HOMILÍA

Durante el rezo de los primeras Vísperas de la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, 31 de diciembre


Demos gracias a Dios por lo que ha sucedido en este año, en este siglo y en este milenio

 

El viernes 31 de diciembre de 1999, último día del año, el Santo Padre Juan Pablo II bajó a las seis de la tarde a la basílica de San Pedro para dar gracias al Señor por los beneficios recibidos durante el año. Presidió el rezo de las primeras Vísperas de la solemnidad de Santa Mariá, Madre de Dios, y el «Te Deum». Estuvieron presentes veintiún cardenales y numerosos arzobispos y obispos. En el sector reservado a las autoridades se hallaban: el presidente de la región, Piero Badaloni, el alcalde de Roma, Francesco Rutelli, con la junta municipal, y el presidente del consejo regional. Claveles rojos y blancos adornaban la columna derecha del altar y la estatua de madera de la Madre de Dios; varias plantas de flores de Pascua y mimosas completaban el adorno del presbiterio, dos tapices con escenas de la Navidad colgaban de los balcones que rodean el altar,

El Romano Pontífice recorrió el pasillo central en una peana con ruedas para poder acercarse a saludar a los fieles. En el canto de los salmos, cántico y magníficat se alternaron el coro de la capilla Sixtina y la asamblea. Después de la lectura bíblica, el Papa pronunció la homilía que ofrecemos.

Se concluyó la celebración con el canto del «Alma Redemptoris Mater» y el «Adeste, fideles».

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1. «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer»(Ga 41 4).

¿Qué es «la plenitud de los tiempos», de la que habla el Apóstol? La experiencia nos permite palpar que el tiempo pasa mexorablemente. Todas las criaturas están sujetas al paso del tiempo. Pero sólo el hombre se da cuenta de su devenir en el tiempo. Advierte que su historia personal está vinculada al fluir de los días.

La humanidad, consciente de su «devenir» , escribe su propia,historia: la historia de las personas, de los Estados y de los continentes, la historia de las culturas y de las religiones. Esta tarde nos preguntamos: ¿qué es lo que ha caracterizado principalmente al milenio que ahora está llegando a su fin? ¿Cómo se presentaba hace mil años la geografía de los países, la situación de los pueblos y de las naciones? ¿Quién sabía entonces de la existencia de otro gran continente al oeste del océano Atlántico? El descubrinúento de América, con el que comenzó una nueva era de la historia de la humanidad, constituye sin duda un elemento fundamental en la valoración del milenio que concluye.

También este último siglo se ha caractetizado por profundas y a veces rápidas transformaciones, que han influido en la cultura y en las relaciones entre los pueblos. Basta pensar en las dos ideologías opresoras, responsables de innumerables víctimas, que en él se han consumado. ¡Qué sufrimientos! ¡Qué dramas! Pero también ¡qué conquistas tan extraordinarias! Estos años, confiados por el Creador a la humanidad, llevan en sí los signos de los esfuerzos del hombre, de sus derrotas y de sus victorias (cf. Gaudium et spes, 2).

En este cambio de época, quizá el mayor riesgo consiste en que «muchos de nuestros contemporáneos no pueden discernir bien los valores perennes y, al mismo tiempo, compaginarlos adecuadamente con los nuevos descubrimientos» (ib., 4). Este es un gran desafío para nosotros, hombres y mujeres que nos, disponemos a entrar en el año 2000.

2. «Al llegar la plenitud de los tiempos». La liturgia nos habla de la «plenitud de los tiempos» y nos ilumína sobre el contenido de esa «plenitud». Dios quiso introducir su Verbo eterno en la historia de la gran familia humana, haciéndole asumir una humanidad como la nuestra. Mediante el acontecimiento sublime de la Encarnación, el tiempo humano y cósmico alcanzó su plenitud: «Al llegar, la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, ( ..) para que recibieramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 4-5). Este es el gran misterio: la Palabra eterna de Dios, el Verbo del Padre, se ha hecho presente en los acontecimientos que componen la historia terrena del hombre. Con la encarnación del Hijo de Dios, la eternidad entró en el tiempo, y la historia del hombre se abrió a un cumplimiento trascendente en lo absoluto de Dios.

De este modo, al hombre se le ofrece una perspectiva inimaginable: puede aspirar a ser hijo en el Hijo, heredero con él del mismo destino de gloria. La   peregrinación de la vida terrena es, por tanto, un camino que se realiza en el tiempo de Dios. La meta es Dios mismo, plenitud del tiempo en la eternidad.

3. A los ojos de la fe, el tiempo cobra así un significado religioso y más aún durante el Año jubilar que acaba de empezar. Cristo es el Señor del tiempo. Todo instante del tiempo humano está bajo el signo de la redención del Señor, que entró, una vez para siempre, «en la plenitud de los tiempos» (Tertio millennio adveniente, 10). Desde esta perspectiva, damos gracias a Dios por lo que ha sucedido a lo largo de este año, de este siglo y de este milenio. De modo especial, queremos dar gracias por los constantes progresos en el mundo del espíritu. Damos gracias por los santos de este milenio: los elevados al honor de los altares y los más numerosos aún que no conocemos y han santificado el tiempo con su adhesión fiel a la voluntad de Dios. Damos gracias también por todas las conquistas y los éxitos conseguidos por la humanidad en el campo científico y técnico, artístico y cultural.

Por cuanto concierne a la diócesis de Roma, queremos dar gracias por el itinerario espiritual recorrido durante los años pasados y por el cumplimiento de la Misión ciudadana con vistas al gran jubileo. Mi pensamiento va a la tarde del 22 de mayo, vigilia de Pentecostés, cuando invocamos juntos al Espíritu Santo, para que esta singular experiencia pastoral llegue a ser, en el nuevo siglo, forma y modelo de la vida y de la pastoral de la Iglesia, en Roma y en muchas otras ciudades y lugares del mundo, al servicio de la nueva evangelización.

Al mismo, tiempo que elevamos nuestra acción de gracias a Dios, sentimos, la necesidad de ¡mplorar su misericordia para el milenio que termina. Pedimos perdón porque a menudo, por desgracia, las conquistas de la técnica y de la ciencia, tan importantes para el auténtico progreso humano, se han usado contra el hombre: miserere nostri, Domine, miserere nostri!

4. Dos mil años han pasado desde que "la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros; hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14). Por eso, elevamos en coro el canto de nuestra alabanza y acción de gracias: Te Deum laudamus.

Te alabamos, Dios de la vida y de la esperanza.

Te alabamos, Cristo, Rey de la gloria, Hijo eterno del Padre.

Tú, nacido de la Virgen Madre, eres nuestro Redentor; te has convertido en hermano nuestro para la salvación del hombre y vendrás en la gloria a juzgar el mundo al final de los tiempos.

Tú, Cristo, fin de la historia humana, eres el centro de las expectativas de todo ser humano.

A ti te pertenecen los años y los siglos. Tuyo es el tiempo, oh Cristo, que eres el mismo ayer, hoy y siempre. Amén.

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