RELIGIOSOS
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I. Fundación y primera época del monacato

Las formas religiosas judías o gentiles de vida común han sido descartadas entretanto por la investigación como posibles raíces del monacato cristiano. Tampoco puede demostrarse una continuidad de la vita communis de la primitiva Iglesia, por más que en el curso de la historia de la vida religiosa se invocó con harta frecuencia la -> ascética primitiva como ideal para innovaciones. Punto de partida fueron más bien los cristianos ascetas que vivían aislados o en comunidad, y que salieron a la luz de la historia en el próximo oriente y Africa durante el s. II y en occidente a fines del s. III. Orígenes formuló los rasgos fundamentales de su ascesis: dirección constante del pensamiento al más allá con el fin de la visión mística de Dios (gnósis) y negación del mundo por la renuncia al comercio sexual, al ejercicio de una profesión profana, y a la riqueza, dentro de la mayor carencia de necesidades en la vida cotidiana; y perfeccionamiento de determinadas virtudes, señaladamente de la humildad, de la abnegación y del dominio de sí mismo. Poco después de la mitad del s. III se añadió el alejamiento de todo poblado humano y, probablemente al mismo tiempo, también la marcha al desierto. La ápótaxis vino a ser la característica exterior de los monjes.

Antonio no es el fundador del monacato, sino que está ya dentro de una determinada tradición. Sin embargo, gracias a su Vita, compuesta por Atanasio, es la primera figura bien conocida del anacoretismo del desierto, aunque ya en él aparece un desplazamiento de acento, como se pone de manifiesto por una comparación con los Apophthegmata patrum. La vida en el desierto de Escitia se tenía, según el modelo bíblico (Elías, Juan Bautista), como el punto más alto de la idea de imitación, como una protección contra distracciones y tentaciones superfluas. Estaba asegurada allí la tranquilidad exterior, el primitivo trabajo manual ocupaba el cuerpo molesto, y un ligero contacto entre los eremitas bastaba para la ayuda fraterna. Con ello se ponía el fundamento de los principios más importantes de la vida monástica. La imitación del modelo de la primitiva Iglesia condujo, hacia el 323, a la fundación por Pacomio del primer cenobio en la región de Tebaida. El curso del día, común en todo, dentro de una residencia cerrada hacia afuera, servía para incrementar la ayuda mutua y la obediencia a las instrucciones de los ancianos. Eremitismo y cenobitismo fueron los dos ingredientes básicos que, con distribución varia, se reflejarían en toda forma posterior de vida monástica.

Desde mediados del s. iv, en Egipto, el asceta dentro de la comunidad, el anacoreta en el desierto y el monje del cenobio eran elementos permanentes del orden de la Iglesia; entre ellos, el eremita gozaba de prestigio supremo. La estancia en la colonia de eremitas del desierto de Nitria era mirado por muchos como tiempo de prueba y preparación para las condiciones incomparablemente más duras en el alejado desierto de Escitia. La forma de vida de la colonia de eremitas se fue condensando en su peregrinación de Palestina (Hilarión en Gaza, Cantón en el desierto de Judea) hacia el Asia Menor para desembocar en el cenobitismo. Basilio el Grande trató de superar desde dentro el anacoretismo como ideal ascético, pues creía que en él no se cumplía el mandamiento del amor al prójimo, y sólo en el cenobitismo veía posible una participación de todos en los dones carismáticos del monje. A Basilio y Doroteo de Gaza (s. vi) volvió Teodoro Studita en el siglo ix; una ordenación jurídica uniforme de sus monasterios debía asegurar el valor supremo, defendido también por él, que se hallaba en el cenobio. Ambos impulsos condujeron a las dos formas fundamentales dominantes del monacato oriental («basilianos», «studitas»). Pero ninguna de las dos pudo suprimir el ansia del monje oriental de llegar a la última perfección de su propia ascesis en el eremitismo. El fin último del eremita egipcio y el contrapolo creado por Basilio fundaron la extraordinaria variedad del mundo monacal oriental con sus instituciones caritativas, por una parte, y las moradas eremíticas en torno a la mayoría de los monasterios, por otra.

El conocimiento de la Vita Antonii a través de Atanasio dio importantes impulsos a la ascesis monástica en occidente. Pero al monacato occidental le faltó en su estadio inicial el paso decisivo de la huida al desierto, de modo que aquí no se llegó a una clara división entre grupos de ascetas dentro de la comunidad y el movimiento eremítico lejos de todo poblado. Característicos son ya los monasterios latinos de Jerónimo en Belén y de Rufino de Aquileya en Jerusalén, a fines del s. iv, que fueron comunidades cenobíticas en la proximidad de ciudades, desconocían la idea del aislamiento eremítico y no tenían la actividad espiritual y cultural por incompatible con su especial situación ascética. No ejercieron un influjo digno de mención sobre el monacato oriental, pero transmitieron a occidente por copiosa actividad de traducción el legado de pensamiento de la Iglesia oriental; por obra de Jerónimo fue conocida en el monacato occidental la regla de Pacomio, y por obra de Rufino la de Basilio.

Juan Casiano hizo familiares en occidente los ideales de los padres del desierto egipcio, si bien en la elaboración teológica llevada ya a cabo por Evagrio Póntico (fines del s. iv). Tras larga estancia en Palestina y Egipto, entre el 426 y el 429 compuso en su fundación de St.-Victor de Marsella las Collationes patrum, con el fin de introducir a sus monjes, por una colección comentada de las instrucciones de los padres del desierto, en el espíritu de los Apophthegmata. De este modo entró también en el monacato occidental el anacoreta que busca la visión contemplativa. Pero seguramente se debió a la tendencia de occidente a limitar jurídicamente su ascesis, el que Casiano sólo previera una realización de este ideal en el marco de la vida cenobítica.

Seria equivocado suponer que el monacato occidental se enraizaba exclusivamente en la ascética oriental, pues al ideal del monje transmitido por Casiano y madurado por la experiencia de varias generaciones que desde Leríns conquistó todo el valle del Ródano, se contraponía una forma ascética de vida propia de occidente. Esta forma salió de las comunidades de ascetas dentro de la Iglesia, y hubo de empezar por imponer la idea de que el estado monástico era una forma especial de vida cristiana. Si se prescinde del reproche de herejía, éste fue el problema del priscilianismo. Pero también de las comunidades de ascetas de la alta Italia (p. ej., Eusebio de Vercelli) se derivó el monacato. Después de 396, Agustín atrajo el monacato a su curia episcopal de Hipona, y esperaba de todo clérigo de su diócesis que viviera en comunidad monástica. Martín de Tours trasladó de hecho, después de 375, su sede episcopal a su segunda fundación monástica de Marmoutier, y prosiguió su trabajo misional en las Galias con personal monástico. No sólo esta actividad apostólica, extraña al monacato oriental, sino también la insuficiente separación entre monasterio y ministerio regular eclesiástico provocó la contradicción y el desprecio por parte del monacato lerinense.

Con Cesáreo de Arles y su regla logró la tendencia lerinense, en la primera mitad del s. VI, una difusión de su influjo más allá del valle del Ródano; y el poder de inspección de los obispos sobre los monasterios, dispuesto por el concilio de Calcedonia, encontró pronto apoyo en ella. En cambio, el monacato de Martín siguió difundiéndose en España y muy probablemente también en Irlanda. En el s. v, Ninian recibió los impulsos decisivos del monacato de Martín, y Patricio los recibió del de Lerins. De Ninian se sabe que, desde Candida Casa, misionó con sus monjes a Irlanda, y que no tendía a formar una jerarquía regular. Con el nombre de Patricio se juntó en el s. VII la pretensión de una pujante jerarquía, de forma que podría concluirse que el orden eclesiástico introducido por Patricio de momento, en el período intermedio, escaso en noticias, era inferior al resto de la práctica misional. Lo cierto es que, en el s. vi, dominaba en Irlanda la cura de almas ejercida por asociaciones de monasterios con obispos monjes que estaban bajo la jurisdicción de un abad, y este monacato irlandés familiarizó de nuevo al continente con una cura de almas ejercida por monjes. En los escritos de Martín de Braga se dibujan influencias de Casiano y Cesáreo; pero en su monasterio de Dumio, con obispo propio para la familia servorum desde el 559, se refleja una repercusión tardía del monacato de Martín de Tours, que en el s. VII, bajo Fructuoso de Braga, maduraría en una regulación jurídica monástica.

