RESURRECCIÓN DE LA CARNE
SaMun


I. En la Biblia

1. Antiguo Testamento

Hasta su época tardía la religión veterotestamentaria no conoce ninguna resurrección.

La vida del hombre se limita a la existencia de aquí. Con ello no se dice que el hombre en la muerte, cuando Dios arranca de él su espíritu (por el cual se había hecho «alma viviente» [Gén 2, 7], es decir, ser vivo) y su cuerpo vuelve al polvo del que ha sido formado (Gén 3, 19) cese de existir. Pero la existencia a manera de sombra de los muertos en el Ieol no merece el nombre de «vida». La tierra es «el país de los vivientes» (Is 38, 11), y Yahveh es sólo el Dios de los vivos y no de los muertos. Es cierto que en el AT se dice algunas veces que su poder se extiende incluso al seol, al reino de los muertos (Am 9, 2; 1 Sam 2, 6; Sal 139, 8; Job 26, 6). Pero con ello se expresa solamente la fe en la infinitud de su poder. Realmente, Yahveh no se preocupa de los muertos, tampoco como éstos de él. Los muertos ya no saben nada de él y por eso no le alaban (Sal 88, llss). Pero aquí es especialmente importante que el destino de los muertos se tiene como definitivo. El seol es el país del que no se regresa: «quien descendió al reino de los muertos ya no sube jamás» (Job 7, 9; cf. 14, 12).

Según la antropología veterotestamentaria el hombre no es un ser de alma y cuerpo, sino un cuerpo vivificado por el espíritu de Dios, y él no posee un alma, sino que es un alma (hebreo: nefer), es decir, un ser vivo, un cuerpo vivificado. Por ello la concepción veterotestamentaria del hombre se distingue fundamentalmente de la griega. Sin cuerpo no hay vida real. Por esto los muertos en el seol no son, p. ej., las almas de los difuntos, sino sólo sombras, y, concretamente, la sombra del hombre entero (1 Sam 28, 14; Is 14, 9). En el Antiguo Testamento son llamados también los refaim, los «débiles, abatidos» (Is 26, 14.19; Sal 88, 11; Job 26, 5; Prov 9, 18). Su existencia no es ciertamente dolorosa, pero es entendida como un mal, principalmente porque los muertos están separados para siempre de Yahveh. Los hombres piadosos del AT soportaron con resignación este destino de muerte que afecta a todos sin distinción. Su deseo es por ello una vida larga y una participación en los bienes de este mundo, para después, «viejos y hartos de vida» (Gén 25, 5; 35, 29), «caminar el camino de toda carne» (1 Re 2, 2).

El AT, todavía después del exilio, permaneció durante siglos en la perspectiva de la vida de aquí, como lo demuestran, junto con diversos Salmos, especialmente el libro de Job y el Eclesiastés. Por otro lado, el pensamiento de este tiempo tardío se distingue del de los siglos anteriores por el desarrollo pleno del individualismo. El hombre particular no se considera ya únicamente como parte constituyente del todo del pueblo, sino que es consciente de su valor personal. Y al individualismo se añade en este tiempo todavía el desarrollo pleno de la idea religiosa de la retribución. Corresponde a la santidad y a la justicia de Dios el que él reparta justamente la suerte de los hombres particulares, de modo que el bueno debe verse rodeado de bienes y el malo de males. Pero precisamente esta fe llevó continuamente al absurdo por la experiencia de la vida. Para el autor del libro de Job esta circunstancia injusta se convirtió concretamente en problema de teodicea, y el inconsolable pesimismo del Eclesiastés tiene su fundamento en la injusticia constante que su autor ve y vive continuamente, y también en el hecho de que no observa ninguna diferencia entre el hombre y el animal. «Porque muere el hombre a semejanza de la bestia, y el hombre no tiene ninguna exención sobre la bestia» (3, 19). Así la religión veterotestamentaria, con su escatología tan poco desarrollada todavía, empujaba con cierta necesidad interna hacia una superación del estadio hasta entonces alcanzado. Aquí los dos motivos capitales eran el pensamiento veterotestamentario de Dios, la fe en la justicia divina y en que Dios gobierna el mundo, y, por otro lado, la llamada fe en la retribución, que hizo sentir como un problema precisamente la fe en el gobierno moral del mundo por parte de Dios. Pero el impulso más fuerte lo dio la penosa situación de todo el pueblo, que vivía sujeto al dominio de naciones extranjeras y paganas. A partir de la fe en la retribución, se habría podido desarrollar también la fe en la suerte distinta de los justos y de los impíos en el seol. Pero esto habría significado una profunda transformación de la –> antropología. Eso no sucedió hasta dos siglos más tarde, por influjo griego.

Lógicamente, la evolución de la concepción judía sobre la retribución justa no se orientó primeramente hacia una modificación de las representaciones relativas al estado de los muertos, sino hacia la idea de que el hombre en un eón futuro recibe otra vida y una suerte distinta, y de que allí aquél queda restablecido en su totalidad tal como Dios lo ha creado. El presupuesto para ello es la revivificación de los muertos. Es importante observar que la primera aparición demostrable de este pensamiento se da en un tiempo de dura desgracia. En Ezequiel, en quien encontramos por primera vez este pensamiento, la vivificación de los huesos de los muertos no significa ciertamente la resurrección de los difuntos que están en el seol, sino la restauración del pueblo. Aquí se dice solamente que, en ciertas circunstancias, Dios puede resucitar muertos, mientras que en general subsiste el principio de que los muertos no retornan. Pero la revivificación descrita por Ezequiel se produce realmente en vivos, no en muertos, pues los huesos de los muertos significan el pueblo que se encuentra en «estado de muerte» en el exilio; se promete al pueblo la repatriación. Donde, en otros lugares de la literatura más antigua, se habla de revivificación, se significa únicamente la curación de enfermedades graves, en las que el espíritu de vida (rúah) parece haberse separado del hombre (2 Re 5, 7; Is 38, 10; cf. BAUDISSIN 384-402). El testimonio más antiguo, que constituye ante todo una confesión de fe confiada en el justo gobierno de Dios y surgió seguramente en época griega (s. III a.C.), es el Apocalipsis de Isaías (Is 24-27): «Tus muertos viven, mis difuntos resucitarán, los que habitan en el polvo se levantarán y rebosarán de alegría, pues rocío de Luces es tu rocío; la tierra llevará las sombras a la luz» (26, 19). La esperanza en la revivificación de los muertos está aquí en conexión con la expectación del tiempo de salvación para todo el pueblo. Para completar la comunidad de salvación deben acudir también los justos que han muerto.

