PALABRAS DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II AL FINAL DEL VÍA CRUCIS CELEBRADO EN EL COLISEO EL VIERNES SANTO, 21 DE ABRIL

El valor salvífico del sufrimiento

 

El Viernes santo, 21 de abril, Juan Pablo II, siguiendo la tradición que ha implantado en su pontificado, acudió a la basílica de San Pedro, a las doce de la mañana, para administrar el sacramento de la penitencia en uno de los confesonarios situados en la parte derecha del crucero. Confesó, durante una hora, a diez personas de diversas nacionalidades.

Por la tarde, a las cinco, presidió en el templo vaticano la celebración de la Pasión: liturgia de la Palabra, adoración de la cruz y rito de comunión. Pronunció la homilía el p. Raniero Cantalamessa, o.f.m.cap., predicador de la Casa pontificia. Junto al Papa se hallaban los cardenales Luigi Poggi, archivero y biliotecario emérito de la santa Iglesia romana, y James Francis Stafford, presidente del Consejo pontificio para los laicos. Participaron también otros veinticinco cardenales y numerosos arzobispos y obispos. Después de la homilía, el Santo Padre subió al presbiterio, desde donde leyó en latín la oración universal, que varios fieles fueron introduciendo en francés, inglés, polaco, ruso, alemán, portugués, filipino, suahili, árabe y español. Los cardenales, arzobispos y obispos; el decano del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, Giovanni Galassi, embajador de la República de San Marino, con una representación de embajadores; los canónigos de la basílica vaticana; algunos superiores generales de órdenes religiosas y varios laicos, en representación de la asamblea, se acercaron, después del Romano Pontífice, a adorar la cruz. Ciento cincuenta sacerdotes distribuyeron la comunión a los fieles. Eran poco más de las siete y media de la tarde, cuando el Santo Padre leyó la oración conclusiva, desde el altar de la Confesión.

Por la noche, Juan Pablo II fue al Coliseo, donde guió el vía crucis. Estuvieron presentes más de cincuenta mil fieles; varios millones, en numerosos países, siguieron el piadoso ejercicio por mundovisión. El Papa llevó la cruz durante la primera estación; en las restantes se sucedieron: mons. Mar Bawai Soro, obispo de la Iglesia asiría de Oriente, una joven china, una familia italiana de la parroquia romana de Santa Julia, una religiosa india, una joven brasileña, una religiosa ecuatoriana y un joven angoleño. Junto a la cruz, con antorchas encendidas, iban dos jóvenes del comité italiano para la XV Jornada mundial de la juventud, que se celebrará en agosto en Roma. Los textos de las meditaciones de las 14 estaciones (que ofrecemos en las páginas 6-9) eran del Papa. Publicamos el texto de la alocución del Santo Padre.

 

1. «¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» (Lc 24, 26).

Estas palabras de Jesús a los dos discípulos que iban de camino a Emaús resuenan en nuestro espíritu esta noche, al final del vía crucis en el Coliseo. También ellos, como nosotros, habían oído hablar de los acontecimientos concernientes a la pasión y la crucifixión de Jesús. De vuelta a su pueblo, Cristo se les acerca como un peregrino desconocido y ellos se apresuran a contarle «lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo» (Lc 24, 19), y cómo los sumos sacerdotes y magistrados lo condenaron a muerte y lo crucificaron (cf. Lc 24, 20). Con tristeza, terminan diciendo: «Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó» (Lc 24, 21).

«Nosotros esperábamos...». Los discípulos están desanimados y abatidos. También para nosotros es difícil entender por qué la senda de la salvación debe pasar por el sufrimiento y la muerte.

2. «¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» (Lc 24, 26). Nos hacemos la misma pregunta al final del tradicional vía crucis junto al Coliseo.

Dentro de poco, dejaremos este lugar santificado por la sangre de los primeros mártires y nos dispersaremos en diversas direcciones. Volveremos a nuestras casas, reflexionando sobre los mismos acontecimientos de los que hablaban los discípulos de Emaús.

¡Que Jesús se acerque a cada uno de nosotros y se haga también nuestro compañero de viaje! Mientras nos acompaña, nos explicará que por nosotros ha subido al Calvario y por nosotros ha muerto, cumpliendo las Escrituras. De este modo, la dolorosa escena de la crucifixión, que acabamos de contemplar, se convertirá para cada uno en una enseñanza elocuente.

Queridos hermanos y hermanas, el hombre contemporáneo necesita encontrar a Jesús crucificado y resucitado.

¿Quién, si no es el divino Condenado, puede comprender plenamente la pena de quien sufre condenas injustas?

¿Quién, si no es el Rey ultrajado y humillado, puede satisfacer las expectativas de tantos hombres y mujeres sin esperanza y sin dignidad?

¿Quién, si no es el Hijo de Dios crucificado, puede entender el dolor de la soledad de tantas vidas truncadas y sin futuro?

El poeta francés Paul Claudel escribe que el Hijo de Dios «nos ha enseñado la vía de salida del dolor y la posibilidad de su transformación» (Positions et propositions). Abramos el corazón a Cristo: será él mismo quien responda a nuestras más profundas expectativas. Él mismo nos desvelará los misterios de su pasión y muerte en la cruz.

3. «Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron» (Lc 24, 31). Con sus palabras, el corazón de los dos viandantes desconsolados adquirió serenidad y comenzó a llenarse de alegría. Reconocieron a su Maestro al partir el pan.

Que los hombres de hoy, como ellos, al partir el pan, reconozcan en la Eucaristía la presencia de su Salvador. Que lo encuentren en el sacramento de su Pascua y lo acojan como compañero de su camino. Él sabrá escucharles y consolarles. Sabrá ser su guía, para conducirlos por los senderos de la vida hacia la casa del Padre.

«Adoramos te, Christe, et benedicimus tibi, quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum!».