XV
JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
HOMILÍA Durante le vigilia de oración celebrada en Tor Vergata, sábado 19 de agosto
Sed los "centinelas de la mañana" en este amanecer del tercer milenio
1.
“Y vosotros ¿quién decís que soy yo?” (Mt 16,15).
Queridos
jóvenes, con gran alegría me reúno de nuevo con vosotros, con ocasión de
esta vigilia de oración, durante la cual queremos ponernos juntos a la escucha
de Cristo, que sentimos presente entre nosotros. Es Él quien nos habla.
“Y
vosotros ¿quién decís que soy yo?”. Jesús plantea esta pregunta a sus discípulos
en la región de Cesarea de Filipo. Simón Pedro contesta: “Tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). A su vez el Maestro les
dirige estas sorprendentes palabras: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás,
porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en
los cielos” (Mt 16,17).
¿Cuál
es el significado de este diálogo? ¿Por qué Jesús quiere escuchar lo que los
hombres piensan de Él? ¿Por qué quiere saber lo que piensan sus discípulos
de Él?
Jesús
quiere que los discípulos se den cuenta de lo que está escondido en sus mentes
y en sus corazones y que expresen su convicción. Al mismo tiempo, sin embargo,
sabe que el juicio que harán no será sólo el de ellos, porque en el mismo se
revelará lo que Dios ha derramado en sus corazones por la gracia de la fe.
Este
acontecimiento en la región de Cesarea de Filipo nos introduce, en cierto modo,
en el “laboratorio de la fe”. Ahí se desvela el misterio del inicio y de la
maduración de la fe. En primer lugar está la gracia de la revelación: un íntimo
e inexpresable darse de Dios al hombre; después sigue la llamada a dar una
respuesta y, finalmente, está la respuesta del hombre, respuesta que desde ese
momento en adelante tendrá que dar sentido y forma a toda su vida.
Aquí
tenemos lo que es la fe. Es la respuesta a la palabra del Dios vivo por parte
del hombre racional y libre. Las cuestiones que Cristo plantea, las respuestas
de los Apóstoles y la de Simón Pedro, son como una prueba de la madurez de la
fe de los que están más cerca de Cristo.
2.
El diálogo en Cesarea de Filipo tuvo lugar en el tiempo prepascual, es decir,
antes de la pasión y resurrección de Cristo. Convendría recordar también
otro acontecimiento durante el cual Cristo, ya resucitado, probó la madurez de
la fe de sus Apóstoles. Se trata del encuentro con Tomás Apóstol. Era el único
ausente cuando, después de la resurrección, Cristo fue por primera vez al Cenáculo.
Cuando los otros discípulos le dijeron que habían visto al Señor él no quiso
creer. Decía: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi
dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”
(Jn 20,25). Ocho días después, estaban otra vez reunidos los discípulos
y Tomás estaba con ellos. Entró Jesús estando la puerta cerrada, saludó a
los Apóstoles con estas palabras: “La paz con vosotros” (Jn 20,26) y
acto seguido se dirigió a Tomás: “Acerca aquí tu dedo y mira mis manos;
trae tu mano y métela en mi costado, y nos seas incrédulo sino creyente” (Jn
20,27). Tomás le contestó: “Señor mío y Dios mío” (Jn
20,28).
También
el Cenáculo de Jerusalén fue para los Apóstoles una especie de “laboratorio
de la fe”. Lo que allí sucedió con Tomás va, en cierto sentido más allá
de lo que ocurrió en la región de Cesarea de Filipo. En el Cenáculo nos
encontramos ante una dialéctica de la fe y de la incredulidad más radical y,
al mismo tiempo, ante una confesión aún más profunda de la verdad sobre
Cristo. Verdaderamente no era fácil creer que estuviese vivo Aquél que tres días
antes había sido depositado en el sepulcro.
El
divino Maestro había anunciado varias veces que iba a resucitar de entre los
muertos y ya había dado también pruebas de ser el Señor de la vida. Sin
embargo, la experiencia de su muerte había sido tan fuerte que todos tenían
necesidad de un encuentro directo con Él para creer en su resurrección: los Apóstoles
en el Cenáculo, los discípulos en el camino a Emaús, las piadosas mujeres
junto al sepulcro... También Tomás lo necesitaba. Cuando su incredulidad se
encontró con la experiencia directa de la presencia de Cristo, el Apóstol que
había dudado pronunció esas palabras con las que se expresa el núcleo más íntimo
de la fe: Si es así, si Tú verdaderamente estás vivo aunque te mataron,
quiere decir que eres “mi Señor y mi Dios”.
