HOMILÍA Durante le misa celebrada en la solemnidad de san Pedro y san Pablo, patronos de Roma, 29 de junio

Conservar la pureza del Evangelio

El Romano Pontífice bendijo e impuso el palio a veinticuatro arzobispos metropolitanos

El día 29 de junio, solemnidad de san Pedro y san Pablo, patronos de Roma, Juan Pablo II presidió por la tarde, en la plaza de San Pedro, una misa, durante la cual bendijo e impuso el palio a veinticuatro arzobispos metropolitanos, con los cuales concelebró: cuatro eran africanos, nueve americanos, tres asiáticos y ocho europeos; los pertenecientes a países de lengua española eran: mons. Luis Héctor Villalba, arzobispo de Tucumán (Argentina); mons. Tito Solari, s.d.b., arzobispo de Cochabamba (Bolivia); mons. Héctor Miguel Cabrejos Vidarte, o.f m., arzobispo de Trujillo (Perú); mons. Antonio Mario Cargnello, arzobispo de Salta (Argentina); mons. Alfonso Delgado Evers, arzobispo de San Juan de Cuyo (Argentina); y mons. Héctor Rubén Aguer, arzobispo de La Plata (Argentina).

Estuvieron presentes veintiocho cardenales, numerosos arzobispos y obispos, el Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede y una gran asamblea de fieles.

Un lugar destacado ocupaba la delegación de la Iglesia de Constantinopla, enviada por el patriarca ecuménico Bartolomé I; la presidía el metropolita de Heliópolis y Theira, S.E. Athanasios; de ella formaban parte también S.E. Vsevolod, arzobispo de Skopelos, de la Iglesia ortodoxa ucrania en América, que depende del patriarcado ecuménico, y el archidiácono Tarasios, de El Fanar. La participación de la delegación del patriarcado ecuménico en esta celebración, lo mismo que la de la Iglesia de Roma en la celebración de la fiesta de san Andrés en El Fanar, manifiesta el deseo de acrecentar la confianza y la estima recíprocas.

La primera lectura se hizo en español; la segunda, en inglés; el salmo responsorial se cantó en italiano, y el evangelio se proclamó en latín. El Papa pronunció en italiano la homilía.

A continuación, el cardenal protodiácono, Pio Laghi, se acercó a la cátedra y presentó a los arzobispos metropolitanos presentes y postuló los palios para los ausentes. Los metropolitanos hicieron el juramento de fidelidad y obediencia a la Iglesia, al Papa Juan Pablo II y a sus sucesores. Su Santidad bendijo entonces los palios y los fue imponiendo a cada uno. El arzobispo secretario de la Congregación para los obispos, mons. Francesco Monterisi, se acercó al Papa y recibió los sagrados palios destinados a los metropolitanos ausentes, a los que se lo impondrá el nuncio apostólico en los respectivos países. La oración de los fieles fue en croata, francés, griego, bariba, hindi, quechua y portugués.

Muy significativo fue el abrazo de paz intercambiado por Juan Pablo II y S.E. Athanasios durante la celebración.

Terminada la misa, Su Santidad se entretuvo con la delegación del patriarcado ecuménico de Constantinopla, antes de subir al coche para recorrer la plaza y saludar a la multitud de los participantes.

Ofrecemos seguidamente la homilía del Romano Pontífice.

 

1. «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16, 15).

Jesús formula esta pregunta sobre su identidad a los discípulos mientras se encuentra con ellos en la alta Galilea. Muchas veces ellos le habían hecho preguntas a Jesús; ahora es él quien los interpela. Su pregunta es precisa, y espera una respuesta. Simón Pedro toma la palabra en nombre de todos: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).

Esta respuesta es extraordinariamente lúcida. Refleja de modo perfecto la fe de la Iglesia. En ella nos vemos reflejados también nosotros. De manera particular, en las palabras de Pedro se ve reflejado el Obispo de Roma, que, por voluntad divina, es su indigno sucesor. Y, en torno a él y con él, os veis reflejados en dichas palabras vosotros, queridos arzobispos metropolitanos, que habéis venido aquí de tantas partes del mundo para recibir el palio en la solemnidad de san Pedro y san Pablo.

Os dirijo a cada uno mi más cordial saludo, y de buen grado lo extiendo a cuantos os han acompañado a Roma y a vuestras comunidades, unidas espiritualmente a nosotros en esta solemne circunstancia.

2, «Tú eres el Mesías». Jesús responde a la confesión de Pedro: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 17).

¡Dichoso tú, Pedro! Dichoso, porque esta verdad, que es central en la fe de la Iglesia, no podía ser fruto de tu conocimiento de hombre, sino obra de Dios. «Nadie -dijo Jesús- conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el.Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 27).

Reflexionemos en esta página singularmente densa del Evangelio: el Verbo encarnado había revelado al Padre a sus discípulos; ahora llega el momento en que el mismo Padre les revela a su Hijo unigénito. Pedro acoge la iluminación interior y proclama con valentía: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo».

Estas palabras en los labios de Pedro provienen de lo más profundo del misterio de Dios; revelan la verdad íntima, la vida misma de Dios. Y Pedro, bajo la acción del Espíritu divino, se convierte en testigo y confesor de esta verdad sobrehumana. Así, su profesión de fe constituye la base sólida de la fe de la Iglesia: «Sobre ti edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18). La Iglesia de Cristo está edificada sobre la fe y sobre la fidelidad de Pedro.

