«EN EL CREEMOS.
A EL OS ANUNCIAMOS»

(cfr. 2 Co 4, 13)

EXHORTACION PASTORAL DE LOS OBISPOS DE PAMPLONA-TUDELA, BILBAO, SAN SEBASTIAN Y VITORIA

CUARESMA - PASCUA DE RESURRECCION, 1998

SUMARIO
1. El sentido del tiempo
2. El ritmo y los cambios de los tiempos en el año litúrgico
3. Una oportunidad para encontrarnos con la verdad de nuestra propia existencia
4. Anuncio y signo de salvación
5. Dos maneras de vivir
6. El mensaje luminoso de la Cuaresma
7. Prácticas cuaresmales
a) Tiempo de orar
b) Tiempo de ayuno y de libertad
c ) tiempo de caridad y amor fraterno
d) Tiempo de arrepentimiento y penitencia
Conclusión


«EN EL CREEMOS. A EL OS ANUNCIAMOS»
(cfr. 2 Co 4, 13)

Desde hace ya muchos años tenemos la costumbre de dirigiros una Carta Pastoral conjunta, al principio de la Cuaresma, a los católicos de nuestras Iglesias y a los hombres y mujeres que quieran escuchar nuestras palabras y tener en cuenta nuestras orientaciones para vivir.

Este año nuestro escrito no es una Carta monográfica, sino una sencilla exhortación pastoral con la que deseamos ayudaros a comprender y vivir la llamada de la Cuaresma en las circunstancias reales de vuestras vidas, tanto en la Iglesia como en la sociedad. Nuestra invitación quiere ser tan universal como la misma invitación del Dios que nos llama a todos a vivir en plenitud el don de la vida de El recibida. Independientemente de que lo sepamos o no, de que escuchemos su palabra o vivamos perdidos entre las ocupaciones de nuestro mundo, sordos a la voz interior de nuestra conciencia, lo cierto es que nuestra vida ni se entiende ni tiene sentido al margen de Dios.

1. El sentido del tiempo

Algunos de vosotros podéis preguntaros qué sentido tiene hoy hablar de la Cuaresma, cuando vivimos sometidos a un calendario riguroso y rutinario a la vez, que no nos permite apenas distinguir unos tiempos de otros. Para muchas personas el discurrir del tiempo es siempre uniforme. Se diferencian solamente los días laborables y festivos, en la alternancia menor de cada semana o en los períodos más amplios de los tiempos de trabajo y los tiempos de descanso o de vacaciones.

Todo ello se expresa y se vive con frecuenca en términos seculares, poco o nada religiosos. Se alterna el trabajo con el descanso y las diversiones, sin ninguna referencia explícita a Dios o a la vida religiosa personal, como si la vida humana no tuviera más horizonte ni otros contenidos que los que se perciben y viven en el nivel material de la realidad inmediata.

No es nuestra intención la de sacralizar exteriormente, de manera convencional y ficticia, el tiempo y los ritmos seculares de nuestra vida. Queremos más bien ayudaros a descubrir el profundo sentido humano que tiene la variedad del correr del tiempo, sin excluir los tiempos de carácter religioso.

Somos conscientes de que nuestra palabra no será acogida por todos de la misma manera. Aun así queremos dirigirnos a todos. Nuestra palabra quiere ser una palabra abierta y fraternal, ofrecida a todos; a los que participáis asiduamente en las celebraciones y en la vida de las comunidades cristianas; dicha también a los que, siendo cristianos, vivís alejados de las prácticas religiosas litúrgicas, de las prácticas personales e incluso de cualquier afirmación y expresión de fe o de vida cristiana, interna o social. Querríamos deciros algo creíble y provechoso incluso a quienes, hombres o mujeres, no os consideráis religiosos, pero que en el interior de vuestro corazón deseáis ser fieles a la verdad tal como la comprendéis, de acuerdo con la voz de vuestra conciencia sinceramente escuchada y aceptada. Estamos seguros de que el Espíritu de Dios no está lejos de cuanto es reflejo de una honesta rectitud personal moral y de un sincero deseo de justicia. «Dios no está lejos de los que buscan entre sombras e imágenes al Dios desconocido» (CONCILIO VATICANO Il, Constitución Lumen gentium, sobre la Iglesia n. 16). El Espíritu de Dios está presente y actúa en los corazones de todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Por esto tenemos la esperanza de que nuestras reflexiones puedan ser útiles a cuantos queréis vivir en la verdad y en la justicia. Quisiéramos acertar a hablaros bajo la inspiración del Espíritu de Dios que nos envuelve a todos y nos guía hacia la plenitud de la verdad, la justicia y la vida.

2. El ritmo y los cambios de los tiempos en el año litúrgico

No todos los días del año son iguales. En el desarrollo normal de nuestra vida celebramos acontecimientos, fiestas, conmemoraciones. En todas partes respetamos, de una u otra manera, la diferenciación básica entre días de trabajo y días de descanso. Aunque el contenido, la significación y la manera de vivir esos tiempos diferentes sea profundamente diversa.

