SANTOS, HISTORIA DE LOS
SaMun


I. Historia de las religiones

Entre las formas bajo las que se hace presente lo -> santo, el hombre ocupa una posición central (–> antropocentrismo): el hombre en general, el hombre en una situación o estado especial (niño, moribundo), en determinados oficios y funciones (sacerdote, profeta, guerrero, rey), y finalmente el individuo en el que (sobre todo por medio de -> milagros) se experimenta el poder divino en forma sorprendente: el santo. Parece a primera vista que esta presencia de poder divino no debe entenderse desde un punto de vista personal-moral, sino más bien como una realidad mágica. Según van der Leeuw (263 265), el santo es «ante todo un hombre cuyo cuerpo posee propiedades divino-humanas», es «ante todo un cadáver o parte de él» (porque así está de la manera más disponible). Los santos son muertos con poderío, por cuyo sepulcro y reliquias se preocupan los hombres. Así sobre todo en el budismo, pero también, p. ej., en Grecia (Edipo en Colonna). Pero el poder divino puede presentarse también en un hombre vivo, sin que tengan que manifestarse determinadas condiciones previas para ello; pues puede alcanzarse por medio de la ascesis, de la continencia, del estudio, así como por vocación, por consagración, por grave sufrimiento, por «inutilidad», o por un crimen sobrehumano. De este modo la manifestación de la santidad llega desde las grandes figuras de los fundadores de religiones (Buda, Zoroastro, etc.) hasta lo demoníaco. El santo se encuentra aquí en una situación tan ambigua como lo santo que actúa en él.

II. Santidad cristiana

Por cuanto a lo largo de la historia de Israel lo santo adquiere una faz inconfundible: en la inviolable dignidad y elevación de la majestad del «Santo de Israel», también el hombre santo adquiere una forma que sale ya de la luz ambigua de la historia de las religiones y se manifiesta como la realidad suprema de la existencia humana.

1. El Santo: Cristo

En este sentido el «Santo de Dios» (Mc 1, 24) es el Hijo, Jesucristo. El que le ve, ve al Padre (Jn 14, 9; en él habita de manera inmediata el misterio de Dios: el ser y la esencia de Dios en su intangible incomprensibilidad y extrañeza, que a la vez, en cuanto tal, quiere aproximarse y confiarse a nosotros (-> misterio). Y así como en Dios mismo la santidad esencial penetra y domina todo su querer y obrar, de igual modo en Cristo, no sólo se hacen presentes el poder y la excelsitud del Padre («el dedo de Dios» [Lc 11, 20] en sus acciones prodigiosas) sino que la dignidad, la pureza y la «verdad» de este poder se traducen a sus palabras y a su acción: «¿Quién de vosotros me arguirá de pecado?» (Jn 8, 46).

2. Cristo: posibilidad y medida de la santidad

Pero Cristo no vino para su propia gloria (Jn 8, 50), sino para «santificar» a aquellos que el Padre le da (Jn 17). La ley de santidad de la antigua alianza (Lev 17-26) había establecido ya la exigencia: Sed santos, como yo soy santo. Los justos se llamaban los santos (p. ej., Dt 33, 3; 1 Re 2, 9; Sal 29, 5). Pero precisamente ellos comprendían en toda su agudeza la imposibilidad de cumplir el mandato de la santidad. Aguardaban el día del Señor, en el que él derramaría el espíritu de santificación, su Espíritu Santo, sobre toda carne, para santificarla (J1 3, 1-5). Ahora bien, es Cristo el que trae este cumplimiento escatológico, confirmado por su resurrección y por el acontecimiento de la fiesta de pentecostés (Act 2, 14-36). Este acontecimiento de Cristo es centro y medida de toda santidad según la concepción de la comunidad.