Las Collationes de Casiano y las dos versiones de la regla de Basilio, que Rufino refundió en un texto único, fueron aún preliminares de reglas, pues constituían instrucciones generales cuya aplicación al caso concreto quedaba reservada al abad o al monje particular. Éstas, juntamente con otras instrucciones y reglas que poseían ya carácter de ordenaciones domésticas obligatorias, podían formar la imagen rectora de la vida monástica; o bien, partes de varias reglas se refundían en una nueva regla. La composición de los Regula Benedicti en el segundo cuarto del s. vi pertenece a esta práctica de observancia de Regulae mixtae. Problemático es todavía si el texto que corre bajo el nombre de Benito de Nursia procede realmente de este autor. En cambio, entretanto se ha demostrado que Gregorio Magno, biógrafo de Benito, no fue benedictino y, por tanto, tampoco eran benedictinos los monjes enviados por él para la evangelización de Gran Bretaña. La propagación de la regla benedictina es desde entonces un problema no resuelto. A comienzos del s. VII dicha regla aparece por vez primera en el centro de los dominios merovingios, pero combinada siempre con la regla de Columbano. Poco despues del 600, Columbano había iniciado la afluencia del monacato ambulante iro-escocés hacia el continente y fundado Luxeuil como modelo de rigurosa ascesis. Sólo la alianza, llevada a cabo desde el 614 por abades de origen franco, de este monasterio con la corte de París, hizo de Luxeuil un centro de reforma merovingio. Aquí, como en otros sitios, la vida monástica cayó en un campo de tensión, que estaba determinado por fuerzas de la Iglesia del país. Desde el sinodo de Whitby (663-664), el monacato anglosajón, acuñado por su procedencia iro-escocesa, se fue aproximando más y más a la forma benedictina. Desde la segunda mitad del s. vii los códices delatan el conocimiento de la regla benedictina en dicho ámbito; pero sigue sin saberse por qué vía llegó allí su conocimiento. Combinada inicialmente con otras, desde Francia la regla benedictina se dio a conocer también en Italia. En la península Ibérica, que no conocía aún la regla benedictina, el obispo diocesano determinaba la forma de vida monástica, estado que, hacia mediados del s. VII, trató de superar Fructuoso de Braga, buscando la protección de los reyes para su congregación monástica de regla uniforme.

En Francia principalmente los monasterios pasaron a ser puntos de apoyo político de la nobleza y de esta función reciben su perfil. La regla monástica se hizo un muro de separación o un medio de infiltración, pero perdió pronto su propia fisonomía peculiar. En su lugar apareció el derecho de dotación, mientras que en el campo de las combinaciones de reglas se inició una nivelación de la que salió formalmente victoriosa la regla benedictina; el sínodo de Autun (663-680) fue el primero que ya sólo habló de regla benedictina. Sin embargo, sus exigencias en lo sucesivo se armonizaron a lo sumo parcialmente con el estado de derecho de los monasterios y con la efectiva observancia claustral. En cambio, por el este del imperio, con apoyo carolingio los misioneros anglosajones (Willibord desde 690, Bonifacio desde 721) propagaban una observancia pura de la regla. Los centros benedictinos de Fulda, para monasterios de varones, y Tauberbischofsheim, para los de mujeres, fueron parte de una reforma que tendía a una recepción general de ordenaciones romanas o que se tenían por tales; el Concilium germanicum (743) declaró la regla benedictina como única norma monástica admisible. Así se perfila un doble movimiento de difusión de la regla benedictina: en el interior del imperio franco, una restricción por la que las reglas mezcladas pasaban a llamarse benedictinas, lo cual en cada caso se producía en forma diferente y apenas comprobable; y en el territorio oriental de misiones las fundaciones deliberadamente benedictinas de monasterios, que, dentro del programa bonifaciano de reforma, influirían en el interior del imperio. Con ello se acercaba a su fin la era de las reglas mixtas.

II. El monacato benedictino y la forma canonical de vida

Aunque faltan aún estudios especiales en el terreno del canonicato, puede afirmarse que los límites entre la espiritualidad monástica y el servicio canonical del coro en la iglesia episcopal se hicieron fluidos. Desde el 780 la reforma monástica carolingia trató de deslindar claramente ambos terrenos, urgiendo un restablecimiento de los principios monásticos y señalando la forma canonical de vida para todas las comunidades que no desearan someterse a las prescripciones de la regla benedictina. Los resultados de una investigación concluida en 813 sirvieron en el sfnodo de reforma de Aquisgrán en 816 como base de medidas generales. Entretanto, el poder total había pasado a Luis el Piadoso, y Benito de Aniane pudo extender a todo el imperio franco su concepción de una observancia uniforme y no mixta de la regla benedictina, que se practicaba ya en Aquitania. El Capitulare monasticum, decretado en Aquisgrán y único obligatorio, debía ser presupuesto y expresión de una unidad imperial completa, lo mismo en el plano religioso que en el civil. Con ayuda de un instituto de protección real de nuevo cuño, que con medios eclesiásticos quería vencer definitivamente los inconvenientes de una práctica peculiar de cada monasterio, se creó según patrón de Aniane e Inden (hoy Kornelimiinster) un grupo de monasterios reales, que habían de realizar de manera ejemplar en su vida conventual la norma trazada.

Tomando por base la regla de Chrodegang, creada hacia mediados del s. viii sólo para los canónigos de Metz, nació en 816 en la Institutio canonicorum Aquisgranensis una contrapartida canonical de la observancia monástica. Como esa institución sólo intentaba asegurar un servicio regular del coro por medio de la vita communis, y como los obispos de la mitad oriental del imperio no estaban dispuestos a renunciar a la pobreza personal en el estatuto de los monjes que tenían confiado el servicio del coro y vivían según la regla benedictina, no se llegó en la vida canonical a una unificación parecida a la de la vida monástica en general. Al disolverse la unidad del imperio y con la creciente desaparición del poder carolingio, la monarquía dejó también de garantizar una observancia regular uniforme. Sin embargo, hasta la alta edad media subsistieron esas dos formas fundamentales, distintas entre sí, como única posibilidad de una forma de vida espiritual regulada; y en el campo monástico dominó sólo la regla benedictina, si bien su observancia, que había adoptado formas diversas, hubo de formularse nuevamente en las congregaciones monásticas.

La mayor y más conocida es la congregación organizada por Cluny desde el 910 aproximadamente. La meta originaria de la reforma era una restauración de la observancia de Aniane, que, de todos modos, al final se vio transformada en una aristocracia monástica con una liturgia ampliada desmesuradamente. La práctica no insólita de unir, por lo menos transitoriamente con fines reformadores, diversos monasterios a un centro de reforma, en el movimiento de Cluny llevó a una dependencia jurídica permanente en tres grados distintos: prioratos sometidos directamente a Cluny; abadías incorporadas manteniendo antiguos privilegios; y abadías sólo vigiladas por Cluny, que formaron a su vez centros de -> reforma cluniacense. La congregación se extendió en el s. xii de Inglaterra a la alta Italia y de Flandes a Portugal. Su nota externa era el deseo de libertas monástica de vinculaciones a iglesias propias, cosa que se entendía como un privilegio en medio de un mundo para el que éstas eran la cosa más obvia. Que Cluny impulsara y preparara la -> reforma gregoriana, no es ya hoy día, ni mucho menos, opinión unánime. Desde hace tiempo la investigación ha puesto en claro que los movimientos de reforma monástica de la alta edad media no formaron en su conjunto una unidad, por más que muchos fueron influidos por Cluny o recibieron de aquí su primer impulso. Por eso no puede tampoco hablarse de una observancia uniforme en el sentido de la reforma de Aniane. Favorecidos no raras veces por gobernantes seculares y aprovechados por ellos como tenaza política, St-Victor de Marsella y Cava (en el sur de Italia) desarrollaron a la manera de Cluny una congregación de derecho, mientras que Erogne, Glastonbury, Subiaco, St-Vanne en Verdún y St-Bénigne en Dijon sólo formaron congregaciones con base ideal y de corta duración, sostenidas generalmente por una personalidad reformadora. No mucho antes se había independizado Gorze, junto a Metz, como centro de un movimiento que en lo esencial abarcaba todo el imperio, y que nació en el alío 933 de la necesidad de una ascesis eremítica. El sector reformista influido inmediatamente por Gorze se redujo en gran parte a Lorena; pero su reforma prosiguió en oleadas hasta el s. xti por medio de centros trasmisores (p. ej., St. Maximin en Tréveris y St. Emmeram en Ratisbona). No se llegó a la formación de congregaciones de derecho, sino sólo a asociaciones de tipo final, a base de costumbres comunes que, sin embargo, en conjunto no ofrecían un cuadro uniforme. De todos modos, la diferencia muy marcada entre Cluny y el monacato imperial que tenía sus raíces en la reforma de Gorze, tropezó con considerables reparos.