En el tiempo de los Macabeos va mucho más lejos Dan 12, 2: «Muchos de los que duermen en el polvo, despertarán: unos para la vida eterna, otros para la ignominia, la cual tendrán siempre delante de sí. Los sabios brillarán como la luz del firmamento; y como estrellas por toda la eternidad aquéllos que hubieren enseñado a muchos la justicia.» Este lugar es mucho más preciso que el anterior; y se distingue también de él por el hecho de que resucitarán no sólo los justos, sino también los impíos. Aquí se piensa en los mártires de la época persecutoria de Antíoco IV Epifanes, en la que muchos judíos pagaron su fe con la muerte, y también en sus perseguidores. No se piensa en una resurrección general, y ni siquiera en la de las grandes figuras de la antigua historia de Israel. Y está claro además que no es sólo el poder de Dios el que se ha de revelar, sino también su justicia retribuidora. Sorprendente es la diferencia entre los dos libros de los Macabeos: mientras que el primero (así como el Eclesiástico) todavía permanece totalmente en la antigua perspectiva de la vida de aquí (2, 52ss) y no sabe nada de una resurrección, en el segundo se expresa con mayor claridad y precisión la fe en la resurrección, y por cierto, como en Daniel, en conexión también con el pensamiento de la retribución.

Los hermanos Macabeos afirman uno tras otro ese pensamiento. «El Rey del universo nos resucitará algún día para la vida eterna, por haber muerto en defensa de sus leyes» (7, 9; cf. 7, 11). «Es gran ventaja para nosotros perder la vida a mano de los hombres, por la firme esperanza que tenemos en Dios de que nos la volverá, haciéndonos resucitar. Pero tu resurrección (la de Antíoco) no será para la vida» (7, 14). El mismo libro segundo de los Macabeos ya conoce también la fe de que es útil y tiene sentido orar y ofrecer sacrificios expiatorios por los caídos que pecaron en vida «para que sean liberados de sus pecados». Aquí esta «acción piadosa» es motivada por la fe en la resurrección. Si él (Judas Macabeo) no hubiera creído que los muertos resucitan, habría sido necio y superfluo el rogar por los muertos» (12, 44). Pero tampoco se habla de la resurrección general, ni siquiera de la de todos los israelitas, y para los impíos no hay ninguna resurrección (7, 14). Es una cuestión muy discutida y muy afirmada la de si, en la constitución y principalmente en la configuración ulterior de la fe de los judíos en la resurrección, ha sido activa la influencia del parsismo. Fuentes griegas atestiguan ya desde el s. IV a.C. (TEOPOMPO, en DIÓGENES LAERCIO, Prooem. 9, KöNIG 128-133) para la religión zoroástrica la fe en la resurrección. El motivo principal para la aceptación de una influencia parsista es la conexión entre resurrección y juicio, que se da en una y otra religión. La posibilidad de esta influencia se concede fundamentalmente. Pero se debe pensar, de una parte, que por el pensamiento de la retribución, totalmente desarrollado, y por los problemas que precisamente de él resultaron ante la experiencia de la vida, se habían creado ya en el mismo suelo judío los presupuestos para la fe en la resurrección; y que, de otra parte, en el judaísmo la fe en la resurrección surgió por primera vez en un tiempo en que los judíos palestinenses ya no vivían bajo dominio persa, sino griego.

2. El judaismo

Desde la época de los Macabeos la fe en la resurrección se impuso en el judaísmo palestinense. Lo atestiguan tanto la -> apocaliptica como los rabinos fariseos. Y principalmente por su influencia convirtió en fe general del pueblo y en dogma que fue recogido también en el Semone Esre (2.a bendición), que cada judío debía rezar cada día. Sin embargo, esta imposición no ocurrió sin resistencia. La posición frente a esta fe constituía una de las disputas doctrinales más importantes entre fariseos y saduceos. Estos últimos eran, como lo atestiguan tanto la literatura rabínica y Flavio Josefo (JosBell II 8, 14; JosAnt xviii 1, 4) como el NT (Mc 12, 18ss; Act 4, ls; 23, 6ss), adversarios acérrimos e impugnadores de dicha fe, porque la consideraban contradictoria a la razón y no la hallaban atestiguada en la torah. También el judaísmo helenístico rechazó la resurrección (según veremos luego). Frente a los ataques de los «liberales» saduceos, los rabinos fariseos se esforzaron por demostrar la resurrección a base del AT y de la razón (cf. la discusión del rabino Gamaliel ii con los saduceos en Misna, San 90-b-91-a y su recomposición en BILLERBECK IV 893-897). Por otro lado, el judaísmo no ha llegado jamás a una opinión única en el punto de si todos los hombres resucitarán o sólo una parte de ellos. Y también allí donde se enseña la resurrección universal, esto vale sólo con la limitación de que ciertos hombres o clases de hombres deben ser excluidos de ella, así la generación del diluvio, los egipcios que murieron en el mar Rojo, o la generación del desierto. Estos hombres no deben resucitar, sino permanecer en el lugar de su castigo, porque han recibido ya su juicio. Donde se enseña la resurrección de una parte de los hombres solamente, se piensa primordialmente en Israel, y sobre todo en las grandes figuras de los tiempos remotos, como los patriarcas, Moisés, David, y además en los mártires de la época de persecución de los Macabeos. Después el círculo se amplía a los justos en general, pero aquí de nuevo se piensa primordialmente en los hombres piadosos de Israel.

