CARTA PASTORAL
JESUCRISTO, AYER, HOY Y SIEMPRE
DEL OBISPO DE CARTAGENA,
MANUEL UREÑA PASTOR,
CON MOTIVO DEL
GRAN JUBILEO DEL AÑO 2000



A todos los sacerdotes, religiosos, seglares
y hombres de buena voluntad de nuestra Diócesis,
que buscan a Dios con sincero corazón.

 

INTRODUCCIÓN

"VAYAMOS JUBILOSOS AL ENCUENTRO DEL SEÑOR" (Sal 122, 1), AL ENCUENTRO DE "AQUEL QUE ES, QUE ERA Y QUE VA A VENIR" (Ap 1, 8).

 

Muy queridos hermanos y amadísimos hijos en el Señor:

Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre" (Heb 13, 8), pues, como Verbo preexistente y eterno del Padre, es Dios (Jn 1, 1). Y Dios no tiene principio ni fin. Nada hay en él que sea potencia o ausencia de plenitud. Dios es acto, un presente absoluto sin pasado ni futuro.

Por este Verbo preexistente y eterno, su único Hijo engendrado desde la eternidad, el Padre lo creó todo y, sin él, nada hizo de cuanto existe (Jn 1, 3). Nos bendijo a los hombres en su persona con toda clase de bienes espirituales y celestiales (Ef 1, 3), pues en él nos eligió, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables por el amor (Ef 1, 4). Más todavía: nos destinó en su persona a ser sus hijos (Ef 1, 5) y, enviándolo al mundo para que se hiciera hombre y pusiera su morada entre nosotros (Jn 1, 14), nos obtuvo por su sangre la redención, el perdón de los pecados (Ef 1, 7). Por último, siguiendo el plan trazado desde antiguo, el Padre recapitulará en Cristo, al final de los tiempos, todas las cosas del cielo y de la tierra (Ef 1, 10).

A este Cristo, que es el mismo ayer, hoy y siempre, y a quien debemos los hombres haber pasado de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz (Is 9, 2; Mt 4, 16), levanta la Iglesia la mirada en los últimos años del siglo XX para seguir reconociéndole como Dios y como hombre perfecto, y para renovar nuestra promesa bautismal de no adorar a nadie más que a él; para dar gracias al Padre por habérnoslo dado como Redentor en la plenitud de los tiempos, sin merecerlo ni poder exigirlo, por pura gracia; para pedirle perdón por los pecados de nosotros, sus hijos, y por los pecados de nuestros padres; para implorar, en fin, su misericordia y su gracia, el don definitivo del Reino que pedimos en la oración del "Padre Nuestro". ¡Ven pronto, Señor! ¡Ven, Salvador!.

Aquí, justo aquí, se encuentra el sentido del Gran Jubileo de la Encarnación anunciado por el Papa Juan-Pablo II, felizmente reinante, para el año 2000, ya a las puertas.

Con la presente Carta pastoral quiero alentar a todos los fieles cristianos de la Diócesis de Cartagena, que presido en el amor por la gracia del Espíritu y de la Iglesia, y a todos los hombres de buena voluntad de la Región de Murcia a la celebración solemne de este acontecimiento jubilar, de este Año de gracia del Señor.

Nos unimos así a la Iglesia de Cristo, que, urgida por el Sucesor de Pedro, se viene preparando expresamente desde noviembre de 1994 a celebrar el bimilenario del nacimiento de Jesucristo.

En modo alguno podría la Iglesia Cartaginense quedarse atrás y no escuchar la voz del Santo Padre invitándonos al Jubileo. Nosotros, cristianos desde el tiempo de los Apóstoles, sabemos por la fe de nuestros padres que sólo Cristo es el Salvador de los hombres (Hch 4, 12), que la Iglesia, su esposa, es el signo eficaz de su presencia en el mundo hasta el fin de los siglos y que en cada una de las Iglesias locales "está y actúa verdaderamente la Iglesia de Cristo, que es una, santa, católica y apostólica" (CD 11).

Pero sabemos también - y nuestra Diócesis ha dado siempre buenas pruebas de ello - que la Iglesia de Cristo no se agota en los límites de una Iglesia particular. La Iglesia es una comunión. En consecuencia, sólo cuando una Iglesia particular se abre al ser, al creer y al actuar de la Iglesia de Cristo, ve acontecer en sí misma el ser de la verdadera Iglesia. Por tanto, caminar al ritmo de la Iglesia, misterio de comunión, constituye para las Iglesias particulares la única garantía firme de estar en la verdad.