Como seres históricos, metidos en la historia y en el mundo, protagonistas de nuestra propia vida personal, familiar y social, celebramos de manera singular los momentos más importantes de la vida, el nacimiento y la muerte, la salud y la enfermedad, el encuentro y el alejamiento, el gozo y la tristeza en las diferentes circunstancias de la vida. Parece como si no pudiéramos abarcar en un mismo momento los muchos y ricos aspectos, las mil situaciones posibles de nuestra vida. Sentimos la necesidad de celebrarla y vivirla por tramos, distribuyéndola en perspectivas y aspectos diferentes. Hacemos suceder unas celebraciones a otras, para no perder la diversidad de las riquezas y variaciones que encierra la vida humana, por más sencilla que la queramos imaginar. Algo así nos ocurre también cuando tratamos de recordar, exponer, celebrar y vivir, los diferentes hechos y contenidos de la salvación histórica que Dios nos ofrece en nuestro tiempo humano, por medio de su Hijo Jesucristo. Lo que él mismo ha vivido, nos ha revelado y nosotros conocemos y aceptamos por nuestra fe, apoyada en el testimonio de los Apóstoles y de la Iglesia, ha sucedido en el tiempo.

No podemos recordar ni celebrar ni abarcar a la vez en su totalidad, todos los acontecimientos de la vida de Jesús. No podemos tampoco atender simultáneamente a los contenidos, exigencias y promesas de la vida cristiana manifestados sucesivamente en el tiempo de Jesús. Por eso, muy de acuerdo con nuestra manera de ser y tal como hacemos en otros aspectos de la vida, distinguimos diversos tiempos religiosos, dedicando cada uno de ellos al recuerdo y a la consideración de hechos y contenidos distintos de la vida de Jesús, de la historia de la salvación y de nuestra propia vida cristiana.1 Surgen así los tiempos de Navidad y de Pascua, de Adviento y Cuaresma, tiempos de gozo y de penitencia, de oración y de acción, de recogimiento y de júbilo.

A partir del «Triduo Pascual» nace el tiempo nuevo de la Resurrección que llena todo el año litúrgico con su resplandor. El año litúrgico es así el desarrollo de los diversos aspectos del misterio pascual.2 Esta es la sabiduría, el fundamento antropológico y la gran fuerza pedagógica del año litúrgico. Como una sabia imitación de la sucesión natural de los tiempos, los hechos de la vida de Cristo y de nuestra salvación nos vienen propuestos sucesivamente. Podemos así detenernos en todos ellos y conceder a cada uno la atención que merece y nuestra vida necesita.

3. Una oportunidad para encontrarnos con la verdad de nuestra propia existencia

Los cristianos entendemos la Cuaresma como el tiempo dedicado a prepararnos para vivir intensamente el recuerdo de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos. No para recordar un hecho puramente pasado y ya lejano, sino un acontecimiento actual y presente, que configura nuestra vida y afecta substancialmente a la manera de vivir en este mundo y de interpretar y realizar la verdad de nuestra vida entera. En la liturgia de la Iglesia suena constantemente la palabra «hoy». El Espíritu Santo actualiza en la Iglesia los misterios de la vida de Cristo y el poder de sus accciones salvíficas. En los diferentes tiempos litúrgicos podemos acercarnos de verdad a los diferentes momentos de la vida de Cristo en los cuales está el camino y la fuerza de nuestra salvación.3

A primera vista, parece que muchas personas, hombres y mujeres, se interesan poco por estas perspectivas reales de nuestra vida. La cultura y las formas de vida actuales nos inclinan a considerarla como si estuviera hecha solamente de intereses inmediatos y a veces contrarios. Como si ella fuera simplemente el resultado de nuestras propias acciones, decisiones y fuerzas.

Las experiencias negativas y los desengaños ante esperanzas fallidas nos han hecho desconfiados frente a las grandes promesas. La inseguridad ante un futuro que no dependa directamente de nosotros, nos hace valorar casi exclusivamente lo inmediato, lo que está ahora mismo a nuestro alcance. Buscamos la pequeña felicidad que es posible en un momento determinado y vemos en ella lo único que puede justificar las largas horas de trabajo o de esfuerzo.

La vida, por sí misma, es compleja y oscura. Algunos, por gracia de Dios, aceptamos la revelación de Dios y las promesas de la fe como una luz amiga que ilumina lo que no podríamos aclarar por nosotros mismos y nos ayuda así a caminar con esperanza y fortaleza. De esta manera aceptamos el ofrecimiento gratuito y misericordioso de los dones que Dios nos hace, a la vez que respondemos al dinamismo natural de nuestra mente y nuestro corazón.

Otros, en cambio, pretenden aclarar los misterios de la vida con la única luz de la razón, con lo que se oye aquí y allá, confiando en las admirables afirmaciones de la ciencia. No faltan quienes buscan la claridad y seguridad de su vida en ciertas prácticas semimágicas o supersticiosas, carentes de todo fundamento razonable.

