El Espíritu, Señor y Dador de vida
La familia y la vida de cara al tercer milenio

Card. Alfonso López Trujillo
Presidente del Pontificio Consejo para la Familia
Auditorio del Pontificio Ateneo Antonianum
3 de junio de 1998


He aceptado con mucho agrado compartir con ustedes estas reflexiones dado que me considero muy cercano a esta familia del Sodalitium. Como ha dicho el Fundador, acabo de desempacar maletas, pues he estado quince días en San Petersburgo y en Ucrania, en unos cursos de familia y de bioética que organizamos. Aun sabiendo que de todas maneras llegaría muy al filo de este encuentro acepté la invitación con enorme gusto. En primer lugar, para asociarme a la alegría de este momento tan importante en la vida de la familia del Sodalitium. Esta presencia masiva en Roma es muy significativa. Movilizar tanta gente, sobre todo desde América Latina, que es distante, con todo lo que eso representa, no es tarea fácil. Pero, además, el tema que se me proponía --el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida en la Iglesia doméstica, en el santuario de la vida que es la familia-- representa para mí una muy buena oportunidad de diálogo. No va a ser por tanto una conferencia de tipo académico, sino sencillamente algunas reflexiones en torno a este tema, en el año dedicado al Espíritu Santo en la preparación del tercer milenio.

Mis felicitaciones muy cordiales por todo lo que este momento significativo representa, por ese encuentro tan hermoso con el Sucesor de Pedro desde días anteriores, y por todo lo que esto implica en vitalidad, esa vitalidad que en profundidad viene del Espíritu. El Espíritu Santo, alma de la Iglesia, es Señor y Dador de vida, como lo confesamos en el Credo, con un título en algunos aspectos incluso curioso. El título de "Señor" suele estar en el Nuevo Testamento muy centrado en el señorío mismo de Cristo. Sin embargo, la Iglesia confiesa al Espíritu Santo Dominum et vivificantem, Señor y Dador de vida. El vivificantem en latín es mucho más expresivo que lo que podría ser, me parece, en otras lenguas: vivificantem, vivificans. Llama la atención que el título, usualmente referido a Nuestro Señor Jesucristo, se amplíe --por así decirlo-- también al Espíritu. Uno no confiesa que cree en, con toda la fuerza que ello significa, sino en las personas de la Trinidad. "Creer en" tiene una fuerza muy característica en el griego, expresada en el acusativo. Creer en --ese acusativo griego eis ton Theón-- es algo absolutamente reservado a las personas divinas de la Trinidad. No confiesa uno a la Iglesia de la misma manera; uno no cree en la Iglesia con ese sentido fuerte del griego. Uno cree que en la Iglesia está el Espíritu, que es por otra parte como el alma de la Iglesia, pero la Iglesia en ningún momento es divinizada, elevada a la categoría del Padre. Eis ton Theón: creo en el Padre, creo en Jesucristo, su Único Hijo, creo en el Espíritu Santo, que después es presentado como Señor y Dador de vida.

Cristo aparece en la Primera Carta a los Corintios como objeto inmediato de la totalidad de la fe, como Aquel a quien la Iglesia puede confesar sólo en virtud de la fuerza del Espíritu. Hay una efusión del Espíritu que parte del Resucitado, Dux vitae, Señor de la vida, pero es en virtud de la acción del Espíritu Santo que en la Iglesia surge la fe, pues «nadie puede decir "¡Jesús es Señor!", sino con el Espíritu Santo»[132]. Solamente en la fuerza del Espíritu es posible hacer la confesión fundamental: Jesús es Señor, Él es el Kyrios. Y esta confesión fundamental tiene una característica muy especial.

Muchos se preguntan: ¿pero sólo en virtud del Espíritu se puede decir que Jesús es Señor? Pues bien, si eso fuera una simple confesión vocal, con los labios, meramente declarativa, no se ve por qué se necesitaría la fuerza del Espíritu. Si es una expresión solamente vocal, la fuerza del Espíritu Santo no es necesaria. Pero si se trata de una confesión real, es decir de la entrega de la totalidad de la vida, en una respuesta de todo el ser, que hace que el ser --y en ello insistiré después-- ex-sista, salga de sí, para una donación especial, eso no puede realizarse, con todo lo que significa e implica, sino en virtud de la gracia, de la fuerza, de la energía del Espíritu. Una confesión que en el momento en que esto se escribía exigía sin duda de parte de los cristianos arriesgar o dar la vida, una confesión hasta el martirio, con esa totalidad de entrega, requiere la fuerza del Espíritu Santo. Los mártires lo son porque el Espíritu Santo los ha movido, los ha llenado de una fuerza que de suyo no podrían de manera alguna tener.

