SÍMBOLO
SaMun


1. Etimológicamente la palabra procede de usos jurídicos antiguos. Dos partes de un anillo, de un bastón o de una moneda servían al juntarlas (sym-ballein) como signo de reconocimiento y legitimación de un forastero que invocara un pacto de hospitalidad (tessera hospitalis). Por eso la palabra recibió la significación de pacto; y en el lenguaje eclesiástico indica la comunidad de confesión, la formulación — fijada preceptivamente — de la fe (-> símbolos de fe), y luego también utensilios, imágenes y actos en que se expresa la fe. A partir de la ciencia de la religión, de la psicología, de la ciencia del arte y de la literatura, así como de la teoría de la ciencia y de la lógica, el concepto ha recibido hoy tal amplitud y pluralidad de significados que, p. ej., incluso los signos operativos de cálculos logísticos se llaman símbolos. Prescindiendo de la terminología lógica, el s. se distingue del signo, como concepto más amplio y formal, por su mayor «adecuación» (debida a la naturaleza de la cosa misma o a una convención), es decir, por una «cercanía» mayor (arbitrariedad menor) del signo visible a lo significado. En cada caso esta delimitación no siempre será clara, pero indica, no obstante, su cualidad propia, el contenido de sentido del s. frente al signo meramente significante; y al mismo tiempo indica también los límites y el carácter problemático del símbolo.

2. a) Fundamento antropológico. El s. en el sentido precisado se basa en la constitución esencial del hombre como ser espiritual, corporal y comunitario. Por ello los s. particulares en su multiplicidad incalculable han de ser examinados desde la simbolización por la que se ponen, del mismo modo que las palabras pronunciadas deben ser analizadas a la luz del acto de hablar (la «palabra pronunciada»: logos, en virtud de la cual el hombre es hombre). S. en este sentido originario (como simbolización, es decir — según se mostrará más tarde — como experiencia y a la vez posición del s.) debería entenderse en consecuencia como (auto)realización de la libertad. Por consiguiente, el s. no remite a otro, sino que en él se pone — como en algo que siendo distinto pertenece al ponente mismo — una realidad que está presente en lo puesto y, sin embargo, no se agota completamente en ello. En tal antropología la concepción hegeliana de la alienación (del concepto, en cuya naturaleza radica el «manifestarse») se convierte en el «s. real» de K. Rahner, cuyo caso primario está representado por el cuerpo humano y los actos corporales en las fundamentales tomas personales de posición (amor, fe, odio...).

Hay que destacar con igual claridad el momento de la interpersonalidad en la realización del s. No sólo en el sentido de que la libertad que se pone a sí misma con su «palabra» se dirige necesariamente a otros, sino, más todavía, en el de que nunca se pone solitariamente a sí misma. Hegel ha mostrado igualmente que «configuración» significa limitación, que el límite no pertenece a uno solamente, sino a dos como mínimo, y que el yo, por consiguiente, sólo en el otro llega a sí mismo. Sin embargo, hay que oponer al idealismo alemán, de acuerdo con el pensamiento dialogístico del s. xx (y ya con la filosofía posterior de J.G. Fichte) que el «encuentro de sí mismo» en el otro no sigue una sola línea, sino que transcurre esencialmente en dos direcciones: de igual manera que el yo en el tú, el tú se encuentra en el yo por la realización común de un s., y ambos no sólo se encuentran a sí mismos, sino que se encuentran en su referencia mutua, en su comunidad. Y esta comunidad llega a sí misma en su realización común, es decir, para cada uno la posición de un s. también es siempre experiencia de un s., y viceversa.

