Homilía

Durante la misa Crismal celebrada en la basílica de San Pedro el Jueves santo por la mañana, 20 de abril

Partícipes de la misión de Cristo

El Jueves santo, 20 de abril, por la mañana, el Papa celebró en la basílica de San Pedro la misa Crismal. Con el Romano Pontífice concelebraron 23 cardenales, 54 arzobispos y obispos junto con 1.650 presbíteros diocesanos y religiosos.

A la izquierda del altar estaba el crucifijo de la iglesia de San Marcelo en el Corso, que fue colocado allí ya para la Jornada jubilar del perdón, el 12 de marzo. Antes de la celebración los sacerdotes rezaron la hora Tercia. El Papa entró en la basílica por el pasillo central, acompañado de los cardenales concelebrantes. Después de las lecturas pronunció la homilía que publicamos. A continuación, todos los presbíteros renovaron sus promesas sacerdotales. Juan Pablo II invitó a los fieles a rezar por los sacerdotes, para que el Señor derrame abundantemente sobre ellos sus dones, a fin de que sean fieles ministros de Cristo, sumo sacerdote, y guíen a los católicos hacia él, única fuente de salvación; les pidió que rezaran también por él, para que sea fiel al servicio apostólico que le ha sido confiado.

Siguió la bendición de los santos óleos por parte del Papa: primero el de los enfermos, después el de los catecúmenos y por último el santo crisma; los llevaron al altar los diáconos, acompañados por un grupo de enfermos, los ocho catecúmenos que serían bautizados durante la vigilia pascual y tres diáconos que serán ordenados sacerdotes próximamente. Los óleos estaban contenidos en grandes ánforas de plata. Para la plegaria eucarística subieron al presbiterio los cardenales Bernardin Gantin, decano del Colegio cardenalicio; y Angelo Sodano, secretario de Estado; Roger Etchegaray, presidente del Comité para el gran jubileo del año 2000; y Opilio Rossi. Al final de la misa, Su Santidad recordó a los obispos y sacerdotes que la bendición de los óleos subraya el misterio de la Iglesia como sacramento de Cristo, que santifica toda realidad y situación de vida, y que ahora se les confía para que, a través de su ministerio, la gracia divina se derrame en las almas, infundiéndoles fuerza y vida.

Concluyó exhortándoles a respetarlos, venerarlos y conservarlos con cuidado especial, como signos de la gracia de Dios. Asistieron a esta celebración miles de peregrinos, religiosos y religiosas. Los cantos corrieron a cargo del coro de la capilla Sixtina, dirigido por mons. Giuseppe Liberto. Terminada la concelebración, se distribuyeron los óleos a los párrocos de la diócesis de Roma.

 

1. «A aquel que (...) ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos» (Ap 1, 5-6).

Escuchamos estas palabras del libro del Apocalipsis en esta solemne misa Crismal, que precede al sagrado Triduo pascual. Antes de celebrar los misterios centrales de la salvación, cada comunidad diocesana se reúne esta mañana en torno a su pastor para la bendición de los santos óleos, que son instrumentos de la salvación en los diversos sacramentos: bautismo, confirmación, orden sagrado y unción de los enfermos. La eficacia de estos signos de la gracia divina deriva del misterio pascual, de la muerte y resurrección de Cristo. Por eso la Iglesia sitúa este rito en el umbral del Triduo sacro, en el día en que, con el supremo acto sacerdotal, el Hijo de Dios hecho hombre se ofreció al Padre como rescate por toda la humanidad.

2. «Ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes». Entendemos esta expresión en dos niveles. El primero, como recuerda también el concilio Vaticano II, con referencia a todos los bautizados, que «son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo para que ofrezcan, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales» (Lumen gentium, 10). Todo cristiano es sacerdote. Se trata aquí del sacerdocio llamado «común», que compromete a los bautizados a vivir su oblación a Dios mediante la participación en la Eucaristía y en los sacramentos, en el testimonio de una vida santa, en la abnegación y en la caridad activa (cf. ib.).