Al confesar en el Credo: Dominum et vivificantem, creemos en el Espíritu que es persona en la Trinidad. Nos hallamos pues con una relativa novedad, por la cual ese señorío --al Espíritu se le llama Señor, Dominum-- se manifiesta en la caridad de Aquel que da la vida. Esta confesión nos remite a una serie de textos de la Escritura. Ya desde el mismo libro del Génesis todo lo que manifiesta una realidad de vida tiene como base el soporte, el soplo, el hálito del Espíritu. La misma presentación poética --hermosísima, con toda la riqueza que tiene-- de Dios como un alfarero que amorosamente hace al hombre con sus propias manos --señala un Padre de la Iglesia que las manos son como el mismo Espíritu en acción--, nos muestra cómo insufla ese aliento de vida en el hombre[133]. Ese aliento vital en la Escritura es el ruaj, es un viento. En Pentecostés lo es en forma impetuosa: el viento que conmueve, que lo penetra todo.

Ese ruaj es efundido por el Padre, y el hálito vital sobre las narices de ese hombre que acaba de formar con sus manos --es muy hermosa esta presentación catequética y poética del Génesis-- hace que éste viva, que se convierta en un ser viviente --el término hebreo nefesh es muy rico--. Antes no vive; en virtud de ese aliento vital que se comunica con el ruaj, el espíritu, vive. Por eso en muchísimos pasajes de la Escritura, en los Salmos por ejemplo, se puede ver que cuando falta el aliento y el soporte del Espíritu, todo va a la muerte. Se vive --o se revive-- en virtud del Espíritu. Tal vez uno de los relatos más hermosos es el de Ezequiel, el del campo lleno de huesos calcinados que expresa la muerte significada claramente en los restos humanos. Pero en virtud del Espíritu todo vuelve a cobrar vida: los huesos se recubren de nervios y de músculos, los muertos se levantan[134]. /Ez/37/01-10

El Espíritu es el que da la vida, el que sostiene esa vida. Por eso el Concilio puede decir que el Espíritu es en la Iglesia como «el alma en el cuerpo humano»[135]. Vivimos como personas humanas en virtud del principio formal del alma. En la Iglesia el Espíritu Santo es de tal manera fuente de la vida que es como el alma de la Iglesia. Es la fuente que en virtud del ruaj, del viento impetuoso, le da la vida. Es toda la Iglesia la que se mueve. Cada miembro en la Iglesia, toda la Iglesia es movida por el viento vivificador e impetuoso del Espíritu. Esto se presenta de forma preciosa en la Carta a los Romanos: ¿Quiénes son los hijos de Dios? Qui sunt filii Dei? «Quicumque Spiritu Dei aguntur», «todos los que son guiados por el espíritu de Dios --dice San Pablo-- son hijos de Dios»[136:/Rm/08/14]. Son guiados, movidos, impulsados por el Espíritu Santo. Y el Espíritu Santo se vuelve en ellos el principio vivificador que los lleva al movimiento.

De la Catedral de Santa Sofía --que era la gran gloria de la cristiandad en Constantinopla, ahora Estambul, antes de que los musulmanes la convirtieran en una mezquita-- se dice que estaba ideada como una inmensa tienda al interior de la cual el Espíritu soplaba, llenando así esos espacios que se volvían bellísimos, llenos de mosaicos hermosos. A cada persona el Espíritu la mueve como se mueve un bajel, una barca de vela; pero es toda la Iglesia la que se mueve y se infla, como la Catedral de Santa Sofía, por el viento impetuoso del Espíritu.

Vivificador, Dador de vida, es una expresión muy fuerte, porque lo es en virtud de ser fuente de amor, es decir de aquel paso fundamental en el cual del egoísmo se pasa a la entrega. Y ese paso del egoísmo a la entrega en un amor oblativo, comprometido, que busca el bien del otro, es posible solamente en el Espíritu. El hombre herido por el pecado, con una libertad golpeada, puede volver al resplandor original en virtud de un amor rescatado y purificado en Cristo. Eso es lo que en filosofía significa existir. Se ex-siste cuando se sale de sí, de un encerramiento, de una prisión, y este salir de sí es como una especie de éxtasis --no el de los místicos, aunque también-- en el cual lo fundamental es dejar esa caparazón reducida, asfixiante del egoísmo, y así llenar de oxígeno al cristiano y a la Iglesia.