Más importante que la cuestión, jamás contestada unitariamente, de que qué hombres resucitarán y qué hombres deben ser excluidos de la resurrección es la distinción que sigue. Allí donde la revivificación se limita a los justos, su finalidad es que estos hombres han de participar en la salvación. Por ello aquí no se piensa en los difuntos impíos. Éstos permanecen en su lugar subterráneo de condenación (SalSl 3, lls; Hen [et] 22, 13). Puesto que, según la antropología veterotestamentaria, sin cuerpo no hay verdadera vida, para la participación en la salvación de los tiempos finales se requiere también la revivificación de los cuerpos. Esto sigue siendo válido en el tiempo en que, bajo influencia griega, la antigua concepción «monista» de la esencia del hombre es sustituida por la doctrina dualista del alma como parte peculiar y esencial del hombre, junto con el cuerpo. Ahora los muertos en el seol ya no son pensados como meras sombras, sino como «almas» auténticas, es decir, como seres espirituales (1 Hen[et] 90, 33) que después de la muerte, separados del cuerpo, tienen una vida propia, y allí, según las obras que los hombres hicieron durante su vida, o bien disfrutan de una cierta felicidad o bien sufren un castigo, en ámbitos distintos del mundo de los muertos (cf. 1 Hen[et] 22). Pero las almas de los justos han de resucitar para participar en la salvación y tienen que unirse con sus cuerpos, para que el hombre total, tal como Dios lo ha creado, reciba la salvación. Por el contrario, donde se habla de una resurrección general de justos y de pecadores prescindiendo de algunas clases de pecadores, se trata de la resurrección para el juicio final. Por esto la resurrección precede al juicio. «Todos los nacidos están destinados a morir, y los difuntos están destinados a resucitar, y los resucitados están destinados a ser juzgados, para que se sepa, se dé a conocer y así se confiese que él es Dios, el creador, el sabedor, el juez, y que él juzgará una vez» (Mi.ína, Dichos de los Padres 4, 22). Según esta doctrina, resurrección y juicio se pertenecen mutuamente e introducen el mundo futuro (4 Esd 7, 29ss; ApBar [sir] 30, 1-5; 50, 2-51; 3; 85, 18; para la literatura rabínica cf. BILLERBECK IV 791ss).

Las distintas afirmaciones sobre una resurrección general o sólo la de los justos, véanse en BILLERBECK IV 1166-1198, VOLZ 235-247. El testimonio más antiguo de la persuasión de que todos los hombres, justos e impíos, judíos y paganos, resucitarán es 1 Hen(et) 22, Iss. Pero el libro de Henok no es unitario en esta cuestión, como tampoco lo son los apocalipsis de Esdras (cf. VOLZ 38) y Baruc (cf. BILLERBECK IV 1170); y también en la literatura rabínica están yuxtapuestas afirmaciones que hablan de la resurrección general, y otras que hablan sólo de la resurrección de los justos. Pero la doctrina de la mayoría de los rabinos desde la época tanaítica más antigua fue y continuó siendo que todos los muertos resucitarán. Sin embargo, los rabinos no estuvieron siempre de acuerdo en la cuestión referente al tiempo de la resurrección. Esto está en relación con la doctrina de los «días del Mesías». Según la opinión más antigua, éstos traen ya la consumación absoluta de la salvación, y en consecuencia debe producirse en ellos la resurrección de los muertos. Pero en el tiempo poscristiano los rabinos separaron el tiempo posmesiánico del eón futuro y lo incluyeron todavía en el eón actual. En consecuencia se unió la resurrección con el eón futuro, como preludio del mismo (cf. los textos correspondientes en BILLERBECK IV 971ss). Pero en el s. III los sabios rabínicos, partiendo de la fe en que el cumplimiento de las profecías veterotestamentarias debe esperarse en el tiempo mesiánico, volvieron a la concepción antigua en el sentido de que para la época mesiánica esperaban por lo menos la resurrección de los justos, mientras que la de los hombres ha de seguir inmediatamente al juicio universal (BILLERBECK III 827-830).

Según doctrina judía casi común, la resurrección de los muertos es prerrogativa de Dios, que por eso recibe (p. ej., en el Semone Esre [2.a bendición]) el atributo: «El que vivifica a los muertos» (cf. Dt 32, 39; 1 Sam 2, 6; 2 Re 5, 7; Tob 13, 2; 2 Mac 7, 9.14;4 Esd 5, 45; BILLERBECK 1523s). Con relación a la cuestión de cómo ocurrirá la resurrección, es importante el hecho de que en el tiempo de la configuración de la fe en la resurrección se produce también la transformación de la antropología por la penetración de la concepción griega del alma, que ahora es entendida como segunda parte esencialmente constitutiva del hombre junto con el cuerpo. Eso implicaba también una modificación fundamental de la concepción de los muertos, que, desde ese momento, son concebidos con una vida propia independiente del cuerpo (como «almas» propiamente dichas). La concepción más antigua era que los muertos recuperan su cuerpo, el cual queda vivificado — como en la creación del hombre — por el hálito de Dios. Pero una vez formada la fe en el alma, la resurrección se produce de tal manera que, las almas procedentes del reino de los muertos, reciben un cuerpo nuevo, y así el hombre queda restablecido de nuevo en su totalidad. Esto es importante para la antropología del judaísmo palestinense. En la salvación del mundo futuro debe participar el hombre entero, y en ello está el sentido de la resurrección. No hay unanimidad acerca de si el cuerpo que los muertos han de recibir en la resurrección será el cuerpo antiguo, o un cuerpo glorificado de algún modo, o un cuerpo nuevo. Según el ApBar (sir) 50, 1-51, 10, y según la doctrina rabínica (cf. BILLERBECK IV 1175), en la resurrección la tierra devuelve a los muertos tal como los recibió, cosa necesaria para determinar su identidad; y sólo entonces se produce su glorificación (cf. con relación a esto VOLZ 249-255).