Muchas de estas personas se ven reducidas a vivir en una duda permanente que no les permite afrontar su propia vida con esperanza ni ejercer su libertad con decisiones definitivas y coherentes. Su buena voluntad y sus buenos deseos quedan cautivos y retenidos entre la ambigüedad y la inconsistencia de lo inmediato de la experiencia. Esta cautividad es frecuentemente consecuencia de la falta de confianza en el Dios que se nos manifiesta en Jesucristo, en la historia de la salvación y en las numerosas indicaciones que encontramos en la creación y en los hechos de vida y de salvación que nunca faltan en nuestra historia personal y colectiva.4

Hay personas que viven alejadas de la Iglesia como consecuencia de posibles diferencias, reales o aparentes, entre las opiniones personales y las enseñanzas o decisiones de la Iglesia. Sin embargo, muchas de esas personas conservan su fe en Dios y en Jesucristo, y querrían llevar una vida conforme con su Evangelio, al que reconocen un valor supremo como ideal humano y norma de vida. Algunas experiencias negativas o ciertas ideas deformadas y caricaturescas del verdadero Dios pueden impedir a algunos la explícita afirmación de su fe y de la práctica religiosa.5 Pero la honestidad en la búsqueda del sentido de la vida, la limpieza del corazón y la experiencia de la propia existencia como don insondable e inabarcable, tarde o temprano abren el corazón de los justos al reconocimiento de la existencia y de la salvación de Dios.

Por mucho que el contexto cultural oculte o trivialice la significación y la necesidad de Dios para nosotros, las más hondas y graves cuestiones existenciales renuevan constantemente en el corazón de los hombres y mujeres honestos la pregunta sobre Dios. Pueden también hacer brotar la invocación del Dios no del todo aceptado pero tampoco enteramente desconocido o rechazado. Estamos convencidos de que también las personas que tenéis dificultades para creer, o para aceptar enteramente, en un momento determinado de vuestra vida, las afirmaciones de la fe, podéis encontrar en la Cuaresma una ocasión privilegiada para vivir la propia humanidad con una actitud más honesta y leal con vosotros mismos y, en última instancia, con Dios.

Si vivís según vuestra recta conciencia, si sois fieles a la verdad que veis y recibís en cada momento de vuestras vidas, acabaréis descubriendo la presencia del amor de Dios que os llama a la vida, a la justicia y a la esperanza desde el fondo de vuestro corazón y desde lo más auténtico y más valioso de vuestras experiencias de vida. Por ello mismo, la libertad de conciencia y el respeto debido a la propia opción de cada uno en materia religiosa no están reñidos con el reconocimiento de la obligación moral que todos tenemos de seguir el dictado de la conciencia. Por el contrario, es esa misma libertad la que ha de movernos a buscar honestamente la verdad de la propia vida, sin excluir por principio la posibilidad del encuentro con el Dios vivo, Creador y Salvador, manifestado en Jesucristo y conocido con la mediación de la Iglesia.6

Con todo, también hay, por desgracia, quienes por amor a los bienes de este mundo adorados como ídolos, rechazan al Dios verdadero y se adoran a sí mismos, hasta el punto de sacrificar el bien de los demás en favor de la propia exaltación y de una engañosa felicidad imposible. «La cólera de Dios se revela desde el cielo contra la piedad o injusticia de los hombres que aprisionan la verdad en la injusticia» (Carta a los Romanos, 1, 18). Las enseñanzas y las actuaciones de Jesús recogidas en sus evangelios, nos animan a confiar en la eficacia de la buena voluntad del hombre. Sus palabras son verdaderas y válidas para todos: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá.» Porque el Padre que está en los cielos es bueno con todos, se manifiesta a quien lo busca y quiere abrir a todos las puertas de su vida inmortal y gloriosa.7

Muchos hombres y mujeres que no creen claramente en El, lo invocan desde el sufrimiento material o espiritual, desde la enfermedad o la soledad, desde las dudas o los remordimientos, desde el servicio sincero o la generosa fidelidad al amor de otras personas.

A todos les invitamos a ver y a acoger en la Cuaresma un tiempo especialmente apto para ser fieles con uno mismo, ponerse de acuerdo con las exigencias de su recta conciencia y cumplir mejor las obligaciones que el buen sentido de su propia humanidad les haga percibir y descubrir. Estamos persuadidos de que detrás de sus buenos deseos anda la inspiración del Espíritu y la gran misericordia de Dios que es siempre y para todos fuente de vida y llamada a su plenitud en Cristo resucitado. Para los que lo saben y para los que lo esperan sin saberlo.

4. Anuncio y signo de salvación

La resurrección de Jesús es para los cristianos la gran intervención de Dios en favor de la humanidad y de la creación entera. Dios, que creó lo visible y lo invisible con gran sabiduría y amor, fue manifestando poco a poco, por medio del Pueblo elegido, su voluntad de salvación. Fue preparando las mentes y los corazones de los humanos para hacer posible el encuentro con su Hijo divino, nacido de la Virgen María, para que fuera el Salvador definitivo de la humanidad.

Abrahán, Moisés, David, los grandes profetas de Israel, la fe y la esperanza de muchos hombres y mujeres, hicieron posible esta historia de amor y confianza entre un Dios de misericordia y una humanidad de corazón endurecido, débil y pecadora que, a pesar de ello, iba renovando constantemente su fe en Dios y su esperanza en la salvación final.8 El testimonio de los Apóstoles y las tradiciones de las primeras comunidades cristianas, recogidas en los Evangelios y transmitidas por la Iglesia, nos dicen que Dios resucitó a su Hijo Jesucristo de entre los muertos, después de haber sido crucificado, muerto y sepultado.9

Esta resurrección de Jesús es la coronación de la obra creadora de Dios, la inauguración del estadio definitivo de la Humanidad, la gran puerta abierta para nuestros deseos de vida ilimitada, convertidos en esperanza firme de vida eterna, asociada a la vida eterna de Dios, de los ángeles y de los santos. «Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transformará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a si todas las cosas» (Carta a los Filipenses, 3, 20-21).

