SOCIALISMO
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1. S. es el nombre colectivo que quiere resumir la innegable variedad de sistemas y movimientos de crítica social. Como contenido positivo, común a todos ellos, puede sin duda indicarse que todos toman la socialitas del hombre tan en serio como su individualitas; todos se oponen a su egocentrismo, y ponen enérgicamente de relieve y urgen el cumplimiento de los deberes que le incumben tanto respecto de sus semejantes como, particularmente, respecto de las estructuras sociales a que pertenece. Así entendido, el s. comprende también la doctrina y el movimiento social cristianos, que de hecho, antes de que hubiera s. marxista, y ocasionalmente también después, recibieron el nombre de «s. cristiano». Sin embargo, se ha impuesto de modo general el uso que reserva el nombre de s. a aquellas doctrinas y movimientos que, contra la imagen cristiana del hombre rectamente entendida, según la cual éste es «fundamento, causa y fin de todas las instituciones sociales» (Mater et magistra, n.° 219), reconocen una preponderancia de la socialitas respecto de la individualitas y, consiguientemente, de la sociedad respecto del individuo, del bien común respecto del particular.

Tal preponderancia aparece muy marcada en el –> comunismo, el cual hasta tal grado exalta lo colectivo y pisotea la dignidad humana, que, hoy día, la mayoría de los socialistas no lo reconocen como la tendencia más radical dentro del s., sino que lo abominan y rechazan como traidor a él. A la inversa, hoy día muchas tendencias que se llaman socialistas se centran hasta tal punto en la dignidad de la persona, que es difícil trazar un límite preciso, es decir, decidir si tienen aún una escora hacia el colectivismo y han de designarse como socialistas, en el sentido del vocabulario antes definido, o sólo simplemente como movimientos de reforma social. Esto es tanto más cierto cuanto que los fines de las aspiraciones sociales y socialistas son en gran parte los mismos o, por lo menos, están en la misma dirección. Tampoco el radicalismo de las exigencias ofrece un criterio seguro de distinción. Así, p. ej., la doctrina social católica exige una reforma social de estructuras, mientras muchos partidos socialistas, que de tiempo atrás se han hecho «gubernamentales», se contentan con medidas de política social, las cuales no modifican la estructura de la sociedad. En países socialmente atrasados, los sindicatos cristianos son no raras veces más radicales, no sólo en sus exigencias sino también en sus medidas efectivas, que los sindicatos socialistas en los países adelantados.

Si se prescinde del s. británico, que se remonta a impulsos cristianos, hay que decir que la gran corriente del movimiento socialista brotó claramente de fuentes no cristianas; su brazo más poderoso desde mediados del s. xix, el s. marxista (hoy comunismo), fue desde el principio y sigue siendo hoy ateo militante. Para una gran parte del proletariado, el s. fue por mucho tiempo un sucedáneo de la religión. La Iglesia era tenida por aliada del capitalismo y, por ende, enemiga del obrero. Hay que confesar que la conducta de muchos cristianos y desgraciadamente, en oposición con la doctrina de la Iglesia, de una gran parte del clero, señaladamente del alto clero, se prestaba a tal impresión. Pero también los socialistas que no se declaraban hostiles a la Iglesia, en general estaban imbuidos del espíritu liberal, mundano, que era propio del tiempo. Eso quería decir el obispo Ketteler, cuando calificaba al s. de «hijo natural del liberalismo», y esta calificación conviene aún hoy día a los secuaces del s. La cosa se matiza más en los dirigentes espirituales del s. actual. Y ello es tanto más cierto desde que el s., como partido político, de representante de la clase obrera ha pasado a ser un partido popular con fines políticos generales. En la política práctica pueden tener cierto influjo oportunistas y materialistas; pero en la dirección espiritual se hallan hombres y mujeres animados de alta ética, entre ellos también teólogos protestantes de renombre; y, desde fuera, también los teólogos católicos han influido en la transformación del s. no comunista.

