4.- LA CELEBRACIÓN DEL JUBILEO. LOS SIGNOS DEL GRAN AÑO JUBILAR.

A lo largo de estos tres últimos años, nos hemos venido preparando de forma particularmente intensa a la celebración del Jubileo del año 2000.

Por Cristo (a. 1997) en el Espíritu (a. 1998) hemos caminado y seguimos caminando hacia la casa del Padre (a. 1999).

En esta marcha, nuestros pies, heridos por los escorpiones del camino, no han flaqueado. Se han venido apoyando en las piedras firmes de la fe y del bautismo (a. 1997), de la esperanza y de la Confirmación (a. 1998), de la conversión, de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, y de la virtud teologal de la caridad (a. 1999).

Y en una mujer singular, la Santísima Virgen María, ya llegada en cuerpo y en alma a la casa del Padre, hemos encontrado aliento y ayuda para no desfallecer. La hemos visto mostrarse constantemente en nuestro horizonte nublado, invitándonos a abandonar nuestra vida de hijos pródigos y a salir con gozo al encuentro de su Hijo. Ella ha sido para nosotros ejemplo de fe y ejemplo de madre (a. 1997), paradigma de esperanza y de confianza en Dios (a. 1998), y modelo perfecto de amor a Dios y a todos los hombres (a. 1999).

Por eso, arrepentidos de nuestros pecados y acompañados de nuestra Madre, la Virgen de La Fuensanta, de La Caridad y de Las Huertas, nos disponemos a celebrar el Año Santo de la Encarnación prorrumpiendo en cánticos de júbilo con el Salmo de David:

"¡Que alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!

Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén.

Jerusalén está fundada como ciudad bien compacta.

Allá suben las tribus, las tribus del Señor,

según la costumbre de Israel, a celebrar el nombre del Señor.

En ella están los tribunales de justicia, en el palacio de David.

Desead la paz a Jerusalén. Vivan tranquilos los que te aman,

haya paz dentro de tus muros, en tus palacios, seguridad.

Con mis hermanos y compañeros, voy a decir: ¡La paz contigo!;

por la casa del Señor, Nuestro Dios, te deseo todo bien" (Sal 122).

Pero "el Gran Jubileo - advierte el Papa - no consiste en una serie de cosas a realizar, sino en vivir una gran experiencia interior. Las iniciativas exteriores sólo tienen sentido en la medida en que son expresiones de un profundo compromiso que nace en el corazón de las personas" (PLHS 1).

Por eso, los signos del Jubileo, que tanta importancia van a tener el próximo año y de los que nos vamos a ocupar en este apartado, habrán de ser signos de la misericordia de Dios y manifestaciones de nuestra voluntad firme de abrir nuestro corazón al Señor, para que, como pedía Miguel de Unamuno, seamos adentrados en el pecho del Padre.

A lo largo de la historia, la institución del Jubileo se ha venido enriqueciendo con una serie de signos que testimonian la fe y favorecen la devoción del pueblo cristiano (IM 7).

Son signos que expresan realidades muy características del Año Jubilar. En unos casos, manifiestan la actitud penitencial, el proceso ascético de la conversión, la condición del hombre de "ser en camino", de "homo viator". En esto consiste, por ejemplo, el contenido del signo de la "peregrinación".

Otros signos, como la "Puerta Santa" o el umbral de la catedral en las Iglesias particulares, evocan el paso que cada cristiano está llamado a dar del pecado a la gracia.

Un tercer signo muy peculiar del Año Santo es la "Indulgencia", que expresa eficazmente la remisión de la pena temporal merecida por el pecado.

Y otros signos de la misericordia de Dios que actúa en el Jubileo son "la purificación de la memoria", "el ejercicio de la caridad ", "la memoria de los mártires" y "la celebración de la Virgen María".

Dada la importancia de estos signos, pasamos a contemplar detenidamente el ser y el sentido de cada uno de ellos.

La peregrinación.

Las peregrinaciones a Roma, a Tierra Santa y, en las Iglesias particulares, a la Catedral y a otros lugares sagrados establecidos por el Obispo diocesano en fechas determinadas adquirirán una relevancia especial en el período jubilar.

a) Presupuestos teológicos de la peregrinación.

Existe una profunda conexión entre el Jubileo y la peregrinación. Aquél celebra la concesión de Dios al hombre de una gracia en un tiempo y en un lugar concretos. Esta, la peregrinación, representa la salida del hombre, su ponerse en camino hacia el tiempo y el lugar en los que Dios otorgará dicha gracia. Por eso, la peregrinación ha sido siempre un momento significativo en la vida de los creyentes, asumiendo en las distintas épocas de la historia expresiones culturales diversas (IM 7).

El sentido de la peregrinación está inserto en la misma naturaleza humana, pues, como ya dijimos en el cap. I de este texto pastoral, la historicidad y la mundaneidad constituyen características trascendentales de aquella naturaleza. El hombre, que es un ser teleologizado o finalizado a priori, no encuentra la plenitud en la inmanencia de su espíritu ni en el hoy de su mundo, pero espera encontrarla saliendo de sí y de su circunstancia en dirección hacia una tierra de promisión que no está a su alcance, pero que puede serle otorgada por la acción de Dios en un tiempo y en un espacio determinados.

Consecuentemente, el hombre se percibe a sí mismo, en consonancia con su naturaleza finalizada a priori, como un ser en proceso, en camino, como "homo viator".

De ahí que la secuencia de los símbolos de la "partida", del "camino", de la "meta" y del "regreso" defina, en un sentido al menos, la esencia del hombre y constituya el horizonte explicativo de las peregrinaciones, que ya se dan en la historia general de la salvación. Noticias de peregrinaciones tenemos, por ejemplo, en el mundo grecorromano (santuarios de Esculapio en Cos, Epidauro, Pérgamo, Trica, Atenas y Roma), en el hinduismo (las siete ciudades sagradas) y en el budismo (lugares del nacimiento, de la iluminación, de la predicación y de la muerte de Buda).

Con todo, estas peregrinaciones se producen todavía con una conciencia no claramente teleológica, pues la visión lineal de la historia, que excluye de raíz la visión circular, derivada del mito del eterno retorno, es un logro de la historia particular de la Salvación, es decir, de la religión revelada otorgada por Dios a su pueblo elegido.

Alcanzado ya por la Revelación histórica y positiva, el hombre del Antiguo Testamento es consciente de su condición de imagen y semejanza de un Dios único, trascendente y providente, de su condición pecadora y de estar bajo la promesa divina de un tiempo y de un espacio de gracia en los que Dios se le mostrará y hacia los que Dios mismo le guiará como compañero de viaje. Por eso, el hombre veterotestamentario comprende su vida como un caminar en el que está presente el pecado, el mal uso de la libertad, pero un caminar protegido y asistido constantemente por la acción de Dios, quien puede transformar todo avance erróneo en vuelta gozosa al verdadero camino (PJ 4).

De este modo, si la peregrinación de Abraham constituye como un paradigma del verdadero peregrinar (Gn 12, 1-4), sin falta de fe ni presencia de desviaciones, la peregrinación del Exodo, con la salida de Egipto, el avance por el desierto, la prueba, las tentaciones, el pecado, la revelación en el Sinaí, la Pascua, la oferta del maná, del agua y de las codornices, la infidelidad, la idolatría, la tentación de regresar a la esclavitud y la llegada a la tierra prometida, representa la peregrinación histórica y real de la existencia humana pecadora y se convierte en modelo ejemplar de la misma historia de la salvación (PJ 6).

La pascua del Exodo, tránsito de la esclavitud a la liberación, quedará para siempre en la conciencia judía como un memorial perennemente vivo que se propone de nuevo al regreso del destierro de Babilonia, cantado por el Segundo Isaías como un nuevo éxodo (43, 16-21), y que se celebra en cada nueva Pascua de Israel en la Ciudad Santa de Jerusalén.

Por eso, entre los lugares más significados de peregrinación (Siló, Betel, Gilgal, Beerseba), sobresale Jerusalén. A su templo peregrinó, como buen judío, Jesús. Como lugar de la celebración de la Pascua, aquella ciudad era a los ojos de los judíos, quienes desde los doce años debían peregrinar a ella (cf Lc 2, 41-50), el centro de todo el mundo, el espacio sagrado al que se peregrina para el encuentro con Dios y la recepción de su gracia, todavía no definitiva. Así, puede exclamar el profeta Jeremías: "¡ Levántate y subamos a Sión, en donde está Yahvéh, nuestro Dios!" (31, 6).

Y si Dios respeta en la primera fase de su revelación positiva el ser histórico y espacial del hombre, también lo hace en la segunda y definitiva fase de esta revelación.