En amplia distancia de la doctrina del judaísmo palestinense se halla la del judaísmo helenístico, que en su antropología estuvo fuertemente influida por la antropología platónico-estoica, para la cual la fe en la resurrección era una ridiculez (cf. Act 17, 32). El testimonio principal, pero no el único, de este judaísmo helenístico es Filón. Ese influjo helenístico se refleja también en el libro veterotestamentario de la Sabiduría, que defiende la doctrina griega de la inmortalidad (1, 16ss). La retribución de las acciones de los hombres sigue inmediatamente a la muerte (3, Iss; 15, Iss), y las almas de los hombres piadosos llegan inmediatamente a un lugar supraterreno (1. 15; 15, 3).

La resurrección no es discutida, pero tampoco es mencionada. La doctrina griega de la inmortalidad también es defendida claramente en el libro 4 Mac (16, 13; 17, 5; 18, 23). Pero donde más claramente el dualismo platónico aparece es en Filón. Según él, el alma es la parte del hombre que procede de Dios; en cambio el cuerpo, la parte animal del hombre, es la fuente de todo lo malo. Es la cárcel en que está encerrada el alma (De ebr. 101; Leg alleg. iii 42), el cadáver que el alma arrastra consigo (Leg. alleg. i 69), su féretro o sepulcro (Migr. Abr. 16; Leg. alleg. i 108), que lo priva del libre desarrollo de su fuerzas, por lo cual los filósofos, entre todos los hombres, aspiran a morir a la vida corporal (Gig. 14; cf. Vita Mos. si 288). Consecuentemente, en esta concepción del hombre no queda ningún lugar para la resurrección. La redención del hombre consiste más bien en la liberación del alma de la cárcel del cuerpo (Leg. alleg. i 107).

Con la destrucción de Jerusalén el saduceísmo desapareció de la historia judía, y los rabinos fariseos se crearon en el sanedrín de Jamnia una nueva escuela, la cual consiguió por sus patriarcas dominar todo el judaísmo del imperio romano e imponer su propia doctrina como la única válida y obligatoria para todos. Y así entonces la fe en la resurrección fue aceptada por todo el judaísmo medieval, sin excluir a los caraítas. Maimónides la aduce expresamente entre los trece principios de fe del judaísmo ortodoxo, mientras que otros, p. ej., Ch. Crestas y Jos. Albo, concedieron a esta fe un lugar menos importante. Pero Maimónides llama «resurrección» a la vida del alma después de su separación del cuerpo, e identifica así la resurrección con la inmortalidad; de acuerdo con esto interpreta figuradamente el texto de Dan 12, 2. El moderno judaísmo reformado ha abandonado la fe en la resurrección, substituyéndola por la fe en la inmortalidad, y en consecuencia ha parafraseado también en el sentido de la doctrina de la inmortalidad las partes de la liturgia que hablan de la resurrección.

3. El Nuevo Testamento

En una discusión con los saduceos (Mc 12, 16-27), Jesús refuta su negación de la resurrección, recurriendo para ello a la tórá y principalmente al poder de Dios; pero corrige también la doctrina farisea según la cual la resurrección significa el retorno a las condiciones de vida terrestre. «Porque, cuando resuciten de entre los muertos, ni los hombres ni las mujeres serán dadas en matrimonio, sino que serán como ángeles en los cielos» (12, 25). En la tradición sinóptica no se habla jamás de la resurrección de los impíos. Pero ésta es presupuesta en las palabras sobre el juicio universal. Tiro y Sidón saldrán mejor paradas en el juicio final que las ciudades galileas que se han negado a creer en Jesús (Mt 11, 22 = Lc 10, 14; además Mt 10, 36s; 12, 41 = Lc 11, 31s; Mt 25, 31,46). Por eso tampoco Lc 14, 14, donde se habla expresamente de «la resurrección de los justos», puede ser entendido en sentido exclusivo. La resurrección nunca es mencionada por las epístolas católicas. Por el contrario, Heb (6, 2) cita la resurrección entre los principios fundamentales de la doctrina cristiana. El libro de los Hechos (24, 15) habla expresamente de la resurrección «de los justos y de los injustos», y el Evangelio de Juan habla tanto de la resurrección de los justos (6, 39s.43s; 11, 25s) como de la «resurrección para la vida» y «para el juicio» (5, 28s). Un juicio de justos e impíos, y con ello la resurrección de todos ellos aparece también en el Ap (1, 7). Sólo este libro habla además de una doble resurrección. La segunda es la general de todos los muertos para el juicio final (20, 11-15); la primera queda reservada a los mártires, que después de resucitados reinarán con Cristo durante mil años (20, 4ss).

Pablo desarrolla una teología formal de la resurrección en su discusión con los que en Corinto, influidos por el pensamiento helenístico o gnóstico, negaban la resurrección (1 Cor 15). Aquí él se separa radicalmente tanto del pensamiento helenístico como del gnóstico, según el cual el cuerpo es la prisión o el sepulcro del alma y la redención consiste en la liberación de esta prisión. Por el contrario según Pablo la redención, el estado de salvación, sólo se consuma con la resurrección en un cuerpo nuevo. Y el apóstol se distancia igualmente de la doctrina judeo-farisaica, que ya había impugnado Jesús (véase antes). Una vida sin cuerpo en estado de desnudez, no es para Pablo una vida real. Por eso desea él, para escapar a este estado intermedio de incorporeidad, «revestirse» del cuerpo celeste sobre el terreno (2 Cor 5, 3). A los tesalonicenses, preocupados por sus difuntos, les consuela exclusivamente con la mirada en la resurrección, sin hablar de su suerte hasta que se realice ésta (1 Tes 4, 13-18). Y a los que en Corinto niegan la resurrección, no les menciona la posibilidad de un estado de felicidad sin cuerpo con el Señor; les dice más bien que, si no hay una resurrección de entre los muertos, «somos los más desgraciados de todos los hombres» (1 Cor 15, 19), y que todo su trabajo y padecimiento como apóstol es baldío y la vida en general no tiene sentido, de modo que sólo queda el lema: «Comamos y bebamos, pues mañana moriremos» (15, 20). Ciertamente, en Flp (1, 23) Pablo habla de su deseo de partir y estar sin cuerpo «con el Señor»; pero también aquí la última meta de su aspiración es la resurrección (3, 21).