Con
el caso de Tomás el “laboratorio de la fe” se ha enriquecido con un nuevo
elemento. La revelación divina, la pregunta de Cristo y la respuesta del hombre
se han completado con el encuentro personal del discípulo con Cristo vivo, con
el Resucitado. Ese encuentro pasa a ser el inicio de una nueva relación entre
el hombre y Cristo, una relación en la que el hombre reconoce existencialmente
que Cristo es Señor y Dios; no sólo Señor y Dios del mundo y de la humanidad,
sino Señor y Dios de esta existencia humana mía concreta. Un día San Pablo
escribirá: “Cerca de ti está la palabra: en tu boca y en tu corazón, es
decir, la palabra de la fe que nosotros proclamamos. Porque, si confiesas con tu
boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre
los muertos, serás salvo” (Rm 10,8-9).
3.
En las lecturas de la Liturgia de hoy están descritos los elementos de los que
se compone ese “laboratorio de la fe”, del cual los Apóstoles salen como
hombres plenamente conscientes de la verdad que Dios había revelado en
Jesucristo, verdad que habría modelado su vida personal y la de la Iglesia en
el curso de la historia. Este encuentro romano, queridos jóvenes, es también
una especie de “laboratorio de la fe” para vosotros, discípulos de hoy,
para quienes confiesan a Cristo en los umbrales del tercer milenio.
Cada
uno de vosotros puede encontrar en sí mismo la dialéctica de preguntas y
respuestas que hemos señalado anteriormente. Cada uno puede analizar sus
propias dificultades para creer e incluso sentir la tentación de la
incredulidad. Al mismo tiempo, sin embargo, puede también experimentar una
progresiva maduración de la convicción consciente de la propia adhesión de
fe. En efecto, siempre en este admirable laboratorio del espíritu humano, el
laboratorio de la fe, se encuentran mutuamente Dios y el hombre. Cristo
resucitado entra en el cenáculo de nuestra vida y permite a cada uno
experimentar su presencia y confesar: Tú, Cristo, eres “mi Señor y mi
Dios”.
Cristo
dijo a Tomás: “Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto
y han creído” (Jn 20,29). Todo ser humano tiene en su interior algo
del Apóstol Tomás. Es tentado por la incredulidad y se plantea las preguntas
fundamentales: ¿Es verdad que Dios existe? ¿Es verdad que el mundo ha sido
creado por Él? ¿Es verdad que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, ha muerto y
ha resucitado? La respuesta surge junto con la experiencia que la persona hace
de su divina presencia. Es necesario abrir los ojos y el corazón a la luz del
Espíritu Santo. Entonces a cada uno le hablarán las heridas abiertas de Cristo
resucitado: “Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y
han creído”.
4.
Queridos amigos, también hoy creer en Jesús, seguir a Jesús siguiendo las
huellas de Pedro, de Tomás, de los primeros Apóstoles y testigos, conlleva una
opción por Él y, no pocas veces, es como un nuevo martirio: el martirio de
quien, hoy como ayer, es llamado a ir contra corriente para seguir al divino
Maestro, para seguir “al Cordero a dondequiera que vaya” (Ap 14,4).
No por casualidad, queridos jóvenes, he querido que durante el Año Santo
fueran recordados en el Coliseo los testigos de la fe del siglo XX.
Quizás
a vosotros no se os pedirá la sangre, pero sí ciertamente la fidelidad a
Cristo. Una fidelidad que se ha de vivir en las situaciones de cada día. Estoy
pensando en los novios y su dificultad de vivir, en el mundo de hoy, la pureza
antes del matrimonio. Pienso también en los matrimonios jóvenes y en las
pruebas a las que se expone su compromiso de mutua fidelidad. Pienso, asimismo,
en las relaciones entre amigos y en la tentación de deslealtad que puede darse
entre ellos.