S. es la realidad única de la libertad entre «dos» o «muchos» (como realización en el sentido de dar y recibir a la vez). En este hecho se basan sus determinaciones ulteriores: su plenitud, su delimitación, su historicidad. El límite del s. radica en su diferencia respecto de lo simbolizado o, mejor dicho, respecto del que se simboliza en él. Se rechaza con razón la expresión «mero s.» (a la que se opone, p. ej., Tillich), pues el s. contiene «más» de lo que en él se dice palpablemente (es aparición, presencia, posición de sí mismo...); pero no es de lleno lo que se hace presente en él. Si el s. se toma por lo simbolizado, surgen las formas falsas del fetichismo y de la idolatría, el s. se hace un «ídolo». Si se desconoce la presencia real de lo simbolizado en el s., nacen entonces las formas falsas de «pura interioridad» en las tendencias iconoclastas, el s. se convierte en mero signo, en una «cifra». Pero tampoco pueden absolutizarse determinados s. como «dados por la naturaleza». Los s., en cuanto configuraciones de la libertad, son históricos, es decir, pueden «envejecer», quedarse «vacíos», tan pronto como la libertad (tanto individualmente como en el sentido de una época histórica) se afirma de otra manera. Por esto es imposible una visión sistemática del s. que vaya más allá de un marco sumamente formal; todo puede hacerse material de la propia realización, no de forma arbitraria, ciertamente, sino dentro de los límites obligados del existir histórico, cuyo olvido convierte los s. en alegorías. Aquí se abre el campo de trabajo de la investigación empírico-histórica de los s. en la religión, el arte, la literatura, el derecho, la política y Ios usos populares, así como en la vida anímica individual y supraindividual.

b) Mundo simbólico. Bajo la perspectiva antropológica se muestra ya una gradación de los s., que va desde el cuerpo hasta la palabra o el gesto expresivo libremente elegidos (aquí tiene también su lugar la distinción entre s. en sentido estricto y concepto, e igualmente la cuestión del s. de la técnica, la cual no puede considerarse en mera oposición con él). Igual que todos los conceptos fundamentales, también el s. es un concepto análogo y envolvente, y con ello se muestra inmediatamente la función del s. en la constitución del -> mundo (cf. la cuestión del «límite» entre cuerpo y mundo), y su acción seleccionadora e integradora en sus diversas configuraciones (juego). Además la perspectiva antropológica posibilita también una comprensión de la naturaleza — y principalmente del mundo — como s., el cual no puede suprimirse sin más como si fuera un antropomorfismo ingenuo. Así la biología investiga los s. en la conducta animal, en la forma de los animales (Portmann), en la estructura de las plantas (p. ej., en las inflorescencias referidas a los animales). Por encima de estas relaciones particulares inmanentes, las cosas, las relaciones y los sucesos del mundo siempre se han presentado al hombre como s. de sí mismo y de lo totalmente otro, de lo -a santo. Principalmente el arte expresa la primera experiencia (cf. también los resultados de la investigación de leyendas o de la psicología profunda); la segunda experiencia es expresada en los mitos y en el culto de la religión. Y del mismo modo que aquí el arte de algún modo expresa también la segunda experiencia y la religión da expresión a la primera (p. ej., en los mitos de la creación del mundo a partir del cuerpo de un hombre originario o de un gigante), así también un pensamiento que parta de la tradición cristiana puede reflexionar expresamente sobre ambos momentos en su unidad. Puesto que, según la Escritura (Gén 2, 19ss), Adán da sus nombres (su esencia) a las bestias, no tiene por qué calificarse de subjetivismo idealista el decir que el mundo (y el hombre mismo) como «palabra» del creador es esta palabra únicamente en cuanto percibida por el hombre y pronunciada juntamente por él; o el decir, por consiguiente, que el mundo es s. de la unidad y posición entre la libertad finita y creada y la divina y creante, no en el sentido de dos socios en un mismo plano, pero sí en el de que la libertad creadora crea libertad, es decir, se crea un «socio». Por tanto el mundo es el devenir real de la historia de «ambas» libertades. Pero ese pensamiento sólo queda legitimado a partir de la teología.

3. En el hecho de que las cosas han sido creadas (para -> gloria de Dios, la cual se pronuncia con palabras en el hombre) se basa su pertenencia mutua, su «semejanza» (-> analogía del ser), en virtud de la cual una cosa puede representar a otra. Como creadas todas las cosas son, cada una a su manera, vestigia Dei, aparición visible de su naturaleza invisible (Rom 1, 20). Pero el s. originario de la teología cristiana (que da nueva plenitud a la imago Dei en el hombre) es el Logos encarnado, viendo al cual se ve al Padre (Jn 14, 6-10). Así Cristo proclama, no la liberación del s., sino su redención. Diferencia e identidad (dialogístico-personal, «pneumática»), interpersonalidad e historicidad del s. alcanzan aquí su cima insuperable. A la vez, en la «plenitud» misma del s. (aunque no totalmente en su apropiación) se supera la tentación de idolatría, así como la de su conversión en puras cifras vacías. Ante todo, aquí forma del s. y realidad del mismo se han tornado idénticas,es decir, por lo menos en Cristo mismo el s. obra lo que dice y engendra lo que muestra (es positum et receptum no sólo valide, sino también fructuose, citando sumariamente la teología sacramentaria), y supera así, su limitación congénita, su ambivalencia.