Nuestra unión al Jubileo del año 2000 expresa la voluntad de la Iglesia de Cartagena de abrirse a la Iglesia de Cristo, de caminar y de avanzar desde ella, de prepararnos debidamente para recibir las abundantes gracias que Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo derramarán sobre el mundo en el año jubilar.

De este modo, asumiendo con afecto colegial las acciones pastorales que iniciaron con motivo del Gran Año Jubilar mis muy queridos predecesores en la Sede Cartaginense, Mons. Javier Azagra Labiano y Mons. Antonio Cañizares Llovera, constituí en marzo de este año una Comisión diocesana para el Jubileo del 2000 que se ha venido reuniendo periódicamente a lo largo de estos meses y que yo mismo he presidido. Y, en el mes de julio, oído el parecer del Consejo de Gobierno de la Diócesis, nombré Comisario diocesano del Jubileo al muy querido hijo y hermano sacerdote, Rvdo. Sr. D. Jorge Rodríguez García, párroco de San Francisco Javier de la ciudad de Murcia y Delegado episcopal de Peregrinaciones, al que he concedido facultades plenas para la ejecución del Jubileo en nuestra Iglesia local.

Contrariamente a lo que escuchamos a menudo, la Iglesia no pierde nunca el tren de la historia. Otra cosa es que deba ejercer y ejerza siempre su condición profética en un mundo que tantas veces se resiste a la palabra del Señor y que, justo por eso, acusa a la Iglesia de no estar a la altura de los tiempos y de quedarse atrás.

Digo esto porque surgirán voces - y tal vez ya están surgiendo - que se revuelvan contra la celebración del Año de gracia del Señor querido y ordenado por el Papa para toda la Iglesia. Estas voces tratarán de restar importancia a tal acontecimiento, bien con el silencio y la disimulación, bien haciendo dirigir la mirada de muchos espíritus hacia otros centros de interés. Es lo que ya ocurre, de alguna forma, con el domingo cristiano, que se intenta secularizar de tantos modos y maneras.

En este sentido, habrá quienes digan que el Jubileo carece de fundamento, que la indulgencia plenaria es un hecho anacrónico, que las peregrinaciones tienen una explicación económica y que el cristianismo ha conocido a lo largo del tiempo suficientes lacras como para no ser celebrado. Finalmente, bajo la influencia más o menos explícita del "New Age", no faltará quien diga que es vano celebrar un evento histórico como el cristianismo, llamado ya a su fin. Pues la era de Piscis, que es la era cristiana, muy pronto va a dar paso al advenimiento de la era de Acuario, una era que se impondrá implacablemente en virtud de leyes cósmicas fijas e inmutables, y en la que el Cristo que viene del Cielo a la tierra, para roturarla y volverla fértil, será sustituido por el alma de la naturaleza, la cual, emergiendo del abismo en donde todavía hoy yace olvidada, naturalizará al hombre y a Cristo, hasta el punto de quedar éstos diluidos en ella.

A la celebración solemne del Jubileo del año 2000 os exhorto a todos: a las vicarías episcopales, a los arciprestazgos, a las parroquias y a las comunidades cristianas no parroquiales, a los catequistas y catecúmenos, a los jóvenes, a los alumnos y profesores de Religión y moral católica en los centros de enseñanza, a los institutos de vida consagrada, tanto religiosos (de vida contemplativa y activa) como seculares, a las sociedades de vida apostólica, a los movimientos apostólicos de Acción Católica, a los nuevos movimientos eclesiales, a las Hermandades y Cofradías. . .

Pido a Dios que esta Carta pastoral, cuyo fin estriba en presentar a los cristianos y todos los hombres de buena voluntad de nuestra Región el contenido teológico y la textura de la celebración del Jubileo en la Iglesia Universal y en las Iglesias particulares, nos ayude a salir jubilosos al encuentro del Señor, que vendrá a nosotros de un modo especial el próximo año 2000.

 

  I
PRESUPUESTOS ANTROPOLOGICOS Y TEOLOGICOS
DEL GRAN AÑO JUBILAR

EL TIEMPO Y EL ESPACIO EN EL HOMBRE Y EN LA REVELACION.

 El hombre es un ser espiritual creado a imagen y semejanza de Dios y herido por el pecado cometido en la inmanencia del mundo y de la historia.

