HOMILÍA  Durante la misa en el atrio de la basílica de San Juan de Letrán en la solemnidad del Corpus Christi, 22 de junio

La presencia salvífica de Cristo

Al final, Su Santidad encabezó la procesión con el Santísimo hasta Santa María la Mayor

 

El jueves 22 de junio se celebró en el Vaticano la solemnidad del «Corpus Christi». Por la tarde, a las siete, Juan Pablo II celebró la misa en el atrio de la basílica catedral de Roma. La ciudad de Alatri regaló una alfombra de flores de mil metros cuadrados, con el símbolo del Congreso. Concelebraron con Su Santidad treinta y ocho cardenales, entre ellos Bernard¡n Gantin, decano del Colegio cardenalicio; Roger Etchegaray, presidente del Comité para el gran jubileo del año 2000; Camillo Ruin¡, vicario del Papa para la diócesis de Roma y presidente del Comité para el XLVII Congreso eucarístico internacional; Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe; Angelo Sodano, secretario de Estado, y Eduardo Martínez Somalo, camarlengo de la santa Iglesia romana. Concelebraron asimismo más de doscientos arzobispos y obispos, entre los que se hallaban mons. Cesare Nos¡glia, vicegerente de la diócesis de Roma, vicepresidente del Comité para el XLVII Congreso eucarístico internacional; y más de mil sacerdotes. Asistieron los seminaristas y estudiantes de las casas de formación de numerosos institutos, muchos religiosos y religiosas y una inmensa asamblea de fieles romanos y peregrinos (ochenta mil personas). La primera lectura se proclamó en español; el salmo responsorial, en italiano; la segunda lectura, en inglés; la secuencia, en latín; y el evangelio, en italiano.

Al terminar la misa, tuvo lugar la procesión eucarística hasta la basílica de Santa María la Mayor, el santuario mariano más antiguo de Occidente. Después del canto del «Pange, lingua», comenzó la procesión, que recorrió la vía Merulana, larga calle que une ambas basílicas romanas. El Santo Padre, de rodillas, acompañaba al Santísimo bajo palio, colocado en una carroza. Además de los concelebrantes, participaron en la procesión muchos seminaristas, miembros de cofradías, asociaciones . eucarísticas, movimientos eclesiales, religiosos y religiosas de varias congregaciones y muchos fieles, que avanzaban entonando himnos y cantos eucarísticos. Los balcones y ventanas estaban adornados con banderas, estandartes y tapices, numerosos f¡eles esperaban, rezando y cantando, el paso de la custodia. Cuando la procesión llegó a la basílica de Santa María la Mayor, se entonó el «Tantum ergo» y luego el Papa impartió la bendición con el Santísimo. Ofrecemos seguidamente la homilía del Santo Padre.

 

1. La institución de la Eucaristía, el sacrificio de Melquisedec y la multiplicación de los panes es el sugestivo tríptico que nos presenta la liturgia de la Palabra en esta solemnidad del Corpus Christi.

En el centro, la institución de la Eucaristía. San Pablo, en el pasaje de la primera carta a los Corintios, que acabamos de escuchar, ha recordado con palabras precisas ese acontecimiento, añadiendo: «Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva» (1 Co 11, 26). «Cada vez», por tanto también esta tarde, en el corazón del Congreso eucarístico. internacional, al celebrar la Eucaristía, anunciamos la muerte redentora de Cristo y reavivamos en nuestro corazón la esperanza de nuestro encuentro definitivo con él.

Conscientes de ello, después de la .consagración, respondiendo a la invitación del Apóstol, aclamaremos «Anunciamos tu muerte. Proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!».

2. Nuestra mirada se ensancha hacia los otros elementos del tríptico bíblico, que la liturgia presenta hoy a nuestra meditación: el sacrificio de Melquisedec y la multiplicación de los panes.

La primera narración, muy breve pero de gran relieve, está tomada del libro del Génesis, y ha sido proclamada en la primera lectura. Nos habla de Melquisedec, «rey de Salem» y «sacerdote del Dios altísimo», que bendijo a Abraham y «ofreció pan y vino» (Gn 14, 18). A este pasaje se refiere el Salmo 109, que atribuye al Rey Mesías un carácter sacerdotal singular, por consagración directa de Dios: «Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec» (Sal 109, 4).

