DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE, CON OCASIÓN DEL NUEVO AÑO, LUNES 10 DE ENERO

Que el nuevo siglo sea el siglo de la solidaridad

Su Santidad hizo un repaso de las luces y sombras del siglo que acaba de concluir y expresó sus deseos para el que comienza

Como es tradición, Juan Pablo II recibió en audiencia, el lunes 10 de enero, al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, que había acudido a felicitarle por el nuevo año. El encuentro tuvo lugar en la sala Regia del palacio apostólico vaticano, a las once de la mañana. Estuvieron presentes el cardenal secretario de Estado, Angelo Sodano, con el sustituto de la Secretaría de Estado,, mons. Giovanni Battista Re, y el asesor, mons. Pedro López Quintana; el secretario para los Asuntos generales, mons. Jean-Louis Tauran, con el subsecretario, mons. Celestino Migliore; mons. Oscar Rizzato, limosnero de Su Santidad, y el prefecto de la Casa pontificia, mons. James M. Harvey. Al comienzo de la audiencia, el embajador de la República de San Marino, Giovanni Galassi, decano del Cuerpo diplomático, dirigió a Su Santidad unas palabras, en las que recordó la invitación constante del Papa -desde el comienzo de su pontíficado- a abrir de par en par las puertas a Cristo, su defensa de los derechos del hombre, los viajes pastorales, etc. El Santo Padre pronunció el importante discurso que publicamos.

Los Estados que tienen relaciones diplomáticas con la Santa Sede son actualmente 170 (los últimos que han establecido relaciones diplomáticas son Yemen y dos archipiélagos de Oceanía: la República de Pálau y las islas Cook). A estos se pueden añadir Rusia, Suiza y la Organización para la liberación de Palestina, vinculadas a la Santa Sede con acuerdos especiales. De los 185 Estados presentes en la Organización de las Naciones Unidas, sólo faltan la República popular china, Corea del Norte, Arabia Saudí y algunos otros Estados íslámicos.

 

Excelencias; señoras y señores:

1. Ante todo deseo expresar mi profunda gratitud a su decano, el señor embajador Giovanni Galassi, quien, en nombre de todos, me ha presentado amablemente sus buenos deseos y ha evocado algunos acontecirnientos significativos de la vida de nuestros contemporáneos, sus esperanzas, sus pruebas y sus temores. Ha querido subrayar oportunamente la aportación específica de la Iglesia católica en favor de la concordia entre los pueblos y de su elevación espirítual. ¡Muchas gracias!

Los deseos del Papa para todos los hombres

2. En estos momentos en que acabamos de cruzar el umbral de un nuevo año, el Sucesor del apóstol san Pedro siente la necesidad de dirigir a todos los pueblos que ustedes representan sus mejores deseos para este año 2000, que muchos han acogido con «júbilo». Los cristianos han entrado en el gran jubileo que conmemora la venida de Cristo en el tiempo y en la historia de los hombres: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo», leemos en la carta a los Hebreos (Hb 1, 1-2).

A Dios, que ha querido establecer una alianza con el mundo, que no cesa de crear, de amar y de iluminar, confío con todo el corazón las aspiraciones y realizaciones más nobles de cada uno, sin olvidar las pruebas y los fracasos que muy a menudo entorpecen el camino hacia el bien. Con nuestros contemporáneos, alabo a Dios por todas las cosas hermosas y buenas, e invoco también el perdón divino por los atentados contra la vida y la dignidad del hombre, contra la fraternidad y la solidaridad. Que el Altísimo nos ayude a vencer en nosotros y en nuestro entorno todas las resistencias para que llegue o vuelva a venir el tiempo de los hombres de buena voluntad, que la reciente fiesta de Navidad nos ha propuesto con el frescor de los primeros tiempos. Estos son los deseos que expreso en mi oración por todos los hombres y mujeres de este tiempo, de todos los países y de todas las generaciones.

Luces y sombras del siglo que acaba de concluir

3. El siglo que concluye ha quedado marcado por unos singulares progresos científicos, que han mejorado considerablemente la vida y la salud de los hombres. Han contribuido también al dominio de la naturaleza y han favorecido un acceso más fácil a la cultura. Las tecnologías de la información han abolido las distancias y nos han hecho más cercanos los unos de los otros. Nunca hemos estado con tanta rapidez al corriente de los hechos que han ido marcando la vida cotidiana de nuestros hermanos los hombres. Pero es preciso preguntarse: este siglo ¿ha sido también el siglo de la «la fraternidad»? Ciertamente no se puede dar una respuesta sin matizar.