3. Iglesia santa

La Iglesia ve ordenadas hacia Cristo las grandes figuras de la antigua alianza, la «nube de testigos» (Heb 12, 1), desde los patriarcas, pasando por los jueces, hasta llegar a los reyes y profetas. Pero lo que en aquel tiempo sólo se concedió a unos pocos agraciados, hoy se ofrece a todos: todos los miembros de la comunidad se llaman «santos y elegidos» (cf. las introducciones de las epístolas), y la Iglesia, en cuanto comunidad en el Santo, en cuanto participación común en el Santo, es vista en la fe como la comunidad de los santos y así, en sentido pleno, como communio sanctorum.

4. Los santos en la Iglesia

Sin embargo, hay grados en la participación de la salvación que se ofrece, grados en la oblación de sí mismo por la fe, el amor y la esperanza, grados en el acercamiento concedido y en el rango otorgado de seguimiento, y grados asimismo en la manifestación de la santidad ante la experiencia de la Iglesia. Es más, en el misterioso todavía-no de la consumación escatológica, que de suyo ya está presente, pero es aún vulnerable, hay incluso pecado y defección entre los «santos», aun cuando la comunidad en su conjunto — a diferencia de la sinagoga — no puede caer del amor y de la verdad. Pero, en esa situación, hay en la comunidad hombres en los cuales se manifiesta con especial luminosidad lo que puede decirse de toda la Iglesia: que en ella Cristo ha vencido, que Satán ha sido precipitado (Lc 10, 18), que el mundo ha muerto (Gál 6, 14), y que sólo Cristo vive en ella (Gál 2, 20). La comunidad mira a estos hombres venerándolos, justa y obligatoriamente, con su gratitud y súplica (cf. culto a los -> santos). Entre ellos -> María, la madre del Señor, ocupa una posición incomparable; en su inmediata proximidad a Cristo y a su obra redentora, es ella principio y «prototipo» de la Iglesia (O. Semmelroth) y, a la vez, permanente prototipo del «seguimiento de Cristo» y de la santidad cristiana en todas sus formas de realización a través de su historia (cf. culto a -> María).

III. Historia de la santidad

Si Cristo es el «testigo fiel» (Ap 1, 5) que proclamó ante Pilato una «hermosa confesión» (1 Tim 6, 13), los santos son los grandes testigos en los que se manifiestan la fuerza y la santidad de Dios entre y ante sus hermanos en la comunidad, la cual en su conjunto tiene que ser y es testimonio manifiesto del amor victorioso de Dios (Jn 13, 34s; Act 1, 8; Dz 1794).

1. Mártires

La primera y suprema forma de este testimonio es el dado con la propia sangre en el perfecto seguimiento del Señor. Ignacio a comienzos del s. ir desea esta consumación, implorando en su carta a la comunidad de Roma que no intervenga en favor de su liberación. Y en el relato del martirio del obispo Policarpo de Esmirna (segunda mitad del s. ii) tenemos el primer documento del culto a los mártires. A partir de la mitad del s. II la palabra «mártir» designa exclusivamente al testigo de sangre. De este modo, con el culto a los mártires empieza la historia del culto a los santos. Hay que incluir este culto en nuestra exposición, pues el santo no es simplemente el justificado (definitivamente), sino el justificado al que la Iglesia conoce expresamente como consumado y al que destaca y venera de manera especial. Desde el s. II el oriente, y desde el s. III el occidente, celebra la eucaristía junto a los sepulcros de mártires famosos y recuerda sobre todo su día natal (dies natalis: el día del martirio) de la victoria de la gracia en ellos. El mártir aparece hasta tal punto como el cristiano consumado, que, volviendo la mirada hacia atrás, se considera a los apóstoles y fundadores de las Iglesias (primeros obispos) en conjunto como mártires (aun cuando algunos — como Juan — se salvaran prodigiosamente), y hasta se incluye en el culto a los mártires del AT: Isaías, los hermanos macabeos, Juan Bautista.

