VIDA
SaMun


I. Concepto de vida en las ciencias natu
rales y en la filosofía de la naturaleza

1. Dentro de las ciencias naturales no puede darse aún una respuesta definitiva a la cuestión sobre la v., pero son posibles amplias caracterizaciones de lo típico de la misma. La v. está ligada al protoplasma, que es la más alta forma conocida de organización de la -> materia. El protoplasma consta fundamentalmente de un complicado sistema de estructuras y funciones, que se presentan en albúminas, ácidos nucleicos, hidratos de carbono, grasas, hormonas y enzimas. Esta materia viva no se presenta nunca informe, ni siquiera en sus etapas más sencillas, sino que siempre aparece en una organización celular. Ese esquema celular hace que la vida sólo exista individualizada. En la célula, cuyo tamaño varía entre 0,001 mm hasta 500 mm, puede distinguirse una membrana, un núcleo y un cuerpo celular, con sus organoides. Los elementos más importantes dentro de la célula son el plasma fundamental (hialoplasma), con sus inclusiones, que son de gran importancia para los procesos químicos, y el plasma nuclear (carioplasma). Juntamente con el agua y los iones de compuestos inorgánicos, otros diversos compuestos orgánicos, generalmente como albúminas, constituyen el hialoplasma. Estas últimas albúminas proceden de las innumerables posibilidades combinatorias de los (aproximadamente) 20 aminoácidos, que, por su número y ordenación (secuencia), dan las más diversas estructuras macrocelulares y así pueden producir cualquier modalidad específica de las albúminas. El carioplasma, con estructuras de trabajo y de transporte, está construido por albúminas y por los ácidos típicos del núcleo: el desoxirribonucleico (ADN) y el ribonucleico (RNA). Las unidades fundamentales de los ácidos nucleicos son los llamados nucleótidos, que constan de un grupo de las pentosas (azúcar), de un gru po de ácido ortofosfórico y de una de las cuatro bases orgánicas del grupo pirídico y purínico. Sobre 1000 000 de tales nucleótidos se polimerizan en polinucleótidos y en esta asociación constituyen innumerables posibilidades de variación.

Gracias al llamado modelo Watson-Crick, ha sido posible representarse más precisamente la estructura de estos polinucleótidos; según ese modelo, los polinucleótidos constan de dos cadenas que se unen a manera de hélice en torno a un eje común. Cada una de estas cadenas se ajusta a la otra, como cerradura y llave, por las bases nucleares que en cada caso se presentan únicamente en determinadas posibilidades de emparejamiento. Estos polinucleótidos del núcleo, al pasar de la forma de trabajo a la de división, experimentan un cambio de forma, y se hacen microscópicamente visibles como cromosomas en algunos estadios de división de las células. El número y forma de los cromosomas es constante en la especie.

Sobre estas y con estas estructuras celulares, (de las que sólo hemos mencionado una selección) se desarrollan los procesos de la v., cuya base está formada por el metabolismo celular, que se divide a su vez en anabolismo (metabolismo de materia) y catabolismo (metabolismo de energía). El anabolismo produce la asimilación de materias extrañas y las convierte en materias del propio cuerpo. Aquí se da por lo general una síntesis de materias sencillas en otras más complicadas. De la mitad hasta dos tercios de estos productos sintéticos son albúminas de las enzimas. La restante albúmina sintetizada sirve de materia constructiva y está en lo sucesivo sujeta a constantes transformaciones y finalmente a una destrucción. Este proceso de asimilación representa un consumo de energía, que es alimentado por el catabolismo. Agente y fuente de la energía necesaria es la adenina trifosfato (ATP). El más importante proveedor de energía es la respiración celular o la oxidación biológica, por la cual los medios de nutrición recibidos de manera autótrofa (plantas) o beterótrofa (animales), en la medida que no se consumen en el anabolismo, se traducen en la forma de energía adecuada a la vida.

