REVELACIÓN
SaMun


A) Teología fundamental. B) Explicación teológica.

A) TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

1. Estudio comparado de las religiones

1. Si bien los investigadores de la religión no pueden confirmar la tesis de una -> revelación primitiva, sin embargo, tampoco es recta, por otra parte, la hipótesis según la cual todas las representaciones sobre una r. en religiones fuera de la judía y cristiana son filosofía. El que en la crítica de la religión se decide a considerar como no religiosos los procedimientos de redención por sí mismo — sean de carácter interior o exterior —, puede decir, contra una estimación negativa de las religiones fuera del judaísmo y cristianismo, que la r. pertenece al modo de entenderse a sí misma toda religión que pretenda ser creación divina y no mera obra humana (RGG3 Iv 1597). La fenomenología de la religión confirma esa tesis.

2. Así en el -> islam, el Dios personal es el autor de la r., y el contenido de la misma es la voluntad insondable de Dios, cuyo designio gobierna las realidades del mundo y las dispone como mandato. Pero no se promete allí una r. de Dios mismo y una participación en la vida divina, las cuales fundamentarían la historia de -> salvación.

3. A un acto de voluntad del Dios personal se remonta también la r. en Zarathustra. En la religión iránica tardía, esta resolución de Dios se torna llamamiento a una irrevocable responsabilidad espiritual y ética de todos los hombres ante el mundo dualista de la historia. La historia se torna lucha, cuyo desenlace para Dios y para los hombres que se han decidido por él tiene un carácter definitivo.

4. En la religión revelada indio-védica, una palabra increada se expresa en los Vedas dentro del tiempo de los hombres. En esta manifestación de sí mismo la palabra sigue siendo fundamento trascendente del ser y como tal es transmitida por la r., que se convierte en ley sagrada positiva para el orden social y el culto.

5. En las demás religiones fuera del judaísmo y cristianismo se atenúa tanto más el carácter revelado, cuanto más domina el conocimiento racional de ocultas leyes del ser o la participación irracional en la vida como tal. Sin embargo, hasta en etapas arcaicas de la conciencia religiosa queda aún no sólo un anhelo de experimentar el fundamento originario de un mundo más humano, sino también un conocimiento revelado del fundamento primero, que se presenta como un «algo» universal, más raramente como persona, y en cuanto fin da sentido a toda inducción y así abre caminos de vida salvífica no sólo en una búsqueda a manera de tanteo, sino también mostrándose a sí mismo. La naturaleza de la Iglesia exige, por ser signo universal, que se admita la existencia de representaciones no cristianas sobre la r. allí donde se menciona y fomenta a su manera la paz universal (Vaticano II, Lumen gentium, n.° 13-17 y Declaratio de Ecclesiae habitudine ad religiones non christianas; cf. también RAHNER v 135-156: El cristianismo y las religiones no cristianas; J. RATZINGER, Der christliche Glaube und die Weltreligionen, en RAHNER GW II 207-305; J. FEINER, Kirche und Heilsgeschichte, ibid. 317-345; G. THIIS, La valeur salvi/ique des religions non-chrétiennes [Bru 1965] 197-211; cf. también -> religiones no cristianas; teología de la -> religión).

II. «Revelar» y «revelarse» en la terminología bíblica

1. Contra la tendencia del hombre, que se da también en la Iglesia, a afirmarse a sí mismo, el concilio Vaticano II pone a la Iglesia y al creyente en la situación de oyente de la r. Escuchar la r. significa por de pronto oír la sagrada Escritura de la antigua y nueva alianza, que por su parte remite a Dios, el cual se revela a sí mismo en su bondad y sabiduría. Cabe, pues, interrogar a la sagrada Escritura por la r. de Dios, pues por ella habla Dios hoy con la Iglesia y con el hombre (Vaticano It, Dei verbum, n.° 2, 8, 9, 25; H. DE LUBAC, en BARAÚNA I 15-22). La sagrada -> Escritura se define según esta funcionalidad como el obrar y el hablar de Dios fijados por escrito en favor de los hombres y de la Iglesia, como r. de Dios que se comunica a si mismo por la palabra.

2. La Escritura del Antiguo Testamento no piensa en Dios mediante categorías abstractas. Dios sólo es conocido si él se da a conocer, si quiere revelarse (Dt 4, 32ss), porque se ha manifestado a Israel (Sal 147, 19s). Sin embargo, como Israel vivía de la r. de Dios, la posterior literatura sapiencial no puede ya imaginar verdadera vida sin r. (Sal 1, Iss; 19, 8s; 119). La r. posibilita, y hasta es, vida real.

Está en relación con esa referencia a la vida el que, en el AT, la r. no se halla significada mediante sustantivos, sino que se describe por verbos, y los tres verbos usuales («descubrir», «manifestar», «aclarar un hecho ante alguien») no están exclusivamente reservados a la r. divina, sino que designan también funciones de conocer o dar a conocer en el orden interhumano (Est 4, 14; Prov 20, 19; Gén 31, 20). Es evidente que, a pesar de toda la sublimidad divina, el revelarse de Dios y el conocer del hombre no divergen hasta tal punto que, la r. por la que Dios manifiesta su nombre (Is 64, 1s), su poder (Jer 16, 21), su obrar (Hab 3, 2) y su ayuda (Sal 98, 2) sea mero decreto de su voluntad. Más bien, el manifestarse de Dios no sólo se refiere a su obrar en la historia y con los hombres (EICHRODT 1147-150), sino que es también entendido por los hombres que oyen y puesto en práctica o sufrido como historia (1 Sam 16, 3; 2 Sam 7, 21; Jer 11, 18; Dt 8, 19). La r. de Dios acontece en la historia, y la historia de Dios con los hombres es a la vez objeto y medio de su r. (HAAG BL2 1244). A la referencia histórica de la r. de Dios corresponden las formas en que Dios se manifiesta: la tormenta, la columna de nube y fuego, el murmullo de los árboles y el susurro del viento. En general la majestad de las obras creadas no se presenta como magia de una r., sino como comentarios de una manifestación de Dios en el mundo, que despiertan la atención, como lo hacen de otro modo los métodos históricamente más eficaces de la percepción interna, del contacto con los hombres y de los conmovedores acontecimientos de la historia (Éx 19, 16; 14, 24; 2 Sam 5, 24; 1 Re 19, 12; Sal 8, 4; 19, 2; Job 38ss). Aquí, lo mismo que en las prendas o garantías de la r. — arca, tienda, templo, vara de Dios, sacrificio —, la crítica profética de los medios de la r. (Is 28, 7; 29, 9s; 30, 10; Jer 23, 16.25; Ez 13, 6; Zac 13, 4) hace que, como fin de la r. aparezca con claridad creciente la elección de Israel para pueblo de la alianza (éxodo y alianza del Sinaí) como voluntad revelada de Dios en la historia. Bajo esta voluntad de Dios en la historia, puesta de manifiesto por la crítica, la historia se torna lugar de la decisión humana. El hombre tiene que responder, tiene que decidirse por la dirección y los designios de Dios, dar gracias por esta ayuda y estar dispuesto a ponerse al servicio de la gracia divina en la historia: Dios hace historia juntamente con Israel «para que conozcan que yo soy Yahveh» (Jer 31, 34; Ez 36, 38; 37, 28; Is 43, 10).