2. Una clara posición de la Iglesia ante el s. supone que se logre reducir a una definición única y exclusiva para todos los sistemas y movimientos sociales (un autor, Th. Brauer, cuenta 20 especies de s.; otro, W. Sombart, 100; definitio conveniens omni et soli definito). Esa reducción se ha intentado una y otra vez; el intento último y de más graves consecuencias es la definición del s. dada por Gustavo Gundlach como «un movimiento vital universal, que por sus valoraciones y medios pertenece íntimamente a la era capitalista, para traer y asegurar permanentemente la libertad y la dicha terrena de todos, por la ilimitada inserción de todos en las instituciones de la sociedad humana, configurada por la suma razón y desnuda de toda idea de dominio» (StL5 iv 1931). Esta definición sigue Pío xi en la Quadragesimo anno, cuando pone de relieve como nota esencial del s. la concepción de la sociedad humana como mera «institución de utilidad» (solius commodi causa humanam consortionem esse institutam; Q. a., n.° 118). El sentido y finalidad de la sociedad humana se agotaría en las ventajas de la división del trabajo; de ahí que el s. sacrifique los bienes superiores del hombre, y en especial su libertad, «a las exigencias de una producción de bienes absolutamente racional». Esta renuncia a la libertad que lleva consigo el proceso de producción, se compensaría y superaría por la mayor libertad con que podría el hombre configurar su existencia gracias a la máxima abundancia posible de bienes a ese precio comprados. A ello opone Pío xi que semejante concepción económica y utilitaria de la sociedad sólo podría llevarse a cabo por el empleo de una violencia extrema, pues no ofrece base para una auténtica autoridad y, por tanto, no deja tampoco en la sociedad lugar para Dios (Q. a., n.° 119). De hecho, tal concepción es incompatible con la visión cristiana del mundo y del hombre. En el orden de la creación y redención, Dios es Señor no sólo del individuo, sino también de la sociedad humana.

3. Se discute que se haya dado nunca el s. «típico e ideal», que se describe en la Q. a. Indiscutiblemente se dieron ya en 1931 corrientes socialistas en que no aparecían las notas señaladas por la encíclica y que, por ende, no eran alcanzadas por la condenación que se fundaba en ellas; así, indudablemente, el s. laborista inglés, como pronto lo confirmó el arzobispo de Westminster; lo mismo hay que decir sin duda del s. escandinavo. En otros países, señaladamente latinos, se preguntó, apenas salida la encíclica, dónde estaba aquel socialismus mitigatus que, según la misma encíclica, estaba tan purificado tanto respecto de la lucha de clases como de la propiedad, que, en ese sentido, se hallaba en la línea de la doctrina social cristiana. Es innegable que la encíclica tenía ante los ojos al s. «revisionista», es decir, a un s. que no era ya marxista ortodoxo, aunque arrastraba aún consigo residuos más o menos marxistas, tal como se propagaba entonces en Alemania, pero no había alcanzado aún la actual madurez del s. democrático liberal. Sus partidarios, en su mayoría de espíritu profano, veían en una economía organizada en gran parte forzosamente el medio apropiado para levantar la producción al más alto nivel posible, y asegurar su distribución «justa» o equitativa. Sin embargo, queda dudoso que vieran realmente el fundamento de la sociedad en la necesidad humana de complemento y en la utilidad que consiguientemente resulta de la división del trabajo, y no reconocieran también la disposición natural del hombre para la sociedad y para los valores que sólo en ella son teórica y fácticamente posibles, y, por tanto, la fuerza obligatoria del bien común. Sea como fuere, la actual versión del s. democrático liberal, que ha pasado por ulteriores purificaciones, rechaza con la mayor resolución la concepción económica y utilitaria de la sociedad y hasta se horroriza de ella, y ve en el cuadro trazado por la encíclica Q. a. rasgos en parte capitalistas y en parte comunistas, pero no puede en modo alguno reconocerse a sí mismo en ellos.

4. El «tipo ideal» de s. descrito en la Q. a. corresponde sin duda exactamente a lo que, en la Pacem in terris (n.0 159), designa Juan xxiii como formula disciplinae que, postquam definite descripta est, iam non mutatur. Pero Pío xi se anticipó ya a lo que allí mismo se indica, a saber, que los movimientos (incepta) nacidos de tales falsa philosophorum placita cambian también inevitablemente y, por ello, su juicio de que el s. es siempre inconciliable con la doctrina católica, va provisto de la cláusula: si veremanet socialismus (Q. a., n.° 117). En el sentido de la formula... del inite descripta empleada en la Q. a., el actual s. democrático liberal ya no es s. A ello corresponde que, en Mater et magistra, sólo brevemente y en discurso indirecto relata Juan xxiii la posición de su antecesor respecto del s. (n.0 34), sin que se la apropie en la parte doctrinal de la encíclica. De ahí, claro está, no se sigue que el actual s. democrático liberal sea en todas sus partes conciliable con la doctrina católica; permanece en pie particularmente (en mayor o menor grado) la gravísima advertencia de Pío xi sobre el s. cultural, en cuyo principio está el liberalismo y en cuyo término el bolchevismo. Esa advertencia afecta a algunas e incluso a la mayoría de las tendencias del s. actual.