Por el metabolismo celular el organismo está en constante relación con su medio, y puede desarrollar y mantener frente a éste las aptitudes importantes para la conservación de la v., que en síntesis pueden caracterizarse como sigue. La materia viva forma un sistema temporalmente continuo, tanto en el plano individual como en el de la especie. Por el anabolismo se opera entre otras cosas un crecimiento del plasma fiel al modelo originario, lo cual constituye la base de nuevas formaciones celulares por el proceso de la división de la célula. Pero la materia viva es continua también en su proceso de propagación, por el que es potencialmente «inmortal». El ADN es el agente principal de las informaciones hereditarias, que producen la identidad, y puede transmitirlas exactamente copiadas por la idéntica reduplicación dentro del proceso de división de la célula y de su propagación. Sin embargo, la constancia de las informaciones hereditarias del ADN, la cual produce la constancia de la especie, no es absoluta, sino que está sometida al proceso de mutación, por el cual las disposiciones hereditarias, en proporciones estadísticamente captadas, se modifican a saltos, aunque generalmente por pequeños pasos; lo cual constituye el punto de partida para la -> evolución de los seres vivos. Por el metabolismo celular el ser vivo se hace activamente movible; es más, se hace capaz de contraer sus partes macromoleculares, contracción que es la base de toda movilidad activa del organismo. La movilidad misma se especifica según la diferenciación y las consecuencias funcionales de las células. El fundamento es la transformación en energía mecánica de la energía química puesta a disposición por la ATP.

Otra propiedad de la materia viva es la respuesta específica al estímulo. Por esta respuesta el organismo puede afirmarse como individuo o como especie frente al medio,aunque dentro de límites determinados. En el sistema vivo no hay oposición o mera yuxtaposición de estructura y función; lo vivo es un fluir constante; las figuras vivas no son, sino que se hacen, constituyen un constante fluir de materia, energía e información. Este fluir se mantiene en armonía mediante un ordenado equilibrio de fluencia. Por ese equilibrio el organismo vivo se convierte en un sistema abierto que está en constante intercambio material, energético e informativo con su medio y, sin embargo, permanece constante a largo plazo (análogos sistemas abiertos pueden encontrarse también fuera de lo típicamente vivo). Este equilibrio de fluencia, con su movimiento de entrada y salida, domina todos los estadios de lo vivo, hasta los modos de comportamiento «psíquico». En tal equilibrio el organismo puede adaptarse y garantizar así su persistencia y su evolución individual y específica. El acontecer en este sistema abierto es irreversible. El segundo principio termodinámico en su forma corriente no tiene vigor aquí, pues dicho sistema recibe y debe recibir una afluencia constante de energía. De este modo es capaz de realizar un trabajo constante. Causas no esclarecidas aún completamente conducen en los individuos de organización superior a la destrucción del sistema, que es la muerte. Este equilibrio de fluencia sólo se mantiene por un complicado sistema de regulación, que, como lo pone cada vez más en claro la actual investigación, obedece a leyes cibernéticas, y en el que desempeñan un papel importante las enzimas (y el sistema nervioso, en la medida en que se da). Una rígida dirección maquinal ocurre relativamente pocas veces. Predomina la regulación por medio de círculos de acoplamiento reactivo que se enlazan entre sí de muchas maneras. Sin este principio originario de regulación por acoplamiento reactivo no parece que pueda concebirse la vida.

2. La cuestión sobre la v. en la filosofía de la naturaleza se ha restringido históricamente al aspecto específico de una cuestión óntica: Frente a las estructuras materiales y funcionales inorgánicas, ¿constituyen los organismos un peculiar estrato óntico, no deductible de estratos inferiores; o bien la delimitación de los organismos es puramente convencional, y así se hace con el único fin de trazar límites entre las disciplinas por razón de la praxis investigadora? ¿Posee como v. leyes propias o está sometida exclusivamente a leyes extrañas? ¿Bastan los últimos presupuestos de la teoría de lo inorgánico para explicar las características típicas de lo orgánico, o hay que admitir aquí presupuestos especiales que no entran en la teoría general físicoquímica?

