SIMPOSIO DE DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA
EN EL 40 ANIVERSARIO DE PACEM IN TERRIS

 

Los derechos humanos, una defensa permanente

 

Conferencia de Clausura
FERNANDO SEBASTIÁN AGUILAR
Arzobispo de Pamplona, Obispo de Tudela
y Administrador Apostólico de Calahorra y La Calzada-Logroño

Aportaciones de los cristianos a la vida social y
a la construcción de la paz

Madrid, 22 de noviembre de 2003
Fundación Pablo VI

Introducción

Estas cuestiones se pueden abordar desde puntos de vista muy diversos. Podríamos considerar este asunto desde la vida eclesial o desde las necesidades políticas, en una perspectiva general o bien teniendo en cuenta las circunstancias concretas y las necesidades más urgentes de nuestra realidad política. Yo voy a hilvanar unas cuantas ideas sobre el tema en una perspectiva algo general que podríamos designar como teológico- pastoral.

Quedan ya un poco lejanos los tiempos en los que la llamada Teología del Laicado era un descubrimiento que entusiasmaba a los cristianos y daba lugar al surgimiento de asociaciones, Movimientos y Grupos activos y entusiastas.

Después del Vaticano II es difícil decir nuevas cosas sobre este asunto en el plano teórico. Para nadie medianamente instruido es ya novedad la buena teología acerca de la vocación cristiana vivida en condición laical y circunstancia secular.

Esta asimilación y familiaridad con los contenidos fundamentales de la vocación cristiana, en su condición laical y secular, que es la normal, puede ser que haya enriquecido la conciencia de los fieles cristianos. Pero también es cierto que, como dice Cervantes, “la familiaridad engendra cansancio”. Hoy, junto a grupos y Movimientos laicales muy activos, existe una apatía generalizada que debilita y aplana la vida de muchas comunidades y parroquias.

Desde que el Papa Pío XI inició el camino de la reconciliación con la sociedad moderna y la convivencia de la Iglesia en las modernas sociedades democráticas, el recurso al testimonio y la acción de los fieles cristianos en el contexto de las relaciones e instituciones sociales se ha ido haciendo más claro, más vivo y más necesario en la Iglesia.

En efecto, la presencia de la Iglesia en una sociedad desclericalizada, democrática y más o menos secularizada, es responsabilidad inmediata y directa de los cristianos que viven plenamente insertos y actuantes en el tejido de la vida real, social, laboral, económica, cultural y política. La creación y el desarrollo de la Acción Católica solo se entiende y se valora adecuadamente en el marco de este esfuerzo por hacer real y operante la presencia de la Iglesia en el nuevo modelo de sociedad y de convivencia mediante el testimonio y la colaboración efectiva de los fieles cristianos en sus propios ambientes.

I. Doctrina asumida y suficiente

El Concilio Vaticano II recogió lo mejor de la doctrina y de la experiencia de la Iglesia en los últimos decenios. Sobre el telón de fondo de la Teología del Pueblo de Dios, el Concilio reconoce que los laicos “realizan, según su condición, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo” (LG, 31).

Clérigos y religiosos, por exigencias de su especial vocación y misión, nos distanciamos del mundo y debilitamos nuestra inserción en las estructuras de la vida secular. En cambio, los fieles cristianos laicos en su condición común, que constituyen la mayoría del Pueblo de Dios, viven la condición normal del cristiano en el mundo y “tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. Viven en el mundo, en todas y cada una de las profesiones y actividades del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, que forman como el tejido de su existencia. Es ahí donde Dios los llama a realizar su función propia, dejándose ganar por el Evangelio, para que, desde dentro, como fermento, contribuyan a la santificación del mundo, y de esta manera, irradiando fe, esperanza y amor, sobre todo con el testimonio de su vida, muestren a Cristo a los demás. A ellos de manera especial les corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales, a las que están estrechamente unidos, de tal manera que éstas lleguen a ser según Cristo, se desarrollen y sean para alabanza del Creador y Redentor”.

Los laicos son plenamente miembros del Pueblo de Dios y reciben todos los dones que constituyen el patrimonio común de la Iglesia y de los miembros del Cuerpo de Cristo. Ellos son hijos amados de Dios y están llamados a la vida eterna y a la santidad de vida como todos los que están en Cristo. Ellos tienen también la tarea y el honor de prolongar la vida y la misión de Cristo en el mundo.

Por su condición de fieles cristianos que viven a la vez en la Iglesia y en el mundo, “tienen como vocación especial el hacer presente y operante a la Iglesia en los lugares y circunstancias donde ella no puede llegar a ser la sal de la tierra sino a través de ellos.”. Su vida santa se hace testimonio profético y “adquiere una nota específica y una eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo”. La familia cristiana es a la vez agente primordial de esta presencia de los laicos en el mundo y es también fruto de misión purificadora, santificadora y transformadora del mundo en la realización esforzada y progresiva de su propia vida matrimonial y familiar.

Los laicos “ocupan el puesto principal” en la construcción de una sociedad humana cada vez más conforme a los designios de Dios y a las aspiraciones profundas del ser humano y de todos los seres creados. En su vida profesional y social, ellos conocen y utilizan los recursos que Dios ha puesto en el mundo, ajustándolos a las exigencias del plan sobrenatural de salvación que Dios tiene preparado para sus hijos y que ha descubierto y resucitado en la vida, muerte y resurrección de Cristo. Aunque la sociedad terrena haya de regirse por sus propias reglas, estas reglas, puestas por Dios en la naturaleza de las cosas y en el mismo ser del hombre, tienen una profunda armonía con la vocación sobrenatural del hombre, necesitan ser purificadas, iluminadas y ordenadas por la influencia de Cristo y del Espíritu de Dios. “Ninguna actividad humana, ni siquiera en los asuntos temporales, puede sustraerse a la soberanía de Dios”. “hay que rechazar con toda razón la funesta doctrina que intenta construir la sociedad sin tener en cuenta la religión, que por tanto ataca y elimina la libertad religiosa de los ciudadanos” (LG, n.36).