Sin embargo, la repartición de la historia de Dios con los hombres entre lugares de salvación (Sinaí, murallas de Jerusalén, Egipto [Dt 33, 2; Sam 7, 8-16; Is 11, 11]; H. GROSS, Zur O.entwicklung im AT, en RAHNER GW I 407-422), lo mismo que entre días de salvación y tribulación (Is 9, 1; 49, 8; 10, 3; 61, 2; Jer 46, 10; 50, 27), dificulta el conocimiento del plan revelado de salvación divina para la historia, hasta tal punto que es menester una clave para encontrar en el vaivén de los fragmentos históricos particulares acceso al estar de Dios con el mundo, que es su r. La historia de la humanidad como tal no es reconocible en el AT como historia de salvación ni siquiera para los israelitas escogidos. Lo es sólo con ayuda de la experiencia clave de la palabra de Dios, que creó el mundo y al hombre, y como palabra en acción hace vivir en una historia que es interpretada desde Dios por los profetas y la ley (Gén 1; Sal 147, 15-18; Dt 8, 3; Sal 106, 9; 107, 20.25; Is 50, 2; Jer 18, 18; Dt 1, 1.18).

También el que advierta que en Ezequiel se presentan como r. acontecimientos de la historia sin palabras de interpretación (Ez 17, 24; 29, 6; 37, 28; 39, 7.23; R. RExDTORFE, Die O.vorstellungen im Alten Israel: O. als Geschichte, ed. por W. Pannenberg [Gö 21963] 21-41; cf. A. GAMPER: ZKTh 86 [1964] 186), deberá considerar igualmente que aquéllos están propuestos por la palabra profética. Y la unión de palabra e historia en la idea de r. del AT deberá interpretarse de tal forma que «la historia de Yahveh con Israel aparezca como el lugar en que puede reconocerse en su realización la verdad de su palabra que revela» (W. ZIMMERLI, Gottes O. [Mn 1961]22). Dios se presenta a sí mismo en las palabras reveladas, que, dentro de «fórmulas de conocimiento», aparecen como fórmulas de «presentación de sí mismo» (Dt 7, 8s), y que en la literatura profética están dentro de las promesas y valen luego como «palabra de prueba» de Dios (1 Re 20, 28; 2 Sam 7, 12; ZIMMERLI, ibid., 14.41-119.121). Por operar en la historia (Is 55, 10s), la palabra de Dios abre la historia como promesa, y tiende así en aquélla el arco — decisivo para el AT — que va desde la promesa al cumplimiento, arco que, como voluntad revelada de Dios, hace de la historia una historia de salvación y, desde Daniel, introduce una inteligencia apocalíptica de la historia, la cual opera hasta dentro del NT (A. OEPKE, apokalypto, apocalypsys: ThW III 565-597; H. RINGGREN, Jüdische Apokalyptik: RGG3 I 464ss).

Mas si en el AT la palabra de Dios en cuanto opera se convierte en historia, y la historia se torna palabra que remite a la r. de Dios en su cumplimiento, consecuentemente, no obstante la ocasional opulencia de visiones apocalípticas, la diferencia entre oír y ver la r. se relativiza bajo el modelo universal: la r. de Dios por sí mismo, que permanece incognoscible en un plano puramente humano, es experimentada en aquella realización humana que se llama historia. Como actor de la historia, Dios se revela según el AT como promesa para los hombres de Israel y para todos los pueblos (Miq 4, 5; 6, 3ss; Jer 11, 5; 33; Dt 4, 37; Ex 32, 13; Is 41, 8ss; Gén 9, 1). Dios revela el fin de los hombres y de su historia al manifestarse a sí mismo en la historia como un factor de ésta.

3. Dentro del Nuevo Testamento, en Pablo y en Juan aparecen concepciones diferentes de la r., según lo indica ya la terminología. Pablo designa la r. con los verbos «descubrir-desvelar» (Rom 1, 17s; 2, 5; 1 Cor 1, 7; Gál 3, 23) y «poner de manifiesto ante alguien» (Rom 3, 21; 2 Cor 4, 10s), que conoce el AT, lo mismo que con el sustantivo mysterium (Ef 1, 9) de la literatura sapiencial y de la apocalíptica del judaísmo (Sab 6, 22ss; Hen [et] 9, 6; 81, 1; 103, 2s; 4 Esd 2, 1; L. CERFAUX, La théologie de l'Église suivant St. Paul [P 31965] 265-270). La teología de Juan, en cambio, no emplea el sustantivo r., aunque está completamente dominada por el concepto de r., y el verbo correspondiente sólo lo usa una vez en una cita del AT (Jn 12, 38). Esto, así como la ausencia de las expresiones mysterium y «desvelar» y el uso general de «poner de manifiesto», indica una aceptación deliberada de la terminología religiosa del helenismo tardío. Cierto que todavía es judío el punto de partida de la teología joánica de la r.: la esencial «invisibilidad» de Dios (Jn 1, 18; 6, 46; 1 Jn 4, 20); pero, al acentuar que Dios se hahecho visible en la encarnación de Cristo, en las obras y palabras de Jesús (Jn 1, 14; 1 Jn 1, ls; 4, 7ss; Jn 5, 36; 9, 4; 10, 37s; 14, 10; 1, 18; 3, 11; 17, 6ss), se traza una clara línea de separación entre la r. del AT y la r. en Cristo. En Juan, Jesús es el que revela, la luz, la verdad, el revelador (BULTMANN GV III 22.29; H. ZIMMERMANN: BZ NF 4 [1960] 54-69; H. SCHLIER, Besinnung auf das NT [Fr 21967] 254-263).

Por lo contrario en Pablo, que enlaza con el AT, el que revela sigue siendo Dios, en quien estaba oculto el misterio de su voluntad, que él realiza en el tiempo por la muerte y resurrección de Jesús y en la unión de éste con la Iglesia como cuerpo, así como en la recapitulación del universo en Cristo (Rom 3, 25; 16, 25s; 1 Cor 15, 28; Ef 1, 9s; 3, 9s; Col 1, 18). En la visión paulina Cristo es el contenido del misterio de Dios (Rom 3, 21-24; Gál 1, 16; Ef 3, 3.5; 1 Tim 3, 16), no tanto el que revela cuanto el revelado (W. GRossouw, Offenbarung, en HAAG DB, 1708ss).