Esta cuestión acerca del grado óntico de la v. por razón de su íntimo nexo con cuestiones ideológicas generales (p. ej., el problema cuerpo-alma, el monismo, el dualismo, la teleología, la ética), en la contienda secular ha adquirido una peculiar profundidad, que seguramente no le conviene aisladamente. El gran abanico de respuestas a estas cuestiones se polariza en torno a las dos posiciones claves del mecanicismo y del vitalismo.

El mecanicismo se ha decidido a considerar las leyes fisio-químicas también como leyes eficientes de la v., y con frecuencia juzga que el origen de la primera v. puede explicarse también por un tránsito continuo desde lo inorgánico. El vitalismo reconoce en la v. un principio de operación exclusivamente suyo, que no puede identificarse con las leyes inorgánicas, y niega consiguientemente que la v. tenga un origen inorgánico. Ninguna de estas tendencias filosóficas ha logrado demostrar sus tesis ni por análisis empírico ni por análisis lógico. La discusión, a menudo acalorada, ha sufrido frecuentemente de escasa separación metodológica entre lo que es una característica de la v. y lo que es una explicación de la misma. El mecanicismo corre el peligro de descuidar ciertos fenómenos en el marco empírico de referencia de los procesos de la v., o de despreciarlos por carecer de importancia o por hallarse fuera del campo de la investigación. En cambio el vitalismo corre el peligro de creer que, con señalar características de la v., ha demostrado ya su singularidad indisoluble.

El argumento más importante contra la contienda, y contra las posiciones extremas que en ella se toman, está sin duda en que la norma de comparación para el orden orgánico, a saber, la teoría de lo inorgánico con su concepto de la materia, ha estado sometida a fuerte cambio y hoy día no puede definirse con precisión en su significación para la realidad óntica. Una disputa entre mecanicismo y vitalismo es hoy día anacrónica, aun cuando deba mantenerse vivala situación psicológica de la investigación que caracterizó en parte la contienda histórica, para que, de una parte, por un precipitado recorte no se desconozca la importancia de una investigación analítica de las causas y se abran de par en par las puertas a una loca construcción y especulación al estilo de la filosofía romántica de la –> naturaleza, y, de otra parte, por una exclusiva orientación hacia el análisis fisicoquímico no se pase por alto lo típico de los procesos vitales.

Frente a estos modos de ver, la más reciente biología teórica entra por un camino que evita las cegueras ante el problema y está caracterizada por principios heurísticos más que por enunciados sobre la «realidad». Evita una fijación metafísica de la ciencia experimental en una determinada forma de interpretar la realidad, y toma los enunciados, antaño «ontológicos», sobre los «estratos del ser» como una caracterización meramente provisional de distintos «órdenes ónticos», manteniendo abierto el problema de la explicación. La tarea de la filosofía de la naturaleza ante el problema de la v. no consiste hoy día tanto en una posición más o menos fundada en pro de una de las explicaciones clásicas de la v., cuanto en mantener abiertos los problemas, pues sólo así se tiene suficientemente en cuenta al hombre aun dentro de la investigación de la v. El hombre representa, en efecto, una forma de v. que va desde los procesos inorgánicos hasta la conducta ética, determinada por los valores y adoptada con conciencia de responsabilidad.

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Werner Bröker

II. Problemas morales

1. El derecho a la vida y el deber de vivir

Una reflexión de la teología moral sobre el derecho a la v. humana y el deber de conservarla, sobre la necesidad que ésta tiene de ser protegida y hasta qué punto merece serlo, debe examinar la manera cómo la v. se pone suficiente y ónticamente al servicio del propio desarrollo en armonía con el amor al prójimo y a Dios. Hay que partir de que en el sentido bíblico y teológico la v. debe entenderse como participación del hombre en la v. de Dios, y ello de manera que por la vida terrena del hombre se hace posible y se prepara la participación en la v. eterna de Dios. Como la salvación definitiva presupone la maduración de la v. terrena (-> gracia y libertad, -> mérito, -> obras meritorias), ésta es un factor interno del desarrollo religioso y ético de la persona. Consiguientemente, la v. no tiene un valor absoluto, sino sólo un valor relativo, en cuanto está al servicio de la personalidad religiosa y moral y de la salvación definitiva de la misma (cf. Mc 8, 35). Comoquiera que la v. es dada por Dios como oferta de salvación y el hombre no puede disponer arbitraria-mente sobre el momento en que quiera de-volverla a Dios, en principio todos los hombres en la relación de unos con otros tienen igual derecho a la v. (derechos del -> hombre) y el deber de conservarla mientras esté razonablemente al servicio del desarrollo personal.

