más de noventa años; y 73 han cumplido ya
cien); estaban presentes también mons. Agostino Superbo, asistente eclesiástico
general; mons. Tino Mariani, asistente central para el sector de adultos; y los
vicepresidentes nacionales Ernesto Preziosi y Maria Giovanna Ruggieri.
Una hora antes de la eucaristía, hubo momentos de oración, reflexión y
testimonios, alternados con la lectura de algunos pasajes de la Carta del Papa a
los ancianos, del 1 de octubre de 1999.
Al principio de la misa dirigieron unas palabras al Santo Padre el cardenal
James Francis Stafford, presidente del Consejo pontificio para los laicos, y el
español Alberto Marxuach, presidente de "Vida Ascendente
Internacional", asociación de la que forman parte 300.000 personas, nacida
en Francia hace medio siglo y extendida por cuarenta países.
Entre los doscientos cincuenta concelebrantes se hallaban: los cardenales
Stafford y Tettamanzi, arzobispo de Génova (Italia); mons. Crescenzio Sepe,
secretario del Comité para el gran jubileo, y mons. Stanis³aw Ry³ko,
secretario del Consejo pontificio para los laicos; algunos obispos eméritos y
sacerdotes que se ocupan de la pastoral con los ancianos.
Entre los dones que se presentaron al Papa en el ofertorio figura un catecismo
en rumano, que una madre de familia de rito greco-católico, ya anciana, copió
a mano para transmitir a sus hijos la fe y los valores cristianos durante la
persecución religiosa en su país. El sábado 16 de septiembre, se había
celebrado en Roma, en la "Domus Mariae", un simposio internacional,
organizado por el Consejo pontificio para los laicos, que tuvo por tema:
"El don de una larga vida: responsabilidad y esperanza".
Ofrecemos seguidamente la homilía pronunciada por el Santo Padre. Al final de
la misa, antes de impartir la bendición apostólica, Su Santidad pronunció la
alocución que publicamos en otro lugar.
1. "Vosotros, ¿quién decís que soy yo?" (Mc 8, 29).
Esta es la pregunta que Cristo formula a sus discípulos, después de haberlos
interrogado sobre la opinión común de la gente. Así profundiza el diálogo
con sus discípulos, casi obligándolos a dar una respuesta más directa y
personal. En nombre de todos Pedro responde con prontitud y claridad de fe:
"Tú eres el Mesías" (Mc 8, 29).
El diálogo de Jesús con los Apóstoles, que hemos vuelto a escuchar hoy en
esta plaza con ocasión del jubileo de la tercera edad, nos impulsa a
ahondar en el significado del acontecimiento que estamos celebrando. En el
Año jubilar que recuerda el bimilenario del nacimiento de Cristo, toda la
Iglesia eleva al Señor, de un modo muy particular, "una gran plegaria de
alabanza y de acción de gracias sobre todo por el don de la encarnación del
Hijo de Dios y de la redención realizada por él" (Tertio millennio
adveniente, 32).
"Vosotros, ¿quién decís que soy yo?". Ante esta pregunta, que nos
sigue interpelando, estamos aquí para hacer nuestra la respuesta de Pedro,
reconociendo en Cristo al Verbo encarnado, al Señor de nuestra vida.
2. Amadísimos hermanos y hermanas que habéis venido en peregrinación a
Roma para vuestro jubileo, os doy mi más cordial bienvenida, feliz de celebrar
con vosotros este singular momento de gracia y de comunión eclesial.
Os saludo a todos con afecto. Dirijo un saludo particular al señor cardenal
James Francis Stafford y a todos los hermanos en el episcopado y en el
sacerdocio aquí presentes. Envío un recuerdo afectuoso a todos los obispos y
sacerdotes ancianos del mundo entero, así como a cuantos en la vida religiosa o
laical han gastado sus energías en el cumplimiento de los deberes de su estado.
¡Gracias por vuestro ejemplo de amor, de entrega y de fidelidad a la vocación
recibida!
Deseo expresar mi aprecio a cuantos han afrontado dificultades y molestias con
tal de no faltar a esta cita. Sin embargo, al mismo tiempo, mi pensamiento va
también a todas las personas ancianas, solas o enfermas, que no han podido
salir de su casa, pero que están espiritualmente unidas a nosotros y siguen
esta celebración a través de la radio y la televisión. A cuantos se
encuentran en situaciones precarias o en dificultades particulares, les aseguro
mi cercanía cordial y mi recuerdo en la oración.
3. El jubileo de la tercera edad, que hoy celebramos, reviste una
importancia particular si se considera la presencia creciente de las personas
ancianas en la sociedad actual. Celebrar el jubileo significa, ante todo,
recoger el mensaje de Cristo para esas personas, pero, a la vez, atesorar
el mensaje de experiencia y sabiduría que ellas mismas transmiten en esta
etapa particular de su vida. Para muchas de ellas, la tercera edad es el tiempo
de reorganizar la propia vida, haciendo fructificar la experiencia y las
capacidades adquiridas.
En realidad, como subrayé en la Carta a los ancianos (cf. n. 13), también
la edad avanzada es un tiempo de gracia, que invita a unirse con amor más
intenso al misterio salvífico de Cristo y a participar más profundamente en su
proyecto de salvación. Queridos ancianos, la Iglesia os mira con amor y
confianza, comprometiéndose a favorecer la realización de un ambiente humano,
social y espiritual en cuyo seno todas las personas puedan vivir de forma plena
y digna esta importante etapa de su vida.