Mas de pararse en la distinción entre «Jesús revelante y Jesús revelado», no se haría justicia a Juan, para quien la salvación viene también de los judíos (cf. Jn 5, 39.46s; 8, 56; 12, 41), ni a los sinópticos (Mc 8, 1; Lc 1, 19.72; 2, 25. 38; 19, 9), ni a los restantes escritores del NT (Act 2, 36; 13, 32s; 26, 16; Heb 8, 8ss; 1 Pe 1, 3.10ss) ni a Pablo, para quien Cristo es el fin de la ley (Rom 10, 3s). Estos pasajes neotestamentarios y la exégesis de ideas fundamentales, comunes al AT y al NT, como «alianza» (Jer 31, 31s; Ez 37, 26ss; Heb 8, 8-12; 10, 16s), «reino de Dios» (Sal 47; 93; Is 52, 7; Mc 1, 14s), «pueblo de Dios» (Éx 4, 4s; 5, 22s; 17, 4; Núm 11, 41-34; 1 Pe 2, 9s), hacen ver que con la imagen veterotestamentaria de Dios está también dada la promesa divina de la antigua alianza en la nueva alianza, es decir, en Cristo (Ef 3, 6), como plenitud de la revelación.

Este cumplimiento de todas las promesas en Cristo (2 Cor 1, 20) no puede desde luego probarse histórica y críticamente por medio de la tipología de las pruebas proféticas aducidas por el NT (Zac 9, 9 en Mt 21, 5; Is 7, 14 en Mt 1, 23; Is 59, 20 en Rom 11, 26s; Jer 31, 31-34 en Heb 8, 8-11). Y el cumplimiento de todas las promesas de la r. en Cristo tampoco hace de Jesús el «centro» de una inteligencia histórico-salvífica del tiempo, visto en forma cíclica o lineal; ni la plenitud de la r. en Cristo se traga finalmente de manera definitiva y escatológica la historia de los hombres, por razón de una historicidad en que la fe se decide en forma única y definitiva. Tales modelos corresponden más a una preinteligencia filosófica — a la de la alegoría estoica, o de la filosofía hegeliana de la historia, o de la ontología existencial —, que a la inteligencia bíblica de la historia de la revelación.

Si Rom 9ss une a Cristo y la historia de Israel, si Jn 5, 39 presenta las Escrituras de AT como testimonios del Hijo, y Gál 3, 15 considera a los creyentes como herederos de las promesas de Abraham, puede decirse bajo la perspectiva neotestamentaria que Jesús es la r. de Dios a la luz de las promesas del Antiguo Testamento, el cumplimiento anticipado de todas las promesas (W. PANNENBERG, Heilsgeschehen und Geschichte: Grundfragen systematischer Theologie [Gö 1967] 22ss). Jesús es la r. de Dios porque trae el cumplimiento de todas las promesas; pero lo trae en una historia de salvación cuyas obras, como obras de Dios, se extienden desde el AT hasta la acción decisiva de la resurrección de Jesús, en la que a su vez se anticipa la resurrección — todavía venidera — de los creyentes en la r. Por eso no se desvirtúa el presente, sino que éste, estando determinado por el cumplimiento actual de un pasado de promesa, permanece como futuro abierto (J. MOLTMANN, Theologie der Hof fnung [Mn 1965] 101.125s). La palabra operante en el Jesús resucitado toma la forma de la historia que llega a su plenitud en la resurrección de Jesús, y se torna promesa de la reconciliación de la vida y del amor de Dios mismo, que se manifestó en Cristo (2 Cor 5, 20; 6, 2; 1 Jn 1, 2; 3, 5.8; 4, 7ss). La resurrección de Jesús es la r. personal del Dios vivo, que quiere la vida para los hombres. Dios se revela a sí mismo en la historia, que, entre los polos de la palabra de promesa y la obra de cumplimiento se tiende como un arco tenso desde el pasado a través del presente hacia el futuro abierto, hacia la definitiva y vigorosa participación salvífica en la vida de Dios. La r. es, según el NT, historia de la salvación, que no va más allá de Jesús porque se cumplió ya en él, pero sigue operando para los hombres, cuya salvación es promesa en el cumplimiento de Jesús. La r. es palabra de Dios dirigida a la historia, y, como palabra fiel, historia de la palabra de Dios en el hombre.

III. Interpretación del sentido de la historia de la revelación

Evidentemente, con la ordenación lograda bíblicamente de la r. a la palabra y a la historia, sólo está elaborado el punto de partida, pero todavía no la interpretación del sentido de la r. En el análisis lingüístico una palabra con sentido consta de palabras; y la historia se presenta ante la crítica histórica en datos particulares. En el aquí y hoy concreto tiene lugar la coordinación del sujeto existencial con la historia, en lo cual se traspasan todas las acciones particulares, pues la historia es más que la suma de las acciones de todos los individuos. Partiendo de la conducta humana, el todo de palabra e historia no puede hallarse, mediante una metodología científica, por un recuento de palabras, datos y hechos particulares, ni por mera inducción sin un principio que guía la vía inductiva. Una inteligencia sin principios de la r. conduciría a positivismos revelados y, según los puntos de partida, disociaría irremediablemente el AT y el NT y, por ende, el judaísmo y el cristianismo; o conduciría a que dentro del cristianismo se formaran escuelas de la palabra, de las obras o de la antropología existencial, las cuales, como lo prueba la experiencia, se petrifican en confesiones. Los positivismos de la r., hechos escuela, producen y mantienen el problema ecuménico.

La Iglesia y la teología están empeñadas en evitar parejo desmenuzamiento por el destrozo de la r. una en muchas revelaciones, dirigiendo una y otra su mirada a Jesucristo, en quien apareció la plenitud de la r. como «comunicación de Dios mismo». Sin embargo, si en este contexto la unidad de la r. se mantuviera en el marco sistemático del mero monoteísmo, solamente por la atribución de su origen al Dios uno, la r. vendría a ser un decreto promulgado por Jesús y en favor de jesús, que podría ejecutarse fielmente, pero no cumplirse con libre responsabilidad. Frente a tal inteligencia meramente jurídica de la r. previene el concilio Vaticano II, al insertar de nuevo los artículos doctrinales de la r. (que el Vaticano I, siguiendo al Tridentino, presentaba como informaciones intelectuales que debían «tenerse por verdaderas») en la revelatio una de la plenitud en Cristo, que manifiesta en palabra y obra el diálogo salvífico como comunicación de persona a persona (el Vaticano II, Dei verbum, 5, cambia revelata [Dz 1789] en revelatio; y habla, en el n.° 6 [a diferencia de Dz 1785s], de manifestare y communicare; J. RATZINGER: LThK Vat u 512-515).