Jesucristo resucitado es la manifestación definitiva de la Sabiduría y la Bondad de Dios con nosotros. La esperanza de vida y salvación para todos los creyentes. El principio universal de vida y felicidad capaz de saciar las aspiraciones más profundas que Dios mismo ha puesto en nuestros corazones. «En El creemos y a El os anunciamos.»

5. Dos maneras de vivir

Hay algo que nos sitúa de manera muy distinta ante la vida, a los hombres y mujeres de este mundo. Es nuestra postura ante el más allá. Para unos la vida termina definitivamente con la muerte. O, por lo menos, lo que pueda haber después de la muerte es tan inseguro e impreciso que no vale la pena tenerlo en cuenta a la hora de plantearnos y organizarnos nuestra vida.

Si se da por supuesto que todo termina con la muerte, no podemos tener otros objetivos posibles que los que se puedan alcanzar en este mundo. Esta manera de ver y entender la vida, encerrado en los estrechos límites de este mundo, reduce la atención de los hombres a las realidades y proyectos que pensamos se pueden alcanzar con nuestros propios medios.

Si no hay resurrección ni vida después de la muerte, ¿qué tiene Dios que ver con nosotros? Los hombres estamos solos en la burbuja cerrada de nuestro mundo y aquí hemos de hacernos la vida del mejor modo posible. Podremos optar por la convivencia en la solidaridad, aunque nos será muy difícil hallar razones definitivas y fuerza moral segura para hacerlo. Nuestra propia racionalidad nos conducirá a buscar la mayor felicidad posible con los bienes que estén a nuestro alcance, aun cuando ello sea a costa del sacrificio de los demás y de sus derechos humanos más fundamentales. Por el contrario, para los que creen en el Dios que resucitó a Jesucristo, esta vida es sólo la preparación para otra vida definitiva que Dios ha querido ofrecernos gratuitamente y que quedó inaugurada y abierta para todos con la resurrección del Señor Jesús. 11 Esta afirmación central de la fe cristiana tiene consecuencias fundamentales y definitivas a la hora de entender y proyectar nuestra vida en este mundo.

A cuantos Dios nos ha abierto a la esperanza de llegar a la vida eterna, por medio de la fe en Jesucristo, tal como la recibimos, la celebramos y la vivimos en la Iglesia, se nos ofrece otra manera de entender la vida y de vivir en este mundo.

Con la fe en el Dios que resucitó a Jesucristo, surge en nosotros el reconocimiento de su bondad y el descubrimiento del amor gratuito como forma suprema de vida y de humanidad: «Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros» (Carta a los Efesios, 5, 1-2). Adoramos así a un Dios de gracia y de misericordia que nos enseña y ayuda interiormente a ser también nosotros misericordiosos y generosos con los demás. Porque Dios nos perdona, aprendemos también nosotros el gozo del perdón, dado y sentido, como forma suprema del amor mutuo y de la vida. Nuestra libertad se despliega desde ahora en el amor y la esperanza de una vida sin límites que Dios tiene y que El nos ofrece en su misericordia. 13 El que espera la vida eterna y actúa en coherencia con esa esperanza, no es esclavo de los bienes de este mundo, el deseo y el amor de la felicidad se abren a la vida eterna, de manera que conseguimos la libertad para usar con sobriedad de las cosas de este mundo y renunciar a aquellas otras posibilidades que nos puedan apartar de la amistad con Dios o que nos impiden amar y servir a los demás con fidelidad y generosidad. Por medio de su muerte y su resurrección, Cristo nos liberó de todos los poderes de este mundo para que nos amemos y nos sirvamos unos a otros con el amor verdadero que el Espíritu de Dios infunde en nosotros.14

Por eso tiene sentido decir que en este tiempo de Cuaresma, incluso entre las oscuridades de la incredulidad o del agnosticismo, los hombres y mujeres de buena voluntad pueden invocar la ayuda interior del Misterio original, que es la fuente de la vida, para ser más fieles a la realidad tal como ellos la perciben y la aceptan, para ser más respetuosos con el bien de los demás, para aceptar la dignidad y el valor de las cosas de este mundo, no sólo en función del propio provecho, sino también para dignificar y enriquecer la vida de los demás.

De esta manera, aun sin creer con firmeza en la resurrección futura, es posible, al menos, descubrir la bondad y la belleza de una vida mejor para todos, por la que vale la pena luchar, en la que la dignidad y la felicidad de los demás sea tan querida y respetada como la nuestra. Ese es un futuro asequible al que todos podemos acercarnos y por el que todos podemos luchar con un esfuerzo sincero de rectitud y de docilidad a la llamada de nuestra conciencia. Es el anticipo y la imagen de una plenitud futura que los creyentes en el Resucitado sabemos que habremos de hallar realizada en Dios.

De este modo, la Cuaresma deja de ser un invento artificial y anacrónico. Se convierte, por el contrario, en una llamada profunda a vivir la vida de manera dinámica, con la libertad interior de buscar el enriquecimiento de la propia existencia en la aceptación de la verdad y en la búsqueda sincera del bien progresivamente conocido y realizado.