La condición de espíritu creado, que implica poder encontrar el descanso sólo en la vuelta a Dios, y la condición de espíritu herido por el pecado, que comporta verse apartado de la mirada de Dios y conocer en sí mismo la disminución y la división de las facultades, hacen que el hombre se perciba como un ser alienado en su esencia, todavía fuera de su centro, abierto a Dios; y, simultáneamente, como incapaz de concebir en sí mismo y por sí mismo la plenitud a la que interiormente se siente llamado.

1.-EL TIEMPO EN EL HOMBRE.

Por eso, el hombre, en virtud de su ser espiritual creado y herido, es un ser de paciencia y de esperanza, un ser que, lejos de encontrar la eternidad en la inmanencia de su espíritu, se abre necesariamente al tiempo y espera contra toda esperanza el advenimiento de un "momento lleno" o "kairós", sólo posible como fruto de la gracia divina, en el que ver disipadas sus tinieblas y poder ser plenamente.

Este tiempo de gracia, de liberación y de salvación ha sido llamado por algún filósofo "el instante cumplido" (der erfüllte Augenblick), ese instante que, hecho posible por la acción de la mano de Dios, se torna presente auténtico e irrebasable, y hace exclamar al hombre que tiene la dicha de vivirlo: "¡Párate, momento. Eres tan bello!".

El tiempo es, por tanto, una realidad intrínsecamente vinculada al hombre, una realidad tan inherente a su ser que constituye una condición necesaria de posibilidad de su realización como ser espiritual creado y herido, contingente y finito. Sin el tiempo, de nada le valdrían al hombre la razón y la voluntad libre, pues una y otra actúan dentro del tiempo y lo presuponen. Gracias al tiempo son posibles la historia y la historicidad humanas, la autotrascendencia y la heterotrascendencia del espíritu. Gracias al tiempo no es el hombre necesariamente un infierno a priori, una contradicción, un túnel sin salida, una aporía sin solución, una libertad reducida a la condición de escarabajo, como Franz Kafka mantiene en La metamorfosis. Merced al tiempo, puede el hombre esperar la salvación y la vida, dejar de ser lo que es e intentar obtener, si bien de un modo no sólo inmanente, su determinación plena.

No tienen, pues, razón los filósofos postmodernos cuando niegan toda historia y toda historicidad. Procediendo así, condenan al hombre a permanecer en el abismo de un presente insoportable: el presente de un vacío que se nos invita a vivir sin angustia, lo que constituye una mera ilusión, o el presente de un vacío que se intenta colmar con el "Carpe diem", lo que conduce irrevocablemente a la implantación en el presente de un absoluto transitorio y fugaz detrás del cual no se ocultan sino la monotonía de la repetición y el tedio. ¿No es ésta una de las mayores miserias que afligen a tantos de nuestros jóvenes de hoy, atrapados en un presente sin contenido que les paraliza y les hace refugiarse en su yo individual o entregados al eterno retorno de la experiencia de un "weekend" falsamente utópico que comienza el viernes noche con la eclosión de los sentidos y acaba con la nada del domingo por la tarde?.

2.- EL ESPACIO EN EL HOMBRE

Pero, además de un ser espiritual (creado y herido) inserto en el tiempo, el hombre es también un espíritu (creado y herido) situado en el espacio. Así lo exige su condición de espíritu encarnado o, dicho de otro modo, su condición de ser psicosomático.

El espacio no es algo accidental o añadido al ser humano. El hombre es, quiérase o no, un "espiritu-en-el mundo" (Geist in Welt), según la certera expresión de sesgo tomista del P. Karl Rahner. El mundo, el espacio, la "mundaneidad" (Weltlichkeit) son constitutivos de la esencia humana. El "ser-en-el mundo" del espíritu humano no es fruto de un pecado cometido por el alma en su estado preexistente y premundano, como quiso Platón. Nunca se dio tal preexistencia. El doble relato de la creación nos ofrece la imagen de Dios en la forma de un alfarero que moldea al hombre (varón-mujer) con polvo del suelo al que insufla su aliento (Gn 2,7), lo coloca en un jardín de Edén (Gn 2,8) y le urge a ser fecundo, a multiplicarse y henchir la tierra (Gn 1,28). Otra cosa es que los efectos del pecado cometido en el tiempo y en el mundo hayan alcanzado también negativamente la temporalidad y la mundaneidad, en cuanto dimensiones inalienables de la esencia humana. Pues, como confiesa el Concilio de Trento, "totum Adam (hominem) per illam praevaricationis offensam secundum corpus et animam in deterius commutatum fuisse" (DS 1511).