Además de la «plenitud», este s. tiene también «validez universal», es decir, la fuerza de evocación propia del s. (sobre todo a diferencia del concepto) trasciende aquí todos los límites de época, de cultura y de cualquier otro tipo, no en virtud de una atemporalidad abstracta, sino como «centro» de la historia, no como concepto más universal, sino como «nombre» para todos (Flp 2, 9ss; universale concretum). El carácter encarnatorio y simbólico de este centro también es luego la ley de su repercusión histórica en la visibilidad del s. de la -> Iglesia, de la fe, de los -> sacramentos, de los -> sacramentales, etc. (cf. también especialmente -> eucaristía donde, en la cuestión de la presencia real, a partir de tal comprensión del s. los enunciados de la fe pueden esclarecerse con sentido y profundizarse antropológicamente; y por cierto de tal manera que lo sustancial en la doctrina tradicional no sólo no quede vaciado en aras de lo «personal», sino que se conserve de lleno como momento material natural en el fenómeno conjunto de lo personal). Como ya se ha insinuado, vuelven a surgir en esta historia las citadas tentaciones respecto del s.; sin embargo, en principio están superadas aquí (Mt 16, 18; 28, 20), aunque sólo «en esperanza» (Rom 8, 24).

La «nueva tierra» sin templo (Ap 21, 22) no se ha convertido todavía en realidad sin velos, y así la separación entre lo sagrado y lo profano está todavía en vigor. Pero precisamente la tierra nueva significará, no el final, sino la consumación del s., la plena unidad entre el reino del hombre y el -> reino de Dios, entre el reino del Hijo y el del Padre (1 Cor 15, 18), la inmediatez mediada en la «permanencia» del Hijo encarnado. Así la teología cristiana del s. está siempre bajo la perspectiva de la escatología, y no sólo bajo la de la creación y encarnación.

En definitiva este «final» es plenitud del s. por cuanto no conduce a la claridad del haber visto, ni a la penetración finalmente lograda del conocimiento, sino al reconocimiento de la libertad que hace donación de sí misma y aprehende al sujeto que la recibe. La diferencia, característica del s., entre comprensibilidad e incomprensibilidad se descubre aquí definitivamente, no como dicotomía de dos «mundos» la cual deba superarse, sino como evento de la libertad originaria, que se da sin agotarse, que se revela como -> misterio santo.

BIBLIOGRAFÍA: E. Cassirer, Filosofía de las formas simbólicas (F de C Econ Méx); W. Müri, SYMBOLON (Berna 1931); H. Loof, Der Symbolbegriff in der neueren Religionsphilosophie und Theologie (Kö 1955) (hihi.); F. Herrmann (dir.), Symbolik der Religionen, 15 vols. (St 1958-1967); 1'. Tillich, Gesammelte Werke, espec. 1 y V (St 1959ss.); Rahner III 47-60 (Eterna significación de la humanidad de Jesús para nuestra relación con Dios), IV 283-322 (Para una teología del símbolo); Symbolon. Jahrbuch für Symbolforschung (St 1960 ss.); H. H. v. Balthasar, Herrlichkeit, 4 vols. (Ei 1962 ss.); St. Wisse, Das religiöse Symbol (Essen 1963); M. Becker, Bild — Symbol — Glaube (Essen 1965); B. Welle, Auf der Spur des Ewigen (Fr 1965) espec. 49-151; K. D. Nörenberg, Analogia Imaginis (Gü 1966); Ph. Rech, Inbild des Kosmos, 2 vols. (Sa 1966); D. Forster, Die Welt der Symbole (I 21967); C. G. Jung, Der Mensch und seine Symbole (Olten - Fr 1968); J. Splett, Sakrament der Wirklichkeit (Wü 1968); ídem, Symbole et liberté: L'Hermeneutique de la liberté religieuse (bajo la dir. de E. Castelli) (R - P 1968) 103-123; W. Heinen (bajo la dir. de), Bild — Wort — Symbol in der Theologie (Wü 1968); F. Soria, Sobre signo y símbolo, en Est Fil 14 (1965) 565-590.

Jörg Splett