La reforma de Hirsau ocupa una peculiar posición intermedia, no por razón de su propia fuerza de irradiación, sino porque constituye una nueva etapa de evolución. Por propio impulso buscó Hirsau en 1075 asegurar su autonomía en el derecho de propiedad por un nuevo modo de institución del abad (según el modelo de St-Bénigne) y de elección del administrador; pero fue obligado por Gregorio vii a eliminar en las Constitutiones Hirsaugienses, compuestas hacia el 1080, todo resabio de bases jurídicas de iglesias propias. Aunque Hirsau aceptó hasta cierto punto las costumbres cluniacenses, con ello trataba cabalmente de superar la exclusividad intraeclesiástica de Cluny, y buscaba a la vez, por la formación de una institución de conversos de nuevo tipo, la economía propia; y también proyectaba una congregación monástica que se orientaría por la observancia de la casa madre, pero trataría de evitar el centralismo cluniacense. Con ello se adelantaba Hirsau a las ideas de su tiempo; y como no podía abandonarse la escala de instancias: papa, obispo diocesano, monasterio particular, los hirsausenses vinieron a ser a la postre los representantes de las aspiraciones episcopales de expansión a base de iglesias propias (Maguncia, Bamberg). Aunque sin influjo directo de tales aspiraciones, este impulso se proseguiría en los cistercienses.

También los comienzos de los cistercienses pertenecen aún a la fase inicial de las congregaciones monásticas; sólo por el posterior contraste con el restante monacato benedictino recibieron los rasgos de una orden en el sentido actual de la palabra. La fundación de Citeaux, en 1098, tenía idealmente sus raíces en un retomo al modelo de los padres del desierto y está en conexión tradicional con las fundaciones de los camaldulenses, vallumbrosianos y cartujos del s. xi. Pero los cistercienses estaban unidos por una más estrecha observancia de la regla benedictina, que debía interpretarse literalmente. Así fueron distintivos particulares el alejamiento y la sencillez en la vida conventual, la pobreza aun en la apariencia exterior del monasterio y la restauración del trabajo manual como medio legítimo de santificación (explotación de las granjas por conversos). Como el anacoretismo del desierto en la interpretación de Atanasio, no fue entendida como fuga de la tentación, sino como combate particularmente duro contra el mundo demoníaco, que podía exigir también una lucha contra el mismo adversario en servicio de la Iglesia universal; los cistercienses cayeron en una tensión entre el retiro claustral y la actividad de fuera. Así se explica la rápida transición de su actividad misional a una empresa de cruzada y el interés de cistercienses particulares por la fundación de órdenes de caballería. Gracias a St-Bénigne entraron en el cister primitivas costumbres cluniacenses; y Esteban Harding desarrolló hacia 1114, a la manera de Hirsau, una congregación según el principio de la linea (fundación filial con autonomía para la posesión jurídica, pero su abad sigue siendo profeso de la casa madre), la cual dependía exclusivamente de Citeaux, con escasa competencia del capítulo general. Sólo la importancia eminente de Bernardo de Claraval hizo, en un proceso de transformación que duró hasta la segunda mitad del s. xii, que la posición central de Citeaux se sustituyera por un gobierno colegial de las cinco abadías primeras y por una ampliación de las facultades del capítulo general, como puede deducirse de las versiones particulares de la Charta caritatis. El marcado contraste así surgido respecto de los cluniacenses motivó que en la tradición de la orden Bernardo fuera designado como el verdadero fundador de la misma.

La forma de vida canonical floreció nuevamente en Alemania ya en el s. x. El cabildo de Hildesheim se mostró claramente como un centro de rigor casi monástico, cuyo ejemplo fue trasladado por el emperador Enrique ii a la fundación de Bamberg, para que desde allí influyera como modelo, dentro del marco de la Iglesia imperial, sobre los otros cabildos del imperio. Desde comienzos del s. XI, se inició también en Francia un retomo a la vita communis de signo monástico. Básica fue aquí la idea de restablecer la vita apostolica, idea que, hasta el s. xiii, hallaría las más varias expresiones, y se condensaría por de pronto en el canonicato regular. El concilio de Letrán de 1050 declaró insuficiente la regla de Aquisgrán; Urbano II deslindó del monacato el ordo canonicorum. Gregorio VII inspiró una reelaboración de los estatutos de Aquisgrán; Ivón de Chartres compuso la observancia de St-Quentín de Beauvais, y Petrus de Honestis creó una Regula clericorum para Santa María in Portu junto a Rávena. Todos los estatutos establecían la renuncia a la propiedad personal y a la propia voluntad, más la obligación de la stabilitas loci y la vida según la regla canónica. No obstante la variedad de reglas, los canónigos afirmaban vivir secundum regulam b. Augustini, pues se creía realizar la vida apostólica si en principio se vivía como Agustín con su clero, siguiendo el modelo de la primitiva Iglesia. Las dos versiones contradictorias de la Regla de san Agustín sembraban desconcierto, hasta que, hacia 1118 y 1120, se impuso la idea de que sólo una de las dos podía ser auténtica. En los canónigos agustinos la versión más suave vino a ser — aunque manteniendo las costumbres ya existentes — la base del ordo antiquus; en los premonstratenses, entre otros, la redacción rigurosa pasó a ser la base del ordo novus.

Mientras que la vita apostolica sólo obligaba a la vida común según el modelo de la primitiva Iglesia, el episcopado se preocupó de los canónigos regulares como punto de partida para la reforma del clero; pero, tan pronto como de este ideal nació una obligación de apostolado, trató de aprovecharlos también para la organización de la diócesis. Centros más antiguos de reforma, como St-Ruf en Avignon o Rottenbuch, sólo lograron formar una congregación con escasos vínculos a base de una observancia común; en cambio, otros más recientes, como Salzburgo o Arrouaise y St-Victor de Paris, que pertenecían al ordo novus, constituyeron una congregación de derecho. La congregación mayor fue la de Prémontré bajo Hugo de Fosses, en estrecha dependencia de la constitución cisterciense, después que su fundador, Norberto de Xanten, fue creado en 1126 arzobispo de Magdeburgo (después de diferencias sobre la espiritualidad de su tendencia de reforma?). De modo análogo a los cistercienses, también los premonstratenses se separaron de los canónigos regulares para formar una orden propia.

III. Asociaciones personales y movimiento de pobreza

Tanto en la historia de las ideas como en el aspecto de la constitución histórica, las órdenes de caballería representan una novedad dentro de la historia de las órdenes religiosas. Por una parte, la formación de un ideal caballeresco profano condujo en la espiritualidad monástica del s. xi a una equiparación de la milicia espiritual del monje con la milicia mundanal del caballero. Por el retorno al ideal de los padres del desierto se condensó en la orden cisterciense la idea de una lucha general contra el enemigo de la fe, de forma que cistercienses de primera fila participaron en la fundación de comunidades espirituales de caballeros. Bernardo de Claraval compuso el Liber de laude novae militiae ad milites Templi y en el sínodo de Troyes (1147) ayudó a los templarios a lograr una regla propia. La orden portuguesa de Aviz debe su origen (1147) a la abadía de Tarouca. La orden de Calatrava se compuso en sus orígenes (1158) de cistercienses de Fitero y, en 1187, se unió incluso a la linea de Morimond. En 1218, esta filiación halló una continuación en la orden de Alcántara (desde 1157). El futuro abad Teodorico de Dünamünde fundó en 1200 la orden lituana de los hermanos de la espada; y la orden de caballería de Dobrin (sobre el 1227) se remonta seguramente a Christian, misionero de Prusia. Por otra parte, las tres grandes órdenes de caballería, posteriormente exentas, estaban al servicio de los peregrinos de Jerusalén: los caballeros de san Juan desde mediados del s. xi, la orden teutónica, que cuidaba de un hospital, probablemente ya desde el 1130 (en dependencia de los caballeros de san Juan), y los templarios, desde el 1120 aproximadamente, que protegían la vía de peregrinación Jope-Jerusalén. Por influencias de los peregrinaciones aunadas de los cruzados, su servicio, a ejemplo de los templarios, se amplió hasta convertirse en un estado de guerreros eclesiásticos. Así, los caballeros de estas órdenes no eran ni monjes ni caballeros, sino religiosos sui generis, cuyo modelo bíblico vinieron a ser los macabeos.