Los laicos deben alimentar el mundo con los frutos del Espíritu, ser testigos de la Resurrección de Cristo y del amor universal de Dios, “En una palabra “lo que el alma en el cuerpo, eso tienen que ser los cristianos en el mundo” (ib. N.38).

Esta doctrina del Concilio se vio reforzada, ampliada y concretada, con la ayuda de la Asamblea del Sínodo de los Obispos, en la Exhortación Apostólica, CHRISTIFIDELES LAICI

“Por fidelidad al plan de Dios la Iglesia se hace sierva del hombre” (Ch.laici, n. 36)

“En esta contribución al bien de la familia humana de la que es responsable la Iglesia entera, los fieles laicos ocupan un puesto concreto, a causa de su “índole secular”, que les compromete, con modos propios e insustituibles, en la animación cristiana del orden temporal” (n.36, fin)

La tarea central y unificante de este servicio de la Iglesia y de los cristianos es “redescubrir y hacer redescubrir la dignidad inviolable de cada persona humana” en todo momento y en todas las circunstancias. (cf. n.37). Esta dignidad de la persona proviene del hecho de ser imagen de Dios, la constituye fin en sí mismo, y es fundamento de la unidad, del derecho y obligación de participar en la vida social y de la solidaridad entre todos los hombres y todos los pueblos.

Los cristianos tienen que ayudar a la humanidad a dominar las aspiraciones y la potencia de la ciencia y de la técnica para mantenerlas al servicio del hombre y de todos los hombres, evitando que se conviertan en un instrumento de poder o de negocio en detrimento de los derechos de los más débiles.

“La expresión primaria y original de la dimensión social de la persona es el matrimonio y la familia” (n.40). Por eso “el matrimonio y la familia constituyen el primer campo para el compromiso social de los fieles laicos”.

Los fieles cristianos no pueden desentenderse de la participación en la política como un medio inevitable de ejercer la caridad con el prójimo. “El criterio básico de la participación de los cristianos en la vida política ha de ser siempre la consecución del bien común, como bien de todos los hombres y de todo el hombre”

“Como discípulos de Jesús,.. los fieles laicos han de asumir la tarea de ser “sembradores de paz”tanto mediante la conversión del corazón, como mediante la acción a favor de la verdad, de la libertad, de la justicia, y de la caridad, que son los fundamentos irrenunciables de la paz”

Los fieles laicos deben formar en la primera fila de los luchadores contra las desigualdades injustas, contra el desempleo, la destrucción de la naturaleza, el sometimiento del hombre y de la vida a las conveniencias económicas de unos pocos.

Más recientemente, el Santo Padre Juan Pablo II, en la reciente exhortación apostólica sobre Europa nos ofrece una síntesis vigorosa y plenamente actual acerca de lo que tiene que ser el servicio actual de los cristianos a la sociedad en Europa.

La Iglesia debe en primer lugar “dar esperanza a los pobres”. Los pobres que en nuestros países europeos son actualmente de manera singular los inmigrantes, los desempleados, los ancianos, los enfermos terminales, los niños sin nacer o los niños sin familia. Todos ellos nos ofrecen una excelente oportunidad para practicar el amor fraterno a través de las mediaciones políticas, tanto a los votantes como a los hombres de la opinión pública y a los cristianos que tienen especiales responsabilidades políticas. “Amarlos y mostrarles que son los predilectos de Dios, significa reconocer que las personas valen por sí mismas, cualesquiera que sean sus condiciones económicas, culturales o sociales en que se encuentren, ayudándoles a valorar sus propias capacidades” (Ecclesia in Europa, n. 86)

II. Algunas precisiones teóricas

No es éste el lugar ni la oportunidad para adentrarse en discusiones teológicas. Sí quiero, sin embargo, llamar la atención sobre algunos puntos de la doctrina común de la Iglesia sobre la vocación de los laicos, que a lo mejor no son suficientemente destacados en los comentarios más corrientes y son sin embargo importantes para iluminar nuestra situación y nuestras posibilidades apostólicas en estos momentos.

1. La vocación de los fieles laicos es la vocación original y común de todos los fieles cristianos. Desde una visión excesivamente clericalizada de la Iglesia, la teología de los laicos nació fuertemente influenciada por un carácter reivindicativo, que en aquellos momentos podía estar justificada. El mismo lenguaje empleado revela esta preocupación.

- también los laicos están llamados a la santidad
- también los laicos tienen que ser apóstoles
- también los laicos tienen derechos y obligaciones en la Iglesia.

En cambio, una teología menos condicionada por una situación histórica, más elaborada desde los componentes básicos y permanentes de la vida cristiana, resulta espontáneamente menos polémica, y por eso mismo más sosegada, más amplia y más integradora.

Los fieles cristianos, todos los fieles cristianos, por el hecho de haber sido injertados en Cristo, por haber recibido el don del Espíritu Santo, por el dinamismo interior de la fe en el Dios vivo, la esperanza de sus promesas y la fuerza del amor, como ciudadanos del Cielo que viven en este mundo, pueden y deben ser testigos de Dios y de los bienes eternos, servidores del prójimo, anunciándoles las promesas divinas y ayudándoles a vivir en este mundo la riqueza de sus dones en la verdad, la justicia, y en el amor. Vivir en este mundo como hijos de Dios lleva consigo la capacidad y la obligación de ser testigos de su bondad y ejecutores de sus designios en toda la amplitud de la vida personal, de la sociedad en que vivimos y del mundo que habitamos.

