Homilía del Santo Padre en la Vigilia pascual celebrada en la plaza de San Pedro el Sábado santo, 22 de abril

Somos testigos de Cristo resucitado

El Sábado santo, 22 de abril, el Papa celebró la Vigilia pascual en la plaza de San Pedro, donde se habían congregado miles de peregrinos de las diversas partes del mundo. Comenzó a las ocho de la tarde. La primera parte, el «lucernario», con la bendición del fuego y la preparación del cirio, tuvo lugar al pie del obelisco; el Vicario de Cristo hizo la procesión en coche, mientras los cardenales y obispos iban distribuyendo la luz entre los fieles. Después del canto del pregón pascual, comenzó la liturgia de la Palabra: las cuatro primeras lecturas se hicieron en francés, español, alemán e inglés, la epístola en italiano y el evangelio en latín. El Santo Padre pronunció la homilía que ofrecemos. A continuación tuvo lugar la liturgia bautismal, que comenzó con la letanía de los santos; en esta parte Juan Pablo II administró los sacramentos del bautismo y la confirmación a ocho catecúmenos: tres japoneses, dos chinos, un italiano, un albanés y un camerunense. Siguió la liturgia eucarística, en la que dio la primera comunión a los ocho bautizados. Con el Papa concelebraron varios cardenales; a su lado se hallaban los cardenales: Bernardin Gantin, decano del Colegio cardenalicio, y Roger Etchegaray, presidente del Comité para el gran jubileo del año 2000, a la derecha; Joseph Ratzinger, vicedecano del Colegio cardenalicio, y Opilio Rossi, a la izquierda. Estuvieron también presentes numerosos arzobispos y obispos, el Cuerpo diplomático acreditado ante la santa sede, acompañado por el arzobispo mons. Giovanni Battista Re, sustituto de la Secretaría de Estado, y por los monseñores Pedro López Quintana, asesor para los Asuntos generales, y Celestino Migliore, subsecretario para las relaciones con los Estados. El sacro rito se concluyó hacia las once y media. El canto del aleluya y el armonioso sonido de las campanas de la basílica de San Pedro anunciaron la resurrección del Señor. La liturgia terminó con el canto del «Regina caeli».

 

1. «Tenéis guardias. Id, aseguradlo como sabéis» (Mt 27, 65).

La tumba de Jesús fue cerrada y sellada. Según la petición de los sumos sacerdotes y los fariseos, se pusieron soldados de guardia para que nadie pudiera robar el cuerpo (cf. Mt 27, 62-64). Este es el acontecimiento del que parte la liturgia de la Vigilia pascual.

Vigilaban junto al sepulcro aquellos que habían querido la muerte de Cristo, considerándolo un «impostor» (Mt 27, 63). Su deseo era que él y su mensaje fueran sepultados para siempre.

No muy lejos de allí, velaba María y, con ella, los Apóstoles y algunas mujeres. Tenían aún impresa en el corazón la imagen perturbadora de los hechos que acababan de ocurrir.

2. Vela la Iglesia, esta noche, en todos los rincones de la tierra, y revive las etapas fundamentales de la historia de la salvación. La solemne liturgia que estamos celebrando es una expresión de este «velar» que, en cierto modo, recuerda el velar de Dios del que habla el libro del Éxodo: «Noche de guardia fue esta para Yahveh, para sacarlos de la tierra de Egipto. Esta misma noche será la noche de guardia en honor de Yahveh (...), por todas sus generaciones» (Ex 12, 42).

En su amor providente y fiel, que supera el tiempo y el espacio, Dios vela sobre el mundo. El salmista canta: «No duerme, no duerme ni reposa el guardián de Israel. El Señor te guarda (...). El Señor te guarda de todo mal (...) ahora y por siempre» (Sal 120, 4-5. 8).

También el paso del segundo al tercer milenio, que estamos viviendo, se conserva en el misterio del Padre. Él «obra siempre» (Jn 5, .17) por la salvación del mundo y, mediante el Hijo hecho hombre, guía a su pueblo de la esclavitud a la libertad, de la muerte a la vida. Toda la «obra» del gran jubileo del año 2000 está, por decirlo así, inscrita en esta noche de Vigilia, que lleva a plenitud la del Nacimiento del Señor. Belén y el Calvario remiten al mismo misterio de amor de Dios, que tanto amó al mundo «que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16).

3. En esta noche santa, la Iglesia, en su vigilia, se centra en los textos de la sagrada Escritura que trazan el designio divino de salvación, desde el Génesis hasta el Evangelio, y que, también gracias a los ritos litúrgicos del fuego y del agua, confieren a esta singular celebración una dimensión cósmica. Todo el universo creado está llamado a velar en esta noche junto al sepulcro de Cristo. Pasa ante nuestros ojos la historia de la salvación, desde la creación hasta la redención, desde el éxodo hasta la alianza en el Sinaí, desde la antigua alianza hasta la nueva y eterna. En esta noche santa se cumple el proyecto eterno de Dios, que penetra la historia del hombre y del cosmos.

4. En la Vigilia pascual, madre de todas las vigilias, cada hombre puede reconocer también su propia historia de salvación, que tiene como punto fundamental el renacer en Cristo mediante el bautismo.

Esta es, de una manera muy especial, vuestra experiencia, queridos hermanos y hermanas que dentro de poco recibiréis los sacramentos de la iniciación cristiana: el bautismo, la confirmación y la Eucaristía.

Venís de diversos países del mundo: Japón, China, Camerún, Albania e Italia.

La variedad de vuestras naciones de origen pone de relieve la universalidad de la salvación traída por Cristo. Dentro de poco, queridos hermanos, seréis insertados íntimamente en el misterio de amor de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Que vuestra existencia se transforme en un canto de alabanza a la santísima Trinidad y en un testimonio de amor sin fronteras.

5. «Ecce lignum crucis, in quo salus mundi pependit: venite adoremus!». Esto ha cantado ayer la Iglesia, mostrando el árbol de la cruz, «donde estuvo clavada la salvación del mundo». «Fue crucificado, muerto y sepultado», rezamos en el Credo.

En el sepulcro, el lugar donde lo habían puesto (cf. Mc 16, 6), está espiritualmente presente la comunidad eclesial de todos los rincones de la tierra. Estamos también nosotros con las tres mujeres que se acercan al sepulcro, antes del alba, para ungir el cuerpo sin vida de Jesús (cf. Mc 16, 1). Su diligencia es nuestra diligencia. Con ellas descubrimos que la gruesa piedra sepulcral ha sido retirada y el cuerpo ya no está allí. «No está aquí», anuncia el ángel, mostrando el sepulcro vacío y las vendas por tierra. La muerte ya no tiene poder sobre él (cf. Rm 6, 9).

¡Cristo ha resucitado! Anuncia, al final de esta noche de Pascua, la Iglesia, que ayer había proclamado la muerte de Cristo en la cruz. Es un anuncio de verdad y de vida.

«Surrexit Dominus de sepulcro, qui pro nobis pependit in ligno. Alleluia!». Ha resucitado del sepulcro el Señor, que por nosotros fue colgado en la cruz.

Sí, Cristo ha resucitado verdaderamente y nosotros somos testigos.

Lo gritamos al mundo, para que la alegría que nos embarga llegue a otros muchos corazones, encendiendo en ellos la luz de la esperanza que no defrauda.

¡Cristo ha resucitado, aleluya!

«Christós anésti, Alleluia!».