A la Iglesia la hace respirar el Espíritu. Cuando parece que el Espíritu no actúa no es por falta de acción del Espíritu, sino porque le ponemos trabas y lo contristamos. «Me lypeite to Pneuma», dice San Pablo, «no contristéis al Espíritu»[137:/Ef/04/30]. Contristar --el verbo en griego es muy expresivo-- al Espíritu Santo es quedarse en dificultades, en tristezas, en la desidia; es no dejarlo actuar. Cuando el Espíritu Santo es limitado por nuestra cerrazón, yo diría que la Iglesia no respira, y por lo tanto tampoco evangeliza. Es como un enfisema pulmonar: no hay oxígeno. Y cuando no hay oxígeno, la Iglesia se pierde en muchas cosas secundarias, en discusiones sin mayor interés, no navega, se vuelve una especie de barca que da vueltas sobre sí misma, no tiene ímpetu evangelizador, no es capaz de proclamar. Para proclamar hay que tener oxígeno nuevo, pulmones enérgicos, llenos de la fuerza del Espíritu. El enfisema pulmonar se ha acentuado demasiadas veces en la vida de la Iglesia porque algunos de sus miembros se han dedicado a no respirar bien, a consumir ideologías, a perderse en pequeñas discusiones, a enmendarle la plana a los proyectos originales de Dios, a reinterpretar lo que debe ser la Iglesia, la unidad. Pero cuando el Espíritu le inyecta el ruaj a cada persona, a la Iglesia en su totalidad, proporciona unas válvulas gigantescas de oxígeno. Entonces la Iglesia respira, y el respirar de la Iglesia es el evangelizar, es el comunicar el Evangelio. La Iglesia existe en la doble misión de empeñarse en el amor y de evangelizar en ese mismo empeño.

Ahora bien, esto tiene un valor particularísimo en esa Iglesia que es la Iglesia doméstica, en esa Iglesia a la cual el Señor le confía nada menos que ser santuario de la vida: la familia. Cuando se habla de Señor y Dador de vida es obvio que se está hablando en el sentido más fuerte: de la vida en Cristo, de la vida en la Trinidad, de la vida en el Espíritu, de la vida eterna. Pero se está hablando desde luego de toda vida, que requiere precisamente esa intervención de Dios para comenzar. Sin embargo, para que esa vida se desarrolle, se articule, para que sea también vida eterna, en la fuerza característica de esa expresión, ello requiere de un vigor muy especial en la familia. Desafortunadamente puede haber ocurrido que este tema sea menos explotado y menos conocido. En el Pontificio Consejo para la Familia estamos reflexionando al respecto. Vamos a reunir en unas semanas a un grupo de especialistas para estudiar el tema del Espíritu Santo en la familia. Porque --puede ser que me equivoque-- es un asunto que ha sido poco trabajado, y que requiere ser ahondado. Se podrían incluso considerar algunas propuestas como, por ejemplo, que en la liturgia, en la misma celebración del matrimonio, aparezca en la epiclesis mucho más claramente esta verdad.

El autor de esa comunidad de vida y de amor es Cristo, no los esposos. Es Cristo el autor, es Cristo el que sale al paso, es Cristo el que los une. Por eso «lo que Dios ha unido no lo separe el hombre»[138], como reza la enseñanza bien conocida del Evangelio de San Mateo.