El descenso de Cristo al mundo se inserta en la estructura del ser-en -camino, que es el hombre. El misterio de la redención obrada por Jesucristo es un salir el Verbo del Padre, hacerse carne, morir por nosotros, los hombres, resucitar al tercer día y volver al Padre (cf Jn 1; Flp 2, 6-11). Así lo manifiesta su ministerio público, que va configurándose lentamente como una peregrinación hacia Jerusalén, peregrinación que especialmente Lucas presenta en el corazón de su evangelio como un gran viaje cuya meta no es sólo la cruz, sino también la gloria de la Pascua y de la Ascensión (cf Lc 9, 51; 24, 51). Y así resume también Cristo su misión: "Salí del Padre y víne al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre" (Jn 16, 28; 17, 24).

A participar en el ser de su peregrinación, que es la que realmente conduce a la verdadera Jerusalén y a su templo, a la "Tienda del encuentro" (cf Ex 33, 7 ss), nos llama Cristo a todos los hombres: "Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me siga cada día" (Lc 9, 23).

Y, para ayudarnos en la marcha hacia la cruz y hacia la resurrección al final de los tiempos, Cristo nos acompaña a diario en nuestro camino, como hace con los discípulos de Emaús, a quienes les explica las Escrituras y les parte el pan eucarístico (cf Lc 24, 13-35).

b) La peregrinación cristiana y sus fases.

Con Jesucristo, que es el camino y la meta del hombre, el concepto de peregrinación va a experimentar una mutación profunda. A partir de ahora, la peregrinación ya no será tanto un ponerse en camino hacia un lugar físico en donde se espera recibir una experiencia singular de Dios, cuanto un trascenderse el alma desde su estado actual hacia el encuentro de Dios en Cristo. Es lo que el Señor dice a la samaritana: "Créeme, mujer, se acerca la hora en que no daréis culto al Padre ni en este monte ni en Jerusalén. Vosotros adoráis lo que no conocéis, mientras que nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, y ya está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues el Padre busca hombres que lo adoren así. Dios es espíritu y los que le adoran han de adorarle en espíritu y en verdad (Jn 4, 21-24).

Esta interiorización del concepto de peregrinación se da muy intensamente en los siglos IV y V con el inicio en la Iglesia de las distintas formas de vida monástica (PJ 13). Es cierto que San Jerónimo y algunos de sus discípulos abandonan Roma para peregrinar a Tierra Santa. Pero esta peregrinación se transforma en símbolo de otra peregrinación, la interior, tal y como recordaba San Agustín: "Vuelve a entrar en ti mismo, pues la verdad habita en el corazón del hombre. Sin embargo, no has de permanecer en ti mismo, sino trascenderte también a ti mismo" (De vera religione 39, 72). En idéntico sentido, Gregorio de Nisa, aun habiendo visitado con devoción Tierra Santa, afirma que el auténtico camino que hay que emprender es el que conduce de la realidad física a la realidad espiritual, de la vida en el cuerpo a la vida en el Señor, y no el viaje de Capadocia a Palestina (Carta 2, 18). Por eso, el propio San Jerónimo dirá también que Antonio y los monjes no visitaron Jerusalén. Sin embargo, las puertas del Paraíso se les abrieron de par en par. En consecuencia, no es motivo de alabanza para los cristianos haber estado en la Ciudad Santa, sino haber vivido santamente (Carta 58, 2-3).

Así las cosas, la invitación de Cristo a ser perfectos como es perfecto el Padre celestial (cf Mt 5, 48) constituye la esencia más honda de la peregrinación. Peregrinar es, en suma, emprender el camino que conduce a la gran experiencia del Apóstol Pablo: "Con Cristo estoy crucificado: y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2-20), "pues para mí la vida es Cristo, y el morir, una ganancia" (Flp 1, 21).

De este modo, en el horizonte cristiano, las peregrinaciones asumen el sentido de camino hacia el encuentro con Dios en un lugar concreto y en un tiempo determinado, pero quedan purificadas e interiorizadas, pues ese espacio y ese tiempo de gracia son Cristo mismo. Se produce así una desmitificación del lugar y del espacio físicos. Lo que cuenta en la peregrinación es fundamentalmente el encuentro con el Señor en la fe, en la penitencia, en la Eucaristía, en la oración y en el tiempo y lugar de gracia en donde se encuentra su rostro vivo: en María, en los mártires y en los santos, en el prójimo, en aquellos que buscan a Dios con sincero corazón. Un testigo de esta desmitificación del tiempo y del lugar en las peregrinaciones es el propio San Bernardo de Claraval. El hecho de haber sido el ardiente predicador de la segunda Cruzada no le impedía celebrar la Jerusalén espiritual presente en el monasterio cristiano. "Es Claraval esta Jerusalén unida a la Jerusalén del Cielo por su profunda y radical piedad, por la conformidad de la vida, por una cierta afinidad espiritual" (Carta 64, 2).

Otro gran testigo del verdadero sentido de la peregrinación cristiana fue el Papa Pablo VI. Su conocida peregrinación a Tierra Santa en 1963, después de la clausura de la segunda sesión del Concilio, tenía la intención de celebrar, por medio de la visita a los Santos Lugares, los principales misterios de la salvación, la Encarnación y la Redención; quería ser un signo de oración, penitencia y renovación; trataba de realizar la triple finalidad de ofrecer a Cristo su Iglesia, promover la unidad de los cristianos e implorar la misericordia divina para impulsar la paz entre los hombres (cf PJ 20).

Finalmente, el Papa Juan-Pablo II nos presenta así la intención y el sentido de su peregrinación proyectada a Tierra Santa en el próximo Año jubilar. Tras proceder a una sutil desmitificación del espacio y del tiempo físicos en las peregrinaciones (PLHS 1-2), el Papa nos confiesa su gran deseo "de ir personalmente a orar a los principales lugares que, desde el Antiguo al Nuevo Testamento, han conocido las intervenciones de Dios, hasta llegar a la cima del misterio de la Encarnación y de la Pascua de Cristo" (PLHS 4). Estos lugares están ya grabados en la memoria del Pontífice desde 1965, cuando, no siendo todavía Sucesor de Pedro, tuvo la oportunidad de visitar Tierra Santa.

Con la Encarnación, - dice Juan-Pablo II - el espacio sagrado ha quedado restringido, pues sólo Cristo es ahora el lugar sagrado. Pero, al mismo tiempo, ha cobrado mayor relevancia, pues, de algún modo, el espacio queda implicado en el "hacerse carne" del Verbo (cf Jn 1, 14) (PLHS 3).

En este sentido, el Papa encomia la gran gesta de los verdaderos peregrinos, entre los que descuellan los hermanos de las Iglesias orientales y los hijos de San Francisco de Asís. Unos y otros peregrinaron a Tierra Santa para encontrar en aquellas latitudes el recuerdo vivo de Cristo y para custodiar los lugares en los que están nuestras raíces espirituales (cf PLHS 4).

Tras describir los espacios sagrados de Tierra Santa a los que desearía peregrinar (cf PLHS 5-10), el Papa pide a Dios que le otorgue el don de esta peregrinación, porque "ir con espíritu de oración de un lugar a otro, de una a otra ciudad, en el espacio particularmente marcado por la intervención de Dios, no solamente nos ayuda a vivir nuestra vida como un camino, sino que nos presenta plásticamente la idea de un Dios que nos ha anticipado y nos precede, que se ha puesto él mismo en camino por las sendas de los hombres, que no nos mira desde lo alto, sino que se ha hecho nuestro compañero de viaje" (PLHS 10).

Expresando el deseo de que su peregrinación a Tierra Santa en el Año jubilar esté marcada por el anhelo de la oración dirigida por Cristo al Padre para que todos sus discípulos sean uno (Jn 17, 21), el Papa concluye exhortándonos a todos a hacer esta peregrinación, incluso a aquellos que no la podrán llevar a cabo físicamente: "Todos debemos hacer ese viaje interior que tiene por objeto separarnos de lo que, en nosotros y en torno a nosotros, es contrario a la ley de Dios, para ponernos en disposición de encontrar plenamente a Cristo, confesando nuestra fe en él y recibiendo la abundancia de su misericordia" (PLHS 12).

Dicho en síntesis, la peregrinación debe ser el trasunto en nuestra vida de nuestro caminar hacia Cristo y hacia los hombres, templos vivos en los que él habita.

Cuatro fases distinguen la peregrinación cristiana: la partida, el camino, la llegada al espacio sagrado o santuario y el regreso (PJ 32).

ba) La partida.

Teológicamente, la partida expresa la decisión del peregrino de dejar el pecado o el estado de tibieza y de adentrarse en el camino que conduce al logro de los objetivos espirituales correspondientes a su vocación bautismal.

bb) El camino.

El camino de la peregrinación, que expresa el itinerario de Cristo hacia la cruz y la resurrección, cobra realidad en el peregrino en tomar la propia cruz, es decir, todo su presente y su pasado, y en seguir al Señor obediente y sufriente, con el fin de prepararse, por la oración, el ayuno y la virtud de la penitencia, al encuentro con Dios en el santuario. Recordemos que no hacemos el camino solos. Lo hacemos con toda la Iglesia, peregrina por naturaleza, ayudados por el Espíritu Santo y teniendo como compañero de viaje al mismo Cristo, que nos explica las Escrituras y nos reparte el pan.

bc) La llegada al espacio sagrado (santuario o templo).