Sobre este telón de fondo que es la vocación y la espiritualidad cristiana de todos los miembros del Pueblo de Dios hay que perfilar los rasgos peculiares de las formas más restringidas y especiales de vivir la vida cristiana como consecuencia de una vocación especial dentro de la Iglesia, como ministro ordenado de Jesucristo Sacerdote y Cabeza de la Iglesia, o como cristiano de especial consagración.

2. Los fieles cristianos que viven en el mundo, como miembros de Cristo que son, participan enteramente la vida y la misión de la Iglesia. Ellos están llamados a vivir plenamente la vida santa de los hijos de Dios, unidos a Cristo por la fe y los sacramentos, movidos y santificados por los dones del Espíritu, ellos están llamados a prolongar en el mundo, la misión de Cristo como Sacerdote, Profeta y Rey. La vida y la vocación del cristiano está interiormente unificada como su propia vida personal. No puede haber escisiones ni contradicciones entre la vida íntima de relación amorosa con Cristo y la vida social de las relaciones con otras personas o la actividad profesional del cristiano en cualquier orden de cosas. La presencia y la influencia del cristiano en el mundo, sus relaciones con los demás en la familia o en la vida social y política, no será santificadora si él no vive interiormente unido a Cristo, iluminado por los dones de la sabiduría, purificado en sus afectos y sentimientos, positivamente santificado y dirigido por las mociones del Espíritu Santo.

La acción apostólica del cristiano en el mundo es algo bastante más profundo que un “compromiso” optativo y discrecional. Si el cristiano tiene que vivir santamente como hijo de Dios revestido de Cristo y movido por el Espíritu Santo, la unidad interior de su vida requiere que practique este amor en su vida real de cada día y de cada momento, en sus relaciones matrimoniales y familiares, en la manera de ejercer su profesión y de tratar a los vecinos de su barrio, en su vida social y sus responsabilidades políticas, muchas o pocas, ejerciendo sus derechos y cumpliendo sus obligaciones políticas llevado por el amor al prójimo, buscando por encima de todas las cosas el bien común de todos sus prójimos.

Hablar de cristianos militantes puede ser una buena fórmula para entendernos y reaccionar frente a una situación de general apatía, pero no deja de ser redundante y peligrosa. Lo mismo que la expresión “cristiano no practicante”, por muy realista que sea, no deja de ser monstruosa, así también la figura del cristiano “no testimoniante” o “no militante” es una figura mutilada, defectuosa que no hace justicia a la verdadera vocación del cristiano. ¿No habrá llegado la hora de ser un poco menos conformistas y perseguir más eficazmente el acercamiento entre la realidad de nuestros cristianos y la integridad de nuestra vocación como miembros de Cristo en el mundo?

3. Si en años anteriores la abundancia de candidatos para el sacerdocio o los institutos de vida religiosa no debía haber oscurecido nunca las prerrogativas verdaderas de la vocación común cristiana, tampoco ahora podemos caer en el error de pensar que solamente los cristianos que forman parte de algún Movimiento o Asociación son plenamente cristianos y están investidos de la entera misión de los cristianos en el mundo.

Las organizaciones cristianas ayudan a sus miembros a descubrir y vivir un estilo de vida que les corresponde por ser cristianos y no por formar parte de ninguna asociación humana. Las asociaciones son deudoras y servidoras de la condición eclesial de sus miembros y no al contrario. Ninguna asociación añade nada a la riqueza interior de la vocación cristiana, sino que se alimenta de lo que Dios hace crecer en el corazón de sus hijos por la presencia de su Hijo y la acción del Espíritu Santo para la salvación del mundo y la glorificación de todos sus hijos gracias a la mediación permanente de la Iglesia en el anuncio de la Palabra, la celebración de los sacramentos y la presidencia en la caridad.

III. Principales componentes de la acción de los cristianos en el mundo

“La caridad diligente nos apremia a anticipar en este mundo el Reino futuro” (Ecclesia in Europa, n. 97). Esto mismo nos induce a promover los verdaderos valores que son la base de una civilización digna del hombre.

No es éste momento oportuno para presentar un programa ni creo que los organizadores lo esperasen de mí. Quiero más bien iluminar algunos elementos de esta cuestión que deben ser especialmente atendidos con acierto y solicitud para que pueda surgir y crecer la intervención específica de los cristianos en el mundo. No de una manera abstracta y distante, sino teniendo en cuenta el momento actual de nuestra Iglesia y nuestra sociedad.

1, Cuando hablamos de cristianos en el mundo tenemos que preguntarnos ¿qué cristianos? Dónde están? Quiénes son? Los cristianos no nacen, hay que hacerlos.
Tenemos una generación admirable de cristianos convencidos, sobrios, sufridos, cumplidores, que han mantenido la fe y han educado cristianamente a sus hijos. Muchos de ellos viven con la amargura de ver el desmoronamiento de la fe de sus hijos o de sus nietos, el derrumbamiento de muchas instituciones y tradiciones que enriquecieron y animaron su vida . Es una generación que se acaba y ya no tiene relevo.

En estas circunstancias, para que la Iglesia llegue a tener una influencia evangelizadora en el conjunto de nuestra sociedad, hay que comenzar por el principio, sin prisas, sin concesiones, sin miedos de ninguna clase. Y el principio, la tarea más urgente y radical, para nosotros, actualmente es contar con cristianos verdaderamente convertidos, ilusionados con su vocación cristiana, conscientes de la grandeza de su vocación y las dimensiones de sus responsabilidades.