Así, pues, la espacialidad o mundaneidad es un elemento tan constitutivo del ser humano que determina que éste se abra a la realidad, incluida la realidad del Dios invisible, teniendo que partir siempre y por necesidad de su condición de ser-en -el mundo. ¿No se revela, acaso, lo invisible de Dios a la inteligencia del hombre a través de las obras realizadas por Dios en el cosmos desde el día mismo de la creación? (Rm 1,20). Por eso, el conocimiento del hombre no es en el presente, en el "hic et nunc", inmediato ni intuitivo, debiendo comenzar siempre por los sentidos y seguir con la mediación sudorosa del concepto. Y, si el hombre se abre a la realidad por medio del mundo, también sitúa la plenitud en un espacio ideal absoluto. ¿No ha constituido una de las grandes utopías humanas la búsqueda de El Dorado y del Edén, pensados como lugares utópicos en los que se ve colmada por fin la esencia del hombre?.

Consecuentemente, si la humanidad aspira, a través de la temporalidad, a llegar a un "tiempo lleno" o presente eterno, fruto de la gracia, también anhela recibir de Dios, con la mediación del mundo, un espacio absoluto en donde encontrarle y ser sí misma en El. Como dice el Libro del Apocalipsis, "vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del Cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él, Dios-con-ellos, será su Dios. Y enjugará las lágrimas de sus ojos, y no habrá ya muerte ni llanto, ni gritos ni dolor, porque el mundo viejo ha pasado" (Ap 21, 2-4).

En resumen, el hombre, espíritu creado y pecador, busca a Dios a través del tiempo y del espacio, determinaciones inherentes a su ser, pero sin poder darse a sí mismo un tiempo de gracia ni un espacio de la salvación. El sabe que, si un día advienen el "instante cumplido" y " el espacio absoluto", será por pura iniciativa divina, porque Dios así lo disponga.

3.- EL TIEMPO Y EL ESPACIO EN LA REVELACIÓN

La revelación cristiana ha respetado las exigencias del ser humano, inserto en el tiempo y en el espacio, y ha correspondido sobradamente a sus expectativas de un tiempo y de un espacio absolutos dados por gracia.

En efecto, a diferencia de lo que ocurre en las otras religiones, en las que desde el principio se ha expresado la búsqueda de Dios por parte del hombre, en el cristianismo es Dios mismo quien viene en persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino por el cual es posible alcanzarle (TMA 6). En el cristianismo convergen de modo admirable la búsqueda humana de Dios y la búsqueda divina del hombre. El cristianismo trasciende así los límites angostos de la religión y, al mismo tiempo, la recibe; la comprende y la supera; la asume y la colma. Dicho con expresiones muy elaboradas del Papa, "Cristo es el cumplimento del anhelo de todas las religiones del mundo y, por ello mismo, es su única y definitiva culminación. Si, por una parte, Dios en Cristo habla de sí a la humanidad, por otra, en el mismo Cristo la humanidad entera y toda la creación hablan de sí a Dios, es más, se donan a Dios" (TMA 6).

Pero esta autocomunicación de Dios al hombre tiene lugar en el tiempo y en la carne, en la historia y en el mundo del hombre. Como dice el Papa, "en el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental. Dentro de su dimensión se crea el mundo, en su interior se desarrolla la historia de la salvación, que tiene su cima en la plenitud de los tiempos de la Encarnación y su término en el retorno glorioso del Hijo de Dios al final de los tiempos. En Jesucristo, Verbo encarnado, el tiempo llega a ser una dimensión de Dios, que en sí mismo es eterno" (TMA 10).

Y, a propósito de la importancia del espacio en el cristianismo, dice el Papa, como completando el horizonte de TMA, en donde la relevancia fundamental la tenía el tiempo: "En realidad, en la concreta actuación del misterio de la Encarnación, la dimensión del espacio no es menos importante que la del tiempo. . . . . . ., pues, así como el tiempo puede estar acompasado por kairoí o momentos especiales de gracia, así también el espacio puede estar marcado análogamente por particulares intervenciones salvíficas de Dios" (PLHS 2).

Con ello, queda patente que el hombre, para comprenderse bien a sí mismo, debe referirse necesariamente a la historia y a una posible historia salvífica, al espacio y a un posible espacio de salvación. Queda también claro que la salvación del hombre, en el caso de que ésta advenga, lejos de acontecer en la inmanencia del yo ahistórico y amundano, habría de acontecer, en consonancia con su ser, en el tiempo y en el espacio. Es, asimismo, evidente que el hombre no puede llevar a término su salvación de un modo ahistórico. Y, por último, queda mostrada la condición histórica y mundana de la revelación divina dada por gracia. En el cristianismo, Dios no se ha mostrado primariamente en el corazón ni en la mente del hombre, sino en el ser de la historia y del mundo por medio de palabras y de signos. Por eso, el anuncio del Evangelio no se realiza con discursos de la sabiduría humana, sino desde la palabra gratuitamente dada y desde la locura de la cruz (cf 1 Co 1, 17-31).