5. Un juicio global sobre el s. está hoy día más vedado que nunca, desde que, en los países afroasiáticos de reciente independencia, han surgido movimientos que se llaman a sí mismos socialistas, pero que apenas si tienen puntos de contacto con lo que hasta ahora se ha solido entender por s. aun en el más lato sentido de la palabra. A ese s. afroasiático no le interesa — por lo menos no le interesa en primer lugar — la crítica social, ni siquiera la crítica del capitalismo, sino la variedad de problemas con que tienen que enfrentarse estos pueblos. Su actitud es más anticolonialista que crítico-social. El s. parece tener para ellos el sentido de algo así como un «tercer camino», que ha de conducir entre el industrialismo, imperialismo y colonialismo europeo y americano, por una parte, y el comunismo ruso y chino y su colonialismo, por otra. Una condenación global del s. por la Iglesia en estos pueblos sólo produciría malas inteligencias y una confusión sumamente lamentable.

6. Tampoco puede darse una respuesta global a la cuestión de si el s. es una ideología (filosofía o concepción del mundo) o por lo menos está fundado ideológicamente. El -> marxismo (materialismo dialéctico e histórico) pretende claramente un rango ideológico. En la vida de muchos socialistas democrático-liberales, para quienes su s. no es ningún sucedáneo de la religión, el s. es un conjunto de máximas éticas, que marcan en medida decisiva su pensamiento y su acción. Pero las fuentes últimas ideológicas de estas máximas no son siempre las mismas. Tanto el manifiesto de Francfort de la Internacional socialista, el 5-7-1951, como el programa fundamental de Godesberg de la democracia social alemana (1960), recalcan que puede venirse al s. no sólo desde el análisis social de Marx y de otro cualquiera, sino también desde el terreno del humanismo y de la fe cristiana revelada; y un teórico de primera fila (W. Eichler) manifestó una vez que no hay una ideología propiamente socialista, pero que sin un fondo ideológico no se puede ser buen socialista. Hay aquí un problema que no está definitivamente aclarado: ¿Puede un movimiento social general, puede un partido político contentarse con reconocer o postular determinados valores, sin fundarlos en sus razones últimas ni tomar posición respecto de sus últimos fundamentos, dejando esa tarea a la discreción de sus secuaces, con lo que queda abierto a los adeptos de más de una ideología; o bien debe, como movimiento o como partido político, tomar también él una posición ideológica — más o menos estructurada — y limitar así sus secuaces a los adeptos de dicha ideología? En una sociedad ideológicamente homogénea, p. ej., en un Estado de fe católica, no puede plantearse esa cuestión. La cuestión se plantea sólo en una sociedad ideológicamente pluralista; un s. que no es ni quiere ser ideología, hace ineludible la discusión de dicha cuestión.

7. Peculiar es la actitud de la teología protestante respecto del s. Muchos pastores protestantes se adhieren al s. democrático liberal y, evidentemente, no hallan dificultad en conciliar los fines y máximas del mismo con su fe protestante; es más, para muchos de ellos tales fines y máximas son la concreción de la ética social protestante. Entre los principales teorizantes del s. se cuentan teólogos, algunos de los cuales han construido sistemas de un «s. religioso». Más difícil de entender es la actitud de algunos teólogos protestantes respecto del marxismo (comunismo ateo). Es evidente que ningún teólogo protestante afirma o profesa el ateísmo; pero muchos de ellos opinan que la crítica social comunista contiene mucho de verdad («cosa que jamás han negado los sumos pontífices»: Q. a., n.° 120), y censuran con razón muchas cosas en las que los cristianos se han descuidado de poner orden. Así este s. (comunismo) nos viene como una vara de Dios, y por eso no debiéramos tanto combatir lo que tiene de impío, cuanto doblegarnos bajo la dura vara y reparar nuestras faltas y negligencias. El católico puede replicar a todo esto con la palabra del Señor: Hacer lo uno y no omitir lo otro.

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Oswald von Nell-Breuning