Es muy interesante la fórmula --venerabilísima desde el siglo VIII o IX-- que en el Código de Derecho Canónico se redescubrió, según la cual el matrimonio constituye un «consorcio de toda la vida»[139]. Se trata de una comunidad de toda la vida, en una totalidad de entrega que solamente puede darse en virtud de un amor que tiene como raíz el Espíritu. La espiritualidad conyugal no puede estar alejada de este camino, pues hoy se va viendo cada vez con mayor claridad que tal vez el término más importante en la comunidad de vida y amor es éste: totalidad. Me explico: cuando uno lee o relee la bellísima y profética encíclica Humanae vitae, allí uno ve las características fundamentales del amor que el Papa señala: es un amor «plenamente humano», un amor «total», un amor «fiel y exclusivo», un amor «fecundo»[140]. En sus notas, el amor en pareja responde precisamente a la noción de la antropología bíblica de formar una sola carne: mía sarx[141]. Se trata de una expresión muy fuerte: una identidad tal que no es sólo la unión de cuerpos, es la unión de espíritus, pero es la unión de espíritus en una novedad maravillosa: una sola carne. Esta unidad en toda su fuerza se produce por el aspecto de la totalidad del amor, de lo entero de la relación de ese amor. Es decir, lo que hace que el amor de los esposos se vuelva unidad de una sola carne es el consentimiento, la donación recíproca, pero no una donación recíproca de cualquier tipo, sino una donación recíproca en términos de totalidad.

En el Plan de Dios se puede ver que esa totalidad, que tiene que ser por acción del Espíritu, es hermosísima, pero al mismo tiempo exigente. Entrega y totalidad suponen en primer lugar la totalidad del mismo acto de salir de sí para entregarse incondicionalmente al bien del otro; la totalidad requiere respeto, ternura, signos, amor, lenguaje comprensible. El Santo Padre habla, utilizando una expresión muy hermosa, del lenguaje de los cuerpos, del cuerpo al servicio de la epifanía de ese momento. La totalidad en la entrega se da en el consentimiento. La recíproca donación como totalidad es muy compleja, no es nada fácil. ¡Hay tantos egoísmos que susurra el mundo de hoy, tantos pequeños halagos!

Es también una totalidad en el tiempo. Una forma de totalidad que no sea de absoluta duración en el tiempo, hasta la muerte, haría que ese amor no sea un consentimiento de totalidad. De allí que se trata de amar hasta la muerte. ¡Qué frase tan hermosa! ¡Es una declaración de amor tan comprometedora, una palabra tan llena de significado! Esto quiere decir que no es por una semana, por un mes o por un año, sino a lo largo de toda la vida, de tal manera que hay que madurar bajo la mirada de Dios, madurar en la persona, madurar en toda su riqueza de ser humano, así el cuerpo vaya envejeciendo. Cuando algunas personas cambian de pareja cada cierto tiempo, en lo que se llama poligamia sucesiva, se da una deformación total del amor. En el auténtico amor más bien el desgaste del tiempo, de la enfermedad, en lo físico, se ve compensado por una nueva profundidad y una riqueza cada vez mayor, por una madurez formidable en la entrega que no se mide sólo por el aspecto reductivo de la unión sexual.

Se trata de una totalidad en la entrega que asegura la confianza de la exclusividad interior y exterior. En el Discurso a Diogneto podemos leer acerca de los cristianos: «Ponen mesa común, pero no lecho»[142]. El lecho no, por la exclusividad del amor entre los esposos que nadie puede alterar inmiscuyéndose. La totalidad --y una totalidad en exclusividad-- se vuelve un canto a la fidelidad, que lo es también a la felicidad. Porque nadie puede decir que el Señor inventó el matrimonio como un instrumento de tortura. Jamás aparece esa idea en ningún texto. Tampoco puede verse al matrimonio como una tumba del amor, o una prisión oscura. Que en un matrimonio pueda haber momentos de dificultad es normal, pero es a la felicidad a la que convoca el Señor en el Espíritu, y el matrimonio es para la felicidad en la totalidad de la entrega. Si la entrega no es total, entonces la felicidad no se tiene, no se puede tener, aunque las personas digan que les está yendo muy bien. Y es que el hombre es una verdad integral, y el equilibrio de la integralidad de la persona requiere del don de una auténtica fidelidad.

Refiriéndose a ese don, G.K. Chesterton, con su humor espléndido, decía que las aves que no hacen nido, no maduran. Un ave que no hace nido es inmadura. A no ser que se trate de una vocación característica en la riqueza de Dios --la vida sacerdotal, la vida consagrada-- lo usual es que, como dice Chesterton, un ave que no hace nido, un nido estable, un nido comunidad de vida y amor, no se desarrolle. Este nido estable supone una totalidad de amor, y la totalidad de amor supone explícita e implícitamente una cierta presencia del Espíritu. Desde luego que para el matrimonio sacramento eso es más que evidente, pero también lo es para aquellos que viven un matrimonio natural sin haber conocido a Cristo. La gracia de Dios y la moción del Espíritu --afirma la Gaudium et spes-- obra en ellos «de modo invisible»[143]. Dios de alguna manera está actuando en ellos. Por eso en la Carta a los Efesios[144] --esto lo digo inclusive con esperanza-- la Iglesia descubre el sacramento, pero también, en virtud de la unidad en una sola carne, descubre de alguna manera esa presencia de Dios en aquellos que han fundado una familia que no tiene todavía la luminosidad, la riqueza, la profundidad de la fe.