Yerra, pues, esa interpretación del cristianismo, a la que tanto nos ha acostumbrado el idealismo moderno, que intenta eliminar toda referencia a determinados hechos históricos y espaciales, unos y otros absolutamente relevantes para nuestra salvación.

 

 II
JESUCRISTO, "AYER, HOY Y SIEMPRE",
VERDADERO Y UNICO HORIZONTE DEL GRAN AÑO JUBILAR.

Como acabamos de ver, el hombre, en virtud de su condición natural de espíritu creado y en virtud de su condición histórica de espíritu caído, busca a Dios desde sus mismas entrañas para encontrar en él el descanso de su ser.

De este modo, la pasión de Dios constituye el estrato más hondo de todas las culturas. El hambre de Dios atraviesa la filosofía, las grandes religiones, el arte, la antropología cultural . . . Hasta en las formas más secularizadas de la cultura se deja entrever la huella, la nostalgia de Dios. Bien lo advirtió el sagaz Nietzsche, que rechazaba apriori su existencia. Y bien se advierte hoy en el racionalismo crítico de Hans Albert, cuya negación de la posibilidad teorética de encontrar una verdad evidente en sí misma deja sin explicación el empecinamiento de la razón en buscar un punto arquimédico del conocimiento, una verdad evidente.

Por último, con no menor clarividencia lo advirtió hace años Hans Küng en su obra "¿Existe Dios?". Haciendo un repaso casi exhaustivo de la historia de la búsqueda humana de Dios, Küng viene a concluir que es ciertamente difícil encontrar o proponer una prueba concluyente de su existencia. Por eso parece decantarse por la opción, por la apuesta de toda la persona a favor de Dios. Pero lo que sí queda claro en las investigaciones de Küng es la realidad y la necesidad incontrovertibles de la búsqueda de Dios por el hombre. Dicho en síntesis, el mayor problema del hombre es Dios.

En su búsqueda agónica de Dios, el hombre constata que su corazón y su mente se estrellan ante el ocultamiento del Ser buscado. El hombre se apercibe de que, cuanto más quiere acercarse a la realidad del Altísimo, tanto más se revela éste como misterio insondable. Capta, a lo sumo, destellos de su ser, pero destellos que no permiten aprehender el fondo íntimo de su rostro.

Se explica así que la actitud del hombre, buscador de Dios para ser sí mismo, haya venido cobrando en la historia tres formas cardinales: cesar en la búsqueda, retirándose con fingida paz o con angustia explícita a los cuarteles de invierno de su finitud, lo que constituye una posición inauténtica; identificar a Dios con las producciones inmanentes del corazón, de la mente, de la naturaleza o de la historia, lo que constituye la tentación permanente de la idolatría; y, finalmente, única actitud verdadera, seguir buscando con corazón recto y mente confiada, y abrirse al tiempo y al espacio para esperar que Dios, por amor a nosotros y por pura gracia, se digne desvelarnos su rostro.

Dicho lacónicamente, la persona humana busca a Dios con pasión absoluta, encuentra con la razón vestigios de su ser y por medio de la oración humilde pide a Dios que se le muestre, que acontezca en un tiempo y en un espacio de gracia.

1.- LA ESPERANZA DEL HOMBRE EN LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS.

Por eso, ha venido siendo una constante de la humanidad la esperanza en un tiempo de gracia y de salvación, la esperanza en unos nuevos cielos y una nueva tierra cuyo advenimiento fuera capaz de cambiar definitivamente el rumbo del hombre y de la historia, capaz de hacer que el hombre comenzara a pisar suelo firme y a caminar erecto, capaz, en suma, de hacer que el hombre encontrara el camino conducente a la verdad y a la vida, y pudiera recibir por fin la mirada complacida de Dios.