A la hora del balance, el recuerdo de guerras asesinas que han exterminado a millones de personas y provocado éxodos masivos, y de genocidios vergonzosos que asedian nuestra memoria, así como la carrera de armamentos que ha mantenido la desconfianza y el miedo, el terrorismo o los conflictos étnicos que han aniquilado pueblos que vivían en el mismo territorio, nos obligan a ser modestos y a tener a menudo un espíritu de arrepentimiento.

Las ciencias de la vida y las biotecnologías siguen teniendo nuevos campos de aplicación, pero al mismo tiempo el problema de los límites que no se deben rebasar si se quiere salvaguardar la dignidad, la responsabilidad y la seguridad de las personas.

La globalización, que ha transformado profundamente los sistemas económicos, creando posibilidades de crecimiento inesperadas, ha hecho también que muchos se hayan quedado al borde del camino: el desempleo en los países más desarrollados y la miseria en gran parte de los países del hemisferio sur siguen manteniendo a millones de mujeres y hombres al margen del progreso y del bienestar.

Nunca estaremos felices los unos sin los otros

4. Por esto me parece que el siglo que comienza deberá ser el siglo de la solidaridad.

Hoy lo sabemos mejor que ayer: no estaremos nunca felices y en paz los unos sin los otros; y mucho menos los unos contra los otros. Las operaciones humanitarias con ocasión de conflictos o catástrofes naturales recientes han suscitado loables iniciativas de voluntariado, que revelan un fuerte sentido de altruismo, especialmente en las jóvenes generaciones.

El fenómeno de la globalización hace que el papel de los Estados haya cambiado un poco: el ciudadano se ha hecho cada vez más activo y el principio de subsidiariedad ha contribuido, sin duda, a equilibrar las fuerzas vivas de la sociedad civil; el ciudadano, en gran parte, ha participado en el proyecto común.

A mi parecer, esto quiere decir que el hombre del siglo XXI estará llamado a desarrollar su sentido de responsabilidad. En primer lugar su responsabilidad personal, cultivando el sentido del deber y del trabajo realizado honradamente: la corrupción, el crimen organizado o la pasividad nunca pueden conducir a una verdadera y sana democracia. Pero a esto se debe añadir igualmente el sentido de la responsabilidad para con el otro: preocuparse por el más pobre, participar en las estructuras de ayuda tanto en el trabajo como en el sector social, ser respetuoso con la naturaleza y el medio ambiente, son también imperativos necesarios con vistas a un mundo donde se pueda convivir mejor. ¡Nunca más unos separados de los otros! ¡Nunca más unos contra los otros! íTodos juntos solidarios. bajo la mirada de Dios!

Esto nos exige también renunciar a los ídolos que son la felicidad a cualquier precio, la riqueza material como único valor y la ciencia como la única explicación de la realidad. Esto exige que el derecho sea aplicado y respetado por todos y en todas partes, para que las libertades individuales, sean garantizadas eficazmente y para que la igualdad de oportunidades sea una realidad para todos. Y esto exige también que Dios tenga en la vida de los hombres el lugar que le corresponde: el primero.

En un mundo que, hoy más que nunca, va en busca de sentido, los cristianos se sienten llamados, al principio del siglo, a proclamar con renovado fervor que Jesús es el redentor del hombre, y la Iglesia a manifestarse como «signo y salvaguardia de la trascendencia de la persona humana» (Gaudium et spes, 76).

Los compromisos prioritarios de la solidaridad

5. Tal solidaridad supone compromisos muy concretos. Algunos son prioritarios:

- El compartir la tecnología y la prosperidad. Sin una actitud de comprensión y disponibilidad difícilmente se podrá eliminar la frustración de ciertos países.que se ven condenados a hundirse en una precariedad cada vez más grave y a la vez a confrontarse con otros países. He tenido ocasión de expresarme varias veces, por ejemplo, sobre la cuestión de la deuda de los países pobres.

- El respeto de los derechos del hombre. Las legítimas aspiraciones de las personas más débiles, las reivindicaciones de las minorías étnicas, los suftimientos de todos aquellos cuyas creencias o culturas son despreciadas de un modo u otro, no son simples opciones para favorecer según las circunstancias o según intereses políticos o económicos. No respetar estos derechos equivale claramente a ofender la dignidad de las personas y poner en peligro la estabilidad del mundo.