La primera comunidad cristiana era muy consciente de ello y, como narran los Hechos de los Apóstoles, cuando Pedro se encontraba en la cárcel, se reunió para elevar a Dios una oración ferviente por él (cf. Hch 12, 5). Fue escuchada, porque la presencia de Pedro era aún necesaria para la comunidad que daba sus primeros pasos: el Señor envió a su ángel para liberarlo de las manos de sus perseguidores (cf. Hch 12, 7-11). Estaba escrito en los designios de Dios que Pedro, después de confirmar por mucho tiempo en la fe a sus hermanos, sufriría el martirio aquí, en Roma, juntamente con Pablo, el Apóstol de las gentes, quien también había escapado muchas veces de la muerte.

3. «El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles» (2 Tm 4, 17). En la segunda lectura hemos escuchado estas palabras, que san Pablo dirigió a su fiel discípulo Timoteo. Testimonian la obra que el Señor realizó en él, a quien había elegido como ministro del Evangelio, «alcanzándolo» en el camino de Damasco (cf. Flp 3, 12).

Envuelto en una luz deslumbrante, el Señor se le apareció diciéndole: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hch 9, 4), mientras una fuerza misteriosa lo arrojaba al suelo (cf. Hch 9, 5). «¿Quién eres, Señor?», había preguntado Saulo. «Yo soy Jesús, a quien tú persigues (Hch 9, 5). Esta fue la repuesta de Cristo. Saulo perseguía a los seguidores de Jesús, y Jesús le hacía saber que, en ellos, lo perseguía a él mismo, a Jesús de Nazaret, el Crucificado, de quien los cristianos afirmaban que había resucitado. Si Saulo experimentaba en ese momento su poderosa presencia, era evidente que Dios lo había resucitado realmente de entre los muertos. Era precisamente él el Mesías esperado por Israel, era él el Cristo vivo y presente en la Iglesia y en el mundo.

¿Podía comprender Saulo únicamente con su razón todo lo que implicaba ese acontecimiento? Ciertamente, no. En efecto, formaba parte de los designios misteriosos de Dios. El Padre dará a Pablo la gracia de conocer el misterio de la redención, realizada en Cristo. Dios le permitirá comprender la estupenda realidad de la Iglesia, que vive por Cristo, con Cristo y en Cristo. Y él, partícipe de esta verdad, no dejará de proclamarla incansablemente hasta los últimos confines de la tierra.

Pablo comenzará en Damasco su itinerario apostólico, que lo llevará a difundir el Evangelio en muchas partes del mundo entonces conocido. Así, su impulso misionero contribuirá al cumplimiento del mandato que Cristo dio a los Apóstoles: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes...» (Mt 28, 19).

4. Amadísimos hermanos en el episcopado, que habéis venido a recibir el palio, vuestra presencia muestra elocuentemente la dimensión universal de la Iglesia, que nació con el mandato del Señor: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes...» (Mt 28, 19).

En efecto, procedéis de quince países de cuatro continentes, y habéis sido llamados por el Señor para ser pastores de Iglesias metropolitanas. La imposición del palio subraya bien el vínculo particular de comunión que os une a la Sede de Pedro y manifiesta la índole católica de la Iglesia.

Cada vez que os revistáis con estos palios, recordad, hermanos queridos, que como pastores estamos llamados a salvaguardar la pureza del Evangelio y la unidad de la Iglesia de Cristo, fundada sobre la «roca» de la fe de Pedro. A esto nos llama el Señor; esta es nuestra misión irrenunciable de guías prudentes de la grey que el Señor nos ha confiado.

5. ¡La unidad plena de la Iglesia! Resuena en mi alma el eco de esta consigna de Cristo. Se trata de una consigna sumamente urgente en el comienzo de este nuevo milenio. Por esta intención oremos y trabajemos sin cansarnos jamás de esperar.

Con estos sentimientos, abrazo y saludo con afecto a la delegación del patriarcado ecuménico de Constantinopla, que ha venido para celebrar con nosotros la memoria litúrgica de san Pedro y san Pablo. Gracias, venerados hermanos, por vuestra presencia y vuestra cordial participación en esta solemne celebración litúrgica. Que el Señor nos conceda llegar cuanto antes a la unidad plena de todos los creyentes en Cristo.

Que nos obtengan este don los apóstoles san Pedro y san Pablo, a quienes la Iglesia de Roma recuerda en este día, en el que se hace memoria de su martirio y, por eso, de su nacimiento a la vida en Dios. Por el Evangelio aceptaron sufrir y morir, y llegaron a ser partícipes de la resurrección del Señor. Su fe, confirmada por el martirio, es la misma fe de María, la Madre de los creyentes, de los Apóstoles, de los santos y de las santas de todos los siglos.

Hoy la Iglesia proclama nuevamente su fe. Es nuestra fe, la fe inmutable de la Iglesia en Jesús, único Salvador del mundo; en Cristo, el Hijo del Dios vivo, muerto y resucitado por nosotros y por la humanidad entera.