Hay que redescubrir entonces una espiritualidad matrimonial en la familia que siga el camino de la donación de Cristo por la Iglesia, según la hermosa expresión de San Pablo: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó (tradidit) a sí mismo por ella»[145:/Ef/05/25]. Hay algunos autores que están trabajando este filón de la espiritualidad matrimonial que me parece muy rico. El Señor «se entregó a sí mismo». Es una entrega de donación, un amor oblativo, una donación plena. Ese entregarse a sí mismo, como lo hizo Cristo por la Iglesia, es precisamente el ejemplo para los esposos. Una donación que, así como la de Cristo, implica también la acción del Espíritu. Todo esto supone al Espíritu presente en la Iglesia, supone una profunda fe en la acción del Resucitado, que infunde el Espíritu en el gran Pentecostés eclesial, pero también en el pentecostés del amor, del encuentro, del lenguaje, de la unidad, de la ternura, del compromiso, de la piedad de los esposos. Y esto en relación con los dos aspectos fundamentales, porque un amor de totalidad es un amor abierto a la vida, al don del hijo. «Los hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres»[146], señala la Gaudium et spes. Son, pues, el don de la vida, ese don de la vida que se acoge.

La vida es siempre don de Dios. Él es su fuente. Se acoge con alegría, con espíritu de fiesta, con reconocimiento, pero se acoge como una misión en la familia, para educar, para formar.

Hoy podemos ver que se acoge poco la vida; parece como si se la teme más y más. Recién llegado de Rusia tengo algunas cifras en la memoria: se dan anualmente 3 y medio millones de abortos en esa nación. Algunas mujeres abortan 3, 4 ó 5 veces en su vida, y en algunos casos parecería que no tienen mucha conciencia. Ya en una visita anterior nos habían dicho que allá el aborto era una operación quirúrgica secundaria. Aunque a veces se les complica por problemas médicos, para ellos es una operación quirúrgica secundaria que no afecta valores morales. Y en Ucrania, que tiene 50 millones de habitantes, se dan cerca de 2 y medio millones de abortos cada año. Ya lo sabemos, 40 ó 50 millones en el mundo. Hoy en Europa ha crecido mucho el miedo a la vida. En una reunión sobre demografía que realizamos hace algunos años con un grupo de especialistas, se decía, utilizando una imagen gráfica, que esto es como el «Titanic»: muchos van en un barco de primera clase, creyendo que nadie podrá hundirlo, entre música y champaña, pero allí está el iceberg, y con el iceberg viene el invierno demográfico: países en los que la población empieza a reducirse. Hay un miedo a la vida que se inculca con el mito demográfico de la sobrepoblación que cada día se va viendo con más claridad que es sólo un mito.

La familia, esa comunidad de vida y de amor en donde hay un recíproco donarse, una mutua ayuda (mutuum adjutorium), tiene su razón de ser también complementariamente en el hecho de dar la vida, como instrumento de Dios que la comunica infundiendo el alma, y de educar en la vida. Ésa es una misión de la familia. Cuando a la familia la separan de la vida, por el camino de la contraconcepción que se vuelve un imperialismo y un colonialismo, se traiciona la total comunión de amor y se destruye ese amor. Eso lo había advertido ya Pablo VI en la Humanae vitae[147]. Separar el amor unitivo del amor fecundo es atentar contra la raíz misma de ese único amor.