La llegada al espacio sagrado significa el encuentro con la Palabra de Dios, la celebración de los sacramentos, particularmente de la Penitencia y de la Eucaristía, y la glorificación de la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Este espacio sagrado es el santuario, meta del peregrino.

1. Características del santuario o templo.

"Con el nombre de santuario se designa una iglesia u otro lugar sagrado al que, por un motivo peculiar de piedad, acuden en peregrinación numerosos fieles, con la aprobación del Ordinario del lugar" (CIC 1230).

Tomado como sinónimo de "templo", el santuario es "la tienda del encuentro", como la Biblia denomina el "tabernáculo de la alianza" (cf Ex 27, 21; 29, 4.10-11.30.32.42.44). En el templo acontece la presencia de la "gloria" divina (cf Sal 29, 9), esto es, la manifestación del Dios tres veces santo (cf Is 6, 3), su presencia en diálogo con la humanidad (cf 1 R 8, 30-53) y su ingreso en el tiempo y en el espacio, a través de la tienda que El puso en medio de nosotros (cf Jn 1, 14) (ES 610).

Pero la presencia de Dios no es la misma en todos los templos, siendo más intensa en unos que en otros.

Está, en primer lugar, el "templo cósmico" celebrado en el Salmo 19. Este templo contiene la revelación divina dirigida explícitamente a Israel (el "sol de la Toráh") y una revelación universal silenciosa, pero eficaz, destinada a todos (el "sol del cielo") (ES 610).

Viene, luego, el templo de Jerusalén, en donde se conserva el Arca de la Alianza, lugar santo por excelencia de la fe judía y memoria permanente del Dios de la historia que ha sellado una alianza con su pueblo y permanece fiel a él. El templo es la casa visible del Eterno (cf Sal 11, 4), llenada por la nube de su presencia (cf 1 R 8, 10.13) y colmada de su "gloria" (cf 1 R 8, 11) (ES 610).

Por último, está el templo nuevo y definitivo, constituido por el Hijo eterno que se hizo carne (cf Jn 1, 14): el Señor Jesús, crucificado y resucitado (cf Jn 2, 19-21), que transforma a los que creen en él en el templo de piedras vivas que es la Iglesia peregrina en el tiempo: "Acercándoos a él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo" (1 Pe 2, 4-5) (ES 611).

En efecto, acercándose a Aquel que es "piedra viva", se construye el edificio espiritual de la alianza nueva y perfecta y se prepara la fiesta del Reino, "todavía no" plenamente realizado (cf Rm 12, 1-2) (ES 611).

A la luz de estos testimonios es posible profundizar en el "misterio del Templo" en tres direcciones, que corresponden a las tres dimensiones del tiempo y constituyen los arcos en los que se apoya una teología del santuario, que es memoria, presencia y profecía del Dios-con-nosotros.

Con respecto al pasado único y definitivo del evento salvífico, el santuario o templo se presenta como memoria de que nuestro origen está en el Señor del cielo y de la tierra.

Con respecto al presente de la comunidad de los redimidos, congregada en el tiempo que transcurre entre la primera venida del Señor y la última, el templo se presenta como signo de la Presencia divina, como lugar de la alianza en donde se expresa y se regenera siempre de forma nueva la comunidad del pacto.

Y, con respecto al futuro cumplimiento de la promesa de Dios, al "todavía no" que es el objeto de la esperanza mayor, el santuario se presenta como profecía del mañana de Dios en el hoy del mundo (ES 611).

Detengámonos un poco en la meditación de estos tres arcos del templo.

1.1 El templo como memoria del pasado de Dios en la historia.

El santuario o templo es ante todo el lugar de la memoria de la acción poderosa de Dios en la historia, que ha dado origen al pueblo de la alianza y a la fe de cada uno de los creyentes (ES 612).

En la tradición bíblica el santuario no es simplemente fruto de una obra humana, cargada de simbolismos cosmológicos o antropológicos, sino testimonio de la iniciativa de Dios en su comunicación a los hombres para sellar con ellos el pacto de la salvación.

Así, pues, el santuario no se construye porque Israel quiere forzar la presencia del Eterno, sino, exactamente al contrario, porque el Dios vivo, que ha entrado en la historia, que ha caminado con su pueblo de día en columna de nube y de noche en columna de fuego (cf Ex 13, 21), quiere dar un signo de su fidelidad y de su presencia siempre actual en medio de su pueblo. El Templo no es, pues, la casa edificada por manos de hombres, sino el lugar que testimonia la iniciativa de Aquel que es el único que edifica la casa (cf 2 S 7, 5-11) (ES 613).

Dicho en síntesis, el santuario es la memoria viva del origen, es decir, de la iniciativa con que Dios nos amó primero (1 Jn 4, 19). Cada vez que Israel mira hacia el Templo con los ojos de la fe, cada vez que, con esos mismos ojos, los cristianos miramos hacia Cristo, nuevo Templo, y miramos los santuarios que nosotros mismos hemos edificado, desde el edicto de Constantino, como signo de Cristo que vive entre nosotros, reconocemos en este signo la iniciativa del amor del Dios vivo en favor de los hombres (ES 614).

De este modo, el santuario testimonia que Dios es más grande que nuestro corazón, que él nos ha amado desde siempre y nos ha dado a su Hijo y al Espíritu Santo, porque quiere habitar entre nosotros y hacer de nosotros su templo y de nuestros miembros el santuario del Espíritu Santo (1 Co 3, 16-17; 6, 19; 2 Co 6, 16).

La condición del santuario como memoria de la obra de Dios en favor nuestro nos debe llevar a acercarnos al templo con estas tres disposiciones:

Con una actitud de asombro y de adoración, con un sentimiento de maravilla ante el don de Dios. Al santuario se entra con espíritu de adoración. El respeto que se debe al lugar santo expresa la conciencia de que frente a la obra de Dios es preciso situarse, no con una lógica humana que pretende definirlo todo según lo que se ve y se produce, sino con una actitud de veneración, llena de estupor y de sentido del misterio (ES 616).

Con espíritu de acción de gracias. Al santuario se entra, ante todo, para dar gracias, conscientes de que hemos sido amados por Dios antes de que nosotros fuéramos capaces de amarle; para expresar nuestra alabanza al Señor por las maravillas que ha realizado (cf Sal 136).

En este sentido, los santuarios constituyen una excepcional escuela de oración. Percibir el santuario como memoria de la iniciativa divina significa educarse a la acción de gracias, alimentando en el corazón un espíritu de reconciliación, de contemplación y de paz.

Y nos debemos acercar al santuario con un espíritu de coparticipación y de compromiso. En efecto, si el santuario nos recuerda que Dios nos amó primero, también nos recuerda que nosotros estamos llamados a amar a los demás (cf 1 Jn 4, 12), para ser con la vida el templo de Dios (ES 619).

Como nos recuerdan las palabras de Jeremías, citadas también en la enseñanza de Jesús en el templo, sin la fe y el compromiso en favor de la justicia, el templo queda reducido a una "cueva de ladrones" (cf Jr 7, 11; Mt 21, 13). Los santuarios mencionados por el profeta Amós no tienen sentido si en ellos no se busca la verdad del Señor (cf Am 4, 4; 5, 5-6). La liturgia sin una vida fundada en la justicia, se transforma en una farsa (cf Is 1, 10-20; Am 5, 21-25; Os 6, 6) (ES 618-619).

1.2. El templo como presencia del hoy de Dios en la historia.

El misterio del santuario no sólo nos recuerda que nuestro origen está en el Señor, sino también que el Dios que nos amó una vez no deja nunca de amarnos y que hoy, en el momento concreto de la historia en que nos encontramos, sigue estando con nosotros. El Antiguo y el Nuevo Testamento atestiguan de forma unánime que el Templo no sólo es el lugar del recuerdo de un pasado salvífico, sino también el ámbito de la experiencia presente de la Gracia. El santuario es el signo de la presencia divina, el lugar de la actualización siempre nueva de la alianza de los hombres con el Altísimo y entre sí. Al ir al santuario, el israelita piadoso descubría la fidelidad del Dios de la promesa en cada hoy de la historia (ES 620).

De este modo, el Templo es la morada santa del Arca de la Alianza, el lugar en donde se actualiza el pacto con el Dios vivo y el pueblo de Dios tiene la conciencia de constituir la comunidad de los creyentes, "linaje elegido, sacerdocio real, nación santa" (1 Pe 2, 9; cf Ef 2, 19-22). Y es también el lugar del Espíritu Santo, pues en él se vive la presencia constante del Espíritu que nos dio Cristo resucitado (cf Jn 20, 22).

Por esta presencia de Dios en el Templo, el santuario es el lugar de la Palabra de Dios, el lugar del encuentro sacramental y el lugar de la comunión eclesial.