2. Confesores

Cuando concluyen los tiempos de la persecución, el cristianismo se convierte en religión del Estado; desde ahora ser cristiano más que un riesgo significa una ventaja. Las nuevas comunidades, que no pueden presentar testigos de sangre procedentes de sus filas, buscan mártires todavía no conocidos y tumbas olvidadas de mártires. Pero el martirio ya no puede ser una inmediata y concreta imagen directora de la vida cristiana. Se trata ahí de la medida absoluta, junto a la cual hay que desarrollar una medida segunda, «más próxima». Así la predicación de los padres de la Iglesia interpreta la vida consecuente y sin compromisos de los cristianos como un martirio incruento: en primer lugar la virginidad (masculina y femenina: ascetas y vírgenes), después el estado de viudas, recibiendo ambos estados una constitución institucional propia. Junto al mártir viene el confesor. Si el mártir estuvo en contraposición sangrienta y mortal con el mundo, también el confesor vive en contradicción con su contorno «mundano», donde más visiblemente en los ascetas y los ermitaños que huyen del mundo. Pero, fuera del martirio, toda otra forma de seguimiento de Cristo tiene un carácter parcial y no es plenamente inequívoca. La huida del mundo no puede ni debe ser simplemente individualista y «radical»; se mantiene la vinculación con la Iglesia, concretamente en el sentido de súplica y acción representativa. De este modo la vida de los ermitaños se considera como lucha, que siguiendo las huellas de Cristo (Mt 4, 1-11) se desarrolla en el desierto contra el adversario (Antonio). Pero también en el mundo hay que desarrollar esa misma lucha: la emprenden los obispos, los príncipes y los grandes fundadores de órdenes religiosas.

3. Tipos y figuras históricas de la santidad

De este modo se dibuja un orden polar entre los grandes santos de la época posterior: entre la huida del mundo, y la santificación y transfiguración del mundo, como las dos maneras de lucha contra el mundo pecador. Son innumerables las variaciones que se dan en la realización de estas dos posibilidades fundamentales. Si en los santos (a comienzos del s. v sanctus y beatus se han convertido en palabras técnicas) se hace visible en forma radiante la santidad de la Iglesia de Cristo, también se manifiesta visiblemente en ellos la concreta figura histórica de la Iglesia en cada época. No hay una sistemática a priori de la historia, que es un acontecer libre entre hombres y entre el hombre y Dios (-> historia e historicidad); queda tan sólo la posibilidad de una posterior visión de conjunto de «figuras del tiempo» y de «épocas» con un determinado e inconfundible espíritu propio. En este sentido una «tipología» de los santos corresponde a una tipología de la piedad (-> espiritualidad) y de su historia en general. Se puede compendiar a los santos de acuerdo con su destino, oficio y misión; como mártires, confesores, papas, doctores, reyes, obispos, abades, vírgenes... (cf. el Missale Romanum). Pero hay que considerarlos asimismo de acuerdo con su especial misión para la Iglesia y en la Iglesia. Y bajo este punto de vista los grandes santos son los «creadores de un nuevo estilo cristiano» (K. Rahner).

Lo mismo que en la historia de los -> dogmas hay una apropiación vitalmente creciente de la verdad de Dios, también en la historia de la santidad hay una apropiación constantemente nueva de su gracia. Los grandes santos descubren a la Iglesia estas nuevas posibilidades de respuesta a la llamada que el -> mundo le hace, y a la llamada por la que Dios reclama la entrega del hombre entero, tal como ella se presenta en cada época y situación. De esta forma los fundadores de órdenes responden a su tiempo con un nuevo lenguaje creador: Benito, Bruno de Colonia, Bernardo de Claraval, Francisco de Asís, Domingo, Teresa de Ávila y Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola, Francisco de Sales...; pero también lo hacen grandes figuras individuales, como p. ej., Catalina de Siena, Juana de Arco, el párroco de Ars, Teresita del Niño Jesús. Y tales individualidades pueden finalmente resultar importantes para la Iglesia aun en el caso de que no pertenezcan a ella. Puesto que fuera de la Iglesia católica el Espíritu Santo actúa «con dones y gracias» y «ha fortalecido a muchos hasta el derramamiento de sangre» (Vaticano II, Lumen gentium, n.° 15), en esa presencia de la santidad cristiana fuera de la Iglesia puede manifestarse una llamada histórica de Dios a ella (cf. asimismo los santos gentiles del AT). Así podemos hablar de santos del protestantismo y hasta de «santos herejes» (W. Nigg; p. ej., Savoranola, Lutero, Tersteegen, Kierkegaard, Bodelschwingh y otros); finalmente cabe hablar de santos fuera del cristianismo: en el hinduismo, budismo, islam, etc.