El miedo a la vida va creciendo por muchos factores, no sólo por el egoísmo --aunque lo hay, ¡y de qué manera!-- sino también por problemas reales, como el del trabajo --obligatorio casi-- de la mujer fuera del hogar. Muchos esposos se preguntan: ¿cómo hacemos para tener hijos?, ¿quién los educa?, ¿cómo hacemos, sobre todo los primeros años? Gary Becker, premio Nobel de economía, señala que el mundo está desquiciado, porque primero crea mecanismos que obligan a la mujer a tener que trabajar, pues si no, no logran entre los dos sobrevivir con salarios simples. Pero resulta que después los Estados tienen que buscar otros mecanismos para ver de qué manera reemplazan en su oficio a las madres, con enormes costos. Es una economía trastornada: ayudan a las familias con beneficios sociales, pero no logran reemplazar a las familias. Ninguna institución, ningún Estado en ninguna época de la historia, ha sido capaz de sustituir a la familia, aunque se han hecho muchos intentos. La familia es insustituible, y lo es sobre todo porque es la única capaz de formar humanamente, integralmente al ser humano, de formar en el amor, en un amor responsable y con unos valores, con esa capacidad de ex-sistir, de respeto, de donación. En el Plan de Dios nadie es capaz de responder a esa misión de la manera en que están llamados a hacerlo los padres. Cualquier otra mediación social la podemos posiblemente aceptar, pero en esto de formar al hijo integralmente --que no es llenarlo de cosas, de regalos, de computadoras, de información, sino formar el ser mediante la transmisión de la fe, de unos valores morales insustituibles, de una verdad sobre el hombre y la mujer, y por ello sobre la familia, creado «a imagen y semejanza de Dios»-- sólo es eficaz la familia.

Pero para que los padres puedan hacer esto, dando la vida, defendiendo la vida, estableciendo la cultura de la vida, se necesita esa fuente de energía en la familia que es la presencia del Espíritu. Porque a pesar de los muchos problemas y dificultades que puedan haber, existe una energía maravillosa en la familia. Y es que la energía de Dios es una energía que no pasa, que no se desgasta, que no termina, que es permanentemente comunicada, pues es una energía que viene del Espíritu. El desgaste energético del que hablan los físicos --todo está sometido al desgaste energético y un día las galaxias y las estrellas se apagarán, como hoy vemos luces de estrellas apagadas hace millares y millares de años, porque todo se desgasta--, no se aplica a la energía de Dios, a la energía del Espíritu. Lo paradójico es que la energía del Espíritu hace que en el donarse la fuerza del amor crezca --se trata de otro tipo de energía-- para defender el don de la vida y para llevar esa vida a su última floración.

El proceso de la vida va del nacimiento a la muerte, es la parábola que culmina en el verdadero hombre, en aquel que será capaz de ver a Dios «cara a cara»[148], aquel que va a descubrir ya no el amor en el camino, sino el amor «cara a cara» en el esplendor del que apenas en forma participada experimentamos una felicidad limitada en la Tierra. He aquí la razón por la cual podemos decir que el Espíritu Santo, alma en la vida de la Iglesia, es alma en la vida de la familia. Y si las familias son animadas por el Espíritu, tendrán la capacidad de comunicar el Evangelio de la familia, la Buena Nueva que moviliza y alegra. No se trata de un anuncio de tristeza y de tortura. Cruz sí, pero una cruz pascual, una cruz que se prolonga hasta la cruz misma de Cristo en donde adquiere su propia consistencia la cruz de cada uno. Cada cual ha de tomar la cruz de su vida, pero la cruz en Cristo. No son recetas fáciles las que la Iglesia ofrece, como las de los gurús. ¡No! Son modalidades costosas de compromiso, de manera que en Cristo, Dux vitae, el Señor de la vida que reina vivo, tengamos la efusión del Espíritu en la raíz en la que todo auténtico amor se vuelve vida y desemboca en el mar infinito del amor de Dios.


[132] 1Cor 12,3.

[133] Ver Gén 2,7.

[134] Ver Ez 37,1-10.

[135] Lumen gentium, 7.

[136] Rom 8,14.

[137] Ef 4,30.

[138] Mt 19,6.

[139] CIC, c. 1055, SS 1: «La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida («totius vitae consortium»), ...fue elevada por Cristo Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados».

[140] Ver Pablo VI, Humanae vitae, 9.

[141] Mt 19,5-6; Mc 10,8; 1Cor 6,16; Ef 5,31. Ver Gén 2,24.

[142] Discurso a Diogneto, V,7.

[143] Gaudium et spes, 22.

[144] Ver Ef 5,21-32.

[145] Ef 5,25.

[146] Gaudium et spes, 50.

[147] Ver Pablo VI, Humanae vitae, 11-12.

[148] 1Cor 13,12.