En efecto, en el Templo el Espíritu Santo hace resonar la Palabra de Dios presente en la Liturgia que allí se celebra, en la Palabra de la Escritura que allí se proclama y en la predicación. De este modo, el santuario es, por excelencia, el lugar de la Palabra por medio de la cual el Espíritu llama a la fe y suscita la comunión de los fieles. Es sumamente importante asociar el santuario a la escucha perseverante y acogedora de la Palabra de Dios, que no es una palabra humana, sino el mismo Dios vivo en el signo eficaz de su Palabra (cf ES 620-622).

Y los santuarios son también lugares en los que el Espíritu obra a través de las acciones sacramentales, particularmente de la Reconciliación y de la Eucaristía. Los sacramentos realizan el encuentro de los vivos con Aquel que los hace continuamente más vivos y los alimenta con vida siempre nueva en la consolación del Espíritu Santo (ES 623).

Finalmente, los peregrinos llegados al santuario, una vez regenerados por la Palabra y los Sacramentos, de "piedras muertas" se transforman en "piedras vivas" y así pueden realizar una experiencia renovada de la comunión de fe y santidad que es la Iglesia (ES 625). La comunión en el Espíritu Santo, realizada a través de la comunión en las realidades santas de la Palabra y de los sacramentos, engendra la comunión de los Santos, el pueblo del Dios Altísimo, constituido en cuanto tal por el Espíritu Santo (ES 625).

1.3. El templo como profecía del futuro de Dios en la historia.

El Santuario, memoria de que nuestro origen está en el Señor y signo de la presencia divina, es también profecía de nuestra Patria última y definitiva: el Reino de Dios, que se realizará cuando "pondré mi santuario en medio de ellos para siempre" (Ez 37, 26) (ES 627).

De este modo, el signo del santuario no sólo nos recuerda de dónde venimos y quiénes somos; también abre nuestra mirada para hacernos descubrir a dónde vamos, hacia qué meta se dirige nuestra peregrinación en la vida y en la historia. El santuario remite a la Jerusalén celestial, nuestra Madre, la ciudad que baja de junto a Dios, ataviada como una esposa (cf Ap 21, 2), santuario escatológico perfecto, en donde la presencia divina es directa y personal: "No vi templo alguno en ella, porque el Señor, el Dios todopoderoso, y el Cordero son su templo " (Ap 21, 22). En esa ciudad-templo ya no habrá lágrimas, ni tristeza, ni dolor, ni muerte (cf Ap 21, 4) (ES 628).

Habida cuenta de su condición de profecía de la Patria del Cielo, el santuario es signo de esperanza, invitación a la alegría, llamamiento a la conversión y a la renovación, y símbolo del Cielo y de la Tierra Nueva.

El santuario es signo de esperanza porque evoca el horizonte más amplio que se abre a la promesa que no defrauda. En las contradicciones de la vida, el santuario, edificio de piedra, se convierte en evocación de la Patria vislumbrada, aunque aún no poseída, cuya espera, entretejida de fe y de esperanza, sostiene el camino de los discípulos de Cristo (ES 628).

El santuario es también una invitación a la alegría. Quien entra en el misterio del santuario, sabe que Dios ya está actuando en esta historia humana; sabe que, a pesar de las tinieblas del tiempo presente, ya está rayando el alba del tiempo que ha de venir; sabe que el Reino de Dios está ya presente y que, precisamente por eso, nuestro corazón puede llenarse de alegría, de confianza y de esperanza, pese al dolor, la muerte, las lágrimas y la sangre que cubren la faz de la tierra (ES 629).

El santuario es, en tercer lugar, llamamiento a la conversión y a la renovación. En efecto, el signo del santuario atestigua que no estamos hechos para vivir y morir, sino para vivir y para vencer la muerte con la victoria de Cristo. En consecuencia, la comunidad que celebra a Dios en el santuario recuerda que es Iglesia peregrina hacia la Patria prometida y que se encuentra en estado de continua conversión y renovación.

Ahora bien, la conversión continua es inseparable del anuncio del horizonte hacia el cual se proyecta la esperanza teologal. Cada vez que la comunidad de los creyentes se reúne en el santuario, lo hace para recordarse a sí misma otro santuario: la ciudad futura, la morada de Dios que queremos comenzar a construir ya en este mundo y que no podemos dejar de desear (ES 630-631). En el santuario se testimonia así la dimensión escatológica de la fe cristiana, es decir, su tensión hacia la plenitud del Reino. En esta dimensión se funda y florece la vocación ético-política de los creyentes a ser, en la historia, conciencia crítica desde el Evangelio de las propuestas humanas, una conciencia crítica que llama a los hombres a la gran meta que les impide empobrecerse en la miopía de lo que la sociedad realiza y les urge a actuar incesantemente como levadura (cf Mt 13, 33) con vistas a una sociedad más justa y más humana (ES 631-632).

Dicho en síntesis, en cuanto memoria de nuestro origen, el santuario recuerda la iniciativa de Dios y ayuda al peregrino a acogerla con sentimientos de asombro, gratitud y compromiso. En cuanto lugar de la presencia divina, testimonia la fidelidad a Dios y su acción incesante en medio de su Pueblo, mediante la Palabra y los Sacramentos. Y, en cuanto profecía, recuerda que no todo está cumplido. De este modo, al mostrar la relatividad de todo lo que es penúltimo respecto de la última Patria, el santuario nos ayuda a la conversión, a la renovación y a la transformación de la sociedad a imagen de la Jerusalén futura (ES 633).

2. La Catedral como santuario o templo principal del Año jubilar en las Iglesias particulares.

En las Iglesias particulares, el templo por excelencia es la Santa Iglesia Catedral. Por tanto, la Catedral es el santuario clave del año jubilar.

Hacia este templo hay que orientar no sólo las celebraciones de la comunidad diocesana, sino también las de las comunidades parroquiales y religiosas, y las de los grupos eclesiales. No en vano el Jubileo en las Iglesias particulares se abrirá en la Catedral y en la concatedral (cf IM 6), y la gracia jubilar se podrá obtener haciendo una peregrinación sobre todo a este templo y también a otros designados al efecto por el Obispo diocesano. Por todo esto se han de fomentar las peregrinaciones a la Catedral (cf CE 45).

La razón de esta preeminencia de la Catedral en el año jubilar se encuentra en el ser y en la significación de este templo en la Iglesia particular.

La Catedral es la iglesia en la que está la cátedra del Obispo, cátedra que es el signo del magisterio y de la potestad del Pastor de la Iglesia particular (CE 42), el cual significa eficaz y plenamente a Cristo Maestro en la Diócesis.

Por encontrarse en ella la cátedra episcopal, la Catedral es también el signo de la unidad de los creyentes en la fe que el Obispo anuncia como Pastor de la grey (CE 42).

En tercer lugar, la Catedral es la iglesia en la que el Obispo preside, como representación sacramental de Cristo, Sumo Sacerdote, las celebraciones litúrgicas más solemnes. Como dice el Concilio, "el Obispo debe ser considerado como el gran sacerdote de su grey, de quien deriva y depende en cierto modo la vida en Cristo de sus fieles. Por eso conviene que todos tengan en gran aprecio la vida litúrgica de la diócesis en torno al Obispo, sobre todo en la iglesia catedral, persuadidos de que la principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la Eucaristía, en una misma oración, junto al único altar, donde preside el Obispo rodeado de su presbiterio y ministros" (SC 41).

La Iglesia Catedral es, asimismo, el signo del templo espiritual que se construye en el interior de las almas y que brilla por la magnificencia de la gracia divina, según la expresión del Apóstol: "Vosotros sois templos del Dios vivo" (2 Co 6, 16). Esta magnificencia del templo espiritual se refleja físicamente en la majestuosidad del templo catedralicio construido por manos humanas.

En cuarto lugar, la Catedral debe ser considerada como la imagen expresa de la Iglesia visible que ora, canta y adora a Dios en toda la tierra (CE 43).

La Catedral debe ser tenida también como la imagen del Cuerpo místico, cuyos miembros se unen con el vínculo de la caridad, alimentados con la suave lluvia de los dones del Cielo (CE 43).

Finalmente, la Catedral es el templo más significativo para la celebración de algunos sacramentos, sobre todo de aquellos que están ligados al ministerio episcopal, como, por ejemplo, La Iniciación cristiana (cf CE 52, 355, 404, 405); la Penitencia y la absolución de censuras (la Catedral es la sede del Penitenciario) (cf CIC 508); la Ordenación del Obispo, de los Presbíteros y de los Diáconos (cf CE 492). En este sentido, habrá que facilitar a los fieles, de un modo especial durante el año jubilar, la celebración en la Catedral del sacramento de la Penitencia mediante una mayor disponibilidad de los ministros y según horarios oportunos.

bd) El regreso del espacio sagrado.

Finalmente, el regreso al lugar de origen recuerda al peregrino su misión en el mundo, la misión de acompañar en su "itinerarium in Deum", realizado a través de los diversos horizontes de la vida, a todos los hombres, saliéndoles al encuentro, entrando en diálogo con ellos e invitándoles a entrar en el verdadero "iter Dei", que es el "iter Christi".