La víspera de su muerte en la cruz, Cristo instituyó en el Cenáculo la Eucaristía. También el ofreció pan y vino, que «en sus santas y venerables manos» (Canon romano) se convirtieron en su Cuerpo y su Sangre, ofrecidos en sacrificio. Así cumplía la profecía de la antigua Alianza, vinculada a la ofrenda del sacrificio de Melquisedec. Precisamente por ello, -recuerda la carta a los Hebreos- «él (...) se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, proclamado por Dios sumo sacerdote a semejanza de Melquisedec» (Hb 5, 7-10).

En el Cenáculo se anticipa el sacrificio del Gólgota: la muerte en la cruz del Verbo encarnado, Cordero inmolado por nosotros, Cordero que quita el pecado del mundo. Con su dolor, Cristo redime el dolor de todo hombre; con su pasión, el sufrimiento humano adquiere nuevo valor; con su muerte, nuestra muerte queda derrotada para siempre.

3. Fijemos ahora la mirada en el relato evangélico de la multiplicación de los panes, que completa el tríptico eucarístico propuesto hoy a nuestra atención. En el contexto litúrgico del Corpus Christi, esta perícopa del evangelista san Lucas nos ayuda a comprender mejor el don, el misterio de la Eucaristía.

Jesús tomó cinco panes y dos peces, levantó los ojos al  cielo, los bendijo, los partió, y los dio a los Apóstoles para que los fueran distribuyendo a la gente (cf. Lc 9, 16). Como observa san Lucas, todos comieron hasta saciarse e incluso se llenaron doce canastos con los trozos que habían sobrado (cf. Lc 9, 17).

Se trata de un prodigio sorprendente, que constituye el comienzo de un largo proceso histórico: la multiplicación incesante en la Iglesia del Pan de vida nueva para los hombres de todas las razas y culturas. Este ministerio sacramental se confía a los Apóstoles y a sus sucesores. Y ellos, fieles a la consigna del divino Maestro, no dejan de partir y distribuir el Pan eucarístico de generación en generación.

El pueblo de Dios lo recibe con devota participación. Con este Pan de vida, medicina de inmortalidad, se han alimentado innumerables santos y mártires, obteniendo la fuerza para soportar incluso duras y prolongadas tribulaciones. Han creído en las palabras que Jesús pronunció un día en Cafarnaúm: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre» (Jn 6, 51).

4. «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo».

Después de haber contemplado el extraordinario «tríptico» eucarístico, constituido por las lecturas de la liturgia de hoy, fijemos ahora la mirada del espíritu directamente en el misterio. Jesús se define «el Pan de vida», y añade: «El pan que yo daré, es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6, 51).

¡Misterio de nuestra salvación! Cristo, único Señor ayer, hoy y siempre, quiso unir su presencia salvífica en el mudo y en la historia al sacramento de la Eucaristía. Quiso convertirse en pan partido, para que todos los hombres pudieran alimentarse con su misma vida, mediante la participación en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre.

Como los discípulos, que escucharon con asombro su discurso en Cafarnaúm, también nosotros experimentamos que este lenguaje no es fácil de entender (cf. Jn 6, 60). A veces podríamos sentir la tentación de darle una interpretación restrictiva. Pero esto podría alejarnos de Cristo, como sucedió con aquellos discípulos que «desde entonces ya no andaban con él» (Jn 6, 66).

Nosotros queremos permanecer con Cristo, y por eso le decimos con Pedro: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68). Con la misma convicción de Pedro, nos arrodillamos hoy ante el Sacramento del altar y renovamos nuestra profesión de fe en la presencia real de Cristo.

Este es el significado de la celebración de hoy, que el Congreso eucarístico internacional, en el año del gran jubileo, subraya con fuerza particular. Y este es también el sentido de la solemne procesión que, como cada año, dentro de poco se desarrollará desde esta plaza hasta la basílica de Santa María la Mayor.

Con legítimo orgullo escoltaremos al Sacramento eucarístico a lo largo de las calles de la ciudad, junto a los edificios donde la gente vive, goza y sufre; en medio de los negocios y las oficinas donde se realiza su actividad diaria. Lo llevaremos unido a nuestra vida asechada por un sinfín de peligros, oprimida por las preocupaciones y las penas, y sujeta al lento pero inexorable desgaste del tiempo.

Lo escoltaremos, elevando hacia él el homenaje de nuestros cantos y de nuestras súplicas: «Bone Pastor, panis vere (...) Buen Pastor, verdadero pan -le diremos con confianza-. Oh Jesús, ten piedad de nosotros, aliméntanos y defiéndenos, llévanos a los bienes eternos.

«Tú que todo lo sabes y todo lo puedes, que nos alimentas en la tierra, guía a tus hermanos a la mesa del cielo, en la gloria de tus santos». Amén