La lucha contra los paganos y la protección de los peregrinos determinaron la existencia de las órdenes de caballería; su limitación a una tarea impuesta por el tiempo constituyó su propio peligro, del que los templarios fueron las primeras víctimas en 1312 (con indignas circunstancias concomitantes). El fin de la orden configuraba también la estructura de la constitución; las comunidades particulares no se agrupaban ya en torno a un monasterio, sino que la orden era una asociación personal, y la técnica de la lucha determinaba la división de los estamentos personales internos. La necesidad de llevar al frente medios en gran escala, desarrolló una actividad propia de cada orden, que acabó por convertirse en fin principal. Los templarios invertían en nuevos negocios las ganancias de sus fuentes de ingresos esparcidas por doquier, los caballeros de san Juan empleaban sus ganancias excelentes en nuevos bienes inmuebles, y la orden teutónica procuraba formar grandes espacios de dominio en la retaguardia.

La identificación, que se dio por vez primera en las órdenes de caballería, de una comunidad con una tarea o misión limitada condujo, primero aisladamente (trinitarios desde 1198 y mercedarios desde 1223 para la redención de cristianos cautivos) y en época moderna de modo general, a justificar la formación de nuevas órdenes con un campo muy específico de actividad. Tampoco dejó de seguirse el principio de la asociación personal que tendía a desligarse de toda fijación espacial. Aquí no se dio una influencia directa por parte de las órdenes de caballería; su constitución; lo mismo que la transformación de otras estructuras constitucionales o la unión general de monasterios, era reflejo de una tendencia general eclesiástica hacia la centralización, que fue favorecida por los papas. A este respecto no interesaba tanto la formación de congregaciones de derecho, cuanto la creación de ordenaciones controlables. Los primeros pasos se debieron a los cistercienses, con la organización de un capítulo general. Por iniciativa de Bernardo de Claraval, los monasterios benedictinos de la provincia eclesiástica de Reims decidieron celebrar regularmente capítulos, y el concilio Lateranente iv obligó a todos los monasterios a celebrar capitulos provinciales, de los que saldrían las congregaciones regionales, todavía vigentes, y la visita canónica por superiores de la orden. A la mitad del s. xii, la orden de los premonstratenses comenzó a establecer una red de distritos de visita («circarías») junto al antiguo sistema de filiación, para desterrarlo finalmente. Por el mismo tiempo, los territorios de los templarios se dividieron en provincias, los de los caballeros de san Juan en lenguas y los de los caballeros teutónicos, más de medio siglo después, en bailias; la bailía, como distrito de visita, se petrificó al fin en corporación autónoma de personas y bienes. En las órdenes mendicantes, la subdivisión en provincias se hizo ya según un plan. Y así, a pesar de las diferencias en el punto de partida, se abrió paso una nivelación de las estructuras de las órdenes.

La prohibición hecha por el Lateranense iv de fundar nuevas órdenes, produjo una ancha cesura en la historia de éstas. No se trataba de recortar las múltiples posibilidades de expresar la vida espiritual, sino de tomar las riendas del insospechado eco que desde el s. xi había encontrado, particularmente en las filas de los laicos, el llamamiento a la vita apostolica o a la restauración del anacoretismo de la primitiva Iglesia, y de encauzarlo por los carriles tradicionales, fáciles de controlar. La aspiración a la pobreza completa, el impulso a la predicación ambulante y la inteligencia literal de la Biblia, habían desembocado muchas veces en concepciones heréticas. La piedad, que estaba sostenida las más de las veces por laicos y buscaba nuevas formas de vida, se mostró hasta muy entrada la tardía edad media propensa a especulaciones y exaltadones absurdas. Paralelamente a la –> inquisición, que por estas décadas alcanzó su primera forma, el decreto del concilio quería mantener el impulso religioso de la unidad de la Iglesia ante el impacto del movimiento cátaro.

A la postre, esta medida no suprimió nuevas formas de órdenes, sino que, a base de las antiguas reglas, las desarrolló hacia un tipo que está representado por la orden franciscana, nacida antes del decreto conciliar. El tipo de órdenes mendicantes, con su división en tres ramas: para hombres, para mujeres y para seglares que mantenían sus antiguas condiciones de vida, se halla ya preformado en los humiliati. Sin embargo, la fundación de las órdenes particulares tiene cada una su propia historia, nacida de circunstancias concretas. Influencias recíprocas entre la orden franciscana y la dominicana parecen haberse dado únicamente a través de la persona de Hugolino, cardenal obispo de Ostia (más tarde Gregorio IX), mientras que carmelitas y agustinos recoletos recibieron su forma definitiva por instrucción papal en estrecha dependencia de la orden dominicana.

La quaestio franciscana, condicionada por un estado confuso de las fuentes (originado en el curso de la contienda sobre la pobreza), puede hoy día decidirse en el sentido de que, al principio, Francisco de Asís no aspiró a un movimiento radical de renovación del cristianismo en sentido social revolucionario, ni a una especie de «orden tercera» sin forma visible de comunidad, que en el curso de una evolución dirigida más o menos desde fuera —p. ej., por el protector Ugolino de Ostia — se habría trasformado contra su voluntad en una orden fija de hombres y mujeres. La formación de una comunidad de frailes menores sólo se comprende como imitación de la decisión personal del santo de llevar una vida de pobreza sin componendas, lo que se realizó desde 1209 por libre adhesión al fundador. Francisco había tomado su resolución apartándose al mismo tiempo de la burguesía urbana, alejamiento que se continuó con deliberada inseguridad de existencia en la comunidad de frailes. Esto no excluye naturalmente que las formas de comunidad franciscana no vinieran a ser, bajo el favor y benevolencia de la curia, receptáculos de una piedad en extremo sensible para los movimientos de -> pobreza, sin que los franciscanos se percataran de los contextos en toda su extensión. Ya en 1210 Inocencio III había confirmado oralmente un núcleo de regla, cuya evolución posterior quedó fijada el año 1221 en la regula non bullata. En torno a la revisión de esta redacción para la regula bullata de 1223 surgieron las primeras tensiones, que deben atribuirse en parte a la dificultad de organizar una fraternidad que había crecido poderosamente, y en parte a la preocupación de que las limitaciones jurídicas acabaran con el entusiasmo por el ideal primitivo.

La pobreza y la predicación ambulante en el espíritu de la vita apostolica estaban estrechamente unidas. Sin embargo, no puede pasarse por alto que, en la espiritualidad de la orden franciscana, tenía preferencia la pobreza como expresión de la más alta perfección, y en la orden dominicana estaba en primer plano la conversión, por la predicación sistemática, de las masas populares extraviadas. La distinta acentuación resulta de un punto de partida con otra motivación; pues Domingo se unió en 1206 a la predicación dirigida por cistercienses contra cátaros y valdenses en el sur de Francia y, para dar crédito a su predicación abrazó, bajo la dirección espiritual de su obispo, Diego de Osma, una vida de pobreza. Mientras Francisco rechazaba para su comunidad toda residencia fija como consecuencia de la total pobreza exigida y, por razón de la plena desligación local, sometía ya en 1210 su asociación de personas inmediatamente a la jurisdicción papal, la orden de frailes predicadores comenzó en 1214-1215 su existencia en Toulouse con la posesión de una casa y modestos ingresos fijos, y por de pronto veía limitada su actividad al obispado de Toulouse. Sólo se llegó a una agudización de la pobreza in communi, que rechazaba los ingresos fijos, pero no la posesión de una casa, después que la fraternidad, en 1217, renunció a vincularse a un campo limitado de trabajo; la medida de la pobreza se orientó por las constituciones de la orden de Grandmont. Por indicación de la curia, el capítulo de pentecostés de 1216 decidió admitir la regla de san Agustín según las costumbres premonstratenses, si bien el principio de la stabilitas loci se modificó en favor de una stabilitas en el conjunto de la orden, de forma que así se aseguró el carácter de una asociación personal.