Fundamental para la idea paulina de la resurrección es la conexión que el apóstol establece entre la resurrección de Cristo y la de los cristianos. Cristo, según Pablo, ha sido resucitado por Dios como «primicia de los difuntos» (1 Cor 15, 20), como «primogénito de entre los muertos» (Col 1, 18); el mismo pensamiento aparece también en Act 3, 15; 26, 23. Su resurrección es el principio y fundamento de la resurrección de los muertos (1 Cor 15, 23). Así como por el primer Adán la muerte ha llegado al mundo, por Cristo llega la resurrección de los muertos. «Pues como en Adán todos mueren, así también en Cristo serán todos vueltos a la vida» (1 Cor 15, 21s). Los cristianos ya han sido sepultados y resucitados sacramentalmente con Cristo por el -> bautismo (Rom 6, 4s; cf. Col. 3, 1; Ef 2, 5s). Pero aquí no se suprime a la manera gnóstica la expectación de la resurrección futura. La participación en la vida nueva es entendida más bien como anticipación de la salvación final, que aún ha de llegar. El «estar con Cristo» operado por el bautismo es, según Pablo, el presupuesto para la futura resurrección (2 Cor 4, 11; 1 Cor 15, 22). Ese estar con Cristo incluye la posesión del Pneuma divino, el cual es precisamente la fuerza que opera el estar con Cristo y con ello la nueva vida, y que producirá también la resurrección. «Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo de entre los muertos dará vida también a vuestros cuerpos mortales por medio de ese Espíritu suyo que habita en vosotros» (Rom 8, 11). Por esto puede Pablo llamar al Pneuma las «arras» de nuestro revestimiento con el cuerpo celeste (2 Cor 5, 5; Rom 8, 23).

En su discusión con los que en Corinto niegan la resurrección, porque la consideran imposible o creen que se ha producido ya de una manera espiritual en el bautismo (cf. 2 Tim 2, 18), Pablo habla también de la naturaleza del cuerpo resucitado, aunque se siente incapaz de dar una descripción exacta. Llama «pneumático» al cuerpo resucitado, con lo cual no designa la «materia», sino la cualidad del mismo. El cuerpo resucitado tiene una constitución distinta de la del «carnal» o «psíquico»; es imperecedero e inmortal (15, 35ss). Cristo transformará el cuerpo de nuestra humilde condición, conformándolo al cuerpo de su condición gloriosa (864«), que él posee desde su propia resurrección (F1p 3, 21). Y así como el cuerpo del Señor resucitado es idéntico con su cuerpo terreno, del mismo modo el cuerpo celestial de los cristianos será idéntico con el terrestre. Esto se halla contenido ya en el concepto de resurrección, pero queda confirmado todavía por la imagen del grano de simiente (1 Cor 15, 36ss) y por la idea de transformación. La resurrección es para Pablo, igual que para todo el NT, un suceso escatológico relacionado con la parusía y el juicio universal, así como con el final del eón presente (1 Tes 6, 16; 1 Cor 15, 51s); y, lo mismo que la resurrección de Cristo, es un acto de la omnipotencia divina (1 Cor 6, 14; 2 Cor 13, 4; Rom 4, 25; igualmente Act 3, 15; 4, 10; 5, 30; 10, 40; 13, 30.37; diversamente Flp 3, 21; sobre Jn véase luego). Con la resurrección se consuma la superación del poder de la muerte (1 Cor 15, 53ss). Ahora bien, si la transformación del cuerpo ha de tener lugar en la parusía (1 Cor 15, 51), con ello se excluye la opinión de que Pablo considerara el cuerpo celestial como preexistente y preparado ya en el cielo. El texto de 2 Cor 5, 1-4 no exige una interpretación de este tipo.

Todas las afirmaciones de Pablo aducidas hasta ahora, sólo son válidas para los cristianos, porque solamente ellos «están en Cristo» y poseen el Pneuma divino. Pablo no habla de la resurrección de los demás hombres, como tampoco habla de ella la tradición sinóptica. Esta limitación se explica por la finalidad kerygmático-parenética de sus epístolas. Por eso sería precipitado deducir que aquí que él excluye de la resurrección a los demás hombres, especialmente a los impíos. Lo contrario debe deducirse ya de su pasado judeo-farisaico, pero se desprende también de su doctrina del juicio universal (1 Cor 6, 2s; 11, 32; Rom 2, 1. 12.16; 2 Cor 5, 10). La cuestión ulterior de si Pablo enseñó una doble resurrección (primero la de los justos, es decir, los cristianos, y después la de los demás) no se puede afirmar a base de 1 Cor 15, 20ss, puesto que tó télos no designa el «resto» (contra J. WEISS, LIETZMANN, OEPKE, ThW I 371; opina diversamente KÜMMEL, en LIETZMANN, Kor 193), sino que, como en la apocalíptica judía, designa el final del eón presente.

Las afirmaciones correspondientes a esto que hay en el Evangelio de Juan poseen rasgos propios. El Cristo de Juan dice una vez de sí: «Yo soy la resurrección y la vida» (11, 25). Pero aquí la resurrección, igual que la vida, es un concepto de la escatología «presente» de Juan. Este sentido presente de la resurrección por lo menos parcialmente es también el contenido de 5, 21-25 (v. 21: «Así como el Padre resucita a los muertos devolviéndoles la vida, del mismo modo el Hijo da también la vida a los que quiere»; v. 24: «Quien escucha mi palabra y cree a aquél que me envió, tiene vida eterna y no va a juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida»). En estos lugares se piensa en la resurrección espiritual desde la muerte del pecado. Sin embargo, inmediatamente después (5, 28s) se habla inequívocamente de la resurrección de todos los que yacen en los sepulcros, de los buenos y los malos, por obra del Hijo del hombre «en el último día» (igualmente 6, 39s.44.54).