Si en esta visión es Cristo como Hijo del Padre mismo el hablar de Dios, porque al fin de la r. Dios mismo se ha expresado y mostrado en Cristo (A. OEPICE: ThW III 596; IgnMagn 8, 2; Vaticano I [Dz 1785]; Vaticano II, Dei verbum, n.° 4), queda superado un cristocentrismo aislado en la inteligencia de la r. mediante una concepción trinitaria: el movimiento de la r. parte de Dios Padre, llega a nosotros por Cristo y crea un acceso a la comunidad con Dios por el Espíritu Santo (Gál 3, 26ss; Rom 8, 9-11, 29; 2 Cor 3, 17s; Vaticano II, Dei verbum, n.° 2; W. THÜSING, Per Christum in Deum [Pa 1965]). Si se admite esta concepción trinitaria de la r., se plantea evidentemente la cuestión de la interpretación del sentido de la r., de forma que debe preguntarse cómo se reveló Dios a sí mismo en Cristo. Si Dios sigue siendo, de acuerdo con la inteligencia bíblica, inexperimentable para el hombre por sus propias fuerzas, pues la naturaleza y la historia sólo nos enseñan por de pronto que no tenemos aún la r., si no es visto el cumplimiento de Cristo para todo (J. RATZINGER: LThK Vat u 506 514; BULTMANN GV II 103), hácese apremiante la pregunta de cómo Dios, no experimentable por nosotros, se pueda comunicar tan inmediatamente que lo experimentemos. La respuesta de un positivismo de la r., que, partiendo de la obediencia a a la fe de la Iglesia, sólo afirma que la r. es un hecho, aun cuando no pueda explicarse, se queda evidentemente demasiado corta, pues en la experiencia de la r. no importan las explicaciones, sino el entender, por el que los creyentes son llamados a dar cuenta de su esperanza por la r. (1 Pe 3, 15; 1 Cor 14, 20-25; I.A. PHILLIPS, The Form of Christ in the World [NY 1967] 156-172). Este dar cuenta debe comenzar por el cumplimiento de la obra de Cristo, es decir, por la -> resurrección de Jesús, pues en el Señor resucitado se pone de manifiesto cómo la vida diaria y no diaria recibe nuevo sentido por el hablar de Dios como podría mostrarlo aquella perícopa final del evangelio de Juan, que comienza en estilo de r. con las palabras: «después se manifestó Jesús de nuevo», y narra luego una inesperada pesca milagrosa y el nuevo destino de Pedro y Juan (Jn 21, Iss).

Si aquí, como en otras composiciones de los Evangelios, se insertan milagros particulares en el gran milagro singular de Dios, que es Jesucristo mismo, sobre todo en su resurrección (1 Jn 1, 2; 3, 5,8; 1 Pe 1, 20; Heb 9, 20; Vaticano II, Dei verbum, n.0 4), con esta alusión al milagro en el hecho de la r. se indica ya ciertamente que Jesús «habló las palabras de Dios» (Jn 3, 34), pero todavía no que él revelara a Dios Padre como palabra suya, que fue enviada como «hombre a los hombres» (cf. Jn 1, 1-18; Diog vii 4). El que quiera dar razón de la venida de Dios Padre en la Palabra, que es el Hijo y que interpreta el Espíritu Santo, puede referirse a dos fenómenos fundamentales de la realidad humana, que, como horizontes de inteligencia, son a la vez realidades de la r. de Dios mismo en el mundo: el lenguaje y la historia. Podrá experimentar con R. Bultmann que la vida está patente en la palabra; pero en la palabra sabedora de que la vida está orientada a la muerte, aunque el -> lenguaje guarece también aquel ser más profundo del hombre que es existencial e histórico y, por tanto, está destinado a la vida. Si esto puede entenderlo aun todo hombre interior, la predicación del acontecimiento de la r. en el hecho de Jesús es, sin embargo, aquella paradójica afirmación de que ese acontecimiento histórico es a la vez vida escatológica que se hace visible en la vida del Señor resucitado, y, para quien cree en esta palabra, puede percibirse ya ahora como futuro que llega (BULTMANN GV III 14ss, Iv 190-198).

La interpretación verbal y existencial de Bultmann ofrece una base para una inteligencia de sí mismo que, afectada por la r. de la vida desde Dios, acepta por la fe ya aquí y ahora la paradoja racional de la victoria de la vida sobre la muerte. Pero, aunque la inteligencia bultmanniana de la r., manteniendo la paradoja, no se desliza hacia la problemática «cristiandad anónima», sin embargo la aceptación de la fe propugnada por Bultmann estriba sobre una decisión individual existencial, que privatiza la r. en la fe y el entender, y está por lo menos en la tentación de hacerse ciega para la historia (W. PANNENBERG, Heilsgeschehen und Geschichte: Grundfragen systematischer Theologie [Gö 1967] 37 72s).

El reparo de una privatización de la r., para la cual, por añadidura, la historia de la r. veterotestamentaria cristológicamente queda sin valor (BULTMANN GV II 32ss), nos hace pensar sobre la historia como un segundo fenómeno fundamental de la realidad humana e inherente a la r. La historia, como lugar de la decisión humana particular, no sólo es más amplia que ésta, sino que como nexo de tradición, es además un pasado en el presente, el cual, lejos de hacer parar la historia ni tornarla penetrable, se orienta hacia un futuro que, como condición aún no conocida para nuevas experiencias, exige la confianza de quienes se ponen en camino (J. MOLTMANN, Theologie der Hoffnung [Mn 1965] cap. ii). A tal experiencia de la historia se abre una -> hermenéutica que, en el nexo de la tradición y a través de éste, supera la moderna separación de facticidad y significación (W. PANNENBERG, Kerygma und Geschichte: Grundfragen systematischer Theologie [Gö 1967] 88s). Y precisamente esta hermenéutica es aplicable también a la r. personal de Dios, que se extiende desde las palabras de promesa de las fórmulas de manifestación divina en el AT, pasando por la profecía y la apocalíptica, hasta aquel futuro prometido que se abrió a la mirada en la plenitud de Cristo. La r. está en esta visión dentro de un contexto tradicional de instrucción divina y promesa asegurada por Dios, desde el cual lo que acontece se hace cognoscible como obrar divino y aceptable de cara a una participación en la vida de Dios consumada en lo futuro. En la contradicción de la resurrección a la cruz, la historia se torna definitivamente escatología, la cual hace hablar al futuro señalando a todos los predicados de Cristo, que dicen: «Él es nuestra esperanza» (Col 1, 27). Según esto, lo que los hombres hayan de esperar de la r. de Dios mismo en la resurrección de Jesús, partiendo de esta resurrección no se descubre tanto en un riesgo de la fe, que habría de calificarse como paradoja de la razón, cuanto en una confianza de la fe, que entra por un camino cuyo término es aún desconocido, pero que por eso cabalmente no es sistema doctrinal, sino precisamente historia de los que esperan (J. MOLTMANN, ibid. 13).