Esta esperanza en los nuevos cielos y en la nueva tierra determina la sentencia de M. Horkheimer pronunciada desde el fondo del agnosticismo, concretamente desde la "Dialéctica negativa" de la Escuela de Frankfurt: "Sólo Dios podría hacer que este mundo dejara de ser un valle de lágrimas". En la misma línea se sitúa el ruego esperanzado de Isaías, hecho desde el más puro "Resto de Israel": "Cielos, destilad el rocío; nubes, derramad al justo; ábrase la tierra y brote la Salvación, y con ella germine la justicia" (Is 45,8). Y en idéntica dirección discurre también el gemido del alma israelita, que "aguarda al Señor más que los centinelas la aurora" (Sal 130,6) y se lamenta de su tardanza: "¿Hasta cuándo he de estar cavilando con el corazón apenado todo el día? ¿Hasta cuándo va a triunfar mi enemigo?" (Sal 13,2-3). "Desde lo hondo a ti grito, Señor. ¡Señor, escucha mi voz! ¡Estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica!" (Sal 130,2). "Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta ti; no me escondas tu rostro en el día de mi angustia; préstame oído cuando te invoco, escúchame pronto. Pues mis días se desvanecen como humo, mis huesos arden como brasas; y, trillado como el heno, mi corazón se seca" (Sal 102,2-5).

Pero, contra toda tentación de inmanentismo racionalista, social e histórico, el acontecimiento histórico-cósmico que cambió de una vez por todas el ser de la humanidad en camino, dio respuesta adecuada al grito desgarrado del hombre e hizo que éste dejara de estar anclado en el "eterno retorno" y pasara de la prehistoria a la historia lineal y trascendente, que es la verdadera historia, no fue el orden sociopolítico y cultural inaugurado en Grecia por Pericles el siglo V antes de nuestra era, como ilusoriamente pretendió K. Jaspers. No fueron tampoco el gran derecho romano ni la moderna ciencia experimental, que tantos beneficios han reportado a los hombres de los cinco continentes. El tiempo y el espacio absolutos de la humanidad no se concretaron tampoco en el gran iusnaturalismo del siglo XVIII, que está en la base de la Revolución Francesa, ni en el espíritu absoluto de Hegel, para quien la Ilustración constituía la nueva y última palabra del espíritu sobre sí mismo, hasta el punto de que la historia, a partir de la Ilustración, quedaba ya cerrada y definitivamente colmada. Por último, el gran signo del tiempo y del espacio no ha sido tampoco la Revolución de Octubre, ni el orden socio-politico y cultural que siguió a ella, pues, allí en donde se implantó el Socialismo de Estado, no solamente no advino "el Reino de Dios sin Dios", lo que era obvio esperar, sino que no crecieron siquiera la justicia y la libertad, tantísimas veces pisoteadas y ultrajadas de modo flagrante.

Todos estos acontecimientos, aun habiendo sido importantes para la humanidad y encerrando en sí muchos valores, se han venido revelando como lo que son: una obra del hombre. Y éste es un ser, tanto individual como socialmente considerado, constitutivamente incapaz de mediarse a sí mismo. Son, pues, acontecimientos que están ineludiblemente atravesados por la finitud, por el pecado y por la muerte, y no pueden constituirse en el eje de la historia y de la salvación.

2.- JESUCRISTO, PLENITUD DE LOS TIEMPOS. CARACTERISTICAS FORMALES DE LA ENCARNACION DEL HIJO DE DIOS.

El único signo del tiempo y del mundo capaz de mediar al hombre y desvelar así su misterio es un signo que, si se da, viene necesariamente de Dios. Y, por tanto, presenta una alteridad absoluta respecto de todos los eventos que son fruto del pensamiento y del trabajo humanos. Como bien observa W. Pannenberg, en modo alguno podría provocar el hombre el advenimiento de un signo del tiempo cualitativamente distinto a su ser y a lo que pueden producir sus potencias. Sin embargo, añade Pannenberg que es, justo, ese signo del tiempo el buscado por el hombre, pues sólo ese signo haría justicia con las exigencias de su ser.

Pues, bien, este signo, cuyo rastro inmanente es perceptible en "la historia general de la salvación" y cuyas huellas positivas se acusan intensamente en la primera fase de "la historia particular de la salvación" (Antiguo Testamento), fue otorgado por Dios Padre, hace 2000 años, en su Hijo unigénito y consustancial a él, en su Verbo preexistente y eterno, nacido de una mujer, de María Santísima, en un oscuro rincón del Imperio Romano, en Belén de Judá. Así lo confiesa el autor de la Carta a los Hebreos: "En multitud de ocasiones y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo, a quien instituyó heredero de todo y por quien también hizo los mundos" (Hb 1, 1-2).

Este acontecimiento de salvación, único e irrepetible en la historia, presenta las siguientes características formales.

A) Desvelación al hombre del misterio de Dios.