- La prevención de los conflictos evitaría situaciones difíciles de resolver y ahorraria muchos sufrimientos. No faltan instancias internacionales adecuadas; es suficiente utilizarlas, distinguiendo evidentemente, sin oponerlos ni separarlos, la política, el derecho y la moral.

- El diálogo sereno entre las civilizaciones y las religiones, en fin, podría favorecer un nuevo modo de pensar y de vivir. A través de la diversidad de mentalidades y creencias, las mujeres y los hombres de este milenio, teniendo presentes los errores del pasado, han de encontrar nuevas formas de vivir juntos Y respetarse. La educación, la ciencia y la información de calidad son los mejores medios para desarrollar en cada uno de nosotros el respeto al otro, a sus riquezas y sus creencias así como un sentido de la universalidad, digno de su vocación espiritual. Este diálogo evitará que en el futuro se llegue a una sítuación absurda:. excluir o matar en nombre de Dios. Esto será, sin duda, una contribución decisiva a la paz.

El compromiso de las Naciones Unidas

6 . Se ha hablado mucho en estos últimos años de un "nuevo orden mundial". Numerosas y meritorias iniciativas se han de atribuir a la acción perseverante de diplomáticos hábiles y, en particular, a la diplomacia multilateral, para hacer surgir una verdadera «comunidad de naciones». Actualmente,'por ejemplo, se está llevando a cabo un proceso de paz en Oriente Medio; los chinos se hablan; las dos Coreas dialogan; algunos países africanos intentan que se vuelvan a reunir las facciones rivales; el Gobiernio y los grupos armados en Colombia intentan mantener contactos. Todo esto muestra una cierta voluntad de edificar un mundo fundado en la fraternidad, para establecer, proteger y extender la paz a nuestro alrededor. Sin embargo, también nos vemos obligados a decir que se repiten con demasiada frecuencia los errores del pasado: pienso en las reacciones basadas en la propia identidad; en las persecuciones infligidas por motivos religiosos; en los recursos frecuentes, y a veces precipitados, a la guerra; en las desigualdades sociales; en el abismo entre países ricos y pobres; en la confianza puesta únicamente en criterios de rendimiento económico, por no citar más que algunos rasgos caracteristicos del siglo que acaba de concluir. En este comienzo del año 2000, ¿qué vemos?

África, atenazada por conflictos étnicos que tienen como rehenes a pueblos enteros, impidiendo su progreso económico y social, y condenándolos a menudo a una mera supervivencia.

Oriente Medio, siempre entre guerra y paz, aun cuando se sabe que solamente el derecho y la justicia permiten a los pueblos de la región, sin distinción alguna, vivir juntos al amparo de riesgos endémicos.

Asia, continente con ¡nimensas posibilidades humanas y materiales, agrupa en un equilibrio precario pueblos y culturas prestigiosas, muy desarrolladas económicamente, y otros que se vuelven cada vez más pobres. Recientemente visité aquel continente, donde entregué la exhortación apostólica Ecclesia in Asia, fruto de una reciente Asamblea sinodal, que constituye así una carta magna para todos los católicos. Con los padres sinodales hago un nuevo llamamiento, a todos los católicos de Asia y a los hombres de buena voluntad para que unan sus esfuerzos en la construcción de una sociedad cada vez más solidaria.

América, inmenso continente en el que tuve la alegría de promulgar, hace un año, la exhortación apostólica Ecclesia in America, invitando a los pueblos de aquellas tierras a una conversión personal y comunitaria continuamente renovada, en el respeto de la dignidad de las personas y en el amor por los marginados, a fin de promover una cultura de la vida.

América del Norte, donde los criterios económicos y políticos a menudo son considerados como norma, tiene numerosos pobres, a pesar de sus múltiples riquezas.

América Latina, que ha experimentado, no obstante algunas excepciones, progresos democráticos prometedores, permanece peligrosamente debilitada por escandalosas desigualdades sociales, por el narcotráfico, la corrupción y a veces también por movimientos de lucha armada.

Europa, finalmente, después del derrumbamiento de las ideologías, camina hacia su unidad; se esfuerza por alcanzar la doble meta de la reconciliación y de la integración democrática de antiguos enemigos. No está exenta de terribles violencias, como lo ha demostrado la reciente crisis de los Balcanes y los enfrentamientos de estas últimas semanas en el Cáucaso. Los obispos del continente se reunieron hace poco en Asamblea sinodal y testinioniaron los signos de esperanza, la apertura entre los pueblos, la reconciliación entre naciones y la intensificación de colaboraciones e intercambios, invitando a todos los hombres a una mayor conciencia europea.