Partiendo de Cristo, el primer resucitado de entre todos los muertos, la r. se entiende como cercana a la historia, no por el supuesto conocimiento de la realidad en el todo de una «historia universal», sino por razón de la condición de posibilidad (en principio inasequible para el hombre) de la realidad como historia, a saber, la promesa y el cumplimiento de una vida eterna divina, que hacen perdurar la historia y son r. de Dios mismo (H.U. v. BALTHASAR, Prometheus [Hei 1947] 91ss; J. MOLTMANN, ibid. 38ss 69s). De donde se sigue que la «historia como tal» en sentido idealista no es aún r. o epifanía de Dios. Y tampoco la «profundidad del hombre», ni la «palabra más humana» son por sí mismas r. de Dios. Pero la r. como promesa de Dios afecta a la historia, al ser humano y a la palabra humana. Y la r. es entendida dondequiera la historia y el ser y la palabra del hombre no quedan encapsulados tradicionalísticamente, sino que están dirigidos al futuro, dondequiera, consiguientemente, se consideran como no consumados todavía y, por tanto, como abiertos. La r. de Dios sale al encuentro como palabra de Dios, y de la paradoja del entendimiento que se da en la pregunta de si en el hecho del existir humano hay aún esperanza, por ser vida, hace un entender de la esperanza de que en el mundo crece cada vez más la vida (H.G. GEYER: EvTh 22 [1962] 103; W. PANNENBERG, Grundfragen systematischer Theologie [Gö 1967] 229ss).

La r. como manifestación de Dios en los escritores veterotestamentarios, en Jesús y a través de los apóstoles no define a Dios ni al hombre simplemente como «no mundo» (K. JASPERS, Philosophie ii [B 1932] 1), sino que anuncia que Dios está en el mundo, para que los hombres puedan estar para Dios en la historia y, partiendo de esta orientación, criticar sus tradiciones ya adquiridas. Por la r. de Dios, que permanece siempre promesa presente, las obras, las palabras y las invenciones propias del hombre están bajo el juicio de Dios, lo mismo que bajo la promesa en este juicio; promesa que en la contradicción de la resurrección a la cruz de Jesús se hizo cumplimiento (Rom 1, 17-3, 20). Como palabra una de Dios, la r. se da siempre como «-> ley y evangelio»; no como ideología atemporal, sino como «obrar histórico de Dios que llega en este tiempo al hombre y lo remite al contexto de esta historia concreta como lugar de su salvación espiritual» (J. RArzINGER: LThK Vat II 508). La r. de Dios como «misterio de la voluntad» (Ef 1, 9), es manifestación de la «fundación» de Dios para el mundo como historia de los hombres. La r. como el estar de Dios en el mundo, puede interpretarse en lenguaje eclesiástico — con la Vulgata y el Vaticano II — como «sacramento» de su voluntad para con nosotros, como cumplimiento de la comunicación de la vida de Dios mismo en Cristo. En Jesús como palabra prometida y cumplida del Padre, que el Espíritu recuerda en el tiempo para hacer posible la aceptación de la historia pasada, Dios mismo ha venido a ser para nosotros juicio y evangelio. Dios mismo se hizo, es y seguirá siendo para nosotros r., para que mantengamos como hombres la -> esperanza en el mundo.

B) EXPLICACIÓN TEOLÓGICA Observaciones metodológicas previas

Hemos de plantearnos aquí la cuestión de qué es teológicamente la r. y por qué, no obstante su inmediato origen divino, pueda ser lo más íntimo de la historia humana; de cómo la r. está presente siempre y en todas partes para poder ser la salvación de todos los hombres en todos los tiempos, sin dejar por ello de ser la libre acción de Dios, que no puede calcularse por la historia desde abajo, el milagro de su gracia en un hic et nunc con carácter de evento, y al mismo tiempo en un «de una vez por todas», en la carne de Cristo, en la palabra de un profeta que habla aquí precisamente, en la letra de la Escritura. Para indicar el principio fundamental hermenéutico en orden a la solución de esa cuestión, hemos de resaltar que la relación más universal entre Dios y un mundo en devenir consiste en que aquél, como el ser más íntimo del mundo y así precisamente como el absolutamente superior al mismo, concede al ente finito una verdadera y activa trascendencia de sí mismo en su devenir, cosa que en definitiva equivale a la concesión de un futuro, que es la causa final, la cual constituye la verdadera y auténtica causa eficiente en todo devenir. Así la pregunta sobre la esencia de la r. es la cuestión sobre el caso más alto y radical de aquel pensamiento en que se muestra cómo la evolución real operada desde abajo, la cual llega a lo superior partiendo de la inferior, que se supera a sí mismo, y, por otro lado, la creación permanente desde arriba, son sólo dos caras — ambas igualmente verdaderas y reales — del prodigio único del devenir y de la historia.

O también, dicha pregunta es el caso supremo del pensamiento de que Dios, en su libre relación con su creación, no es una causa categorial junto a otras en el mundo, sino la razón viva, permanente y trascendental del propio movimiento del mundo mismo. Y esto precisamente tiene validez a su manera también respecto de la relación entre Dios y el mundo en el acontecer y en la historia de la r.; y hasta tiene validez allí en grado supremo, porque esa historia debe ser en máximo grado acción de Dios y a la vez acción del hombre, puesto que es la más alta realidad en el ser y evolución del mundo.

Así quedan también mencionadas las posiciones para superar en principio el muerto contraste entre el inmanentismo del modernismo y el extrinsecismo en la concepción de la r. Para el modernismo (por lo menos en la forma sistematizada de la condenación eclesiástica) la r. no es más que la evolución, inmanente y necesaria en la historia humana, de la necesidad religiosa, que se objetiva en las más varias formas de la historia de las religiones y lentamente se eleva a una pureza superior y a una plenitud más universal hasta objetivarse en el judaísmo y el cristianismo. Según el extrinsecismo en la concepción de la r., ésta es el acontecimiento de una intervención extrínseca de Dios, que habla a los hombres y por los profetas les comunica verdades en proposiciones que de otro modo les son inaccesibles, y les imparte instrucciones — de orden moral y de otros órdenes — que el hombre debe seguir puntualmente.