Nuestra principal obligación en estos momentos es ayudar a que nazcan nuevas promociones de cristianos cabales, convencidos, convertidos, iluminados, ilusionados, bien identificados con la Iglesia y bien arraigados en el mundo. No sirve de nada y es muy poco realista insistir en la necesidad de que los cristianos se comprometan, como se dice, en la vida secular actuando como testigos y como apóstoles, si previamente no nos ocupamos de organizar nuestras parroquias y nuestras comunidades cristianas de modo que sean verdaderamente generadoras de cristianos nuevos, convencidos, entusiastas, dispuestos a trabajar y sacrificarse por el anuncio del Evangelio y el servicio al Reino de Dios, deseosos de vivir santamente en medio del mundo.

Para alcanzar esta meta es ineludible contar con un proceso de Iniciación Cristiana que lleve a los cristianos a descubrir la grandeza de su vocación, que recree en ellos el mundo de la salvación, que desarrolla en su mente y en su corazón el mundo de la salvación, la imagen soñada de una sociedad nueva ordenada según Dios, según las preferencias de Cristo y de su Evangelio.

Será preciso ver cómo conseguimos que nuestras parroquias lleguen a ser verdaderas “madres de cristianos” con un seno fecundo que se llama Catecumenado, y comprende el proceso de iniciación teórica y práctica a la vida cristiana, los sacramentos de iniciación, la participación personal en la Eucaristía, la práctica de la penitencia personal y sacramental, el cuidado de la vida espiritual. Nuestras parroquias y nuestras familias cristianas tienen que ser capaces de despertar y acompañar la vocación a la santidad de los miembros del Pueblo de Dios.

Ante esta tarea, en la actualidad nos vemos sometidos a muchas tentaciones.

— La tentación de insistir en las consecuencias en vez de aplicarnos a robustecer las causas. Me refiero a la tendencia muy frecuente a poner el acento en el “compromiso” de los cristianos, en la práctica de una moral social avanzada, sin darse cuenta de que primero hay que promover cristianos que lo sean de verdad para que sean capaces de actuar como tales, inspirando su acción directamente en la doctrina de la Iglesia y en el espíritu evangélico, en vez de entusiasmarse ingenuamente con las consignas de un partido político o de cualquier otra asociación más o menos humanista. . La vida moral, de derechas o de izquierdas, no es verdadera ni durable si no parte de una experiencia religiosa profundamente sentida y vivida dentro de la comunión eclesial.

— La tentación de la falsa adaptación, creyendo que la renovación de la Iglesia consiste en una creciente homologación con la sociedad en general, aceptando la cultura dominante, los puntos de vista de la opinión pública, en aquellas cuestiones en las que la Iglesia sostiene doctrinas contrarias. Existe un cierto progresismo que produce no el fortalecimiento de la Iglesia sino su debilidad, no cristianos auténticos sino cristianos “colonizados” por el mundo, que se sienten mal en la Iglesia porque dan más crédito a las opiniones culturalmente correctas que a las enseñanzas de la Iglesia y quieren una Iglesia aceptada por el mundo.

— Existe también la tentación de refugiarse en el interior de la Iglesia, sin entrar seriamente en las dificultades y los debates de la sociedad en que vivimos. Cristianos “refugiados” que viven en una Iglesia ficticia, en la añoranza de otros tiempos, en un fundamentalismo que ha dejado escapar la savia y el vigor del Espíritu. Cristianos que no viven espiritualmente arraigados en el mundo, que no valoran ni asumen el espesor de su presencia en el mundo.

— Se nos presenta también la tentación de apoyarnos en unos pocos selectos, dando por bueno, o al menos por inevitable, que la mayoría de los cristianos sean una masa amorfa, apática, devorados por el mundo, sin capacidad para ser fermento, ni sal ni luz en el mundo.

— Señalemos por último la tentación propia de los sacerdotes y religiosos que quieren tener aspecto y tareas de seglares, descuidando su tarea específica y propia en la vida de la comunidad al servicio de la Palabra, de los sacramentos y de la santificación de sus hermanos. Tentación de los sacerdotes que pretenden ser líderes seculares de los mismos cristianos, sacerdotes sindicalistas, politizados, empeñados en tareas seculares más que en el ejercicio de su ministerio a favor de la santidad y del vigor espiritual de los fieles cristianos y de la comunidad que tienen encomendada. Sacerdotes que presumen de ser muy críticos con la Iglesia en vez de enseñar a percibir la belleza de la Iglesia real, a amar y vivir el misterio de la Iglesia más allá de nuestros pecados y de los posibles pecados o errores de los demás.

Al margen de estas posibles tentaciones, para que haya cristianos que actúen en el mundo nuestro primer esfuerzo tiene que consistir en ayudarles a creer con claridad y con intensidad, avivar en ellos la conciencia y el gozo de la vocación cristiana, animarles a vivir una vida intensa de piedad, de espiritualidad, de crecimiento en la caridad. Estos cristianos necesitan vivir en la comunión eclesial, no en grupos o comunidades encerradas en sí mismas, sino abiertos y desplegados en el seno de la comunidad eclesial, alimentada con la fe y con los sacramentos, guiada por los pastores y apoyada por la intercesión de los santos.

Y para que esto sea posible y vaya creciendo poco a poco, es preciso que nosotros los sacerdotes, y de manera proporcional los religiosos, vivamos con pasión nuestro servicio ministerial y testimonial alimentando la fe y la piedad de nuestros hermanos, guiándolos por el camino de la santificación, ayudándoles a vivir su vocación plenamente, con conocimiento y generosidad, con responsabilidad y esperanza.