Jesucristo desvela a los hombres el misterio de Dios, pues el Verbo encarnado (Jn 1, 14), que es Dios (Jn 1, 1), es, por ello mismo, la revelación y el revelador del Padre (TMA 3). Por eso dice el Señor por labios de Juan: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14, 9), porque "yo estoy en el Padre y el Padre está en mí" (Jn 14, 10).

B) Desvelación del misterio del hombre al hombre.

Pero, simultáneamente, Jesucristo, al ser también hombre y hombre perfecto (Rm 5,14), se nos ofrece como el revelador de la esencia oculta del hombre. En palabras del Concilio, "el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. . . . . Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (GS 22).

C) Donación al hombre de la vida de Dios.

En tercer lugar, Jesucristo, Dios hecho hombre, no es sólo relevante para la humanidad por habernos desvelado el misterio de Dios y el misterio del hombre. Jesucristo es también la vida de Dios, Y, justo por ello, es también nuestra vida. Como dice San Juan, "en él (en el Verbo) estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres" (Jn 1,4), esa "luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo" (Jn 1, 9).

Las consecuencias fácilmente se coligen. Al ser la vida del hombre, Jesucristo es para la humanidad el mediador universal, el salvador y el redentor de todos; el pan y la sangre que nos alimentan; el agua que nos purifica; la resurrección que vence la muerte para siempre; aquel en quien obtenemos la reconciliación con el Padre; el que nos une con Dios y con nosotros mismos con los vínculos de amor que existen entre El y el Padre; el que, junto con el Padre, derrama el Espíritu Santo en nuestros corazones; el que renueva el orden cósmico de la creación, haciendo que el mundo de las criaturas se presente como "cosmos", es decir, como universo ordenado (TMA 3); el que confiere santidad al tiempo, pues lo convierte, con su encarnación, en una dimensión de Dios (TMA 10 y RH 7).

D) La desvelación al hombre del eje y del centro del mundo y de la historia.

Ahora bien, el ser Cristo revelación y revelador del Padre, manifestación de la verdad última del hombre al hombre y dador de la vida a la humanidad, tiene como consecuencia que Cristo sea el eje y el centro del mundo y de la historia. El afecta intrínsecamente, en totalidad y en radicalidad, a todos los hombres, independientemente de que éstos se perciban o no alcanzados por su acción. Y es que el Hijo de Dios, por su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre (GS 22 y RH 8) y, de alguna forma, le ha comunicado su ser. El hecho Cristo, en sí mismo considerado y dejando aparte la cuestión de la respuesta humana, imprime, por así decir, un nuevo sello indeleble en la humanidad, sello que es el fundamento del carácter sacramental. En esto radica la justificación última de la posibilidad de salvación de los no creyentes, a los que el Espíritu marca con la sangre del Cordero por caminos que sólo Él conoce.

De este modo, un hecho histórico y espacial acontecido en el pasado llega a ser un hecho determinante para el mundo y para el hombre, hasta el punto de que el paso del tiempo y la lejanía espacial no hacen perder peso ontológico ni significación existencial a tal hecho. Bien nos lo advertía el Santo Padre a los sacerdotes en su Carta dirigida a nosotros el Jueves Santo de este año.

Cristo es el único tiempo sagrado de la tierra. Y Cristo, a diferencia de los otros tiempos, que no dejan de contener la presencia de Dios, pero que se sitúan en el ámbito del "jrónos", es la plenitud de los tiempos, el "kairós" sagrado por excelencia.

Cristo ha devuelto así al hombre, al tiempo y al espacio la posibilidad de desarrollar el dinamismo interno de la teleología impresa en ellos por Dios en el principio, posibilidad que se había perdido por el pecado. De no haber sido así, tendría razón Sartre cuando define al hombre como "una pasión inútil".

No en otro sentido hay que entender la palabra de aliento del Apóstol de los Gentiles a los fieles de Roma: "Sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto" (Rm 8, 23) "en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción" (Rm 8, 22) y de conocer "la manifestación de los hijos de Dios" (Rm 8, 19).

Esto supuesto, volver la mirada hacia atrás y fijarla en Jesucristo deja de ser un acto arqueológico y retrógrado, y pasa a convertirse en memoria "subversiva" y "revolucionaria", en conciencia crítica de todo presente falso, en conciencia proléptica y teleológica, plenamente autoconsciente del futuro de Dios en la historia y de las mediaciones verdaderas para acceder a él.