Siempre que el NT se refiere a la resurrección, habla de la «resurrección de los muertos» y nunca «de la carne» (la expresión se usa por primera vez en 2 Clem 9, 1, y JusTINo, Dial. 80, 5), es decir, piensa siempre en el hombre entero. Para Pablo el término «resurrección de la carne» sería absolutamente imposible, porque para él la sarx encierra en sí, en contraposición al cuerpo, la idea de lo débil, lo caduco, lo pecador. Esto se expresa claramente en 1 Cor 15, 50: «Carne y sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción.»

Según la opinión de muchos teólogos protestantes en la actualidad, la -> muerte no consiste en el hecho de que el alma inmortal se separe del cuerpo y sobreviva ella sola. La totalidad de la muerte, tal como Pablo la entiende, exige más bien que el hombre entero se «rompa» en la muerte. Por eso no hay ningún estado intermedio entre muerte y resurrección, y ésta es una creación totalmente nueva. Entre la muerte y la resurrección el hombre vive solamente in mente Dei. Esta opinión contradice a bastantes lugares del NT. Pablo conoce un estar en la patria con Cristo, entre la muerte y la resurrección, en un estado incorpóreo (Flp 1, 12; 2 Cor 5, 6ss; cf. también Lc 23, 43s; Ap 6, 9; 20, 4).

BIBLIOGRAFIA: Eichrodt III 352-370; W. W. Baudissin, Adonis und Esmun (L 1911); P. Volz, Die Eschatologie der jüdischen Gemeinde im ntl. Zeitalter (T 21934); N. Söderblom, La vie future d'apres le Mazdéisme (P. 1901); A. Bertholet, Zur Frage des Verhältnisses von parsischem und jüdischem Auferstehungsglauben (homenaje a F. C. Andreas) (L 1916) 51-62; F. König, Zarathustras Jenseitsvorstellungen und das AT (W 1964); H. Birkeland, The Belief in the Resurrection of the Dead in the Old Testament: StTh 3 (1950) 60-78; E. F. Sutcliffe, The Old Testament and the Future Life (Lo 1946); Ch. Barth, Die Rettung vom Tode in den individuellen Klage- und Dankliedern (Zollikon - Z 1947); E. Sellin, Die atl. Hoffnung auf Auferstehung und ewiges Leben: NKZ 30 (1919) 232-289; C. A. Edsman, The Body and the Life (Sto 1946); V. Hamp, Zukunft und Jenseits im Buch Sirach (estudios veterotestamentarios en honor de F. Nötscher) (Bo 1950) 86-97; O. Schilling, Der Jenseitsgedanke im AT (Mz 1951); A. T. Nikolainen, Der Auferstehungsglaube in der Bibel und ihrer Umwelt, 2 vols. (He 1944-46); F. Nötscher, Altorientalischer und atl. Auferstehungsglauben (Wü 1926); K. Schubert, Die Entwicklung der Auferstehungslehre von der nachexilischen bis zur frührabbinischen Zeit: BZ NF 6 (1962) 177-214; R. Martin-Achard, De la muerte a la resurrección (Marova Ma 1969); A. Fierro, Las controversias sobre la resurrección en los siglos II-V, en RET 28 (1968) 3-21; B. J. Alfrink, L'idée de résurrection d'aprs Dn 12, 1: Bibi 49 (1959) 355-371; T. F. Glasson, Greek Influence in Jewish Eschatology (Lo 1961); Moore II 279ss.; Bonsirven J I 468ss.; K. Deissner, Auferstehungshoffnung und Pneumagedanke bei Paulus (L 1912); H. Molitor, Die Auferstehung der Christen und Nichtchristen nach dem Apostel Paulus (Mr 1912); F. Gunter-mann, Die Eschatologie des hl. Paulus (Mr 1932); 1. Staudinger, La vida eterna (Herder Ba 1959); L. Rey Altuna, La inmortalidad del alma a la luz de los filósofos (Gredos Ma); M. F. Sciacca, Muerte e inmortalidad (L Miracle Ba); 1. Daniélou, La resurrección, ¿,mito o realidad? (Studium Ma 1971); 1. E. Vandeman, El destino del hombre: vivir (Pub Interam 1967); A. Oepke, Auferstehung II: RAC 1 930-938; L. Martern, Das Verständnis des Gerichtes bei Paulus (Z 1966); P. Hoffmann, Die Toten in Christus (Mr 1966); 1. Pieper, Muerte e inmortalidad (Ba Herder 1970).

Josef Schmid

II. Teología

1. La esperanza en la resurrección de los muertos es la forma bíblica de la fe en la inmortalidad, que, a decir verdad, no fue ya comprendida en su pretensión total por el mundo greco-romano en que se propagó el mensaje cristiano, sino que fue interpretada como un complemento de la idea de la inmortalidad, vigente ya en aquel mundo, la cual se fundaba en el pensamiento de la inmortalidad esencial del alma espiritual. Ambos conceptos de inmortalidad fueron considerados como sendas respuestas parciales a la cuestión sobre el destino eterno del hombre, y se yuxtapusieron adicionalmente. A lo que los griegos sabían ya de antes acerca de la -> inmortalidad del -> alma, añadía la Biblia la revelación de que, al fin de los días, resucitarán también los cuerpos para compartir en adelante, para siempre, el destino del alma: reprobación o bienaventuranza. El estado de la cuestión en teología estuvo en adelante determinado por esta síntesis aditiva del antiguo pensamiento cristiano, particularmente desde la bula Benedictus Deus de Benedicto XII (1336; Dz 530), que, por el dogma de la entrada inmediata del alma separada en la -> visión de Dios o en la condenación (-> infierno) respectivamente, puso de momento fin a la disputa sobre la relación entre la tradición griega y la bíblica en esta cuestión.