6. El mensaje luminoso de la Cuaresma

En la conmemoración de la resurrección de Jesucristo, la Iglesia celebra la gran fiesta de la salvación universal. Durante toda la noche los cristianos recuerdan los hechos de salvación con los que Dios anunciaba y preparaba la nueva creación inaugurada con la resurrección de Jesús. La noche de la Vigilia Pascual es la noche bautismal por excelencia, la noche de la reconciliación y de la convocatoria de todos los discípulos de Cristo para que renueven su fe y crezcan en buenas obras.

Celebrar la Pascua de la resurrección es mirar con el corazón abierto de par en par a la vida eterna esperada como la vida definitiva y verdadera. Es reconocer el amor inmenso de Dios que nos asocia a su vida espiritual y a su gloria eterna. Es sentirse mayor y más importante que todas las cosas de este mundo. Es recuperar la libertad para usar de todo lo que hay en el mundo con sabiduría, sin ser esclavo de nada ni de nadie. Es recibir el don de ayudar a vivir a los demás en el gozo anticipado de la comunión universal. Podríamos ir acumulando otras dimensiones positivas de los bienes de la vida eterna. Pero la Iglesia en su mensaje de Cuaresma, para ser leal, quiere ser también realista. Si el horizonte final de nuestra vida, por la misericordia de Dios, es mucho mejor de lo que nosotros podemos imaginar, también es cierto que nuestra situación actual y real no coincide con las maravillas que Dios quiere ya desde ahora para nosotros y nos tiene prometidas, en su plena realización futura, desde la resurrección de Jesucristo.

Nuestra fe no carece de oscuridades. La adhesión de nuestro corazón a la palabra de Dios y a sus bienes eternos no es totalmente firme ni del todo coherente. Creemos en Dios y esperamos la vida eterna. Pero a la vez nos dejamos ganar por las cosas de este mundo. La experiencia cotidiana nos convence sobradamente de la fragilidad y las deficiencias de nuestra vida cristiana y sobrenatural. 16

La Cuaresma, precisamente porque es una invitación a creer en el Dios de la resurrección y a poner nuestro corazón en los bienes actuales y eternos de la salvación, es también una invitación sincera y realista a reconocer la debilidad de nuestra fe y de nuestra esperanza y las deficiencias morales de nuestra vida. Los falsos amores con los que a veces buscamos la salvación en los bienes efímeros de este mundo y el olvido o la tibieza con que dejamos de amar de forma efectiva y coherente, en la vida real, los bienes y las realidades de la vida futura de la resurrección, nos han de situar ante la urgencia de una purificación liberadora.

La Cuaresma tiene que ser un tiempo de examen y de enmienda, de arrepentimiento y conversión. Conversión de los desórdenes y pecados que nos someten y dominan, a los bienes de la vida y de la salvación definitivas, a la rectitud y a la justicia, a la misericordia y al perdón, a la gracia y a la esperanza del Dios de la salvación. Conversión, en definitiva, al Dios de Jesucristo, que es el Dios de la resurrección y de la vida eterna, bien supremo y apoyo firme de nuestra existencia, fundamento de nuestra esperanza y principio permanente de la purificación de nuestro corazón. Quizás en el momento actual de nuestras Iglesias no tenemos suficientemente en cuenta que la llamada a la conversión ocupa el centro de la predicación de Jesús y de los Apóstoles y ha sido siempre el centro de la experiencia interior de todos los santos y modelos de la vida cristiana.17

7. Prácticas cuaresmales

La Caresma es un tiempo santo por el recuerdo y la celebración de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Por eso, durante este tiempo los cristianos dedicamos especial atención a una serie de prácticas y actividades religiosas que nos ayudan a fortalecer nuestra fe y avivan en nosotros la esperanza de la salvación, inaugurada para todos con la resurrección de Jesucristo, cabeza y principio de la nueva humanidad. Esta esperanza se concreta en un modo nuevo de vivir ya en el Señor Jesús resucitado. Por ello, no es una evasión de la vida real y, mucho menos, una manera de ocultar las exigencias religiosas y éticas de esta vida. Quien espera en la vida eterna, fruto de nuestra incorporación a Cristo resucitado mediante el Bautismo, encuentra en esta esperanza un principio interior para encuadrar en una perspectiva suelta los acontecimientos de esta vida y asumirlos con un espíritu nuevo, que es el fruto de la presencia y la acción del Espíritu de Jesucristo y del mismo Dios en nuestros corazones.

La oración, el ayuno y la limosna han sido reconocidos tradicionalmente como las «obras de la religión» propias del tiempo cuaresmal. En ellas se despiertan las actitudes profundas de la vida cristiana y se ejercitan los mandamientos básicos del amor a Dios y al prójimo.

a) Tiempo de orar

Dentro de la tradición cristiana, la Cuaresma es un tiempo de oración. La oración cristiana es la relación viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su hermano Jesucristo y con el Espíritu Santo. Es acción de Dios y del hombre, fundidos en la confianza y el amor de una comunicación misteriosa. 18 Comunicación que adquiere también una dimensión humana entre los hermanos que hacen oración en común. Las obligaciones de la vida actual nos crean a veces dificultades para orar. Sin embargo, una voluntad sincera de vivir la Cuaresma como un tiempo de acercamiento a Dios, nos ayudará a encontrar tiempos y lugares aptos para la oración, aun en medio de las muchas obligaciones y agobios que a veces caen sobre nosotros.