2º) Para influir en el mundo no basta contar con unos cristianos fervorosos, hace falta que sepan valorar los componentes de su secularidad, que abracen el mundo en su realidad y complejidad secular, con la mirada y con el amor de Dios, con la caridad pastoral y redentora de Jesucristo. No es fácil de analizar los componentes de esto que estamos diciendo. Todos nacemos y vivimos en la secularidad. Nacemos pegados a la tierra, necesitados de lo que ella produce, sometidos a la ley del trabajo, encuadrados en una espesa red de relaciones que configuran nuestra existencia. Esta es la trama de la secularidad. Quienes viven en ella y centran los objetivos de su vida en asuntos propios de la vida secular, son los seglares, aquellos cristianos que conservan enteramente su inserción en el mundo, que viven plenamente inmersos en las realidades seculares y que deben por tanto vivir su propia presencia y actuación en el mundo de una manera nueva, de acuerdo con las exigencias de la fe y la vida sobrenatural recibida en el bautismo.

Esta condición, que es de todos, hace falta que sea percibida, valorada, vivida con un talante especial que llamaremos “sensibilidad seglar”. Esta sensibilidad laical y secular de los cristianos supone varias cosas. En primer lugar conocer y valorar los componentes de la vida secular del hombre como fruto de la creación y objeto de la redención de Dios. Conocer y amar el mundo como mundo de Dios. Hace falta que los cristianos perciban que tienen que ejercitar su vida teologal en el tratamiento y en el desarrollo de su secularidad. Vivir santamente el amor matrimonial, programar y ejercer la paternidad o la maternidad como un ejercicio de caridad sobrenatural, actuar profesionalmente según el orden de la caridad y del amor al prójimo, actuar en la vida política de acuerdo con el orden de la caridad. Esta unidad de vida entre lo teologal y lo secular es condición para la unidad interior del cristiano, para el realismo de su vida cristiana y para ser capaces de crear un modo nuevo de vivir la vida humana en su espesor real y secular.

Es preciso que el cristiano sepa que este penoso ejercicio de las virtudes en la carne concreta de la vida social es el camino lento y martirial para crear entre todos un mundo que se parezca al mundo querido por Dios y que ayude a todos a vivir con dignidad y libertad de acuerdo con los designios y las promesas de Dios. Además de ser santos, los cristianos, para influir en el mundo, necesitan un “talante secular” que les haga vivir y actuar con madurez y eficacia en el mundo real. Para el apostolado de los seglares en el mundo necesitamos de cristianos que además de ser fervorosos, y precisamente porque lo son, se formen bien intelectualmente en la doctrina social de la Iglesia y se exijan una formación profesional relevante que les asegure el respeto en sus propios ambientes y les garantice el acierto en sus opiniones y actuaciones.

3º) Con esta valoración de las realidades temporales y seculares, los cristianos tienen que percibir la relación entre la buena marcha del mundo y el plan salvador de Dios. Es cierto que el desarrollo temporal no condiciona substancialmente la realización de los planes de Dios, pero sí la condiciona de manera accidental y secundaria de muchas maneras. Es evidente que sin el descubrimiento de América no hubiera sido posible la evangelización de los indígenas, ni la misión de Javier hubiera sido posible sin la política oriental de la Corona portuguesa. La medicina, las técnicas de comunicación, las formas de producción ofrecen nuevas posibilidades para la difusión y la realización del Reino de Dios. El conocimiento y el tratamiento de la naturaleza facilita la actividad del hombre, la comunicación entre las diferentes personas y pueblos, y todo ello puede convertirse en instrumento del Reino y objeto de sus dones espirituales.

Entre desarrollo temporal y perfeccionamiento sobrenatural hay unas relaciones de congruencia y posibilidad, que no son necesarias ni determinantes, pero que sí son reales y que responden a la unidad de Dios Creador y Salvador, a la unidad de los planes de Dios y a la unidad interior de las personas y de la historia humana. En medio está la mediación del hombre, con su libertad iluminada y confortada por la gracia de Dios. Por eso es preciso que en todo ello la iluminación de la fe y el dinamismo del amor orienten y dirijan el desarrollo y las aplicaciones de las nuevas posibilidades al bien integral del común de los hombres, valorando el bien natural según sus mayores o menores afinidades con la vida virtuosa y la salvación eterna. La pasión apostólica de los seglares tiene que llevarles a desear eficazmente un mundo más desarrollado, más poderoso, dirigido por hombres justos, animados por el amor del prójimo, para el bien natural y sobrenatural de los prójimos más cercanos y de la humanidad entera. El apóstol seglar además de ser buen cristiano tiene que ser buen profesional, y ha de luchar cada día para descubrir las formas de ejercer su profesión de una manera realmente cristiana en la dura competencia del mundo secular. En esta lucha diaria, en los muchos riesgos que implica y las no pocas renuncias que exige, está la originalidad y fecundidad de la santidad cristiana del cristiano secular, su ascesis, sus renuncias, su pobreza, su fortaleza y su esperanza, su humildad y su magnanimidad, su paz y su esperanza de cada día.

4º Amplitud de las aportaciones de los fieles cristianos a la vida social y pública. A menudo utilizamos una visión demasiado estrecha de realidad social y de las posibilidades de influencia de los cristianos. La primera aportación del cristiano seglar a la construcción de la sociedad es la realización y el mantenimiento de un matrimonio estable y de una familia fecunda que mantiene y educa a sus hijos. No sabemos valorar lo que contribuye a la estabilidad y salud moral de una sociedad la consistencia y el clima interior de las familias cristianas. Por desgracia lo vamos viendo a medida que aumenta el número de los divorcios, las parejas de hecho, los hijos repartidos o sin familia. “Son muchos los factores culturales, sociales y políticos que contribuyen a provocar una crisis cada vez más evidente de la familia. ... El valor de la indisolubilidad matrimonial se tergiversa cada vez más; se reclaman formas de reconocimiento legal de las convivencias de hecho, equiparándolas al matrimonio legítimo; no faltan proyectos para aceptar de pareja en los que la diferenciación sexual no se considera esencial. En este contexto se pide a la Iglesia que anuncie con renovado vigor lo que el Evangelio dice sobre el matrimonio y la familia” (ib. 90). Los Obispos lo podemos enseñar de palabra, los cristianos seglares pueden y deben proclamarlo con la fuerza de los hechos.