Particularmente la segunda fase de los orígenes de la orden dominicana, está caracterizada por rasgos de una planificación racional, mientras que la orden franciscana se desarrollaba por la espontaneidad de un impulso más irracional. Esto atrajo a los frailes menores una afluencia incomparablemente más fuerte, pero, a la muerte del fundador, también trajo cierta inseguridad en la interpretación de la regla; en cambio, los frailes predicadores buscaron ya muy pronto un solo favor por parte del papado y recibieron así (especialmente por el tipo de bula preferido por Gregorio IX: Quoniam abundavit) la apariencia externa de una tropa papal de combate contra la herejía y el paganismo. La edad de oro de la orden cisterciense había pasado; acciones generales de predicación contra movimientos heréticos en el norte de Italia fueron ahora encomendadas a los dominicos, que se encargaron también de las misiones en el espacio del mar Báltico, mientras los franciscanos acometían la evangelización de los dominios islámicos. Y hacia mediados del s. XIII, la santa sede no sólo buscaba unir comunidades religiosas de carácter tradicional, sino igualarlas también con los mendicantes, a fin de aprovechar su personal para un apostolado más intenso entre el pueblo.

Los solitarios que desde 1155 aproximadamente vivían en el Carmelo, recibieron en 1207-1210 del patriarca de Jerusalén una regla; pero, ante la amenazadora situación política, emigraron en el segundo cuarto del s. XIII a Europa y, gracias a los esfuerzos del inglés Simon Stock, pudieron escapar a la disolución de la orden a pesar de lo disperso de sus residencias. En el concilio de Lyón confirmó Inocencio iv su regla, pero les obligó a abandonar la estructura puramente eremítica de su orden (1247), hasta que, en 1253, los carmelitas pudieron ser equiparados oficialmente a los mendicantes. Por encargo igualmente de Inocencio iv, en 1243 el cardenal Ricardo Annibaldi reunió diversos grupos de eremitas de la Toscana y les dio, en 1244, la regla de san Agustín. Estos ermitaños de san Agustin vinieron a ser centro de una nueva reunión de comunidades en parte completamente heterogéneas: los guillermitas, constituidos en 1153 como eremitas, siguieron desde 1237 la regla benedictina en la interpretación de los cistercienses, sin abandonar la forma eremítica de vida, pero se separaron otra vez de la unión de 1256; las congregaciones de los britinianos y de los juanbonitas no nacieron hasta comienzos del s. xiii y trataron de unir la vida eremítica con un estilo de pobreza tomado de los franciscanos y con la predicación; en cambio, ninguna relación guardaban con el anacoretismo los pobres católicos, que tenían sus raíces en los valdenses, y eran sucesores de Durando de Huesca; en 1272 fueron unidos a los ermitaños de san Agustín. De una reunión de comunidades eremíticas salieron también los servitas de Florencia (1240), los paulinos de Hungría (1250) y los jerónimos de España (mitad del s. xiv); todos ellos aceptaron igualmente la regla agustiniana y se consagraron a la actividad apostólica.

Las órdenes mendicantes principales fueron las verdaderas columnas de la -> escolástica, a cuyo favor, por razones de competencia, las órdenes más antiguas pospusieron su propia teología de orientación patrística. Todas las órdenes mendicantes hubieron de luchar con notables dificultades internas. Todavía se desconoce la manera cómo los carmelitas lograron su transformación de eremitas en cenobitas; sin embargo, la radicación simbólica en el escapulario de los privilegios de la orden que constituían su nueva forma, parece remontarse a profundas discusiones. En la orden de ermitaños de san Agustín hubieron de tolerarse en gran parte formas de vida eremítica; luego se trató de superar el contraste propugnando la unión de ambas formas de vida como nota característica del status perfectissimus. En el trasfondo estaba aquí la cuestión de qué forma de vida religiosa realizaba con mayor pureza, según las profecías de Joaquín de Fiore, la era del monacato. Esa cuestión dio a la disputa franciscana sobre la pobreza su verdadera explosividad, que puso en tela de juicio el ensayo — de Buenaventura (1260) y de la bula Exiit qui seminat de Nicolás III (1279) — de canonizar una línea media (sacerdotes de la orden con tendencia a una residencia permanente). Los espirituales exigían la observancia literal de la regla y del testamento de san Francisco, sin interpretación papalmente autorizada, así como la primacía de la vida contemplativa, y repudiaban toda actividad científica, con lo que absolutizaban la pobreza religiosa y la identificaban con la perfección suprema. Por eso, Juan xxii les minó jurídica y teológicamente el terreno, al revocar en 1322/23 la bula Exiit, rechazar que el papa fuera el supremo posesor de las residencias franciscanas y declarar finalmente herética la sentencia de que Cristo y los apóstoles no poseyeron bienes in communi. La tendencia de la orden — dispuesta a la componenda — que no rechazaba los bienes inmuebles y las rentas seguras, logró la victoria para la época siguiente; los espirituales, llamados fraticelli, vivieron fuera de la orden hasta 1466.

El pontificado de Juan xxii supuso también un cambio de dirección en el movimiento religioso femenino. El grito de retorno a la vita apostolica halló eco sobre todo en el mundo femenino e impulsó a la formación de grupos religiosos con estricta clausura, derivada del alejamiento eremítico, y en estrecha subordinación a una comunidad masculina correspondiente. Al filo de esta evolución no sólo cambió la forma de vida de los monasterios femeninos existentes, sino que nacieron también nuevas órdenes femeninas. Gilberto de Sempringham fundó en 1135 una forma de comunidad femenina que llenaría el deseo de perfección de mujeres fervorosas, y asignó a cada monasterio un canónigo que lo atendiera espiritualmente; este instituto fue imitado desde 1369 por la orden escandinava de santa Brígida. Muchos centros premonstratenses nacieron ya como monasterios dobles. Clara de Asís fue la primera en unirse a los frailes menores y pasó a ser centro de la naciente orden de las clarisas. Para facilitar a las comunidades cátaras de mujeres después de su conversión una forma equivalente de vida, Domingo creó en el marco de su praedicatio Jesu Christi en el sur de Francia un monasterio en Prouille, que fue modelo para la orden de dominicas. Pero ya en la segunda mitad del s. xii vieron los premonstratenses en los monasterios anejos de mujeres una carga insoportable; ellos y también los cistercienses buscaron en la tercera década del s. xiii la manera de desentenderse de nuevo de los monasterios de mujeres. Ya pronto, también franciscanos y dominicos desplegaron considerable energía para podar la rama femenina; pues el problema mismo de la afluencia apenas podía resolverse.

Por la resistencia de las órdenes masculinas y la repulsa del episcopado nació en la orden de las magdalenas (desde 1224 particularmente en Alemania) y de las beguinas una solución intermedia, que, en 1216, tomó por vez primera forma visible en Bélgica. Su nueva nota era la via media, una vida en parte de retiro contemplativo y en parte de actividad caritativa, aisladamente o en comunidades a modo de monasterios, sin anexión a una orden existente ni recepción de una regla aprobada. Las beguinas no desarrollaron un tipo uniforme de vida de comunidad; en los Países Bajos vivían preferentemente en cortijos de beguinas; y, en Alemania, en casas normales, pero sencillas. Todas tenían de común el residir en los alrededores de las ciudades y llevar vida de pobreza, que no excluía, sin embargo, la propiedad personal. Las beguinas lograron en general salirse de la jurisdicción parroquial y unirse casi en todas partes, por lo menos en el apostolado, a los dominicos y franciscanos, lo que fue echar leña al fuego en la tensión ya de suyo existente entre el clero secular y las órdenes mendicantes.