Queremos recomendaros especialmente la participación durante este tiempo de Cuaresma, en la celebración de la Eucaristía en los domingos y fiestas, y también en los días laborables en que vuestras ocupaciones os lo permitan. La liturgia de este tiempo cuaresmal es especialmente sugerente y ofrece estímulo y ayuda para progresar en nuestra renovación espiritual. Es conveniente que en todas las parroquias e iglesias se celebre la liturgia de estos días con un cuidado especial y se facilite a los fieles la mejor participación espiritual posible en las celebraciones, por medio de la adecuada homilía. Con un poco de buena voluntad podremos también encontrar unos minutos para leer cada día algún fragmento de la Sagrada Escritura, del Antiguo o del Nuevo Testamento, en conexión con las lecturas bíblicas de la Misa del día, como punto de partida para un tiempo de oración personal, en comunicación de fe y de amor con el Dios viviente de la salvación. Esta oración personal puede ser singularmente provechosa si se hace en familia. Orar juntos es una manera de acercar los corazones en la zona profunda de los afectos más hondos y de las convicciones más arraigadas. Estar juntos ante Dios es la mejor manera de ser transparentes y cercanos entre nosotros.

El ejercicio de la oración requiere esfuerzo y decisión, es un don de Dios y a la vez un logro del amor humilde, confiado y perseverante. Quienes lo intentan seriamente pueden comprobar que es siempre posible y que es además una necesidad vital sin la cual no puede prosperar una vida cristiana vigorosa y fecunda.

b) Tiempo de ayuno y de libertad

Una manera de avivar el reconocimiento práctico de los bienes espirituales es privarnos de algunas de las cosas materiales que consumimos habitualmente. El ayuno es una forma práctica, a la vez real y simbólica, de liberarnos de posibles servidumbres de los bienes de este mundo y de afirmar, en cambio, de forma efectiva la prioridad y la estima por los bienes espirituales que sostienen y enriquecen nuestra vida personal y moral.

Cuando ayunamos, no solamente nos privamos de algunos alimentos, sino que afirmamos además palpablemente la importancia que concedemos a la oración, a los bienes del Espíritu y al mismo Dios como verdaderos alimentos espirituales, fuente de vigor y fortaleza en nuestra vida cristiana.

Visto desde esta perspectiva, el ayuno y la abstinencia cuaresmales mandados por la Iglesia son mucho más que una mera exigencia legal. Son también la expresión de una manera de situarse ante la caducidad de los bienes temporales y del disfrute de los mismos, que nos ayuda a descubrir el sentido trascendente de la vida abierta a un «más allá», en el que esperamos encontrarnos con la plenitud de Dios. Así entendida, la práctica cuaresmal del ayuno y de la abstinencia la podemos valorar como una invitación a la sobriedad, no sólo en la comida, sino en otras muchas actividades más o menos placenteras de nuestra vida habitual y en el consumo superfluo de bienes innecesarios.

El ayuno cuaresmal es un entrenamiento espiritual. Se trata de ejercitarnos en la libertad ante las cosas de este mundo, para concentrar nuestro espíritu en el recuerdo y el amor sincero de los bienes de la salvación y de la vida justa y solidaria con los necesitados. Esta interpretación significativa y simbólica del ayuno podemos extenderla a cosas tan importantes y tan al alcance de todos como la aceptación serena de las limitaciones nacidas de la enfermedad o de los achaques de la edad. Esta es también una manera humana de crecer en la comprensión de la verdad de nuestra vida y abrir cada vez más el corazón a la esperanza y el gozo de los bienes venideros. También la vejez, vivida en espíritu de adoración y penitencia, puede ser un instrumento de purificación y un verdadero camino de salvación y santificación.

c ) Tiempo de caridad y amor fraterno

Crecer espiritualmente se traduce en una progresiva liberación de nuestros egoísmos y una creciente apertura al amor de Dios y del prójimo. Quien se acerca a Dios aprende de El el amor y la misericordia. Quien de verdad ama al prójimo camina hacia el conocimiento y el amor de Dios.

Por eso mismo, la Cuaresma es un tiempo en el que se hace más fuerte la llamada a amar al prójimo. La oración, el ayuno, el dominio de nosotros mismos, nos tienen que llevar a descubrir con atenta solicitud las necesidades de los demás, a dedicar tiempo y esfuerzo para acercarnos y ayudar a los que padecen cualquier clase de indigencia. La Cuaresma es tiempo propicio para revisar nuestro comportamiento con los demás en las diferentes esferas de nuestras relaciones de familia, comunidad, trabajo, amistades, ciudadanía. Es tiempo de justicia y de misericordia.

Tiempo de justicia porque se trata ante todo de no lesionar los derechos de nadie, de respetar la dignidad y los derechos de toda persona, de dar a cada uno lo que es suyo o le corresponde, de aceptar y acoger a los demás con sentimientos de solidaridad y de fraternidad cristiana, especialmente a los más necesitados y a los extranjeros. Más allá de la justicia, la Cuaresma es el tiempo de la caridad, de la misericordia y del perdón mutuo. En este mundo nuestro, que pretende ser el mundo del bienestar universal y perpetuo, no falta el sufrimiento y la soledad de los enfermos crónicos o desahuciados, los presos, los ancianos, los desplazados, los niños sin familia o los marginados sin esperanza.