En realidad, no se trata originariamente de dos representaciones complementarias, sino de sendas respuestas totales al problema del futuro humano. El pensamiento griego, platónico, tiene por base la idea de que en el hombre hay insertas dos substancias heterogéneas, de las que una (el cuerpo) fallece, mientras la otra (el alma) es de suyo imperecedera y, por tanto, sobrevive por sí misma, independientemente de cualquier otro ser; es más, sólo al separarse del cuerpo mortal, que le es extraño, llega a su plena autenticidad. El pensamiento biblico, en cambio, supone la unidad indivisa del -> hombre. La Escritura no conoce, p. ej., un término que designe sólo al cuerpo (como separado y distinto del alma) y, a la inversa, la palabra «alma» significa generalmente el hombre entero, que existe corporalmente (J. Schmid). Así, la resurrección de los muertos (no de los cuerpos) de que habla la Escritura, no significa una información parcial sobre la esperanza del hombre, sino que se refiere a la -> salvación eterna del hombre uno e indiviso.

2. Si se intenta, pues, poner en relación objetiva la concepción bíblica y la griega de la inmortalidad, no bastará ya una adición exterior de lo que dice cada una acerca del destino del alma y del cuerpo, que no puede hacer justicia a las dos, sino que será necesario aclarar más exactamente el verdadero sentido de la idea bíblica y de la griega sobre la inmortalidad, y preguntar luego hasta qué punto puede servir la idea griega para formular (en contenido y forma) la concepción bíblica. Por lo que a esta última se refiere, hay que ver claro, según lo dicho, que su verdadero núcleo no puede consistir en la restitución de los cuerpos (aunque esta imagen se da constantemente en la Biblia); lo propio de ella puede más bien enunciarse en la contraposición con la concepción dualista, antes esbozada, de la filosofía antigua.

a) Se trata de una inmortalidad de la «-> persona». Mientras en el pensamiento griego la esencia típica del hombre está destinada a la disolución y no pervive como tal, sino que, de acuerdo con la heterogeneidad de alma y cuerpo, sigue dos caminos distintos; según la fe bíblica, es precisamente esta esencia del hombre la que sobrevive como tal, aunque transformada.

b) Se trata de una inmortalidad «dialogística» (resurrección), es decir, la inmortalidad no resulta simplemente del no poder morir de lo indivisible, sino de la acción salvadora del amante, que tiene poder para hacer inmortal. El hombre no puede, por tanto, perecer totalmente, porque es conocido y amado por Dios. Si todo amor quiere eternidad, el amor de Dios no sólo quiere, sino que opera y es inmortalidad. De hecho, la idea bíblica de la resurrección nació inmediatamente de este motivo dialogístico: el orante sabe por la fe que Dios hará justicia (Job 19, 25s; Sal 73, 23s); la fe está persuadida de que quienes han sufrido por la causa de Dios tendrán también parte en el cumplimiento de la promesa (2 Mac 7, 9ss). Puesto que la inmortalidad en el pensamiento bíblico no procede del propio poder de lo indestructible en sí mismo, sino del hecho de haber entrado en diálogo con el creador, debe llamarse resurrección (en sentido pasivo). Puesto que el creador no mira sólo al alma, sino al hombre que se realiza en medio de la corporeidad de la historia, y a él da la inmortalidad, ésta debe llamarse resurrección de los muertos, es decir, de los hombres (siendo aquí de notar que, en la resurrectio carnis de los símbolos, caro se entiende en el sentido de la Escritura como mundo de los hombres, no en el sentido de una corporeidad aislada del alma).

c) El que la resurrección plena sea esperada para «el último día», al término de la historia y en la comunidad de todos los hombres, muestra un nuevo hecho, a saber, el carácter universal humano de la inmortalidad del hombre, que está en relación con la humanidad entera, con la cual, para la cual y de la cual vivió el individuo, de modo que con ella debe ser también feliz o desventurado. En el fondo, esto es sólo una consecuencia del carácter universal humano de la concepción bíblica de la inmortalidad. Para el alma en el pensamiento griego, el cuerpo y, consiguientemente, la historia, es una realidad totalmente extraña; el alma sobrevive desprendida de dicha realidad, y no necesita para su sobrevivencia de ningún otro ser. Para el hombre, empero, entendido como unidad, el resto de la humanidad es constitutivo; si ha de sobrevivir, no puede excluirse esta dimensión. Así, desde el punto de vista bíblico, aparece resuelta la cuestión tan traída y llevada de si después de la muerte puede darse una comunidad de los hombres entre sí; en el fondo, la cuestión sólo pudo plantearse por un predominio del pensamiento griego en el punto teórico de partida. Dondequiera se crea en la communio sanctorum, la idea del anima separata queda superada.

Los datos fundamentales de la fe bíblica en la resurrección, que acabamos de esbozar, reciben en el NT una nueva concreción por su referencia a la -> cristología y a la resurrección de Jesús como garantía y punto de partida para la resurrección de los cristianos. La figura de Cristo significa para el creyente la encarnación del diálogo divino con los hombres; si este diálogo es la resurrección y vida eterna del hombre, ello quiere lógicamente decir que Cristo mismo debe llamarse la resurrección y la vida (Jn 11, 25). Esto significa además que entrar en Cristo, es decir, la fe, equivale a entrar, en sentido calificado, en aquel ser conocido y amado por Dios que es inmortalidad: «El que cree en el Hijo tiene la vida eterna» (Jn 3, 36; 5, 24; 3, 15s). De ahí resulta la «escatología presente» del Evangelio de Juan, que hace ver claramente cómo, al aceptar el mundo de la fe, se realiza ya el acontecer de la resurrección, en cuanto esa aceptación significa estar en el mundo de Dios y de la inmortalidad. La inserción en la cristología de la fe en la resurrección hace luego que las dos líneas dialogísticas de la existencia humana (cf. antes b y c): la teológica, es decir, dirigida a Dios, y la humana, coincidan en gran parte. Así Cristo, que representa ante todo el diálogo encarnado de Dios con los hombres, es a la vez, como Christus totus, la radical unidad de los hombres «en un solo cuerpo», y es el que, a través de toda la historia, me espera en mi prójimo y en él me sale al encuentro. La unificación de la –› escatología que de ahí se sigue, la realizó a su vez Juan de la manera más precisa, pues él no sólo ve en Cristo la resurrección, sino también el juicio como realidad ya dada (3, 18s; 5, 24; 12, 31; 16, 8) (cf. teología de -> Juan).