Precisamente durante estos días, el Consejo pontificio para los laicos ha
querido dar una contribución a este aspecto de la pastoral, promoviendo una
reflexión sobre el tema: "El don de una larga vida:
responsabilidad y esperanza". He apreciado mucho esta iniciativa, y espero
que este simposio estimule a las familias, al personal religioso y laico de las
casas que acogen a los ancianos, así como a todos los agentes implicados en el
servicio a la tercera edad, a contribuir activamente a la renovación de un
compromiso social y pastoral específico. En efecto, aún se puede hacer mucho
para acrecentar la conciencia de las exigencias de los ancianos, para ayudarles
a expresar mejor sus capacidades, para facilitar su participación activa en la
vida de la Iglesia y, sobre todo, para lograr que se respete y valore siempre y
en todo lugar su dignidad de personas.
4. Todo esto lo iluminan las lecturas de este domingo, que nos
invitan a profundizar el modo como se ha realizado el designio salvífico de
Dios. Hemos escuchado en el libro del profeta Isaías la descripción del
Siervo sufriente, que es el retrato de una persona que se pone totalmente a
disposición de Dios. "El Señor me abrió el oído; yo no resistí, ni me
eché atrás" (Is 50, 5). El Siervo de Yahveh acepta la misión que
se le ha encomendado, aunque es difícil y llena de peligros: la confianza
que pone en Dios le da la fuerza y los recursos necesarios para cumplirla,
permaneciendo firme incluso en medio de la adversidad.
El misterio de sufrimiento y de redención anunciado por la figura del Siervo de Yahveh
se realizó plenamente en Cristo. Como hemos escuchado
en el evangelio de hoy, Jesús comenzó a enseñar a los Apóstoles "que el
Hijo del hombre tenía que padecer mucho" (Mc 8, 31). A primera
vista, esta perspectiva resulta humanamente difícil de aceptar, como lo muestra
también la reacción inmediata de Pedro y de los Apóstoles (cf. Mc 8,
32-35). ¿Y cómo podría ser de otro modo? El sufrimiento no puede por menos de
causar miedo. Pero precisamente en el sufrimiento redentor de Cristo está la
verdadera respuesta al desafío del dolor, que tanto influye en nuestra
condición humana. En efecto, Cristo tomó sobre sí nuestros sufrimientos
y cargó con nuestros dolores, iluminándolos, mediante su cruz y su
resurrección, con una luz nueva de esperanza y de vida.
5. Queridos hermanos y hermanas, amigos ancianos, en un mundo como el
actual, en el que a menudo se mitifican la fuerza y la potencia, tenéis la
misión de testimoniar los valores que cuentan de verdad, más allá de las
apariencias, y que permanecen para siempre porque están inscritos en el corazón
de todo ser humano y garantizados por la palabra de Dios.
Precisamente por ser personas de la llamada "tercera edad", tenéis
una contribución específica que dar al desarrollo de una auténtica
"cultura de la vida" -tenéis, o mejor, tenemos, porque también
yo pertenezco a vuestra edad-, testimoniando que cada momento de la existencia
es un don de Dios y cada etapa de la vida humana tiene sus riquezas propias que
hay que poner a disposición de todos.
Vosotros mismos experimentáis cómo el tiempo que pasa sin el agobio de tantas
ocupaciones puede favorecer una reflexión más profunda y un diálogo más
amplio con Dios en la oración. Además, vuestra madurez os impulsa a compartir
con los más jóvenes la sabiduría acumulada con la experiencia, sosteniéndolos
en su esfuerzo por crecer y dedicándoles tiempo y atención en el momento en el
que se abren al futuro y buscan su camino en la vida. Podéis realizar en favor
de ellos una tarea realmente valiosa.
Amadísimos hermanos y hermanas, la Iglesia os contempla con gran estima y
confianza. La Iglesia os necesita. Pero también la sociedad civil
necesita de vosotros. Eso lo dije hace un mes a los jóvenes y ahora os lo digo
a vosotros ancianos, a nosotros ancianos. La Iglesia necesita de nosotros, pero
también la sociedad civil nos necesita. Sabed emplear generosamente el tiempo
que tenéis a disposición y los talentos que Dios os ha concedido, ayudando y
apoyando a los demás. Contribuid a anunciar el Evangelio como catequistas,
animadores de la liturgia y testigos de vida cristiana. Dedicad tiempo y energías
a la oración, a la lectura de la palabra de Dios y a reflexionar sobre ella.
6. "Yo, por las obras, te demostraré mi fe" (St 2, 18).
Con estas palabras el apóstol Santiago nos ha invitado a expresar en la vida
diaria, abiertamente y con valentía, nuestra fe en Cristo, especialmente a través
de nuestras obras de caridad y solidaridad para con los necesitados (cf. St
2, 15-16).
Hoy doy gracias al Señor por nuestros numerosos hermanos que testimonian esa fe
operante en el servicio diario a los ancianos, pero también por el gran número
de ancianos que, en la medida de sus posibilidades, siguen prodigándose aún
por los demás.
En esta alegre celebración del jubileo de la tercera edad queréis renovar vuestra
profesión de fe en Cristo, único Salvador del hombre, y vuestra adhesión
a la Iglesia, mediante el compromiso de una vida vivida con amor.
Juntos queremos hoy dar gracias por el don de la encarnación del Hijo de Dios y
de la redención que realizó. Prosigamos la peregrinación de nuestra
existencia diaria con la certeza de que la historia humana en su conjunto y
también la historia personal de cada uno forman parte de un plan divino,
iluminado por el misterio de la resurrección de Cristo.
Pidamos a María, Virgen peregrina en la fe y nuestra Madre celestial, que nos
acompañe a lo largo del camino de la vida y nos ayude a pronunciar como ella
nuestro "sí" a la voluntad de Dios, cantando junto con ella nuestro Magníficat,
con la confianza y la alegría perenne del corazón.