Estoy
pensando también en el que ha empezado un camino de especial consagración y en
las dificultades que a veces tiene que afrontar para perseverar en su entrega a
Dios y a los hermanos. Me refiero igualmente al que quiere vivir unas relaciones
de solidaridad y de amor en un mundo donde únicamente parece valer la lógica
del provecho y del interés personal o de grupo.
Así
mismo, pienso en el que trabaja por la paz y ve nacer y estallar nuevos focos de
guerra en diversas partes del mundo; también en quien actúa en favor de la
libertad del hombre y lo ve aún esclavo de sí mismo y de los demás; pienso en
el que lucha por el amor y el respeto a la vida humana y ha de asistir
frecuentemente a atentados contra la misma y contra el respeto que se le debe.
5.
Queridos jóvenes, ¿es difícil creer en un mundo así? En el año 2000, ¿es
difícil creer? Sí, es difícil. No hay que ocultarlo. Es difícil, pero con la
ayuda de la gracia es posible, como Jesús dijo a Pedro: “No te ha revelado
esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt
16,17).
Esta
tarde os entregaré el Evangelio. Es el regalo que el Papa os deja en esta
vigilia inolvidable. La palabra que contiene es la palabra de Jesús. Si la
escucháis en silencio, en oración, dejándoos ayudar por el sabio consejo de
vuestros sacerdotes y educadores con el fin de comprenderla para vuestra vida,
entonces encontraréis a Cristo y lo seguiréis, entregando día a día la vida
por Él.
En
realidad, es a Jesús a quien buscáis cuando soñáis la felicidad; es Él
quien os espera cuando no os satisface nada de lo que encontráis; es Él la
belleza que tanto os atrae; es Él quien os provoca con esa sed de radicalidad
que no os permite dejaros llevar del conformismo; es Él quien os empuja a dejar
las máscaras que falsean la vida; es Él quien os lee en el corazón las
decisiones más auténticas que otros querrían sofocar. Es Jesús el que
suscita en vosotros el deseo de hacer de vuestra vida algo grande, la voluntad
de seguir un ideal, el rechazo a dejaros atrapar por la mediocridad, la valentía
de comprometeros con humildad y perseverancia para mejoraros a vosotros mismos y
a la sociedad, haciéndola más humana y fraterna.
Queridos
jóvenes, para estos nobles objetivos no estáis solos. Con vosotros tenéis a
vuestras familias, a vuestras comunidades, a vuestros sacerdotes y educadores y
a tantos de vosotros que, en lo oculto, no se cansan de amar a Cristo y de creer
en Él. En la lucha contra el pecado no estáis solos: ¡muchos como vosotros
luchan y con la gracia del Señor vencen”!
6.
Queridos amigos, en vosotros veo a los “centinelas de la mañana” (cf. Is
21,11-12) en este amanecer del tercer milenio. A lo largo del siglo que termina,
jóvenes como vosotros eran convocados en reuniones masivas para aprender a
odiar, eran enviados para combatir los unos contra los otros. Los diversos
mesianismos secularizados, que han intentado sustituir la esperanza cristiana,
se han revelado después como verdaderos y propios infiernos. Hoy estáis
reunidos aquí para afirmar que en el nuevo siglo no os prestaréis a ser
instrumentos de violencia y destrucción; defenderéis la paz, incluso a costa
de vuestra vida si fuera necesario. No os conformaréis con un mundo en el que
otros seres humanos mueren de hambre, son analfabetos, están sin trabajo.
Defenderéis la vida en cada momento de su desarrollo terreno; os esforzaréis
con todas vuestras energías en hacer que esta tierra sea cada vez más
habitable para todos.
Queridos
jóvenes del siglo que comienza, diciendo “sí” a Cristo decís “sí” a
todos vuestros ideales más nobles. Le pido que reine en vuestros corazones y en
la humanidad del nuevo siglo y milenio. No tengáis miedo de entregaros a Él.
Él os guiará, os dará la fuerza para seguirlo todos los días y en cada
situación.
Que
María Santísima, la Virgen que dijo “sí” a Dios durante toda su vida, que
los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y todos los Santos y Santas que han marcado
el camino de la Iglesia a través de los siglos, os conserven siempre en este
santo propósito.
A
todos y a cada uno de vosotros os imparto con afecto mi Bendición.