Como las beguinas eran también partidarias entusiastas de los espiritualistas provenzales, el concilio de Vienne condenó «la secta de begardos y beguinas». La censura de ocuparse, sin la preparación suficiente, de especulación teológica y en leer escritos religiosos en lengua vulgar, hirió sin distinciones a la via media como tal. Juan xxii mandó por los años de 1317-1318 que se dejara en paz a las comunidades sin sospecha, pero declaró también que el status beginarum no podía tenerse de ninguna manera por aprobado, pues no observaba ninguna regla. Con ello se había traspasado el punto culminante del movimiento de las beguinas. En el curso de los siglos xiv y xv, la mayoría de las comunidades de beguinas y begardos (una contrapartida masculina nacida en la segunda mitad del s. xiii) fueron adoptando una de las reglas conocidas (generalmente la de san Agustín y la regla de la orden tercera de los franciscanos, los terciarios regulares), pero sin abandonar la forma de vida a la vez contemplativa y caritativa; de ahí nació el nuevo tipo de «hermanas» y «hermanos de la caridad».

IV. Reforma católica y nuevos tipos de congregación

Ya en el s. xiii pudo notarse una reacción contra el movimiento de pobreza, que al fin penetró en todas las órdenes. Como en las órdenes más antiguas cada conventual particular podía reservarse porciones fijas, y no perdía su derecho de propiedad sobre la herencia paterna, el sistema de prebendas vino a convertirse en práctica ampliamente extendida, que condujo a una reducción permanente del número de miembros de un convento y en casos dados pasó a ser base de provisión para segundones de la nobleza. En muchos casos los cabildos de canónigos fueron víctimas del peligro interno que amenazaba la vita communis; los premonstratenses perdieron además su «circaría» romana. Los esfuerzos del concilio iv de Letrán para reformar los monasterios benedictinos mediante la institución del capítulo provincial, completada por los estatutos de Gregorio ix (1235-1237) y de Benedicto (1336), fracasaron por falta de una dirección central de la orden, no menos que por la práctica corriente desde Inocencio iv hasta Juan xxii de dispensar de las medidas de reforma. De las reservas papales nació además, sobre todo en los países latinos, el abuso de las encomiendas, por las que las dignidades de abad eran provistas en personas ajenas al convento y a la orden, no mirando al provecho del monasterio, sino como pingües beneficios con que remediar la notoria escasez de dinero de la curia. En este abuso ha de buscarse la causa más importante de la decadencia de la disciplina monástica.

Junto al capítulo provincial siguió existiendo el capítulo general de una congregación religiosa. La organización cluniacense permaneció formalmente intacta hasta fines de la edad media; pero las fuerzas de renovación partieron de las nuevas congregaciones. Cronológicamente y por su estructura (subdivisión en provincias), la congregación de los olivetanos, salida de anacoretas y aprobada en 1344, fue un fenómeno aislado. La verdadera reforma benedictina arrancó de Katl hacia 1380 y se extendió a unos 25 monasterios del sur de Alemania; fue un florecimiento tardío de la reforma de Hirsau, que subsistió hasta 1469. Una congregación que carecía igualmente de vinculaciones jurídicas fue también la unión de Melk, que nació en 1418 de los esfuerzos de reforma del concilio de Constanza, así como de las influencias de Subiaco, e irradió hacia el sur de Alemania, Bohemia, Polonia y Hungría. La reforma, en cambio, de Santa Giustina en Padua constituyó en 1419 una congregación a la que se adhirieron casi todos los monasterios italianos (en el s. xvi cambió su nombre por Montecassino); para impedir la introducción de las encomiendas, la congregación era aquí sujeto jurídico de todos los bienes del monasterio, se hacía profesión a la congregación y todos los cargos monásticos se ejercían (pro tempore) por mandato del capítulo general. Una vía media entre el centralismo de Montecassino y la autonomía de los monasterios particulares quiso seguir la congregación de Bursfeld, formada en 1446 bajo el influjo de Santa Giustina y de San Matías de Tréveris, a la que pertenecían en total 111 monasterios y que perduró a los trastornos de la reforma protestante hasta 1802. Desde 1505 ó 1641 se muestra también influenciada por Santa Giustina la congregación de San Pablo que existía en Valladolid, cuya observancia comenzó a propagarse, ya en 1436, a otros monasterios, y en 1504 fue mandada para todos los monasterios benedictinos de España.

El impulso de reforma no sólo en Kast, Melk, Bursfeld y Valladolid partió de los señores temporales del lugar, sino también en la orden premonstratense, comenzando por Magdeburgo en los años 1446-1447. La reforma condujo a una visitación sistemática, promovida por Carlos de Francia y decidida en 1502, cuyas circunstancias políticas, sin embargo, fueron ocasión de que las «circarías» inglesas (1512), escocesas y holandesas (1552) y españolas (1573) se separaran para formar congregaciones autónomas. Los comienzos de esta reforma estaban ya bajo el influjo de la congregación de canónigos de Windesheim, que nació en 1395; se incorporaron a ella (1500) 87 cabildos, y en conjunto fecundó a 300 monasterios. Su piedad, que inicialmente tuvo fuerte carácter contemplativo, se aproximaba a los hermanos de vida común, una comunidad semirreligiosa de clérigos sin regla existente desde 1380, imitación de los begardos, cuyo objeto era llevar a la vida del mundo una piedad íntima (devotio moderna). En Italia y Portugal ejercieron, desde 1404, cierta influencia los canónigos de san Jorge de Alga (junto a Venecia).

Por el descontento que produjo la relajación del precepto de la pobreza después de la intervención de Juan aparecieron en la orden franciscana, independientes unos de otros, movimientos de retorno a la primitiva observancia en Italia (1368), Francia (1372), Hungría (1380) y España (1397). En 1415, el concilio de Constanza permitió al grupo reformista francés un vicario general y un capítulo general propios. Gracias al prestigio de Bernardino de Siena (+ 1444) y de Juan de Capistrano (+ 1456), subió de punto dentro de la orden la creciente observancia en contraste con los conventuales refractarios a la reforma, tanto más por el hecho de que las tentativas de unión habían fracasado, o bien, al no aceptarse más que parcialmente los deseos de reforma, habían llevado a la formación de nuevos grupos. La última tentativa ordenada por León x trajo en 1517 una unión de todos los grupos de observantes, pero selló también la división de la orden en observantes y conventuales; los observantes lograron claro predominio al mandar el cardenal Jiménez de Cisneros a los franciscanos españoles que se unieran a aquéllos. Sin embargo, por su gran dilatación la observancia perdió fuerza interna, de suerte que, aguijados por el deseo de más alta perfección, surgieron dentro de la observancia nuevos grupos de reforma (en 1531 los riformati de Italia, en 1540 los alcantarinos de España y en 1592-1602 los recoletos de Francia; en 1897 unidos todos de nuevo a la observancia). El grupo más importante de reforma fueron los capuchinos. Iniciada el año 1525, esta reforma aspiraba bajo Luis de Fossombrone, el verdadero fundador, a una restauración de la bula Exiit, con tendencias a la vida eremítica, que fue aprobada en 1536. En 1619 los capuchinos lograron hacerse independientes del ministro general de los conventuales y, con ellos, formar una orden propia; desde entonces se consagraron también más intensamente al apostolado popular (misiones) y se pusieron particularmente al servicio de los esfuerzos de la contrarreforma.

Característica de estos movimientos de reforma es la necesidad de alejamiento eremítico y, con ello, dentro de las órdenes mendicantes, un retorno en mucho casos a la primitiva forma de existencia. El impulso vino de contactos con los camaldulenses y, en el caso de la observancia de los jerónimos de 1422, con los cartujos. Los eremitas del sur de Italia, unidos el año 1454 en la orden de los minimos (confirmada en 1493 por Alejandro vii), vivían juntos en eremitorios; no se salieron de la orden franciscana, y seguían la regla de san Francisco, si bien con el fin de llevar una vida más estrecha que la prescrita por Francisco a los frailes menores. Por estadios de reforma semejantes a los de los franciscanos pasaron también los servitas. De Montesenario, cuna de la orden, salió en 1411 un movimiento de reforma que recibió en 1440 un vicario general propio, pero no pudo impedir la separación de nuevos grupos reformistas (así, en 1491, la observancia de Corvara). Todos ellos, incluso la última reforma de los servitas descalzos (1593), aspiraban a restaurar el primigenio ideal eremítico.