Otro sector importante es el de la educación, ya sea la educación familiar ya sea la que reciben los niños y jóvenes en centros de la Iglesia o en centros públicos por obra de profesores y educadores cristianos. Importante también la aportación de los cristianos en el campo de la cultura, mediante el amor al conocimiento y al saber, el respeto a la verdad, las múltiples iniciativas sociales que estimulan y dignifican la vida de las personas y de las comunidades humanas. Pocas veces se hace mención de la dignificación del trabajo como proyección de la persona y contribución personal al bien de la sociedad, a las relaciones laborales justas, a la influencia del amor al prójimo en el ejercicio de la profesión, ofreciendo primacías, perfeccionando métodos y comportamientos, transformando la relación estrictamente laboral en una relación verdaderamente humana, generosa y misericordiosa, estimulando y dirigiendo la investigación de la naturaleza y la utilización de la ciencia y de las técnicas en beneficio del hombre con una visión concreta y completa de su bien histórico, natural y sobrenatural. . Junto con las prácticas profesionales podemos aludir a las muchas posibilidades de influencia en el campo de las actividades económicas. Frente a una visión muy frecuente incluso entre cristianos que considera la economía como un proceso matemático y del todo determinista, la visión cristiana descubre posibilidades de selección de objetivos, variedad en las prioridades, modulaciones en los diferentes elementos constitutivos de toda acción económica. ¿Quién duda de que una actitud cristiana en los grandes empresarios y en los políticos que rigen la vida económica puede influir positivamente en la distribución de las cargas fiscales, en el empleo de los recursos públicos, en la preferencia de unos productos sobre otros en el apoyo a unas iniciativas o a otras?

Más profundo que el desequilibrio en el uso y la distribución de los bienes de la tierra es hoy la falta de respeto ético a la dignidad de la vida humana. El bienestar de los fuertes quiere imponerse sobre el respeto debido a la vida de los débiles. Así lo manifiesta la extendida aceptación del aborto, la manipulación y exterminio de los embriones como consecuencia de las prácticas genéticas, la aceptación inicial de la eutanasia. Los cristianos estamos obligados a promover “una movilización general y un común esfuerzo ético para poner en práctica una gran estrategia a favor de la vida” (ib. N. 96; Evangelium vitae, n.509).

Por último la vida estrictamente política tiene mucho que ver con las actitudes de sus protagonistas. En primer lugar, la conciencia cristiana requiere la participación activa de los ciudadanos en el ordenamiento de la sociedad y en las decisiones políticas. El cristiano no puede ser un ciudadano pasivo, desentendido, sino que debe cuidar de ejercer sus propias responsabilidades en la marcha de la vida política sobre todo mediante el ejercicio del voto y sus posibles intervenciones en la opinión pública. La ética cristiana nos obliga a ejercer nuestras responsabilidades, grandes o pequeñas, con la mejor información posible y con la intención de favorecer el bien común integral de los conciudadanos. Por otra parte, a los que ejercen las decisiones políticas les obliga a tener siempre como objetivo de sus decisiones el bien común, librándose de la tentación de utilizar los recursos del poder o de la autoridad para favorecer intereses particulares y privados, ya sean personales o partidistas. Solamente la ordenación al bien común legitima el ejercicio de la autoridad tanto en el orden legislativo como en el ejecutivo o en el judicial.

“Los fieles laicos deben estar presentes, con el distintivo de la valentía y de la creatividad intelectual, en los puestos privilegiados de la cultura, como son el mundo de la escuela y de la universidad, los ambientes de la investigación científica y técnica, los lugares de la creación artística y de la reflexión humanista” (Christifideles laici n. 44). Sin olvidar que “actualmente el instrumento privilegiado para la difución y comunicación de la cultura son los medios de comunicación social” (n.9). El fermento del evangelio es capaz de purificar, iluminar, humanizar, estimular y enriquecer la cultura. Los cristianos debemos sentirnos obligados de aportar estas riquezas del evangelio a la vida cultura de nuestra sociedad y de la humanidad en general.

En el fondo de estas cuestiones está necesidad de eliminar los ídolos que cautivan y deforman la vida del hombre. En la sociedad secular los ídolos actúan camuflados de valores, de intereses, que determinan y condicionan las aspiraciones y las actuaciones del hombre. Idolos verdaderos son el dinero, el bienestar, la ciencia, el progreso, y en definitiva, el hombre mismo en la medida en que se erige en medida y aspiración final de sus propios deseos y de sus propias esperanzas. La fe verdadera en el verdadero Dios nos libra de los ídolos y nos permite buscar el bien del hombre y de la creación, como creatura, según los designios de Dios, según el orden querido por Dios, a favor del hombre, de su desarrollo natural y de su cumplimiento sobrenatural.

IV, Aportación de los cristianos a la construcción de la paz

La Iglesia anima a los cristianos, no sólo a participar en la vida política, sino a asumir responsabilidades en su ejercicio, para contribuir al bien integral del prójimo,

“Iluminados por la luz del cristianismo y guiados por la caridad es menester que con no menor esfuerzo procuren que las instituciones de carácter económico, social, cultural o político, lejos de crear impedimentos a los hombres, les presten ayuda para hacerse mejores, tanto en el orden natural como en el sobrenatural” (Pacem in terris n. 146).