En otro nivel, la afirmación de que Dios «ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes» se refiere a los sacerdotes ordenados como ministros, es decir, llamados a formar y dirigir al pueblo sacerdotal, y a ofrecer en su nombre el sacrificio eucarístico a Dios en la persona de Cristo (cf. ib.). Así, la misa «Crismal» hace memoria solemne del único sacerdocio de Cristo y expresa la vocación sacerdotal de la Iglesia, en particular del obispo y de los presbíteros unidos a él. Nos lo recordará dentro de poco el Prefacio: Cristo «no sólo confiere el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino también, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión (Prefacio IV de la Pasión del Señor).

3. «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado ...(Lc 4, 18).

Queridos sacerdotes, estas palabras nos conciernen de modo directo. Estamos llamados, por la ordenación presbiteral, a compartir la misma misión de Cristo, y hoy renovamos juntos las promesas sacerdotales comunes. Con viva emoción hacemos memoria del don recibido de Cristo, que nos ha llamado a una participación especial en su sacerdocio.

Con la bendición de los óleos, y en particular del santo crisma, queremos dar gracias por la unción sacramental, que se ha convertido en parte de nuestra herencia (cf. Sal 15, 5). Es un signo de fuerza interior, que el Espíritu Santo concede a todo hombre llamado por Dios a particulares tareas al servicio de su Reino.

«Ave sanctum oleum: oleum catechumenorum, oleum infirmorum, oleum ad sanctum crisma». Al mismo tiempo que damos gracias en nombre de cuantos van a recibir estos santos signos, oramos para que la fuerza sobrenatural que actúa a través de ellos obre incesantemente también en nuestra vida. Que el Espíritu Santo, que se ha posado sobre cada uno de nosotros, encuentre la debida disponibilidad a cumplir la misión para la que fuimos «ungidos» el día de nuestra ordenación.

4. «Gloria a ti, oh Cristo, rey de eterna gloria». Has venido a nosotros para predicar el año de gracia del Señor (cf. Lc 4, 19).

Como recordé en la carta dirigida a los sacerdotes con esta ocasión, el sacerdocio de Cristo está intrínsecamente unido al misterio de la Encarnación, cuyo bimilenario celebramos en este Año jubilar. «Está inscrito en su identidad de Hijo encarnado, de Hombre-Dios» (n. 7). Por eso esta sugestiva liturgia del Jueves santo constituye para nosotros, en cierto sentido, una celebración jubilar casi connatural, aunque el jubileo de los sacerdotes de este Año santo está previsto para el próximo 18 de mayo.

La existencia terrena de Cristo, su «paso» por la historia, desde que fue concebido en el seno de la Virgen María hasta que ascendió a la diestra del Padre, constituye un único acontecimiento sacerdotal y sacrificial. Y está totalmente marcado por la «unción» del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35; 3, 22).

Hoy nos encontramos de modo especial con Cristo, sumo y eterno Sacerdote, y cruzamos espiritualmente esta Puerta santa, que abre de par en par a todo hombre la plenitud del amor salvífico. Del mismo modo que Cristo fue dócil a la acción del Espíritu en la condición de hombre y siervo obediente, así también el bautizado, y de modo particular el ministro ordenado, debe sentirse comprometido a realizar su consagración sacerdotal en el servicio humilde y fiel a Dios y a sus hermanos.

Comencemos con estos sentimientos el Triduo pascual, culmen del año litúrgico y del gran jubileo. Dispongámonos a realizar la intensa peregrinación pascual siguiendo las huellas de Jesús, que padece, muere y resucita. Sostenidos por la fe de María, sigamos a Cristo, sacerdote y víctima, «que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre» (Ap 1, 5-6).

Sigámoslo y proclamemos juntos: «Gloria a ti, oh Cristo, rey de eterna gloria».

Tú, Cristo, eres el mismo ayer, hoy y siempre. Amén.