Un movimiento de observantes partió también del sur de Alemania en 1389 por obra de Raimundo de Capua, y fue enérgicamente favorecido en Italia por Catalina de Siena. Aquí también se formaron grupos particulares (así por obra de Girolamo Savonarola) una vez que, por los años 1475-1477, Sixto iv permitió de modo general la posesión de bienes raíces; pero no se llegó a escisiones definitivas, porque los conventuales, por iniciativa de Pío v, entraron en la observancia. Más marcada que entre los dominicos fue la corriente de observancia en la orden de los carmelitas, en el sentido de mantener el rigor antiguo, cuya mitigación se había solicitado en 1430 de Eugenio iv. El general Juan Soreth, en 1466, quiso contrarrestar la formación de grupos aparte por medio de una reforma general, que no tuvo éxito duradero, pero condujo a la creación de la rama femenina, que aún faltaba; pues en 1452, tras una visita del cardenal Nicolás de Cusa, las beguinas de Güeldres se unieron a los carmelitas.

De las monjas carmelitas arrancaría en 1563 una escisión de toda la orden, que se debió únicamente a la energía de Teresa de Jesús. En su mística entraba, además del retiro eremítico, la introducción de una clausura. A eso añadió Juan de la Cruz en la rama masculina desde 1568, entre grandísimas dificultades, la renuncia (abandonada luego) a la cura de almas y a la predicación.

La división de la orden en carmelitas «calzados» y «descalzos» se concluyó por iniciativa del partido reformador en 1593. Por el mismo tiempo se dividieron también los ermitaños de san Agustín en «calzados» y «descalzos», una vez que también entre ellos (sobre todo en Italia, España y Alemania), desde fines del s. xiv, la observancia había hallado expresión visible en diversas congregaciones.

Como fenómeno característico, el deseo de volver al ideal primitivo de la fraternidad y desprenderse del lastre histórico acumulado, se había despertado en la mayoría de las órdenes mendicantes a fines del s. xiv. Tenía sus raíces en el esfuerzo de la Iglesia de la baja edad media por la propia reforma, y ni siquiera en los epígonos del movimiento de reforma fue una reacción contra la reforma protestante, que, según la manera de entenderse a sí misma, no quería por su parte más que restablecer el cristianismo primitivo. Por mucho que todas las órdenes hubieran de sufrir a causa de la hostilidad de los reformadores protestantes frente a la vida monástica y por muy considerables pérdidas que hubieran de lamentar en sus propias filas, en ninguna parte, sin embargo, es de observar una ruptura decisiva en la evolución de la estructura como tal de cada orden. Las tentativas de reforma de las órdenes monásticas y canonicales más antiguas no han de mirarse como retorno a la primitiva forma de vida, sino, más bien, como ensayos de adaptación con miras a las ventajas de una asociación personal, para escapar a la propia decadencia. Dentro de esta corriente reformista que mira menos al pasado, hay que poner, en el marco de la -> reforma católica, las nuevas creaciones de órdenes, que están representadas por la orden de los jesuitas, cuyo origen tampoco puede atribuirse a la reforma protestante. El prototipo de esas órdenes parecen ser los hermanos de vida común, aunque no puede demostrarse un apoyo directo en ellos; y precisamente esta comunidad sólo en escasos restos pudo escapar a la ruina entre los trastornos de la reforma protestante.

Cuestiones arduas acerca de la extensión del alejamiento eremítico o de la pobreza estaban fuera del horizonte de dichas órdenes; su intención fundamental era servir a Dios en la Iglesia visible por medio de una profunda piedad, viendo ahí el cumplimiento de su aspiración a la perfección personal. Hasta qué punto desempeñaba papel secundario la forma exterior de vida y, consiguientemente, también la forma de la orden, se pone de manifiesto en los oblatos de san Ambrosio, comunidad de sacerdotes que, desde 1578, se consagraban al apostolado en la diócesis de Milán, y vivían juntos en casas de colegiatas o aisladamente en puestos de cura de almas. Carácter semejante tenían los oratorios (sin votos ni reglas), fundados (desde 1564) por Felipe Neri en Italia, y los oratorios franceses, creados por Pierre de Bérulle (desde 1611), que estaban bajo un superior general común. También la congregación de los teatinos salió de un oratorio de sacerdotes y laicos, mas por obra de sus fundadores Cayetano de Tiene y Gianpietro Carafa (el futuro Paulo iv) adoptó en 1524 la regla de san Agustín con los privilegios de los canónigos lateranenses, y originó así el tipo de clérigos regulares. Rasgos más tradicionales todavía ostentan los barnabitas, que en 1533 recibieron una regla propia y, además de practicar el apostolado, llevaban una vida de penitencia y cultivaban el rezo coral solemne.

La Compañia de Jesús no fue la primera orden de clérigos regulares, pero imprimió por primera vez el sello decisivo a este tipo de orden. No tomó una regla en el sentido tradicional, sino que su fundador Ignacio de Loyola únicamente le dio estatutos religiosos, que se componían de un Examen generale y de las Constituciones en diez partes, y que fueron aceptados en 1558. Como norma exterior, presuponían el encuentro individual de cada miembro con Cristo, al que debían conducir los -> Ejercicios, que Ignacio desarrolló a base de su experiencia personal. La finalidad era todavía limitada cuando Ignacio y seis compañeros el año 1534 formaron en París una comunidad; sin embargo, por motivos políticos no pudo llevarse a cabo una misión entre gentiles en Tierra Santa, de suerte que la societas o compañía se puso a disposición del papa. El campo de trabajo cobró así carácter universal con puntos especiales de gravedad en la formación de los clérigos, el apostolado por estamentos (en el s. xvii misiones populares) y la evangelización de los gentiles. Por la plenitud de poderes del general de la orden, elegido de por vida, con perjuicio de las instancias intermedias tradicionales, se acentuó más fuertemente que hasta entonces el carácter centralista de la asociación personal. Y por la división, desde 1546, de los miembros en profesos con cuatro votos solemnes (el cuarto de obediencia especial al papa) y coadjutores con sólo tres votos simples (que obligaban al que los emitía, no a la orden), recibió la orden un carácter de minoría selecta, tanto más por el hecho de que, al aumentar bajo el general Acquaviva (1581-1615) hasta 27 el número de provincias, no subió proporcionalmente el número de profesos. Al unir la propia formación a fondo de sus miembros y los nuevos métodos de apostolado, acuñados por la Compañía misma (ejercicios, congregaciones marianas, catecismo, universidades y colegios), ésta vino a ser uno de los instrumentos más importantes de la reforma tridentina.

La limitación (por poco tiempo) de los primeros jesuitas a un solo campo de trabajo, era desde el principio en las comunidades coetáneas una nota relevante. Así en los somascos, nacidos en 1532 (cuidado de los enfermos y educación de los niños huérfanos); en los camilos, fundados en 1584 (cuidado de los enfermos); en los escolapios, constituidos en 1604 (escuelas); y en los hermanos de las escuelas cristianas, fundados en 1681. Las comunidades sacerdotales de St-Sulpice (desde 1642) y de los eudistas (desde 1643), por razón de sus experiencias en la misión interior de Francia, se limitaron a la formación de los aspirantes al sacerdocio; son tenidos por creadores del seminario tridentino en Francia. La congregación de los lazaristas, fundada en 1625 por Vicente de Paúl, se dedicó a las misiones populares y entre los paganos, así como a la educación del clero. Por un cuarto voto se obligaban sus miembros a permanecer fieles a estos deberes mientras pertenecieran a la sociedad. La enseñanza y el cuidado de los enfermos eran el fin especial de la mayoría de las órdenes o congregaciones femeninas; las salesas, fundadas en 1610 por Francisco de Sales y Francisca Fremiot de Chantal, se consagraron al cuidado de los enfermos y pasaron al trabajo de la enseñanza cuando, al aceptar en 1618 la regla de san Agustín, la comunidad se convirtió en orden religiosa.