Sólo así la peregrinación a Roma, a Jerusalén o a la catedral, en las Iglesias particulares, evocará el camino personal del creyente tras las huellas del Redentor y será un ejercicio de ascesis laboriosa, de arrepentimiento por las propias debilidades, de constante vigilancia de la propia fragilidad y de preparación interior a la conversión del corazón, con el fin de llegar, con la ayuda de la gracia de Dios, "al estado del hombre perfecto, a la madurez de la plenitud en Cristo" (Ef, 13) (IM 7).

B) La Puerta Santa.

La Puerta Santa es el signo de la apertura del Jubileo en Roma por el Sumo Pontífice.

Este rito es un privilegio de la Urbe, pues sólo se celebra allí, concretamente en las cuatro Basílicas Patriarcales: San Pedro, San Juan de Letrán, Santa María la Mayor y San Pablo Extramuros. Y sólo tiene lugar al inicio de cada Año Santo, terminado el cual, la Puerta Santa se sella.

En las Iglesias locales, como ya hemos dicho, el rito de inauguración del Año jubilar no es la apertura de la Puerta Santa, sino una concelebración eucarística en la Catedral, presidida por el Obispo y, a ser posible, precedida de la "statio" en otra iglesia.

Daniel Estivill ha estudiado con mucho acierto el simbolismo del concepto "puerta" para ayudarnos a comprender el significado exacto de la "Puerta Santa" expresado por el Papa en la bula IM.

a) Teología de la Puerta Santa.

El significado natural inmediato de "puerta" es la separación de dos espacios (si está cerrada) y el paso entre estos dos espacios (si está abierta).

El primero de los espacios es el de acá, que se revela como presente para quien se encuentra delante de la puerta. El segundo espacio es el de allá, que se abre hacia el futuro, hacia una realidad que invita a ser conocida, experimentada y vivida, pero que no sabemos todavía si tendremos acceso a ella, pues todo depende de que la puerta se abra o no. Y la llave de ésta no se encuentra a nuestro alcance.

A partir de este significado natural e inmediato de "puerta", ya se adivina de algún modo su sentido religioso y espiritual. En efecto, la puerta es, por una parte, la separación de dos tiempos (el "jrónos" o tiempo ordinario y el "kairós" o tiempo de gracia) y de dos espacios (el espacio profano y el espacio sacro); y, por otra, la puerta es el paso del "jrónos" al "kairós", del espacio profano al sacro, el paso del tiempo a la eternidad, de esta vida a la ultraterrena.

Este significado espiritual de "puerta" nos sitúa en los umbrales mismos de la comprensión cristiana de este término, aun cuando, como veremos enseguida, la verdadera significación de "puerta" surge de la misma revelación positiva de Dios.

En la perspectiva cristiana, la puerta evoca el paso que cada creyente está llamado a dar del estado de pecado al estado de gracia, o bien el paso definitivo y último del hombre desde este mundo al Padre.

La puerta está, en principio, sellada, no pudiendo el hombre traspasarla con sus propias fuerzas. El pecado de Adán y Eva (pecado original originante), transmitido por generación y secundariamente por propagación a todos los hombres (pecado original originado), fue la causa de que la puerta de acceso a la vida quedara clausurada y le fuera arrebatada la llave al hombre. Como proclama el Libro del Génesis, expulsados Adán y Eva del Paraíso, "Dios puso delante del jardín de Edén a los querubines y la llama de la espada vibrante, para cortar el camino del árbol de la vida" (3, 24).

Ahora bien, Cristo, el Hijo de Dios vivo, venido al mundo en el seno de María para salvar lo que estaba perdido, por medio del ministerio de su vida pública y, de modo singular, por su pasión, muerte en la cruz, resurrección y efusión del Espíritu Santo, nos libró del pecado y de la muerte y nos abrió a todos de una vez para siempre la puerta de la vida. Por eso, dice Jesús de sí mismo que él es la puerta: "En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que vinieron delante de mí, eran ladrones y salteadores; pero las ovejas no les escucharon. Yo soy la puerta; si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto" (Jn 10, 7-9).

"Esta afirmación que Jesús hizo de sí mismo - escribe el Papa - significa que sólo El es el Salvador enviado por el Padre. Hay un solo acceso que abre de par en par la entrada en la vida de comunión con Dios: este acceso es Jesús, única y absoluta vía de salvación" (IM 8).

Pero la llave de la puerta la confió el mismo Cristo a su esposa, la Iglesia, y, en concreto, a Pedro, cabeza del Colegio Apostólico: "......tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los cielos, y todo lo que ates en la tierra será atado en los cielos, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos" (Mt 16, 18-19).

Así, pues, las llaves de la Iglesia son las que abren la puerta de Cristo, la única puerta que da acceso a la Jerusalén celestial. Esta, como nos dice el Libro del Apocalipsis, tiene doce puertas reagrupadas de tres en tres, en relación con los cuatros puntos cardinales. Están custodiadas por doce ángeles. Y la muralla de la Ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce Apóstoles del Cordero (cf 21, 12,14).

Sin embargo, aunque Cristo y la Iglesia quieren que todos los hombres entren por la puerta de la salvación, por la puerta del triunfo, el pasar por esta puerta no es fácil.

Para que Cristo nos abra la puerta por medio de la Iglesia, que guarda las llaves, hace falta que nosotros le abramos previamente a Él las puertas de nuestra mente y de nuestro corazón. "Abrid las puertas al Redentor", dijo el Papa en su primera alocución al pueblo de Roma, minutos después de haber sido elegido para el ministerio de Sucesor de Pedro. Como advierte Cristo en el Libro del Apocalipsis, "mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo. Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono" (3, 20-21).

La entrada por la puerta supone estar en vela, vivir la vida con responsabilidad, confesar que Cristo Jesús es el Señor, fortaleciendo la fe en El para vivir la vida nueva que nos ha dado. Es ésta una decisión que presupone la libertad de elegir y, al mismo tiempo, el valor de dejar algo, sabiendo que se alcanza la vida divina (cf Mt 13, 44-46) (cf IM 8).

Por eso, la puerta que conduce a la vida es estrecha, muy estrecha. Dice Jesús: "Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; pero ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida!; y pocos son los que lo encuentran" (Mt 7, 13-14).

La entrada por la puerta de la vida implica el seguimiento radical de Jesucristo, dejando todo lo demás en segundo plano; desprenderse uno de sí mismo, hacerse pobre por el Reino de los Cielos. Porque, como dice el Señor, "es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja que el que un rico entre en el Reino de Dios" (Mc 10, 25).

La entrada por la puerta de la vida supone también vivir la vida en tensión, en vela constante, porque no sabemos cuándo vendrá nuestro Señor. Es el mensaje de la parábola de las diez vírgenes. A media noche llegó el novio, "y las que estaban preparadas entraron al banquete de boda, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron las otras vírgenes diciendo: ¡Señor, Señor, ábrenos! Pero él respondió. En verdad os digo que no os conozco" (Mt 25, 10-12).

Finalmente, traspasar la puerta implica ver en el pobre el rostro de Cristo. En este sentido, el pobre es también la puerta de la vida. Porque el pobre es como un sacramento del Señor. Así lo expresa la parábola de Lázaro y del Rico Epulón. El rico no vio en Lázaro a Cristo, no le abrió nunca la puerta, lo mantuvo siempre de pie o sentado en la acera llamando a la aldaba de la puerta de su casa. Por eso, tampoco se le abrieron a él las puertas del cielo. Como le dirá después Abraham, "entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros, no puedan; ni de ahí puedan pasar donde nosotros" (Lc 16, 26).

Sólo desde estos supuestos, podemos entender con claridad el significado de la Puerta Santa en la apertura del Jubileo universal de la Encarnación del año 2000.

Arrepentidos de nuestros pecados, plenamente convertida nuestra vida, viviremos la noche de Navidad la apertura del Año Santo mediante el gesto del Papa de abrir la Puerta Santa, que "evoca el paso que cada cristiano está llamado a dar del pecado a la gracia" (IM 8). Al cruzar su umbral, el Santo Padre mostrará a la Iglesia y al mundo el Evangelio de Jesucristo, fuente de vida y de esperanza para el tercer milenio, ya próximo. A través de la Puerta Santa, simbólicamente más grande que las anteriores por ser final de un milenio (TMA 33), Cristo nos introducirá más profundamente en la Iglesia, su Cuerpo y esposa (IM 8), en la que conoceremos el abrazo del Padre otorgándonos el perdón de los pecados y la vida de la gracia.

b) La Puerta Santa actual de la Basílica de San Pedro.

La teología de la puerta y, en concreto, de la Puerta Santa ha sido plásticamente representada por el arte escultórico en la actual Puerta Santa de la Basílica Vaticana de San Pedro.

Dicha puerta es obra del escultor sienés Vico Consorti y fue donada por S. E. Rvdma. Mons. Streng, Obispo de Basilea y Lugano, en nombre de los católicos de su diócesis, al Papa Pío XII, con ocasión del Año jubilar de la Encarnación de 1950.