Teologia de la revelación

a) Si la teología toma en serio la doctrina (obvia para ella) sobre la -> gracia divinizante y la «universal voluntad salvífica de Dios» (cf. salvación), así como la necesidad de la gracia interna elevante para la fe y la teoría tomista sobre la trascendental significación ontológica de la gracia entitativa, y aplica eficazmente esas doctrinas al tratarse del concepto de r., en tal caso, sin caer en el modernismo, puede y debe reconocer la historia de la r. y todo lo que acostumbra a llamar simplemente r. como la propia interpretación categorial histórica de Dios en su relación con el hombre o, más sencillamente y exactamente, como la historia de aquella relación trascendental entre Dios y el hombre que está dada por la comunicación sobrenatural y gratuita de -> Dios mismo a todo espíritu, la cual, a pesar de su sobrenaturalidad, se halla ineludiblemente inserta en el hombre y con razón merece llamarse ya r. Si la -> trascendencia se realiza siempre históricamente y se da a través de la mediación histórica, y si hay una constitución trascendental del hombre a manera de -> existencial HI) permanente, consistente en lo que llamamos gracia divinizante por la comunicación de Dios mismo y no por eficiencia causal de otro ser, en tal caso esta trascendencia absoluta precisamente con miras a la cercanía absoluta del misterio inefable que hace donación de sí mismo al hombre, tiene una historia, que llamamos historia de la r. (cf. historia de la -> salvación II).

Así el acontecimiento mismo de la r. tiene siempre un doble aspecto: la constitución de la trascendencia del hombre sobrenaturalmente elevada como su existencial permanente, aunque gratuito, y eficaz siempre y en todas partes, pues se halla presente incluso a modo de repulsa; lo cual implica la experiencia trascendental de la cercanía absoluta y clemente de Dios, aun cuando aquélla no pueda objetivarse para cualquiera ni de cualquier modo, de una parte. Y, por otra parte, la mediación histórica, la objetivación de esta experiencia sobrenatural y trascendental, que acontece en la historia y en su totalidad constituye la historia entera (de forma que la arbitraria reflexión teológica del individuo pertenece también a esta historia, pero no la funda ni constituye primariamente), y que se llama historia de la r. en sentido usual allí donde es realmente historia de la verdadera interpretación de esta experiencia sobrenatural y trascendental, y no su tergiversación, allí donde, por eso, es realmente resultado de la comunicación trascendental de Dios por la gracia y acontece por tanto bajo la voluntad de esta comunicación, o sea, bajo una sobrenatural providencia salvadora de Dios, y, además, allí donde es comprendida como tal. Si se ve así la unidad y el recíproco condicionamiento entre la r. trascendental y la categorial e histórica o, mejor dicho, entre el momento trascendental y el histórico (mediador) de la r. una y de su historia una, se hace también visible una distinción realmente originaria en lo revelado en ella:

Está revelado Dios como el que, en absoluta y misericordiosa cercanía, se comunica a si mismo como Dios y, consiguientemente, como misterio absoluto; está revelada la mediación histórica de esta experiencia trascendental como experiencia de Dios válida y absoluta que acontece y se acredita en cuanto tal; está revelada, en el ya acontecido punto culminante, singular y definitivo de esta historia de la r., la absoluta e irrevocable unidad de la comunión de Dios a la humanidad y de su mediación histórica en la unidad del Dios-hombre, -> Jesucristo, que es Dios mismo como comunicado y la aceptación humana de tal comunicación y, a la vez, la definitiva aparición histórica de esa donación y de su aceptación. Y en esa unidad de la comunicación trascendental de Dios y de su definitiva mediación y aparición histórica, comoquiera que está en obra la comunicación de Dios en sí mismo, se revela también el misterio fundamental del Dios trino, pues en este misterio sólo se trata del «en-sí» del «para-nosotros» de Dios en historia y trascendencia, de Dios en su siempre incomprensible primigenidad, de Dios en su poder real de venir a la trascendencia del hombre y a su historia: Padre, Espíritu e Hijo. En cuanto aqui la historia es mediadora de trascendencia, el Hijo envía al Espíritu; en cuanto la trascendencia crea historia, el Espíritu opera la -» encarnación del Logos; en cuanto la aparición en la historia significa el desencubrimiento de la realidad, el Logos encarnado está en verdad patente como lugar en que el Padre se expresa a si mismo; en cuanto la venida de Dios entre nosotros en el centro de nuestra existencia significa su amor y nuestro amor, el Pneuma se revela en su «en-si» como -> amor. Al hacer nosotros, en la mediación histórica, la experiencia de la trascendental y absoluta cercanía de Dios en la comunicación de sí mismo, y al aceptarla gracias a su propia acción, sabemos en absoluto en este acto de fe lo que decimos cuando hablamos de la -> Trinidad y en ella expresamos brevemente la forma y el contenido de nuestra fe cristiana, de su r. y de la historia de esa r. y cuando somos bautizados en estos tres nombres.

b) Lo que así ha quedado resaltado como síntesis de la r., ha de aclararse respecto de su fundamento y sus consecuencias por algunas reflexiones ulteriores.

Si lo dicho es exacto, síguese que la r. trascendental y la categorial, junto con la historia de la r., coexisten con la historia espiritual de la humanidad en general. Esto no es un error del modernismo, sino una verdad cristiana, la cual puede documentarse por el hecho de que la historia de la salvación sobrenatural se opera por doquier en la historia; hecho cierto que ha entrado con más claridad aún en la conciencia cristiana por las declaraciones del Vaticano ii (Lumen gentium, n.° 16); ahora bien, no puede darse salvación espiritual sin –> fe, ni fe sin r. propiamente dicha. No es menester explicar esta posibilidad de r. y de fe fuera de la historia de la r. y de la fe en el AT y el NT por una teoría especial, ni apelar a una tradición categorial explícita de la –> revelación primitiva, en la que temática y doctrinalmente se hubiera transmitido la experiencia categorial de Adán, cosa no muy verosímil ante el actual conocimiento de la historia de las religiones y la duración de la historia de la humanidad. Basta admitir lo que es atestiguado por los datos de la teología actual, que cada hombre por la gracia está elevado de manera no refleja en su espiritualidad trascendental, y que esa divinización «entitativa» (dada previamente a la libertad, aunque ésta no es aceptada por la fe) significa una divinización trascendental de la situación fundamental del hombre, de su postrer horizonte de conocimiento y libertad, bajo el cual él realiza su existencia.