Por el contrario, alejarse de Cristo, creyendo que un hecho pasado y distante en el espacio no nos afecta de modo intrínseco y necesario, es desechar la roca firme desde la que poder juzgar con fundamento la mayor o menor densidad del presente y poder construir nuestra casa futura. Cuando esto ocurre, la apertura al futuro se convierte en una huida hacia adelante sin norte ni fundamento. Es lo que tristemente ha sucedido en nuestras sociedades postmodernas, ayunas de toda historicidad y en constante huida de sí mismas hacia un futuro ciego, que termina, a la postre, por hundirlas en el vacío.

La vuelta a Cristo es, por tanto, la condición de posibilidad de nuestro ser-en-el mundo, para no sufrir el mal de la reificación, y la condición de posibilidad de nuestro hacer camino hacia la verdad y la vida. Bien lo hace notar el anciano Simeón cuando, a la vista del Niño Jesús, llevado en brazos de María, su madre, exclama en el templo: "Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel" (Lc 2, 29-32).

Y, siguiendo a Simeón, dice el Concilio a los hombres de este último cuarto de siglo: "Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre por el que ésta deba salvarse. Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se hallan en su Señor y Maestro" (GS 10). Cristo y sólo Cristo es la piedra angular (Hch 4, 11) del hombre, del mundo y de la historia.

Cristo afecta, pues, a los hombres de todos los tiempos y de todas las geografías. Por Él conocen la salvación los que vivieron antes de su venida en carne. No otro es el sentido de la bajada de Cristo al seno de Abraham, en donde los justos esperaban el acontecimiento del misterio pascual del Señor para ver santificadas sus buenas obras y poder salir de sus sepulcros en dirección al Cielo (Mt 27, 51-53). Por El suben al Paraíso sus contemporáneos. Es el caso del buen ladrón (Lc 23, 42-43). Y por Él llegaremos también nosotros, si somos fieles, a la resurrección y a la vida.

E) El conocimiento del futuro absoluto del hombre y de la posibilidad de caminar hacia él.

Finalmente, Cristo, centro y eje de la historia, respeta en su venida en carne el ser de la persona humana: su inteligencia y su libertad, su temporalidad y su mundaneidad, el sagrario inviolable de su conciencia moral.

El Hijo de Dios, al encarnarse, no se impone al hombre y al mundo. Por eso, la encarnación tiene lugar en "kénosis", que es la autodonación de Dios al hombre no en forma divina, sino en forma humana. Tal "kénosis" atraviesa toda la vida de Cristo: desde la encarnación a la cruz. Como dice Pablo en su carta a los Filipenses, "Cristo, siendo de condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. Al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres y pasando por uno de tantos. Y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte en cruz" (Flp 2, 6-8). Sabiamente comenta el Papa: "Este hacerse uno de los nuestros del Hijo de Dios acaeció en la mayor humildad. Por ello no sorprende que la historiografía profana, pendiente de acontecimientos más clamorosos y de personajes más importantes, no le haya dedicado al principio sino fugaces, aunque significativas, alusiones" (TMA 5).

Este respeto de Dios al ser del hombre, que se concreta en mostrársele en forma humana, tiene su fundamento en que Dios, a diferencia de los dioses del Olimpo griego, no se manifiesta al hombre para deslumbrarle con el fulgor de su gloria, sino porque se preocupa de él y lo busca. No olvidemos que Dios es amor y que el hombre es el único ser de la creación al que Dios amó por sí mismo.

Llevado, pues, del amor, Dios busca al hombre porque éste se ha extraviado, y Dios quiere inducirlo a abandonar los caminos del mal y a volver a la casa del Padre (TMA 7), sobre todo ahora, en el tiempo de la salvación, cuando ya es posible el retorno. Y Dios quiere que sea el propio hombre el que, ayudado por su gracia, se levante y se convierta. El no quiere sustituirle en el proceso de conversión. Por eso hace que la encarnación de su Hijo sea en "kénosis". De este modo abre para el hombre un plazo de gracia, el plazo que media entre la encarnación misma, cuyo culmen es la cruz, y la venida del Hijo con todo poder y majestad al final de los tiempos.

En ese plazo de la gracia vivimos los hombres, debatiéndonos entre el pecado y la santidad, tentados constantemente por el mundo, el demonio y la carne, nuestros mortales enemigos, pero con la fuerza suficiente de Cristo para no sucumbir y para, llegado el caso, levantarnos de la caída.

El tiempo en que vivimos, tiempo del "ya", pero también del "todavía-no", es un tiempo de esperanza en la segunda venida del Señor y un tiempo de conversión constante a su primera venida. Porque el existir desde la ley de la Encarnación y de la cruz nos abre el camino que conduce a la Resurrección.

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