La puerta está compuesta por dos hojas de bronce. Cada una de ellas tiene ocho cuarterones con escenas en bajorrelieve e inscripciones. Los cuarterones están integrados en cuatro registros, conteniendo cada registro cuatro cuarterones con los casetones correspondientes.

Siguiendo siempre el estudio de Daniel Estivill, el mensaje espiritual de la obra se articula en los momentos siguientes:

El pecado original, que condena a la humanidad a la muerte; y la encarnación del Verbo de Dios, acontecimiento salvífico que es la puerta de la vida.

La realización efectiva de la salvación, que tiene lugar a través de la obra del Hijo de Dios hecho hombre, con sus enseñanzas, sus milagros y sobre todo con el misterio pascual de su muerte y resurrección.

La actualización de la redención universal llevada a su cumplimiento por la Iglesia, la cual llama a todo hombre a la conversión y administra el perdón en nombre de Jesucristo.

Una lectura pormenorizada de los paneles ayuda a individualizar estos conceptos teológicos.

Los casetones correspondientes al primer registro contienen las escenas que recuerdan los dos acontecimientos fundamentales de la historia de la salvación: Adán y Eva echados del Paraíso por el Angel del Señor (izquierda) y el anuncio de la encarnación del Hijo de Dios por el ángel Gabriel a María (derecha).

En los dos registros siguientes, se encuentran representados algunos acontecimientos de la vida de Jesús, desde el inicio de su epifanía bautismal hasta la muerte en cruz. En el segundo registro, en particular, se observan, siempre de izquierda a derecha, que es el orden habitual, cuatro escenas: el bautismo de Jesús, el Buen Pastor, el regreso del hijo pródigo y la curación del paralítico. En cambio, el tercer registro está compuesto por cuatro escenas, en las cuales se ponen como en contraposición el pecado de los hombres y el amor misericordioso de Jesús. De izquierda a derecha, se observan las representaciones siguientes: la mujer pecadora a los pies del Señor, la recomendación evangélica de perdonar siempre al prójimo, la negación de Pedro y la promesa hecha al ladrón arrepentido durante la crucifixión.

Finalmente, el cuarto y último registro presenta, de izquierda a derecha, las siguientes escenas, todas en relación con la vida de la Iglesia después de la resurrección del Señor: la aparición de Cristo resucitado a Santo Tomás Apóstol, el don del Espíritu Santo, la conversión de San Pablo y la apertura de la Puerta Santa.

C) La indulgencia.

Un signo realmente constitutivo del Año jubilar es la indulgencia.

La doctrina y el uso de las indulgencias, vigentes en la Iglesia Católica desde hace muchos siglos, se basan en el sólido fundamento de la revelación divina (ID 1).

En efecto, la doctrina católica sobre las indulgencias se basa, como dijo Mons. Rezza el 17 de este mes de septiembre en la presentación del nuevo "Enchiridion Indulgentiarun", en presupuestos teológicos bien precisos y en precedentes históricos de la tradición bien documentados.

Y digo esto saliendo al paso de las dos causas principales que han determinado se haya intentado correr un velo de silencio sobre las indulgencias: su rechazo por parte de las Iglesias Reformadas y algunas recientes investigaciones históricas sobre la Edad Media que las consideran como "abusos devocionales", surgidos en relación con la así llamada "invención medieval" del purgatorio, lo que constituye un presupuesto falso.

Sin embargo, para entender debidamente esta doctrina y su uso saludable, conviene recordar algunas verdades que toda la Iglesia, iluminada por la Palabra de Dios, ha creído siempre, y que los obispos, sucesores de los Apóstoles, en primer lugar, los Romanos Pontífices, sucesores de San Pedro, han enseñado y continúan enseñando en el transcurso de los siglos, a través de la práctica pastoral y de sus documentos doctrinales (ID 1).

Teología de la indulgencia.

Dios Padre, que, con el Hijo y el Espíritu Santo, es Amor, es también, precisamente por ser Amor, Padre de misericordia y Dios de todo consuelo, lento a la ira, rico en piedad y clemencia (cf DM).

Llevado de su amor misericordioso, el Padre sale al encuentro de todos los pecadores, por medio de Cristo en el Espíritu, para otorgarnos el perdón de nuestros pecados (IM 9).

Ahora bien, todo pecado, sobre todo el pecado grave, tiene una doble consecuencia: la culpa; y la pena, que se subdivide en eterna y temporal.

En efecto, "el caer de manera consciente y libre en pecado grave separa al creyente de la vida de la gracia con Dios y, por ello mismo, lo excluye de la santidad a la que está llamado" (IM 9). Esta exclusión de la vida de la gracia y de la santidad impide la comunión con Dios y, por tanto, nos hace incapaces de la vida eterna. Pues bien, esta privación de la vida eterna recibe el nombre de "pena eterna" del pecado (CEC 1472).

Sin embargo, todo pecado, incluido el venial, entraña un apego desordenado a las criaturas, el cual deja unas secuelas en el pecador que son la causa de la así llamada "pena temporal" del pecado (CEC 1472; IM 9). Como dice el Papa Pablo VI, dando razón de la pena temporal, "el pecado no es sólo una transgresión de la ley divina", sino que implica "una perturbación del orden universal que Dios restableció con inefable sabiduría e infinita caridad, así como también la destrucción de un cúmulo de bienes, tanto respecto del pecador mismo como respecto de la comunidad humana" (ID 2).

Estas dos penas del pecado grave, la eterna y la temporal, presente ésta última también en el pecado venial, no deben ser concebidas como una especie de venganza, infligida por Dios desde el exterior, sino como algo que brota de la naturaleza misma del pecado (CEC 1472).

¿Cómo se obtiene el perdón del pecado grave?.

El perdón del pecado mortal o grave implica que se restablezca la amistad con Dios por medio de una sincera conversión interior y que se expíen las ofensas inferidas a su sabiduría y bondad. En esto consiste la remisión de la culpa y de la pena eterna (ID 3; CEC 1473).

Pero el perdón del pecado implica también que se retornen a su primitiva integridad todos los bienes personales y sociales, como los que pertenecen al mismo orden universal, disminuidos o destruidos por el pecado. En esto consiste la remisión de la pena temporal (CEC 1478; ID 3).

Pues bien, la misericordia de Dios otorga ordinariamente el perdón de la culpa y la remisión de la pena eterna del pecado por medio del sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación (IM 9 y 10; cf RP 28-34).

Escribe el Papa Juan-Pablo II: "La Iglesia, habiendo recibido de Cristo el poder de perdonar en su nombre (cf Mt 16, 19; Jn 20, 23), es en el mundo la presencia viva del amor de Dios que se inclina sobre toda debilidad humana para acogerla con el abrazo de su misericordia.....El sacramento de la Penitencia ofrece al pecador la posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la justificación, obtenida por el sacrificio de Cristo. De este modo es introducido aquél nuevamente en la vida de Dios y en la plena participación en la vida de la Iglesia. Al confesar sus propios pecados, el creyente recibe verdaderamente el perdón y puede acercarse de nuevo a la Eucaristía como signo de la comunión recuperada con el Padre y con su Iglesia" (IM 9).

Pero el sacramento del Perdón no consiste solamente en la confesión de los pecados y en recibir la absolución del ministro de la Penitencia. Como dice el Papa Juan-Pablo II, "desde la antigüedad la Iglesia ha estado siempre profundamente persuadida de que el perdón, concedido de forma gratuita por Dios, implica como consecuencia un cambio real de vida, una progresiva eliminación del mal interior, una renovación de la propia existencia. El acto sacramental debía estar unido a un acto existencial, con una purificación real de la culpa, que precisamente se llama penitencia. El perdón no significa que este proceso existencial sea superfluo, sino que, más bien, cobra un sentido, es aceptado y acogido" (IM 9).

Por eso, la fe de la Iglesia ha mantenido siempre que, para hacer una buena confesión, se requieren cinco actos: examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia.

Y el don total de la misericordia de Dios al pecador se concreta en la remisión de la pena temporal debida al pecado.

Esta remisión no sólo de la culpa y de la pena eterna, sino también de la pena temporal nos hace talmente gratos a Dios que, si muriéramos en su posesión, seríamos inmediatamente admitidos a la participación en la comunión plena y en la gloria del Padre.

La remisión de la pena temporal, causada tanto por el pecado mortal como por el pecado venial, si bien en distinto grado, se puede obtener por medio de la reparación voluntaria (ID 3) de las secuelas del pecado; por los dolores y las tribulaciones de la vida presente, entre los que descuella la muerte (ID 2); por medio de las obras de misericordia y de caridad, como también por medio de la oración y de las distintas prácticas de penitencia (CEC 1473).

Con todo ello nos vamos despojando completamente del "hombre viejo" y nos vamos revistiendo del "hombre nuevo" (cf Ef 4, 24).