Eso supuesto, por el existencial sobrenatural del hombre, de todo hombre en general, se da ya una r. de Dios por la gratuita comunicación de sí mismo. Y dicha situación fundamental gratuita del hombre, que está dirigida al Dios de la vida trinitaria, puede de todo punto entenderse ya como palabra revelada, supuesto, por una parte, que ese concepto de palabra no se limite a una dimensión fonética, y que no se olvide, por otra parte, cómo la r. trascendental se comunica siempre históricamente, y cómo la realidad histórica del hombre nunca puede carecer de palabras, nunca consiste en hechos muertos, pues la interpretación de los mismos es un factor constitutivo en todo acontecer histórico. Por la sola apertura del hombre trascendentalmente experimentada hacia el Dios trino de la vida eterna no se da ya una r. objetiva de verdades o proposiciones particulares, pero sí algo más importante y latente en todos los enunciados de la fe como condición de su posibilidad, algo que por primera vez puede hacerlos palabras reales de Dios: el horizonte sobrenatural de experiencia con carácter apriorístico, la luz de la fe como tal, usando términos de la tradición. Todo ello no quiere decir, naturalmente, que esta apriorística apertura trascendental del hombre al Dios de la vida eterna y de la comunicación absoluta pueda darse por sí sola en forma ahistórica, y que ella por sí misma, en una introspección individualista y ajena a la historia, divague sin controles en una esfera mística. Se realiza necesariamente en la historia de la acción y del pensamiento de la humanidad, donde puede realizarse muy expresa o muy ocultamente. En este sentido no hay nunca una historia de la r. trascendental por sí misma, sino que la historia concreta es siempre individual y colectivamente la historia de la r. trascendental de Dios.

Naturalmente, tal historia concreta nunca es simplemente la pura historia de la r. en sí misma. Ésta acontece siempre en aquélla; en medio de una unidad indisoluble de error, falsa interpretación, culpa y abuso, es historia a la vez justa y pecadora, en que se compenetran inseparablemente, hasta el juicio de Dios, la historia de la culpa y la historia de la gracia. Esto de ningún modo excluye una auténtica historia de la r. en la historia de la humanidad, de modo que, p. ej., para el cristiano una posibilidad diacrítica de distinción en la historia religiosa veterotestamentaria entre auténtica historia de la r. e historia de la religión culpablemente sellada por la propia gloria sólo es posible partiendo de Cristo, y nunca partiendo únicamente de los criterios que nos procura la antigua alianza misma, tanto más por el hecho de que los escritos del AT sólo en Cristo tienen un canon interno y externo como norma de su hermenéutica. Pero, no obstante, esos escritos deben ser reconocidos por el cristiano como auténtica historia de la r. del Padre de nuestro Señor (-> Escritura I-III).

c) Mas también el que quiera desarrollar la noción de r. partiendo totalmente del encuentro con la palabra de Dios predicada o escrita, se encuentra a la postre con el lado trascendental del acontecimiento de la r. Porque exige un canon dentro del -> canon, ya que para él la palabra pronunciada o escrita de Dios sólo se torna simplemente palabra de Dios en el interior acontecimiento gratuito de la fe, y con ello el que así procede desmitologiza el mensaje exterior de la fe mediante una forma trascendental. Si la historia de las -> religiones es la parte de la historia humana en general donde la naturaleza teológica del hombre no sólo se realiza de hecho (como en toda historia), sino que se hace también temática, síguese que la historia de las religiones es a la vez la parte más explícita de la historia de la r. y el lugar espiritual en que aparecen de la manera más clara y con las más graves consecuencias las falsas interpretaciones históricas de la experiencia trascendental de Dios. Pero siempre ambas cosas. Y siempre en una duplicidad indisoluble para nosotros.

d) En la teología de los últimos decenios, en contraste con la teología medieval, que trataba preferentemente la cuestión de la acreditación del portador de la r. por medio de -> milagros ante el oyente llamado a la fe, apenas se trata o sólo se trata al margen la cuestión del hecho de la r. en su portador, que es el profeta mismo (cf. -> profetismo). De lo dicho se sigue que la teología del proceso de la fe y la del acontecimiento de la r. son en gran parte idénticas, y que, consiguientemente, la teología fundamental tiene metódicamente toda la razón al tratar dentro de su campo el analysis fidei, con la sola condición de que lo haga allí donde la - fe y la recepción de la r. pueden aún ser vistas en su primigenia unidad, pues el aspecto trascendental de la recepción originaria de la r. y el de la fe son una y misma cosa: la constitución del hombre como gratuitamente determinado por la comunicación ontológica que Dios hace de sí mismo, y la radical y libre entrega del hombre a este existencial de su existencia (cf. también acceso a la -> fe, A).

Respecto de la desmitización, que para la teología católica se concreta en gran parte en la cuestión sobre la posibilidad, el sentido y la cognoscibilidad de lo que la teología fundamental llama milagro, partiendo de la idea fundamental que acabamos de insinuar ha de plantearse expresamente la cuestión de si en este contexto no habrá de hacerse valer con más claridad el pensamiento de que la mediación misma de una experiencia trascendental de Dios no puede de nuevo mediarse (transmitirse) adecuadamente, sino que también cuenta siempre con que el sujeto receptor está en lo inmediato. Por eso no es en principio posible ni necesaria una distinción entre la mediación por el factum brutum de la así llamada realidad objetiva y la mediación por la representación que interpreta aquel factum brutum, porque la mediación tiene su última verdad en lo mediado mismo; por eso, consiguientemente, tanto el que desmitizando separa puramente como el que identifica absolutamente la mediación y lo mediado, pasan por alto la diferencia y la unidad ontológica entre lo categorial y lo trascendental, y la diferencia e indisoluble unidad en la mediación entre lo que se llama hecho histórico y su interpretación. Claro que en este punto hay que recordar también que, como histórica, la mediación también es siempre social, es decir, «eclesial» en el más profundo sentido de la palabra y, por tanto, también un entregarse a la fe de la Iglesia, que la reflexión no penetrará nunca adecuadamente, o de la comunión de los creyentes, a la fe de la Iglesia que en el cuerpo colectivo y en el individuo es siempre la unidad de signo y verdad, los cuales, como en la palabra del sacramento y en el Logos hecho carne, se dan previamente sin división y sin mezcla y no se unen primeramente por obra del creyente.