Ante este mundo de contrastes, a la vez magnífico y precario, viene a mi mente un compromiso hecho al salir de la terrible segunda guerra mundial, cuando todos querían que fuera la última. Me refiero a la Nota introductoria de la Carta de las Naciones Unidas, adoptada en San Francisco, el 26 de junio de 1945:

«Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas, resueltos

- a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que, dos veces durante nuestra vida, ha infligido a la humanidad sufrimientos indecibles;

- a reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones, grandes y pequeñas, (...) hemos decidido aunar nuestros esfuerzos para realizar estos designios».

Este texto y este compromiso solemnes no han perdido su fuerza y su actualidad. En un mundo organizado en torno a Estados soberanos, pero de hecho desiguales, es indispensable -si se desea la estabilidad, el entendimiento y la cooperación entre los pueblos-, que las relaciones internacionales estén cada vez mas inspiradas por el derecho y modeladas por él. Ciertamente, lo que hace falta no son nuevos textos o instrumentos jurídicos, sino simplemente la voluntad política de aplicar sin discriminación los que ya existen.

La paternidad universal del Romano Pontífice

7. Quien les habla, excelencias, señoras y señores, ha sido compañero de ca mino de muchas generaciones del siglo que acaba de concluir. Ha compartido las duras pruebas de su pueblo de origen como las horas más sombrías vividas por Europa. Desde hace más de veintiún años, como Sucesor del apóstol san Pedro, se siente revestido de una paternidad universal, que abarca a todos los hombres y mujeres de este tiempo, sin ninguna distinción. Hoy, por medio de ustedes, que representan aquí a casi todos los pueblos de la tierra, quisiera hacer llegar al corazón de cada uno una confidencia: al abrirse las puertas del nuevo milenio, el Papa piensa que los hombres podrían finalmente aprender de las lecciones del pasado. Sí, pido a todos, en nombre de Dios, preservar a la humanidad de nuevas guerras, respetar la vida humana y la familia, colmar el abismo entre ricos y pobres, y comprender que todos somos responsables de todos. Es Dios quien lo pide y jamás nos pide nada por encima de nuestras fuerzas. Él mismo nos da la fuerza para cumplir lo que espera de nosotros.

Me vienen a la mente las palabras que el Deuteronomio pone en boca de Dios mismo: «Mira, yo pongo ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. (... ) Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia» (Dt 30, 15. 19).

La vida toma cuerpo en nuestras opciones cotidianas. Y los responsables políticos, ya que tienen el deber de administrar «la cosa pública», pueden, por medio de sus opciones personales y de sus programas de actuación, orientar a sociedades enteras hacia la vida o hacia la muerte. Por esto los creyentes, y los fieles de la Iglesia católica en particular, consideran un deber propio participar activamente en la vida pública de las sociedades a las que pertenecen. Su fe, su esperanza y su caridad son energías complementarias e insustituibles para que no sólo no falten jamás la preocupación por el otro, el sentido de responsabilidad y la defensa de las libertades furidamentales, sino también para hacer percibir que en el mundo y en nuestra historia personal y colectiva hay una Presencia. Reivindico, pues, para los creyentes un lugar en la vida pública, porque estoy convencido de que su fe y su testimonio pueden aportar serenidad a nuestros contemporáneos, a menudo preocupados y sin puntos de referencia, y de que, a pesar de los fracasos, la violencia o el miedo, ni el mal ni la muerte tendrán la última palabra.

Cruzar el umbral para ponerse en camino

8. Ha llegado el momento de intercambiar personalmente nuestras felicitaciones. Les saludo cordialmente y les ruego que tengan la amabilidad de transmitir mis mejores deseos a los responsables de los países que representan. Las puertas del gran Jubileo están abiertas para los cristianos y las de un nuevo milenio para toda la hurnanidad. Ahora lo que importa es cruzar el umbral para ponernos en camino. Un camino en el que Dios va por delante y nos indica el modo para llegar a él. Nada, ningún prejuicio ni ninguna ambición, nos debe tener encadenados. Una nueva historia comienza para nosotros. Los pueblos que ustedes representan quieren escribirla en su vida personal y colectiva. Hay una historia en la que, hoy como ayer y como mañana, la humanidad tiene una cita con Dios. Por eso les digo a todos: «¡Feliz camino»!