Ahora bien, puesto que las heridas dejadas en nosotros por el pecado son tan profundas, las obras de penitencia y de caridad que podamos realizar en este mundo y las tribulaciones de toda índole que podamos sufrir no son con frecuencia suficientes para purificarnos totalmente del pecado. Y, entonces, esta purificación, intrínsecamente necesaria para gozar de la visión plena de Dios, debe completarse después de la muerte.

Como dice el Papa Pablo VI, "que es posible y que en realidad pasa muchas veces que, aún después de que la culpa ya ha sido perdonada, quedan las penas no satisfechas o las secuelas de los pecados no purificadas, lo demuestra de manera diáfana la doctrina sobre el purgatorio: en él, efectivamente, las almas de los difuntos que, verdaderamente arrepentidos, han muerto en el amor de Dios, antes de que hayan satisfecho con dignos frutos de penitencia sus acciones y omisiones, después de la muerte son purificadas con penas purgadoras. Las mismas preces litúrgicas son suficiente indicio de la misma realidad, ya que desde tiempos muy remotos, la comunidad cristiana, cuando se reúne para la Eucaristía, pide en ellas por los fieles difuntos" (ID 3).

Resumiendo los dos medios por los cuales puede ser remitida la pena temporal del pecado, dice el Papa Juan-Pablo II: "Todo pecado, incluso venial, entraña un apego desordenado a las criaturas que es necesario purificar, bien sea aquí abajo, bien sea después de la muerte, en el estado que se llama Purgatorio. Esta purificación libera de lo que se llama la pena temporal del pecado, con cuya expiación se cancela lo que impide la plena comunión con Dios y con los hermanos" (IM 10).

No obstante, al ser tan grandes las secuelas de nuestros pecados y, por tanto, tan grande también la pena temporal merecida por ellos, la Iglesia nos recuerda que no estamos solos en nuestro camino de conversión. No tengamos, pues, miedo; no nos amedrentemos. Repitamos con el Salmo de David: "Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi pecado, pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre delante mi pecado" (51, 3-5).

Pero tengamos la convicción firme de que no estamos solos a la hora de expiar nuestros pecados. A nuestro lado está Cristo, que no cometió pecado y que padeció por nosotros; que fue herido por nuestras rebeliones, triturado por nuestros delitos y cuyas cicatrices nos curaron (cf 1 P 2, 21-25; Is 53, 4-6; ID 5). A nuestro lado están también la Virgen, los mártires y los santos de toda la historia, en los que triunfó la perfecta caridad de Dios. Con nosotros está, en fin, la Iglesia Santa en sus tres estados: triunfante, purgante, militante. Vivimos insertos en el Cuerpo místico cuya cabeza es Cristo (cf 1 Co 12) y en el que, si bien el pecado de uno de sus miembros daña a los demás, también la santidad de un miembro aporta a los otros un beneficio (ID 4). Es la maravillosa realidad de la comunión de los santos (cf CEC 946-962 y 1474-1477; ID 3 y 5; IM 10).

En palabras del Papa: "En Cristo y por medio de Cristo, la vida del cristiano está unida con un vínculo misterioso a la vida de todos los demás cristianos, en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico. De este modo, se establece entre los fieles un maravilloso intercambio de bienes espirituales, por el cual la santidad de uno beneficia a los otros mucho más que el daño que su pecado les haya podido causar. Hay personas que dejan tras de sí como una carga de amor, de sufrimiento aceptado, de pureza y verdad, que llega y sostiene a los demás. Es la realidad de la "vicariedad", sobre la cual se fundamenta todo el misterio de Cristo. Su amor sobreabundante nos salva a todos. Sin embargo, forma parte de la grandeza del amor de Cristo no dejarnos en la condición de destinatarios pasivos, sino incluirnos en su acción salvífica y, en particular, en su pasión, como dice Pablo en la Carta a los Colosenses: "Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia" (1, 24; IM 10).

Esta comunidad de bienes espirituales de la "Communio Sanctorum" derivada de la realidad del Cuerpo místico, comunidad de bienes que permite al pecador contrito estar antes y más eficazmente purificado de las penas del pecado (CEC 1475), constituye lo que se conoce también con el nombre de "tesoro de la Iglesia". Este tesoro no es, ciertamente, un cúmulo de bienes a la manera de las riquezas materiales, que va aumentando a través del tiempo, sino que es el valor infinito e inagotable que tienen ante Dios las expiaciones y merecimientos de Cristo Señor, ofrecidos para que toda la humanidad sea liberada del pecado y llegue a la comunión con el Padre. Y pertenece también a este tesoro el valor realmente inmenso e inconmensurable y siempre nuevo que tienen ante Dios las oraciones y las buenas obras de Santa María Virgen y de todos los santos. Al tiempo que llevaron a término su salvación, la Virgen y los santos contribuyeron también a la salvación de sus hermanos, en la unidad del Cuerpo místico (cf ID 5; CEC 1476-1477).

Dicho con palabras del Papa Juan-Pablo II, "todo viene de Cristo, pero, como nosotros le pertenecemos, también lo que es nuestro se hace suyo y adquiere una fuerza que sana. Esto es lo que se quiere decir cuando se habla del "tesoro de la Iglesia", que son las obras buenas de los santos" (IM 10).

Por consiguiente, entre los fieles, tanto los que ya gozan de la patria celestial, como los que expían sus culpas en el purgatorio, o los que aún peregrinan en el mundo, existen, ciertamente, un perenne vínculo de caridad y un abundante intercambio de todos los bienes, con los cuales se expían todas los pecados del Cuerpo místico y se aplaca la justicia divina (cf ID 5).

Consciente de estas verdades, la Iglesia, desde tiempos muy remotos, puso en práctica diversos métodos para que se aplicaran a todos los fieles los frutos de la redención del Señor y para que los fieles contribuyeran a la salvación de los hermanos (ID 6).

Y, puesto que en la Iglesia de Dios son los Pastores quienes recibieron de Cristo el poder de atar y de desatar, ellos tienen la potestad de librar a cada fiel de las secuelas de los pecados mediante la aplicación de los méritos de Cristo y de los santos (ID 7).

Este es el origen de la práctica de las indulgencias, práctica que constituye un modo de abrir a un fiel, vivo o difunto, el "tesoro de la Iglesia", con el fin de obtener del Padre de la misericordia la remisión de las penas temporales debidas por sus pecados (CEC 1478).

Las indulgencias coinciden en algunos casos con otros sistemas empleados por la Iglesia para borrar las secuelas de los pecados, pero, al mismo tiempo, se distinguen claramente de dichos sistemas.

En efecto, en el caso de la indulgencia, la Iglesia, haciendo uso de su potestad de administradora de la redención de Jesucristo, no sólo ruega, sino que otorga con autoridad al fiel cristiano, debidamente dispuesto, el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos para la remisión de la pena temporal (ID 8).

En lo que se refiere a la aplicación por la Iglesia a un fiel de los bienes espirituales de la "sanctorum communio", la práctica de las indulgencias representó en su día un progreso, no un cambio, en la doctrina y en la disciplina de la Iglesia, y un nuevo bien sacado de la raíz de la revelación, para aprovechamiento de los fieles y de toda la Iglesia (ID 7).

Esto supuesto, la Iglesia invita a todos sus hijos a que ponderen y consideren el gran valor de la práctica de las indulgencias para la vida de cada uno y para la vida de toda la sociedad cristiana (ID 9).

La práctica saludable de las indulgencias nos recuerda, en primer lugar, "lo malo y amargo que es haber abandonado a Dios" (Jr 2, 19). En efecto, los fieles, al ganar las indulgencias, advierten que no pueden expiar con sus solas fuerzas el mal que al pecar se han infligido a sí mismos y a toda la comunidad, y son movidos así a una humildad saludable (ID 9; IM 10).

Además, la práctica de las indulgencias nos recuerda la verdad sobre la comunión de los santos, que une a los cristianos con Cristo y entre sí. Y nos enseña lo mucho que cada uno puede ayudar a los demás "vivos o difuntos" para estar cada vez más íntimamente unidos al Padre celestial (IM 10).

En tercer lugar, el culto de las indulgencias levanta las almas a la confianza y a la esperanza de la plena reconciliación con Dios Padre. Pero lo hace de manera que no da ocasión a negligencia alguna ni disminuye en modo alguno el interés por las disposiciones requeridas para la plena comunión con Dios (ID 9).

Y no hay que olvidar que los fieles, al ganar indulgencias, contribuyen a su manera a presentar ante Cristo una Iglesia sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada, unida admirablemente a Cristo con el vínculo sobrenatural de la caridad (ID 9).

Por último, la Iglesia reconoce que, en la práctica de las indulgencias, ciertamente se produjeron en el pasado algunos abusos, bien porque "a causa de unas indulgencias indiscriminadas y superfluas" el poder de las llaves que tiene la Iglesia era despreciado y perdía fuerza la satisfacción sacramental, bien porque, debido a unas "torcidas ganancias" era vilipendiado el nombre mismo de la indulgencia. Pero estos abusos fueron ya corregidos por el Concilio Lateranense IV (DS 819) y por el Concilio de Trento (DS 1835) respectivamente.

b) La disciplina general de la indulgencia. Algunas normas fundamentales.