4. La imagen «clásica» del santo

Si, con toda la reserva necesaria, tratamos de decir algo sobre la imagen de los santos en una época, en lo referente a la edad media hay que subrayar la relación y equiparación de los dos aspectos polares a los que nos hemos referido: huida del mundo como conquista del mundo. Ermitaños, monjes, sabios, misioneros, reyes, príncipes, todos consideran el mundo como realidad no-santa y que debe sacralizarse. Las dos formas constan de grandes figuras hasta llegar a lo pequeño y cotidiano: los santos son elegidos como modelos y patronos de cada una de las profesiones e instituciones, y como patronos e ideales de las diversas virtudes y prácticas piadosas, como modelos y, sobre todo, como auxiliares a los que se invoca. Pero a través de todas las formas se impone la mencionada «valoración» del mundo. Y eso queda grabado también en la «institucionalización» de la veneración de los santos mediante el proceso de - canonización. Ésta nació de la necesidad de controlar abusos. Así ya en la Iglesia primitiva debió quedar reservada a los obispos la erección de sepulcros de mártires. Pero con ello se pretende también dar cierto carácter oficial a los santos. En efecto, su significación no está sólo en ser un testimonio luminoso en favor de la victoria de la gracia en la santidad escatológica de la Iglesia, sino también en ser testimonio de una exigencia inmediata de dirección por parte de la Iglesia oficial, y así de la exigencia de dar un matiz sacral y eclesiástico al mundo.

5. La santidad hoy

La -> reforma protestante señala aquí un cambio. En primer lugar su repulsa a todo culto de los santos provoca como reacción precisamente una consolidación de los mencionados rasgos característicos. El mundo, la forma de vida matrimonial, la profesión, etc., se consideran, todavía más acentuadamente, tan sólo como lugar donde ejercitar la «virtud»; el santo vive en cierto modo en una emigración externa (vida religiosa) o por lo menos interna. Y en ambos casos el santo parece caracterizado por aquella atrofia del espíritu y del corazón que es típica sobre todo del s. xix. Por esta razón una referencia al gran número de canonizaciones y beatificaciones de ese tiempo no dice mucho. Pero a la vez en la actualidad hemos aprendido a mirar a través de la apariencia de lo decepcionante y de lo pequeño, para descubrir allí una nueva forma sencilla de existencia cotidiana, de seriedad y entrega «heroica»: el ejemplo más significativo de esto es una conducta según la imagen de Teresita del Niño Jesús.

Ya en estas formas está visible lo que entretanto se ha hecho plenamente evidente: el abandono de la idea de «grandeza», de «heroísmo», de lo «noble», y la aparición de una santidad sin brillo, pero con una luz que conmueve tanto más profundamente.

Este progreso se refleja en la transformación que ha sufrido la forma en que se presentan las biografías de los santos. De las actas de los procesos y de los relatos del martirio se creó inicialmente la leyenda de los mártires, en la que (como sucede ya en las historias apócrifas de los apóstoles) el milagro se sitúa en el centro, con una estilización típica del santo. Pasando por las vidas de los monjes (desde el s. iv), la evolución llega a la literatura legendaria de la edad media. Desde el s. xvi empieza la hagiografía científica (bolandistas). Y mientras hoy en día la leyenda se ha convertido en una forma (no precisamente frecuente) de expresión poética (N. Lesskow, S. Lagerlöf, W. Bergengruen, G. v. le Fort), surgen libros acerca de los santos que, con la exactitud biográfica (hasta la «desmitización» y el «desenmascaramiento» con todos los medios de la psicología moderna), unen una interpretación teológica no menos exacta y radical del mensaje contenido en cada santo respecto de todas las cuestiones fundamentales de la interpretación creyente de sí mismo (I.F. Görres, Schamoni, H.U. v. Balthasar, W. Nigg, etc.).