Ese derecho tiene sus límites en los derechos de los demás hombres y sobre todo en el derecho de Dios, único a quien compete disponer autónomamente de la v. Ésta debe, consiguientemente, conservarse mientras pueda estar razonablemente al servicio del amor. Como la necesidad de poner la v. al servicio del amor tiene importancia y urgencia distinta, existe también una obligación graduada de conservar la vida.

Por tanto, en principio todos los hombres tienen igual derecho a una asistencia sanitaria tan amplia como la sociedad, de acuerdo con su evolución correspondiente, pueda prestarla razonablemente a cada uno. Cada uno además, en el marco de sus posibilidades individuales, puede atender a su salud, con tal que no lo haga a costa de sus obligaciones sociales. Una obligación en este sentido sólo existe dentro del marco de lo razonablemente posible para cada uno.

La justificación de la prolongación de una v. condenada a muerte debe, consiguientemente, medirse siempre por la posibilidad de que la prolongación de la v. del moribundo esté al servicio de su persona en armonía con su relación y obligación sociales, es decir, es lícito conservar la v. mientras ello sea conveniente para el moribundo y no se haga a costa de los demás. Así, una prolongación artificial de la v., en cuanto no sea carga excesiva para el moribundo, puede ser oportuna al servicio de la ciencia. Pero, en otros casos, una prolongación artificial que sólo puede lograrse a costa de la necesaria atención a los demás hombres, no será aconsejable si éstos necesitan urgentemente de ayuda. En ese contexto se examinará, p. ej., si el enorme gasto para trasplantes de órganos es compatible con las necesidades de la asistencia sanitaria a los hombres del tercer mundo.

Los experimentos para obtener artificialmente v. humana, lo mismo que la inseminación artificial, están prohibidas en cuanto, según previsión humana, no se abren a la v. así generada las condiciones adecuadas para un desarrollo digno del hombre (matrimonio, -> familia, control de la -> natalidad).

Pero, así como la generación responsable en el matrimonio no representa un atentado a la soberanía de Dios sobre la v., tampoco los ensayos responsables de la ciencia para investigar las leyes biológicas de los organismos vivos deben considerarse como tentativa prohibida de invadir el terreno de la competencia de Dios. Lo único que con ello hace el hombre es apropiarse los planes estructurales introducidos por Dios en la v. y ponerlos a servicio de la v. misma. Tales intentos sólo están prohibidos cuando conducen a una manipulación de la v. que no se halla ya al servicio de un desarrollo digno de la –> persona humana.

2. Ilicitud del homicidio

De todo ello se sigue que el hombre sólo puede disponer sobre la v. terrena cuando su conservación no es razonablemente compatible con el amor. Por eso, el quinto mandamiento (Dt 5, 17), tal como lo interpretan la Iglesia y sus teólogos, prohibe en todo caso como incompatible con las exigencias del amor poner fin por iniciativa propia a la vida de un hombre. Eso debe calificarse de homicidio o suicidio y es siempre pecado grave, porque atenta por propia cuenta contra la soberana decisión de Dios, interrumpiendo una v., de la que el hombre no sabe por cuánto tiempo quiera Dios conservarla.

Si no se reconoce esta referencia de la v. terrena a la v. del más allá, la ilicitud del homicidio sólo se fundará partiendo del igual derecho a la v. para todos los hombres sin distinción de personas. La prohibición de la llamada eutanasia y del suicidio sólo se explicará entonces por razón de obligaciones eventualmente existentes para con los otros, y por la reflexión de que es insensato desaprovechar incalculables oportunidades de realizarse a sí mismo.