Como acabamos de ver, "la indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel adecuadamente dispuesto y cumpliendo determinados requisitos consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos" (CIC 992; MI norma 1; CEC 1471).

La indulgencia, que puede ser parcial o plenaria, es parcial cuando libera de una parte de la pena temporal (CIC 993; MI norma 2); y es plenaria cuando libera totalmente de la pena temporal (CIC 993; MI norma 2).

En virtud de la comunión de los santos, la indulgencia lucrada por un fiel puede éste aplicarla a los fieles difuntos (CIC 994; MI norma 4).

El sujeto capaz de otorgar una indulgencia, bien sea ésta parcial o plenaria, es siempre el Romano Pontífice; aquel a quien el Derecho reconoce tal potestad; o aquel a quien expresamente se la haya otorgado el Santo Padre (CIC 995; MI norma 7).

El sujeto capaz de lucrar una indulgencia es todo fiel bautizado que no esté excomulgado; que se halle en gracia de Dios, por lo menos al final de las así llamadas obras prescritas para la obtención de la indulgencia; que tenga la intención de lucrar ésta y que cumpla las obras prescritas dentro del tiempo determinado y de la forma debida, según el tenor de la concesión (CIC 996; MI 20, normas 1y2).

En cuanto a la indulgencia plenaria, ésta sólo puede ganarse una vez al día (MI norma 21, 1).

Para ganar una indulgencia plenaria, además de la exclusión de todo afecto a cualquier pecado, incluso venial, se requiere la ejecución de la obra prescrita enriquecida con indulgencia y el cumplimiento de tres condiciones (MI norma 23, 1).

La obra prescrita para la obtención de una indulgencia plenaria aneja a una iglesia u oratorio consiste en la visita piadosa a este lugar, rezando el Padrenuestro y el Credo, a no ser que en algún caso especial se establezcan otros requisitos (MI norma 22)

Y las tres condiciones exigidas para lucrar una indulgencia plenaria son la confesión sacramental, la comunión eucarística y la oración por las intenciones del Sumo Pontífice (MI norma 23, 1).

Con una sola confesión sacramental, pueden ganarse varias indulgencias plenarias; en cambio, con una sola comunión eucarística y una oración por las intenciones del Sumo Pontífice sólo se gana una indulgencia plenaria (MI norma 23, 2).

Las tres condiciones pueden cumplirse unos días antes o después de la ejecución de la obra prescrita; pero conviene que la comunión y la oración por las intenciones del Sumo Pontífice se realicen el mismo día en que se cumple la obra prescrita (MI norma 23, 3).

c) la disciplina de la indulgencia en el Año jubilar de la Encarnación.

En el caso del Jubileo del año 2000, la Penitenciaría Apostólica, a tenor de las facultades concedidas por el mismo Sumo Pontífice, determinó el 29 de noviembre de 1998 la disciplina que se ha de observar para la obtención de la indulgencia plenaria.

Esta disciplina es la siguiente.

En virtud de la "sanctorum communio", la indulgencia plenaria del Jubileo puede ser aplicada como sufragio por las almas de los fieles difuntos (DIJ 69), lo que constituye una norma de la disciplina general de las indulgencias (MI norma 4).

Por la gravedad y reverencia debidas a la indulgencia plenaria, ésta podrá lucrarse solamente una vez al día (DIJ 69-70), lo que constituye también una norma de la disciplina general de las indulgencias (MI norma 21, 1).

En cuanto a las condiciones necesariamente exigidas para lucrar la indulgencia plenaria, una primera condición indispensable para la obtención de esta indulgencia será la celebración digna del sacramento del perdón, que prepara para recibir dignamente la Eucaristía y que se recibe de modo ordinario mediante su forma individual e íntegra, esto es, mediante la confesión individual, la absolución particular y la penitencia singular (DIJ 70).

Y, puesto que la Eucaristía es la cima de la celebración litúrgica del misterio pascual del Señor, al sacramento de la reconciliación debe seguir la participación digna en el sacramento eucarístico, no siendo necesario, para la reiterada obtención de la indulgencia plenaria, acercarse de nuevo a la penitencia sacramental cada vez que se comulga, a no ser que el estado de la conciencia moral aconseje otra cosa. Como dicen expresamente las "Disposiciones" de la Penitenciaría Apostólica, "el fiel puede recibir o aplicar, durante un prudente período de tiempo, el don de la indulgencia plenaria, incluso cotidianamente, sin tener que repetir la confesión. Conviene, no obstante, que los fieles reciban con frecuencia la gracia del sacramento de la Penitencia, para ahondar en la conversión y en la pureza del corazón. La participación en la Eucaristía, necesaria para cada indulgencia, es conveniente que tenga lugar el mismo día en que se realizan las obras prescritas " (DIJ 70).

Finalmente, la participación digna en estos dos momentos culminantes (Penitencia y Eucaristía) del misterio pascual de Cristo debe ir acompañada por compromisos de conversión y de renovación; por testimonios de comunión con la Iglesia, como orar por las intenciones del Romano Pontífice; y por las obras de caridad (DIJ 71).

Además de las condiciones "sine quibus non" ya enumeradas, la obtención para sí o para los fieles difuntos de la indulgencia plenaria del Jubileo exige necesariamente la observancia de las obras prescritas, que, en el caso del Jubileo, son muy concretas y específicas.

1.- Para el próximo Jubileo se confirma la norma según la cual los confesores pueden conmutar, en favor de quienes estén legítimamente impedidos, tanto la obra prescrita como las condiciones requeridas (MI norma 27; DIJ 71).

Los religiosos y las religiosas de clausura, los enfermos y todos aquellos que no puedan salir de su vivienda, podrán realizar, en vez de la visita a una determinada iglesia, una visita a la capilla de la propia casa; si ni siquiera esto les fuera posible, podrán obtener la indulgencia uniéndose espiritualmente a cuantos cumplen en el modo ordinario la obra prescrita, ofreciendo a Dios sus oraciones, sufrimientos y molestias (DIJ 71-72).

2.- Exceptuados estos casos límite, la obra prescrita para la obtención de la indulgencia plenaria durante el tiempo del Jubileo conoce cinco variantes materialmente distintas, pero alentadas por el mismo espíritu.

2.1.- Peregrinación a Roma.

Si se peregrina a Roma, hay que visitar por lo menos una vez una de las Basílicas Patriarcales (Basílica de San Pedro en el Vaticano, Archibasílica del Santísimo Salvador de Letrán, Basílica de Santa María la Mayor y Basílica de San Pablo Extramuros en la Vía Ostiense).

Con ocasión del Gran Jubileo, a las cuatro Basílicas Patriarcales se añaden, con las mismas condiciones, los siguientes lugares: la Basílica de la Santa Cruz de Jerusalén, la Basílica de San Lorenzo junto al Cementerio de Verano, el Santuario de la Virgen del Divino Amor y las Catacumbas cristianas.

En estas basílicas, o bien se participará con devoción en la Santa Misa, en otra celebración litúrgica o en un ejercicio de piedad (primera posibilidad), o bien se permanecerá un tiempo en adoración eucarística o en meditación espiritual (segunda posibilidad), concluyendo, en ambos casos, con el rezo del Padrenuestro, con la profesión de fe y con la invocación a la Santísima Virgen María (DIJ 72-73). Y esto vale tanto para las visitas realizadas individualmente como para las visitas en grupo.

2.2.- Peregrinación a Tierra Santa.

Si se peregrina a Tierra Santa, hay que visitar, observando las mismas condiciones establecidas para Roma, la Basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén, la Basílica de la Natividad en Belén o la Basílica de la Anunciación en Nazaret (DIJ 73).

2.3.- En las demás circunscripciones eclesiásticas.

En las Iglesias particulares, la peregrinación se orientará sobre todo a la Santa Iglesia Catedral o a otras iglesias o lugares designados por el Ordinario, observando las mismas condiciones establecidas para Roma y para Tierra Santa (DIJ 73).

2.4.- En cada lugar.

En todo lugar geográfico, la indulgencia plenaria se podrá obtener también sin necesidad de una peregrinación física. En este caso, la peregrinación se dirigirá hacia el Cristo místico presente en los hermanos necesitados o con dificultades, como son los enfermos, los encarcelados, los ancianos que viven solos, los minusválidos (DIJ 73-74).

2.5.- Con independencia del lugar geográfico.

La Santa Madre Iglesia otorga, finalmente, la gracia de la indulgencia plenaria jubilar a las iniciativas que favorezcan de modo concreto y generoso el espíritu penitencial, que es como el alma del Jubileo.

Estas iniciativas comprenden una amplia gama de actitudes y de actos cuyo denominador común es la mortificación del espíritu y del cuerpo, el compromiso real con el prójimo necesitado y el servicio desinteresado a la comunidad cristiana (DIJ 74).

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