Esta «disminución» (Jn 3, 30) de la «personalidad», este decrecimiento del testigo, junto con un misterioso aumento de la luz en favor de la cual se da testimonio, se manifiesta inmediatamente en la moderna figura del martirio, en la que el confesor, aniquilado sobre todo en su aspecto espiritual-anímico, por así decir, es conducido a la extinción. Esto se ve en las nuevas formas de vida religiosa, en los institutos seculares, en la aceptación del valor propio del –> matrimonio y de la profesión, en la nueva visión de los -> laicos, en la aceptación y valoración del — mundo y de sus cosas, que en cuanto tales — como profanas — no deben ser sacralizadas (despojadas de su carácter profano), sino santificadas por la fuerza del sacrificio, del culto, de la meditación, afirmando serenamente al mismo tiempo su misión peculiar. Eso se muestra en el cambio de perspectiva desde una moral que centra la atención en sí misma, hacia un amor arriesgado; en todo lo cual se trata, nótese bien, de un desplazamiento del acento y no de posturas exclusivistas. Con esta «pérdida del carácter oficial» de los santos guarda relación, finalmente, el que la veneración cultual, la relación de patronazgo e intercesión, retrocede a favor de un interés, por así decir, fraternal, a favor de una participación reverente en la vida del santo, en sus dificultades y su esfuerzo, poniendo fin a la costumbre de estilizarlo como «tipo» acabado de una determinada perfección.

Las formas de santidad no pueden separarse completamente entre sí por el mero factor de la sucesión de épocas; como ya hemos dicho, coexisten unas junto a otras, separadas tan sólo por fronteras geográficas, e incluso sin fronteras exactamente delimitables.

Pero tampoco hemos de ignorar la transformación que hemos indicado. Las dificultades y las oportunidades de la santidad son las mismas que las del cambio de la devoción en general. Lo bueno y bello pierde en peso y capacidad de impresionar, pero con ello aparece claro lo inconfundiblemente esencial: el misterio del Dios santo, cuya fuerza en la debilidad humana es el corazón de toda santidad.

FUENTES: ActaSS; BHL; BHO; BHG; AnBoll.

PARA LOS MARTIROLOGIOS: Synaxarium CP; H. Lietzmann, Die drei ältesten Martyrologien (Bo 1905); H. Quentin, Les martyrologes historiques du Moyen-áge (P 1908); Martyrologium Hieronymianum, ed. H. Quentin - H. Delehaye (Bruselas 1931); MartRom; J. Forget, Synaxarium Alexandrinum: CSCO 47-49 67; otros sinaxarios orientales en POr und CSCO.

ACTAS DE LOS MÁRTIRES: Ruinart; St. E. Assemani, Acta sanctorum orientalium et occidentalium, 2 vols. (R 1748); Bedjan (Actas de los mártires, sirias); CSCO 43 und 125 (Actas de los mártires, coptas); CSCO Ser-aeth. II 28 (Actas de los mártires, etíopes); se-lec. O. v. Gebhardt, Acta martyrum selecta (B 1902); R. Knopf - G Krüger (T 81929); D. Ruiz Bueno (Ma 1951) (con tr. castellana); traducciones: Al.: G. Rauschen: BKV' 22 (1922); H. Rahner, Die Martyrerakten des 2. Jh. (Fr 21954): A. Hamman, Das Heldentum der frühen Märtyrer (Aschaffenburg 1958, franc. P 1953, it. Mi 1959); holandés: M. F. Schurmans, Bloedgetuigen van Christus (Roermond 31947).