La Cuaresma, porque es tiempo de renovación espiritual, es también el tiempo de acercarse al dolor de los demás, de compartir con ellos algo de nuestro tiempo y nuestras posibilidades, de ensanchar nuestro corazón para hacer sitio a los que sufren y ayudarles a vivir con esperanza en la casa de todos. «Dad y se os dará, una medida buena, apretada, remecida hasta rebosar. Porque con la medida con que midáis se os medirá a vosotros» (Lucas, 6, 38).

La llamada cuaresmal a la austeridad, a la justicia y a compartir los propios bienes con los que carecen de ellos, puede ser también estimulada por la invitación de la comunidad cristiana a participar en campañas colectivas de solidaridad. De esta manera, la sociedad, no sólo las personas individuales, pueden reconocer el significado y el valor de un «tiempo» que nos enfrenta con la verdad de situaciones sociales que están lejos de ser coherentes con la fe cristiana que profesamos y con las afirmaciones de justicia y solidaridad a las que estamos habituados. Invitamos, por ello, a los cristianos y a las mismas comunidades cristianas a participar en campañas de esta naturaleza que puedan organizarse en nuestras Iglesias.

d) Tiempo de arrepentimiento y penitencia

Acercarse de verdad a los resplandores de la resurrección equivale a salir de nuestras cautividades y servidumbres para acercarnos, con el estímulo de nuestros rectos deseos y la verdad de nuestras buenas obras, a la vida santa de la resurrección en Cristo Jesús. Pero nosotros solos no podremos nunca liberarnos de nuestras debilidades y pecados que forman parte de nuestra historia personal y social. Dios, con el poder renovador y recreador de su gracia y de su Espíritu, sí puede darnos un corazón y un espíritu nuevos que nos permitan vivir en la verdad definitiva de la vida santa de la resurrección.19 El Espíritu transforma así la profundidad de nuestro ser creando en el corazón humano nuevas actitudes y relaciones respecto de Dios y también de nuestros hermanos. La reconciliación con Dios implica necesariamente una sincera voluntad de reconciliación con los hermanos, fruto de un amor universal y verdadero hacia todos ellos. Pues sabemos que «quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (I Carta de san Juan, 4, 20).

Esta dimensión humana de la reconciliación y del perdón nos es especialmente urgente en medio de la sociedad conflictiva en que vivimos, para hacer la paz dentro de nosotros mismos y para transmitirla a los demás.

La verdadera penitencia es fruto del amor que Dios nos tiene y nos visita y renueva nuestros corazones si nos encuentra abiertos a El en la humildad y en el arrepentimiento. Es lo que nos manifiestan las parábolas de misericordia y la enseñanza de Jesús a propósito del fariseo orgulloso y del humilde publicano.20 La voz de los profetas y del mismo Cristo resuena por la predicación de la Iglesia: «dejaos reconciliar por Dios», dejaos renovar por El, dejaos recrear en la verdad del amor y de la esperanza.

La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno profundo al reconocimiento de Dios como amor supremo y aspiración central de la vida. Comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su Espíritu.

Sólo Dios tiene el poder de perdonar de verdad los pecados. El perdón renovador de Dios nos llega por Cristo y por la Iglesia. «El Hijo del hombre tiene poder para perdonar los pecados» (Marcos, 2, 7). Sólo el Señor puede confiar a otros el poder de perdonar los pecados en su nombre con el poder recibido de Dios.

Para ello instituyó Cristo en su Iglesia el sacramento de la reconciliación y del perdón en favor de sus miembros pecadores, ante todo para los que, después del bautismo, hayan perdido por su pecado la santidad bautismal impidiendo así su plena comunión eclesial y eucarística.

Sería, por ello, un grave empobrecimiento para nuestras Iglesias diocesanas el que los cristianos se habituaran a vivir su vida cristiana prescindiendo de la celebración sacramental o no sacramental, del perdón y de la reconciliación con Dios y con los hermanos.

En el nombre de Cristo, la Iglesia nos anuncia y concede el perdón de nuestros pecados. Es ella la que confía a los presbíteros el ministerio de la reconciliación para ejercerlo «en la persona de Cristo». Ministerio que han de ejercer cuidadosamente en la fidelidad debida a la Iglesia que se lo ha encomendado y en atención a la importancia que para cada persona y para la misma comunidad cristiana tiene el ejercicio de este Ministerio del perdón. Para obtener el perdón de Dios no es suficiente la mediación de la Iglesia que lo concede por el ministerio de los presbíteros. Requiere un arrepentimiento sincero de parte de quien quiere convertirse a Dios y un humilde sometimiento de la disposición penitencial y del pecado de cada uno, a la Iglesia que nos ofrece el perdón de Dios en el nombre de Cristo y de Dios nuestro Padre.

Cualquier celebración de la penitencia y del perdón ha de buscar la creación de una actitud personalizada de penitencia y conversión, nacida del conocimiento y del reconocimiento del pecado propio de cada uno. Es ese pecado el que ha de someterse a la acción sacramental de la Iglesia que perdona en el nombre de Dios. El pecado es un hecho que, aun teniendo diversas connotaciones sociales, es profundamente personal, como ha de ser también personal el retorno del pecador al Padre, el deseo de convertirse por una sincera penitencia del corazón, y la acogida de la comunidad cristiana que restaura la plena comunión eclesial con el penitente perdonado que participará después en la celebración de la Eucaristía.