Tal fundamentación puramente inmanente de la prohibición del homicidio, de la eutanasia y del suicidio, carece de la contundencia de la demostración teológica. Por eso no es fácil, si no es imposible, lograr en difíciles cuestiones límites, puntos de vista comunes a no creyentes y a creyentes sobre el enjuiciamiento moral de la muerte dada a hombres cuya v., según previsión humana, no merece ya ser protegida o no es digna de vivirse. P. ej., no resulta evidente para los no creyentes la ilicitud moral de la eutanasia en caso de asentimiento del que va amorir, así como del suicidio en casos extremos.

3. Homicidio indirecto

No todo acto de dar muerte voluntariamente a un hombre es un asesinato. Si uno defiende su propia v. o la de otro contra agresiones injustas, y la defiende incluso dando la muerte al agresor injusto, caso de que no exista otro medio eficaz, entonces no se prefiere arbitrariamente un v. a la otra, sino que se decide en favor de la v. inocente contra la v. del agresor injusto. Este homicidio se llama indirecto, pues directamente está al servicio de la protección de la v. inocente. Está aprobado por la tradición teológica, pues se halla en consonancia con el amor el proteger contra una destrucción sin sentido, y en caso de necesidad, aun a costa de la v. del agresor.

Esta argumentación es tanto más contundente cuantos más hombres pueden protegerse así contra una muerte injusta; p. ej., en caso de un sanguinario armado, existe el deber de matarlo antes de permitir que mate a muchos otros sin resistencia. Sin embargo, de esta argumentación no puede deducirse el deber de matar a agresor injusto antes que dejarse matar por él, porque el amor bien ordenado no necesita preferir la propia v. a la v. del otro. Más bien invita, siguiendo el ejemplo de Cristo, a entregar la propia v. antes que quitársela al otro (Jn 15, 13; cf. Mt 16, 25; Jn 12, 25). Pero sin duda queda en pie el derecho de preferir la propia v. a la v. del agresor injusto. Ahora bien, es ya problemático si se puede permitir la muerte de un hombre inocente cuando sería posible impedirla por la muerte del agresor injusto.

Incluso permitir la muerte de dos inocentes, cuando ninguno ataca al otro y uno de ellos podría salvarse por la muerte del otro, aparece problemático partiendo de ahí. Cierto que el Santo Oficio declaró (Dz 1889 1890a-c; cf. Pío xi, Casti connubii: Pío xii: AAS 43 [1951] 838s 857ss) que no puede enseñarse con seguridad (tuto doceri non potest) la licitud de la muerte dada en el caso de una indicación vital y especialmente de la craneotomía misma, aun cuando se prevea con certeza la muerte de la madre y del niño; pero con ello puso también indirectamente en claro que la prohibición de la craneotomía en ese caso no debe verse como segura. Recientemente han surgido para la moral problemas semejantes, en relación con la cuestión de hasta qué limites merece defenderse la v., por el hecho de que, por una parte, no puede asegurarse con certeza plena cuando cesa la v. terrena y, por otra parte, órganos de muertos o moribundos necesarios para la v. y capaces de vivir pueden ser puestos eficazmente al servicio de la conservación de otras v. por medio de su trasplante.

La reflexión racional parece sugerir en estos casos que tiene sentido y está al servicio de la v. matar una v. condenada inmediata e ineludiblemente a la muerte, cuando, según previsión humana, esa v. no puede ser ya base de una existencia digna, a fin de salvar otra v. que así, y sólo así, puede todavía conservarse. Por otra parte, parece que de este modo se arroga el hombre la decisión sobre v. y muerte. La cuestión de cuándo exactamente la aplicación autónoma y responsable de la razón se convierte en disposición arbitraria sobre la v., apenas puede decidirse en estos casos extremos; es decir, teóricamente está claro el límite entre homicidio directo de inocentes, que se prohíbe siempre, y homicidio indirecto, que en principio puede estar permitido al servicio de la v.; pero ese límite no puede trazarse limpiamente en la práctica. En todo caso, el acto de matar una v. sólo está justificado en la medida en que se ponga al servicio del desarrollo máximo de la v. y, al mismo tiempo, no conserve arbitrariamente una v. a costa de otra. Si tal es el caso en la craneotomía y en determinados trasplantes de órganos, es punto que apenas puede responderse definitivamente.