La paz como “tranquilidad del orden” es fruto de la justicia. No de una justicia simplemente exterior, impuesta por el ejercicio coactivo de la autoridad y el temor a las posibles sanciones, sino por una justicia que nazca del convencimiento personal y de la rectitud de los corazones, en definitiva de la actuación virtuosa de las personas. Esta actitud interior que tiende a proceder rectamente desde la propia libertad persona, es difícilmente asequible al margen de la adoración de Dios en cuya sabiduría y voluntad se funda la ley moral y el bien de toda virtud. He aquí las palabras de Juan XXIII

“La dignidad de la persona humana requiere, además, que el hombre, en su obrar, proceda consciente y libremente. ... por propia iniciativa, en actitud de responsabilidad y no en fuerza de imposiciones o presiones provenientes las más de las veces del exterior. Una convivencia fundada exclusivamente en la fuerza no es humana. En ella las personas se ven privadas de la libertad, en vez de ser estimuladas a desenvolverse y perfeccionarse a sí mismas”

“El orden que rige en la convivencia entre seres humanos es de orden moral. Efectivamente, se trata de un orden cimentado en la verdad, que debe ser practicado según la justicia, que exige ser vivificado y completado por el amor mutuo y finalmente debe ser orientado a lograr una igualdad cada día más razonable, dejando a salvo la libertad” (Pacem in terris, nn. 34 y 37).

No suele ser valorada como una contribución a la paz la labor ordinaria de la Iglesia, enseñando y ayudando a las personas a proceder de manera virtuosa dejándose regir en el ejercicios de su voluntad por la sabiduría de Dios y las mociones de su Espíritu. Si Cristo es reconocido como Príncipe de la paz, no es porque haya desarrollado una gran actividad diplomática o presidido muchas asambleas internacionales. Es Príncipe de la paz, de forma soberana y sobresaliente, porque es el gran revelador y realizador del amor gratuito como norma suprema del obrar humano, que de manera análoga y proporcionada, es válido para las relaciones entre las personas y entre los pueblos y los Estados. de la justicia, del amor.

La paz es el resultado de unas relaciones sociales inspiradas en el respeto a la verdad, la verdad de la historia, la verdad sobre todo de la dignidad y bondad de los demás, de los otros, de los diferentes. Y fruto del amor a los demás que nos lleva a buscar su bien con la misma sinceridad y eficacia con que buscamos y defendemos el nuestro. La paz se funda en el reconocimiento del valor supremo de las personas, de todas las personas, como elemento común que nos permite relacionarnos, colaborar y convivir gustosamente a pesar de todas las diferencias. Este elemento común, fundamento permanente para el entendimiento y la convivencia, se ve reforzado por el reconocimiento de la paternidad de Dios que nos acerca unos a otros hasta reconocernos como hermanos, y en el sentimiento gratuito de la generosidad y del perdón. Hay una ética de la paz, como puede haber un arte y una cultura de la paz. La vida cristiana, la influencia de los cristianos que viven su fe de manera activa y coherente en el mundo de la política ha sido y será siempre un agente de paz de eficacia inigualable.

Por amor a la verdad es obligado reconocer y lamentar que muchos cristianos que actúan en política se mueven más por el oportunismo y el sometimiento a la opinión pública que por las exigencias o sugerencias de la fe y del amor fraterno. Con frecuencia las enseñanzas de la Iglesia son rechazadas como ingerencias inoportunas, en vez de ser aceptadas como ayudas para la formación de la recta conciencia según la cual, en un segundo momento, cada uno tiene que aceptar según su propia discreción y bajo su responsabilidad personal, después de haber atendido a las circunstancias concretas y cambiantes de cada lugar y cada momento.

El bien común, que ha de ser constantemente el norte de todas las actuaciones de quienes dirigen la vida pública, no es sólo una realidad externa que se pueda conseguir con reglamentaciones ni actividades coercitivas, ni es sólo una realidad económica, el simple nivel de vida no garantiza la honestidad, la rectitud, la justicia ni la felicidad de una sociedad. Hace falta que los hombres libremente quieran vivir en paz y justicia con sus semejantes. El gobierno de un país no cumple con garantizar únicamente el bienestar económico, tiene que promover también, de una u otra manera, la correcta formación moral de los ciudadanos. Difícilmente podrá encontrar un colaborador mejor que la Iglesia en esta tarea.

Lo que los clásicos recomendaban en sus tratados “De regimine Principum” habría que traducirlo a las categorías y circunstancias actuales. Está muy extendido ese subterfugio de distinguir entre vida privada y vida pública. Desde una antropología cristiana, y aun simplemente realista, hay que decir que esta distinción según como se entienda puede ser un sofisma peligroso. En la vida pública el hombre ejerce y expresa sus convicciones reales y últimas, esas mismas que le rigen de verdad en su conducta privada. Un hombre interiormente justo actuará normalmente con justicia, y un hombre interiormente vicioso no tendrá fuerza moral para actuar en lo público con verdadera justicia. Practicar la justicia y las virtudes cristianas en la vida pública es un ejercicio duro que requiere mucha fortaleza, mucha abnegación y mucho amor de Dios. Nadie sabe los bienes que pueden venir a una sociedad de la buena formación moral de sus dirigentes.

Es evidente que ni la buena voluntad ni las mejores intenciones dispensa del esfuerzo por conocer la naturaleza y las exigencias de todas las mediaciones científicas, técnicas y sociales que toda acción política implica. Pero la verdadera religión mueve a conocer lo mejor posible la naturaleza de las cosas y a utilizarlas según su propia condición y el ordenamiento del Creador.