Partiendo del centro de la cristología, se esclarece también la cuestión, muy debatida en la era patrística, en Juan xxii y luego de nuevo desde Lutero, sobre el «estado intermedio» entre la muerte y la resurrección. El estar con Cristo, que se abre por la fe (Flp 1, 23), es ya vida iniciada de resurrección, la cual, por tanto, perdura a la muerte. El hecho de que así la realidad escatológica irrumpe ahora en la vida actual (Jn), hace que deba excluirse como no bíblica (por lo menos desde el punto de vista del NT) la idea del sueño de la muerte, sostenida por Lutero y la teología luterana (p. ej., Paul Althaus). Otro punto de partida lleva al mismo resultado: el que pertenece al cuerpo de Cristo está ya en el espacio de la resurrección y, por razón de ese cuerpo, tiene ya parte en la resurrección de Jesús, en la que la muerte fue vencida para él.

3. Ahora bien, en este lugar se hace posible, a pesar de la diversidad de puntos de partida, cierto encuentro con la idea griega de inmortalidad y con su versión a la concepción cristiana, como se pretendió realizar en los dogmas de la edad media tardía (Dz 738). Pues, no obstante su sentido originariamente dualista, esta idea puede ser expresión de la esencial condición imperecedera que de modo generalísimo conviene al hombre por la peculiar manera como lo quiere y llama Dios, manera que halla su propia interpretación y plenitud, en los enunciados de la cristología.

En cuanto el hombre es siempre, por una parte, el llamado por el amor de Dios a una respuesta que lo haga bienaventurado, aunque libremente se oponga de manera definitiva a ese amor, y la palabra «alma», por otra parte, significa la unidad personal del hombre como ser supramaterial, se puede y debe hablar de una «inmortalidad natural» de la persona espiritual y, por ende, del «alma» (Dz 738 1622; DS 3771 3998). Puesto que todo lo que se dice sobre cuerpo y alma (como predicado realmente antropológico) significa siempre al hombre uno, aunque en su diferenciación de principio óntico espiritual y material, de ser espiritual y espacial-temporal, sin dividir ambas dimensiones en dos entes y sin identificarlas, lo mismo hay que afirmar respecto de los enunciados sobre la consumación de «alma» y «cuerpo». Lo que se dice, por tanto, sobre un «estado intermedio» del alma, «libre del cuerpo» antes de la resurrección de éste, sólo quiere afirmar (desde el punto de vista teológico) la necesaria diferencia de los dos tipos de enunciados, que solamente juntos expresan la esencia del hombre y su consumación.

4. Por lo dicho debiera verse igualmente claro que las especulaciones biológicas, cosmológicas y físicas sobre cómo sea posible la resurrección, carecen de objeto y, consiguientemente, también de sentido. Sólo hay que afirmar que el tiempo de la historia acabará por el poder soberano de Dios y entonces, al consumarse la obra de Cristo, Dios será todo en todos (1 Cor 15, 28).

BIBLIOGRAFIA: P. Althaus, Die letzten Dinge (1922, 61956); W. Künneth, Theologie der Auferstehung (1933, Mn 41951); F. Holmström, Das eschatologische Denken der Gegenwart (Gil 1936); H. de Lubac, Catholicisme. Les aspects sociaux du dogme (Cerf P 41947); C. Tresmontant, El pensamiento hebreo (Taurus Ma); K. Barth, Die Auferstehung der Toten (Z 1953); J. A. Fischer, Studien zum Todesgedanken in der alten Kirche (Mn 1954); Rahner I 239-252, II 217-232, IV 441-452; A. M. Roguet (dir.), Das Mysterium des Todes (F 1955); H. E. Hengstenberg, Der Leib und die letzten Dinge (Rb 1955); A. Stuiber, Refrigerium interim. Die Vorstellungen vom Zwischenzustand und die frühchristliche Grabeskunst (Bo 1957); J. Ratzinger, Auferstehung und ewiges Leben: Lu M 25 (1959) 92-103; O. Cullmann, La inmortalidad del alma o la resurrección de los cuerpos (Studium Ma 1970); Schmaus D IV/2; A. Winklhofer, Das Kommen Seines Reiches (F 1959); R. R. Niebuhr, Auferstehung und geschichtliches Denken (Gü 1960); W. Kreck, Die Zukunft des Gekommenen, Grundprobleme der Eschatologie (Mn 1961); Ch. Masson, Vers les sources de l'eau vive (Lausanne 1961) 228-249; J. Schmid, Der Begriff der Seele im NT: Einsicht und Glaube, homenaje a G. Söhngen, bajo la dir. de J. Ratzinger und H. Fries (Fr 1962) 112-131; F. Refoulé, Immortalité de l'áme et résurrection de la chair: RHR 163 (1963) 11-52; J. Blank, Krisis. Untersuchungen zur johanneischen Christologie und Eschatologie (Fr 1964); F. Gaboriau, El hombre y la muerte; diálogo con Karl Rahner (Apost Ma 1969); R. Martin-Achard, De la muerte a la resurrección (Marova Ma 1969); J. Pieper, Muerte e inmortalidad (Herder Ba 1970); P. Ricoeur, Finitud y culpabilidad (Taurus Ma 1970); J. Pieper, Tradition als Herausforderung (Mn 1964) 67-122. — A. Chollet, Corps glorieux: DThC 1879-1906; A. Michel, Résurrection des morts: DThC XIII 2501-2571: H. Lamparter: EKL I 243ss; P. Althauss: RGG3 I 696ss; J. Ratzinger: LThK2 I 1048-1053.

Joseph Ratzinger