Puesto que el derecho a la v. no es de origen humano, y puesto que los hombres tienen el deber de ponerse lo más posible al servicio de la v., las muertes requeridas por motivos de legítima defensa sólo deberían darse dentro de lo absolutamente necesario, es decir, en cuanto sirvan al mejor desarrollo de la v. en su totalidad. Por eso, incluso una guerra defensiva se torna injusta en el caso de que, la defensa de los derechos a la v. por parte de los atacados, no esté en proporción con el aniquilamiento de vidas producido por la guerra. Por la misma razón es preferible la resistencia pasiva a la revolución violenta, que sin embargo, será lícita cuando por ella pueda evitarse un terror mayor. De lo dicho se desprende igualmente que no está justificada la pena de muerte como castigo regular.

. Protección de la vida en germen

La protección de la v. humana plantea problemas particulares en la v. en germen. Así, se discute desde el punto de vista de las ciencias naturales si ya el óvulo fecundado o sólo el implantado en la cavidad uterina posee individualidad biológica y debe, consiguientemente ser considerado como v. individual. En el primer caso, los medios de regulación de la natalidad que posibilitan la fecundación, pero impiden la implantación del óvulo, no deben calificarse como medios para impedir la concepción, sino como medios de aborto.

Desde el punto de vista antropológico cabe preguntar además si la v. biológicamente individual es ya una persona humana, pues según una concepción de Aristóteles, defendida por teólogos medievales y que gana hoy día más y más terreno, una animación sucesiva correspondería mejor a un pensamiento evolutivo (cf. J. FEINER: MySal II 581). La cuestión sobre el momento en que tiene lugar la animación del feto humano, no ha sido decidida por el magisterio de la Iglesia (cf. G. SIEGMUND, Beseelung der Leibesfrucht: LThK2 II 294). El papa Inocencio xi condenó, en 1679, la sentencia según la cual la animación no tiene lugar hasta el momento del nacimiento (Dz 1185); y León xiii, en 1887, condenó la opinión de Rosmini sobre la animación en el momento del primer acto intelectual del niño (Dz 1910). Hoy día se oye a veces la opinión de que el comienzo de la v. personal sólo puede suponerse en el momento en que el cerebro está ya tan desarrollado, que puede servir de substrato para los comportamientos específicamente humanos. Y lo mismo debería decirse sobre la duración de la v. personal terrena.

Sería, sin embargo, equivocado sacar de ahí consecuencias prácticas para una ampliación de la licitud del aborto en determinados casos (cf. CIC can. 2350 § 1). Por razón de la absoluta defensa que merece la persona humana, debería ser en efecto prácticamente cierto que en el feto no se trata de una persona humana cuando no se le conceden ya todos los derechos a la integridad personal. En otro caso la muerte dada a un feto implicaría la disposición a sacrificar, en ciertas circunstancias, la v. de una persona a valores no necesarios para la v. Ahora bien, de ningún modo tenemos la certeza de que en el feto no se trata de una persona humana en el momento de la fecundación.

Sin embargo, se ve con razón una diferencia, que cambia las circunstancias, entre la muerte de una v. no nacida y la de una v. nacida, pues en la v. no nacida hay una dependencia de la madre cualitativamente distinta de la que se da en la v. nacida, y no hay certeza de que en el momento de la fecundación se produzca ya una animación humana. Así, el aborto en general no es un pecado tan grave como el asesinato. Por eso, el derecho civil mismo concede generalmente a la v. nacida una protección legal más cualificada que a la no nacida. Sin embargo, la renuncia del Estado a perseguir penalmente la muerte arbitraria de una v. en germen, apenas puede justificarse ni a la luz del derecho político, ni a la de la moral.