En la tradición cristiana la recta comprensión y valoración de estas cuestiones es una consecuencia de las relaciones entre la naturaleza y la gracia, la cultura y la fe, el mundo y la Iglesia, la creación y la redención, la humanidad y Cristo. La unidad de Dios Creador y Dios Salvador, establecen la relación y el mutuo ordenamiento de las realidades de la fe y de la creación. Ni Dios con su gracia, ni Cristo con su Redención pretenden crear “otro mundo” ni salvar una realidad diferente de la realidad creacional pura y simple. Dios quiere salvar y glorificar el mundo real de los hombres, la estirpe de Adán. Cristo es el nuevo Adán que acoge y reencabeza la humanidad primordial. Por eso los cristianos, con la luz de la fe y la dirección del Espíritu Santo pueden y deben acoger el mundo natural, el ser original del hombre, acogerlo, purificarlo, conducirlo hasta su plenitud. En la situación histórica real no hay un mundo real y verdadero sino que está encabezado por Cristo y ordenado a la vida eterna. La humanidad no puede encontrar su propia verdad ni su verdadera consumación sino reconociendo y aceptando a Cristo como Principio de vida, reconociendo en todo la plena soberanía de Dios. El mundo alcanzará la paz cuando los hombres vivan en la justicia de Dios, cuando la economía, la política, la ciencia, las relaciones entre los pueblos estén en manos de hombres virtuosos que actúan en estos campos virtuosamente.

La instituciones y las personas concretas tiene que recibir de la Iglesia, sin miedos ni resistencias, las orientaciones morales y las ayudas y espirituales para que sus actuaciones seculares se desarrollen según Dios y sirven verdaderamente al bien de los hombres. La pretensión de dejar fuera del orden divino el amplio campo de la vida social y pública mete a la humanidad en un camino imposible que sólo puede conducir al sufrimiento y al fracaso. Para muchos de nuestros compatriotas esta doctrina suena a ingerencia de lo religioso, clericalización de política, amenaza contra la autonomía de lo secular. Nada de esto es verdad si se entienden las cosas bien. Para un cristiano posconciliar, como para un hombre cualquier bien informado, la conciencia cristiana, la sabiduría de Dios y las enseñanzas de Cristo mueven al político cristiano respetar la libertad de los demás, especialmente su libertad religiosa. De la misma manera que la conciencia laica bien orientada trata de someterse al dictamen de la naturaleza tal como es conocida y percibida en cada momento de la historia. La fe y la naturaleza son dos caminos concurrentes que llevan a creyentes y no creyentes a un amplio terreno de coincidencias en el cual crecen el respeto mutuo, la sincera colaboración y el acercamiento creciente.

CONCLUSIÓN

Estas reflexiones solamente insinuadas, alegran el corazón y levantan en nosotros duros interrogantes cargados de tristeza.

Alegran el corazón, porque nos hacen recordar que es posible construir una sociedad pacífica, abierta, sin exclusiones, donde todos encuentren las ayudas y las condiciones necesarias para vivir con la dignidad y la felicidad que le corresponde como persona, como hijo de Dios creado a su imagen y semejanza. En esta tarea no estamos solos. Contamos con la ayuda de Dios, con la luz de la revelación, con el poder de Cristo resucitado y la animación del Espíritu Santo. La Iglesia, depositaria de los tesoros de la salvación, es ayuda fiel y constante para todos los hombres de buena voluntad en este esfuerzo de avanzar conjuntamente hacia un mundo que refleje aunque sea de lejos las cualidades y riquezas del Reino de Dios.

Pero a la vez produce incertidumbres lacerantes y profunda tristeza al ver que nuestra sociedad se aparta cada vez más de la inspiración religiosa en el ordenamiento de sus actividades públicas. La política, el derecho, la economía, las relaciones laborales y el ejercicio de la profesión, incluso para muchos cristianos, son realidades cada vez más laicas, más impermeables a las enseñanzas morales de la Iglesia, menos relacionadas con la experiencia religiosa, que, sin implicarse en las grandes decisiones del hombre, se debilita, se falsifica y llega a desaparecer como algo inútil e insignificante que no tiene repercusiones en el comportamiento y en la vida real de las personas y de la sociedad.

La distinción entre lo público y lo privado no puede entenderse como sinónimo de lo religioso y lo laico. Las actividades públicas, si parten de una persona religiosa, tienen que estar informadas por la fe y la moral que nacen del reconocimiento de Dios como Creador y Salvador. Es cierto que las decisiones de orden público tienen que tener en cuenta los derechos y el respeto a la libertad de los demás, pero esto no quiere decir que hayan de dejar de ser religiosas y morales, porque es precisamente la moral cristiana el más firme apoyo del respeto a los derechos de los demás y el mejor estímulo de la ayuda a al perfeccionamiento integral del prójimo.

Nuestra sociedad española necesita un debate abierto y sereno que ponga en claro los contenidos de la no confesionalidad, las sin razones del laicismo y las grandes posibilidades que se abren para una sociedad cuando la fe cristiana de muchos de sus miembros es aceptada como principio inspirador de la vida personal, familiar, profesional y política.

Muchos temas teóricos y prácticos quedan simplemente insinuados al hilo de estas reflexiones. Me quedaría contento si estas ideas sirvieran para animarnos en esta tarea sin fin de promover unas comunidades cristianas espiritualmente vigorosas para que sus miembros sean de verdad levadura del mundo, creadores de relaciones, instituciones y estructuras justas, adecuadas a la dignidad de las personas y a su vocación sobrenatural, en un mundo deseoso de encontrar su perfección en el acercamiento nunca conseguido del todo y siempre abierto y apremiante a la sabiduría y al gozo de Dios.