Este proceso personalizado que lleve al conocimiento del propio pecado y al descubrimiento del verdadero rostro de Dios, dispuesto siempre a perdonar, preparará al cristiano a una recepción también personalizada de la gracia y la fuerza del sacramento de la reconciliación con Dios y con los hermanos. El reconocimiento del propio pecado y su manifestación personal ante el sacerdote forman parte del sacramento de la reconciliación. Es muy importante que junto con el anuncio de las celebraciones comunitarias de la penitencia, todas las parroquias y centros de culto en los que habitualmente se celebra la Eucaristía dominical y se haya de celebrar también el Triduo Pascual, den a conocer también las oportunidades que los fieles hayan de tener para la celebración personal e individualizada del sacramento del perdón.

Deseamos finalmente recordar que, en la mente del Papa Juan Pablo II, la llamada a la conversión y a la penitencia puede tener también este año un significado e importancia especial en la vida de la Iglesia, con vistas a la preparación del Gran Jubileo del año dos mil. Tal como él mismo nos lo indicaba, si queremos recibir con nueva plenitud los bienes de la redención y prepararnos para anunciar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo la salvación de Dios, habremos de vivir nosotros mismos, los que formamos esta Iglesia histórica de Jesucristo, la autenticidad de nuestra conversión a Dios y a la vida propia de los verdaderos discípulos de Cristo.22

Conclusión

Queridos hermanos y amigos:

Nos gustaría llegar a todos vosotros para llevaros un aliento de esperanza. Creemos que la resurrección de Jesucristo es la fuente más firme de esperanza que tenemos en este mundo. Por esto os la anunciamos.

A los cristianos querríamos comunicaros un deseo sincero de renovar vuestra vida espiritual desde dentro, desde lo más íntimo de vuestros corazones, allí donde cada uno está patente ante los ojos de Dios y abierto a la animación del Espíritu Santo. El objetivo de una Cuaresma vivida con lucidez y esperanza, coincide con los objetivos básicos que Juan Pablo II ha señalado para el Gran Jubileo del año dos mil: «el fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos, un fuerte deseo de conversión y renovación personal en un clima de oración siempre más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado» (Tertio Millennio Adveniente, n. 42). Hemos de hacer entre todos que esta Cuaresma de 1998 sea una Cuaresma activa, santa y santificadora, en la que todos intentemos vivir con más profundidad y más vigor apostólico los contenidos y las cualidades más esenciales y renovadores de la vida cristiana. Hagamos que esta cuaresma sea una Cuaresma de auténtica renovación cristiana, una Cuaresma evangelizadora, la Cuaresma del Espíritu Santo.

Una Cuaresma así nos introducirá en el profundo misterio de la celebración de la Muerte y de la Resurrección del Señor. La experiencia que en ella tendremos, de la presencia del Dios vivo en cada uno de nosotros, que resucitó en el Espíritu a su Hijo Jesucristo, será el fundamento más firme de la esperanza en una vida abierta al Amor y a la Paz. Que santa María, la Virgen Madre de Jesús y Madre nuestra, asunta en cuerpo y alma al cielo, modelo y madre de la Iglesia, nos ayude a recorrer con amor y fortaleza el camino de la fe y de la perfecta fidelidad para que podamos imitarla en la santidad de nuestra vida y en la perfecta entrega al servicio del Reino de Dios en nuestro mundo.

Pamplona-Tudela, Bilbao, San Sebastián y Vitoria, a 25 de febrero de 1998
Miércoles de Ceniza

Fernando, Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela
Ricardo, Obispo de Bilbao
José María, Obispo de San Sebastián
Miguel, Obispo de Vitoria
Carmelo, Obispo Auxiliar de Bilbao


1 Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, n. 2.

2 Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1168, 1171.

3 Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1165.

4 Cfr. Carta a los Romanos. 1, 28 ss.

5 Véase la Carta Pastoral conjunta Creer hoy en el Dios de Jesucristo, 1986, cc II y III.

6 Cfr. CONCILIO VATICANO II, Declaración Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, nn. 1-3.

7 Cfr. Mateo 7, 7-8.

8 Ctr. CARTA A LOS hEBREOS, c. 11.

9 Cfr. Primera Carta a los Corintios, 15, 3-11.

10 Segunda Carta a los Corintios, 4, 13.

11 1 Co 15, 1 2-28.

12 Ef, cc. 2 y 3.

13 Rm, c. 8.

14 Ga, 5, 1-15.

15 «La Iglesia, especialmente durante los tiempos de Adviento y Cuaresma, y sobre todo en la noche de Pascua, relee y revive estos acontecimientos de la historia de la salvacion en el "hoy" de su Liturgia. Por esto exige también que la catequesis ayude a los fieles a abrirse a esta inteligencia ''espiritual" de la economía de la salvación, tal como la Liturgia de la Iglesia la manifiesta y nos la hace vivir>> (Catecismo de la Iglesia Católica. n. 1095).

16 Rm, c. 7.

17 Marcos, 1, 15 y 2 Co, 5, 20-21. Véanse también las Cartas Pastorales conjuntas Algunas actitudes cristianas ante una nueva saciedad 1976 n. 14, y Convertíos y creed en la Buena Noticia, 1991, n. 1.

18 Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2564-2565.

19 Cfr. 2 Co, 12, 7-1 1.

20 Cfr. Lc, cc. 15 y 18, 9-14.

21 Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica n. 1446.

22 Cfr. JUAN PABLO II, Tertio millennio adveniente n. 50.