De todos modos, el derecho estatal y la moral de la Iglesia debieran dejar abierta la posibilidad de producir un aborto indirecto, que directamente salvaría precisamente una v. Porque no sólo es discutida la cuestión de si realmente no es lícito provocar un aborto cuando existe peligro de que mueran la madre y el niño, sino que la Iglesia tampoco puede dar una respuesta evidente a la pregunta sobre la medida en que el uso del derecho a la propia conservación justifica un aborto indirecto, p. ej., por medicamentos que tienen como efecto secundario el aborto. A la conciencia responsable se le plantea aquí una grave tarea. En principio sólo puede decirse que en ningún caso es lícito sacrificar el derecho a la v. de uno al mero bienestar de otro. Las situaciones económicas y sociales de necesidad deben eliminarse por medidas económicas y sociales, pero no justifican la eliminación de una v. existente, aunque dependiente. También la v. que procede de violación viene de Dios, y tiene su derecho propio a desarrollarse libremente. Su eliminación irresponsable es pecado.

5. Principios de la ponderación de bienes

Si la v. es el presupuesto de toda actuación del hombre en la economía de la salvación eterna, síguese que ocupa a la postre el primer orden de valores, y que debe protegerse con preferencia a otros valores cuya realización no es necesaria para lograr la salvación eterna, es decir, la protección y el desarrollo de la v. moralmente justificables exigen siempre una ponderación de bienes. Consecuentemente, el hombre debe renunciar a la v. cuando su conservación le pondría en contradicción inmediata con el logro de su salvación eterna. Tal sería el caso si uno, para conservar su v., tuviera que apartarse de Dios o cometer cualquier otro pecado formal contra el amor y, consiguientemente, pecar directamente. En esta situación el hombre debe estar dispuesto al martirio, porque sería insensato querer conservar la v. terrena al precio de la v. eterna.

A la inversa, no puede el hombre actuar ni siquiera altos valores morales a costa de la conservación de su v., caso que la realización de éstos no sea inmediatamente necesaria. Así, debe rechazarse el duelo, por el que se pone más o menos en peligro la v., como medio legítimo para defender el propio honor, aun cuando el honor personal represente un bien más alto que la v. terrena. Para defenderse contra las ofensas, basta que los ofensores sean convenientemente castigados por los tribunales ordinarios y otras medidas de defensa que están en el marco de lo necesario y de lo razonable. El duelo entre estudiantes (Mensur) es de condenar, porque favorece el duelo propiamente dicho y expone la salud a un peligro innecesario (cf. CIC can. 2351 1240 § 1; DS 2022 2130 2571-2575).

Además, en orden a la conservación y el desarrollo de la v. no debe el hombre conservar y desarrollar lo útil y agradable a costa de lo necesario. Así, la v. misma puede protegerse a costa de grandes valores objetivos, a condición de que la pérdida de estos valores no signifique mediatamente la renuncia a lo necesario para la v. en un número mayor de hombres. Debe sobre todo renunciarse al lujo en favor de lo necesario para la v. de otros, aunque ha de considerarse aquí que cierto nivel de v. puede estar al servicio del desarrollo óptimo de la v. en general (-> propiedad).

La conservación y el desarrollo óptimos de la v. sólo son posibles cuando, además, se está dispuesto a cargar con los riesgos racionalmente calculados de la pérdida y del máximo desenvolvimiento de la v. La recta ponderación de los bienes debe tener en cuenta esto. Así, p. ej., el viajar en auto, el deporte y otras actividades pueden estar al servicio de la v., y, a la vez, no son posibles sin poner más o menos en peligro la v. y la salud corporal. Consiguientemente, deben ponderarse en la medida de lo razonable y posible sus efectos sobre la v. y la salud, y luego, a base de esa consideración, hemos de estar dispuestos a riesgos más o menos graves de la v. en la medida en que éstos pueden ponerse óptimamente al servicio de la v. en conjunto. Por eso, no debe el hombre enfrentarse ni muy a la ligera ni muy angustiosamente con el problema de la conservación de su v., pues una y otra cosa serían perjudiciales para su mejor conservación. Las reglas que en tal cálculo de riesgos debieran considerarse, han sido hasta ahora objeto de reflexión en medida relativamente escasa (cf. sistemas morales [-> moral, B], -> ética [D] de situación).

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Waldemar Molinski