e) Partiendo de aquí puede resultar claro qué sea la fides implicita: en el fondo esta expresión quiere decir que toda fe expresada categorialmente como tal es una aprehensión del signo, y, por tanto, sólo es realmente fe cuando aprehende el signo al ser aprehendida por el misterio inefable de la presencia del Dios que misericordiosamente se comunica a sí mismo, y cuando entienden también la mediación categorial como un signo, que es el de la Iglesia y se da en la Iglesia. Comoquiera que por la r. no se levantan las tinieblas sagradas del Dios incomprensible, sino que cobran carácter definitivo y son recibidas en sí mismas por el hombre con adoración y amor, la «condición implícita» de lo propiamente revelado en la palabra de la r. y la «condición implícita» de la propia fe en la de la Iglesia pertenecen a la esencia de la r. y de la fe, y no son simplemente un momento que sólo se dé cuando los incultos o los tontos aceptan la r. por la fe.

f) Partiendo de aquí puede entenderse mejor un fenómeno conocido en la historia de la religión y en la historia de los dogmas cristianos: el intento reiterado una y otra vez de reducir la totalidad de una polifacética y amplia dogmática y de las instituciones de una religión a un núcleo, a lo real y únicamente importante, llámese y evóquese como se quiera ese núcleo único y decisivo. Desde el punto de vista de la indicada unidad entre la r. categorial y la trascendental, cabe decir sobre ese intento: que realmente se da en la religión tal núcleo uno y único, pero éste no puede ser sustituido por ninguna reducción que se quede en lo categorial, ni experimentarse por ello más inmediata y seguramente; que el -> cristianismo, si quiere ser la religión absoluta de todos y no sólo una alianza particular de un pueblo determinado con Dios, no puede renunciar a confesar a Cristo como mediador y salvador de tal manera que, en su verdadera corporeidad y carácter intramundano, integra en sí toda mediación imaginable a través de todo lo real, y así la relativiza y pone simultáneamente como válida. Consiguientemente, no hay ningún «lugar» en esta mediación que en principio pueda excluir por completo lo otro, ni la palabra, ni el signo ritual, ni la socialización eclesiástica, ni el ministerio, ni la imagen, ni siquiera lo profano. Pero, sin perjuicio de la pluralidad de la mediación y de su legitimidad y obligación en sí misma bajo todos los aspectos, puede suceder que, en los distintos tiempos y espacios que el Dios único ha puesto a la gracia aun en la nueva alianza, la urgencia y la perceptibilidad de las mediaciones particulares, aun donde éstas son permanentemente válidas, tengan a su vez una historia. Y esa historia de la r. hecha definitiva en Cristo dentro del último y eterno eón, puede también refiejarse como legítima y querida por Dios en la trágica historia de la cristiandad dividida, en cuya escisión la auténtica pluralidad de las muchas mediaciones históricas de la r. una se reproduce, nos acusa y, no obstante, nos promete la gracia de Dios.

g) De esta unidad y distinción entre la r. trascendental y la r. categorial e histórica, que implican la misma diferencia y la misma unidad en la fe, resulta también la referencia a la credulidad (disposición para creer), tal como ésta ha de pensarse como distinta de la fe y en unidad con ella. Si se prescinde de lo que se dice sobre la gracia (por lo general en un plano accesorio) en la descripción teológica de la fe, el carácter de ésta como oír es interpretado tan a posteriori y empíricamente desde determinadas proposiciones reveladas de fe, que ese carácter de «audición» inherente a la fe aparece casi con una facultad formal (la cual no tiene necesidad de reflexión ulterior) de aprehender cualesquiera proposiciones, que se entienden con tal sean propuestas de manera recta, legítima y adecuada. La capacidad misma «a priori» de la fe, la credulidad precisamente, apenas es tema de reflexión en la teología. Naturalmente, esta credulidad como capacidad apriorística de la r. y de la fe no debe pensarse a manera de una facultad regional junto a otros, p. ej., como un determinado sentimiento, como una «necesidad» delimitada por sí misma. Debiera más bien entenderse como unidad de lo que hemos llamado el aspecto trascendental en la r. y de la capacidad apriorística (idéntica con la trascendentalidad del hombre entero) para la comunicación de Dios en la gracia, por la que es constituida la apertura trascendental de Dios. Una y otra cosa deben entenderse en un sentido no óntico, sino ontológico.

h) Todo análisis de la fe declara la autoridad de Dios como el supremo, último y único «objeto formal» y «motivo» de la fe. Luego, lógicamente, llega por lo general a un verdadero e insuperable callejón sin salida, pues piensa esta «autoridad» misma como mediada categorialmente por un conocimiento a posteriori, o sea como condicionada en su cognoscibilidad por el horizonte de conocimiento humano, que tal análisis quiere superar para que la palabra permanezca realmente palabra de Dios y no se desvirtúe por el apriorismo humano hasta un nivel puramente creado. Pero si en el acontecimiento de la r. y de la fe Dios mismo es en su propia comunicación lo creído y el principio apriorístico de la fe, si la lógica de la fe no es aprehendida categorialmente desde fuera, sino (exactamente como la lógica natural originariamente actualizada) una estructura ontológica interna del acto mismo de fe, si el mensaje exterior de fe no transmite el motivo a posteriori de la fe, sino el apriorístico para la inmediatez consigo mismo, en tal caso el problema mencionado carece de objeto. Así resulta también mucho más comprensible por qué un acto de fe materialmente falso puede ser, no sólo un reconocimiento humano de un objeto formal aposteriorístico, aprehendido bajo un apriorismo puramente humano, sino también un auténtico acto de fe.

3. La revelación y el magisterio

Donde se da la presencia escatológica y refleja de la comunicación revelante de Dios por Cristo (como punto culminante y definitivo de esta comunicación), con una constitución social explícita y una definitividad escatológica, se da lo que llamamos Iglesia. La Iglesia es la destinataria y anunciadora de esta r. absoluta. En cuanto la verdad de esa absoluta manifestación de Dios es la definitiva y, por cierto, como victoriosa, como dada en Cristo de manera real y permanente y no sólo de manera ideológica, la Iglesia es infalible en su profesión de la verdad, es decir, su credo, en que está la verdad objetiva y real de la donación de Dios mismo en Cristo, no puede perecer, no puede errar, cuando se realiza con absoluto compromiso de la Iglesia, pues de lo contrario ya no estaría allí la verdad misma de Cristo (-> infalibilidad). En cuanto esta victoria de la verdad de Cristo en la Iglesia es la verdad — que la constituye — de una Iglesia estructurada jerárquicamente, la función de servicio de la «infalibilidad» debecorresponder a su dirección jerárquica, a su magisterio (–> papa y -> episcopado). Misión de éste es guardar la permanente presencia de la verdad de Cristo en la actualización y el desarrollo de la misma para cada nuevo presente histórico.

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Karl Rahner