BIBLIOGRAFIA: J. Crespin, Le livre des martyrs (G 1554); L. Rabus, Historien der hl. ... Gotteszeugen, Bekenner und Märtyrer (1557-58); J. Crespin, Hist. des vrais témoins de la vérité de I'Évangile (G 1570); J. E. Stadler, Heiligenlexikon, 5 vols. (Au 1858-62); K. Dukales, Mvyxs Euvxí;xpta S -m4vTwv Tmv á.yíwv, 2 vols. (At 1889-97); P. Dörfler, Die Anfänge der Heiligenverehrung nach den römischen Inschriften und Bildwerken (Mn 1913); H. Delehaye, Martyr et confesseur: AnBoll 39 (1921) 20-49; Delehaye LH; F. G. Hol-weck, A Bibliographical Dictionary of the Saints (St. Louis 1924); Delehaye PM; Delehaye S; F. Doyé, Heilige und Selige der römisch-katholischen Kirche, 2 vols. (L 1929); R. Asting, Die Heiligkeit im Urchristentum (Gö 1930); A. Zimmermann, Kalendarium Benedictinum, 4 vols. (Metten 1933-38); Delehaye OC; L. Bieler, OEIOE ANHP. Das Bild des «göttlichen Menschen» in Spätantike und Frühchristentum, 2 vols. (W 1935-36); H. v. Campenhausen, Die Idee des Martyriums in der Alten Kirche (Gotinga 1936); E. Peterson, Zeuge der Wahrheit (L 1937); H. W. Surkau, Martyrien in jüdischer und frühchristlicher Zeit (Gotinga 1938); E. Günther, MápTus (Gü 1941); A.J. Festugiére, La Sainteté (P 1942); W. Nigg, Große Heilige (Z 1946, '1962); idem, Das Buch der Ketzer (Z 1948, '1962); J. Lebreton, Tu solus sanctus. Jesus Christus vivant dans les saints (P 1948); H. Rheinfelder, Confiteri, confessio, confessor im Kirchenlatein und in den romanischen Sprachen: Die Sprache 1 (W 1949) 56-67; H. Bouässé, Un seul chef. Jésus Christ chef de I'univers et téte des saints (P 1950); W. Dirks, La respuesta de los frailes (Dinor S Seb 1960); W. Nigg, Vom Geheimnis der Mönche (Z 1953); 1. F. Görres, Aus der Welt der Heiligen (F 1955); E. Lohse, Martyrer und Gottesknecht (Gö 1955); Leeuw §§ 17, 3; 30; 1.7, 1; M. Lackmann, Die Verehrung der Heiligen (St 1958); M. Lods, Confesseurs et Martyrs (Neuchátel 1958); J. Torsy, Lexikon der deutschen Heiligen (Kö 1959); O. Wimmer, Hdb. der Namen und Heiligen (I - W -Mn 21959); M. Zender, Räume und Schichten mittelalterlicher Heiligenverehrung in ihrer Bedeutung für die Volkskunde (D 1959); Th. Klauser, Christlicher Martyrerkult, heidnischer Heroenkult und spätjüdische Heiligenverehrung (Kö - Opladen 1960); Los católicos ¿adoran las imágenes? (S Terrae Sant 1963): H. Dörrie - F. Paschke - H. Hohlwein - A. Lehmann, Märtyrer: RGG3 IV 587-592; B. Köttine, Hagiographie: LThK IV 1316-1321; N. Brox, Zeuge und Martyrer (Mn 1961): A. P. Frutaz, Martyrer: LThK2 VII 127-132; Rahner ITT 47-60 109-124; K. Rahner, Sentido teológico de la muerte (Herder Ba 21969); P. Molinari, Los santos y su culto (Fax Ma 1965); J. Metz (dir.), Weltverständnis im Glauben (Mz 1965); Rahner VII 307-328 (Por qué y cómo podemos venerar a los santos); P. Manns, Die Heiligen in ihrer Zeit. 2 vols. (Mz 1966).

Jörg Splett