Los votos públicos solemnes constituían una asociación en orden, y los votos simples hacían de ella una congregación religiosa. La Compañía de Jesús unía ambas formas por la división en profesos y coadjutores; esta distinción perdió importancia para la estructura exterior de la orden, pues en 1550 fue reconocida por la Iglesia la emisión de votos simples y el año 1583-84 afirmó Gregorio xiii que también los coadjutores debían ser tenidos por verdaderos religiosos. Pervivencia de la vieja desconfianza respecto de comunidades semirreligiosas y abusos actuales, obligaron en 1563 al concilio de Trento a reforzar la clausura y someter todos los monasterios o conventos de mujeres al obispo diocesano. La asociación de las ursulinas fue fundada en 1535 en Brescia por, Angela Mérici para la educación de la juventud femenina y con regla propia, pero sin vida común; Carlos Borromeo las llamó en 1569 a Milán y allí introdujo el año 1572 la vida común y los votos simples; las congregaciones de ursulinas fundadas desde 1596 en Francia según el modelo italiano, recibieron por vez primera en 1612 la regla de san Agustín y la profesión solemne. Estaba particularmente en colisión con las disposiciones tridentinas el instituto de las señoritas inglesas, fundado en 1609 también para la educación de la juventud femenina. Puesto que se pensaba en Inglaterra como campo especial de trabajo, la fundadora María Ward vio en la Compañía de Jesús un modelo apropiado para la estructura de su asociación, para la que pedía también exención de clausura. El año 1631 Urbano viii suprimió el instituto, pero permitió a la comunidad que prosiguiera la actividad educativa. La prohibición de Benedicto en 1749, de reconocer a María Ward como fundadora, tenía por objeto subrayar el derecho de jurisdicción del obispo diocesano. Al anular Pío x en 1907 esta prohibición, aprobaba con ello el tipo de congregación femenina que habían iniciado las señoritas inglesas. Ya en 1634 siguieron las hermanas de la caridad de san Vicente de Paúl, y en 1652 las hermanas de la caridad de san Carlos Borromeo, para el cuidado de los enfermos. Por la vinculación regional de tales asociaciones nacieron muchas, independientes entre sí, con el mismo nombre e idéntica finalidad.

El desarrollo definitivo del tipo de congregación, prefigurado ya en la baja edad media, se realizó sin fricciones en el sector masculino; diferencias particulares sólo son aquí de importancia canónica. La última transición se manifiesta aquí sensiblemente en la evolución de los escolapios, que en 1621 fueron reconocidos por Gregorio xv como orden, con la regla de san Agustín y profesión solemne; quedaron degradados en 1645, a consecuencia de disensiones internas, a la condición de asociación sin votos, y en 1656 fueron aprobados nuevamente por Alejandro vn como congregación con votos simples. En esta forma siguió, el año 1725, la fundación de los pasionistas, para las misiones interiores y exteriores; y, en 1735, la de los redentoristas, con el fin especial de las misiones populares. Éstos últimos, por el prestigio de su fundador Alfonso de Ligorio, alcanzaron mayor importancia en el s. xix.

V. Secularización y regeneración de la vida religiosa

La –> secularización, que no es una medida uniforme, sino un proceso complejo que se dilata por un siglo, se anunció ya cuando en 1759 los jesuitas fueron expulsados de Portugal y sus colonias. Fue una unión compleja de fuerzas (intereses políticos, antieclesiásticos y disputas de escuela) la que condujo a la expulsión de los jesuitas de todos los países de las dinastías borbónicas (1764-1768) y, finalmente, a la supresión en 1773 de la orden misma por Clemente xiv, «para conservar la necesaria paz de la Iglesia», en expresión del breve papal. Ya por este tiempo quedaron envueltos los redentoristas en la enemistad contra los jesuitas, pues su carácter de congregación daba la impresión de especial fidelidad al papa, reproche por el que hubieron de sufrir también todas las congregaciones semejantes en el Kulturkampf . La incomprensión «ilustrada» del ideal católico de vida religiosa originó en Francia, el año 1766, una secularización parcial de monasterios y conventos de toda tendencia. Secularizaciones parciales en Lombardía bajo María Teresa y finalmente (1782) en Austria-Hungría, iban dirigidas contra los monasterios «inútiles y superfluos», que llevaban «una vida puramente contemplativa»; en cambio, las medidas en Baviera (desde 1769) trataban de recortar principalmente las órdenes mendicantes. La secularización general en Francia del año 1790 respondía a dificultades económicas del Estado y al deseo de eliminar toda posición de privilegio; y la secularización de Alemania en 1803 tenía como presupuesto la intención de adquirir fondos por parte de los monarcas. En realidad, tras los decretos de cierre, había toda una escala de motivos, que iban desde la conciencia de responsabilidad del Estado aun en orden al bien religioso de sus súbditos, hasta el anticlericalismo por principio, pues de lo contrario no pueden explicarse que idénticas medidas se hicieran eficaces en España (1821 y 1835) y Portugal (1843), como también en Italia (1866) y Suiza (1805-1874).

Hasta sectores fieles a la Iglesia, bajo el influjo de las ideas de la ilustración (desde 1700 súbita falta de vocaciones para proveer las prebendas regulares de los cabildos), se habían dejado imbuir por las tendencias de secularización; pero en ninguna parte justificaba el estado de la disciplina religiosa una intervención en tal grado. La reforma tridentina había logrado una renovación duradera de las órdenes con oficio coral por la reactivación de las congregaciones, que sólo de manera vacilante se habían formado en la edad media y habían quedado en parte ineficaces. Las congregaciones habían recibido ahora carácter jurídico, limitándose considerablemente en las congregaciones benedictinas de Italia y parcialmente en las de Francia la autonomía de los monasterios particulares. Un notable nivel de los estudios entre los benedictinos (maurinos) y los premonstratenses, y una reforma de los cistercienses en los trapenses (1664), fueron frutos ampliamente visibles.

Sólo unas pocas órdenes desaparecieron completamente por efecto de la secularización, pero el cuadro general se modificó fundamentalmente. Como la supresión no se dio en todas partes al mismo tiempo y con la restauración de la Compañía de Jesús por Pío vii el año 1814 comenzó de nuevo el proceso de regeneración, las órdenes particulares pudieron sobrevivir a la tormenta en escasos restos. Mientras las asociaciones personales con estructura central lograron poco a poco el retorno a la situación anterior y la fundación de nuevas residencias, las órdenes corales que se fundaban sobre la autonomía monástica y necesitaban una más amplia base económica, tuvieron mayores dificultades. Por eso fue desproporcionadamente escasa la parte que tomaron las congregaciones monásticas y canonicales en el proceso de regeneración del s. xix. Como la variedad de las nuevas congregaciones determinó el cuadro de las órdenes religiosas en el s. xix, por la secularización cambió fundamentalmente la apariencia exterior de la vida religiosa, pero no la línea de su evolución.

Si se prescinde del culto al Espíritu Santo (misioneros del Espiritu Santo desde 1848 y sociedad del Verbo divino desde 1875), no se notó en las nuevas fundaciones un nuevo impulso de piedad; también en ellas dominó la devoción al corazón de Jesús, a la eucaristía y la Inmaculada. Un campo concreto de trabajo, para el que otras órdenes no ofrecían fuerzas o las ofrecían insuficientes, siguió siendo, con una acentuación aparentemente unilateral del apostolado, ocasión y razón de ser de la nueva fundación. Las fundaciones de comienzos del s. xix se concentraron en los campos tradicionales de misiones populares, dirección de seminarios y cura ordinaria de almas; pero, en el segundo cuarto de siglo, comenzaron a consagrarse adicionalmente a las misiones entre paganos (sociedad Picpus, oblatos de la inmaculada concepción de Maria, maristas y misioneros de la preciosa sangre). Como secuela del colonialismo, la actividad misional de la Iglesia se dilató de manera insospechada, y para sus fines nacieron nuevas congregaciones (en 1854, los misioneros del corazón de Jesús; en 1866-1885, los hijos del sagrado corazón de Jesús; en 1868, los padres blancos de África; y, en 1877, los sacerdotes del corazón de Jesús); otras congregaciones, como los salesianos de Don Bosco, o los salvatorianos, o los palottinos, no se consagraron a misiones de infieles hasta fines del s. xix. Los asuncionistas, fundados en 1854, que se hicieron beneméritos en la prensa y en sus contactos con la ortodoxia del próximo oriente, aparecen en este cuadro general como una excepción. La mayor parte de estas instituciones, nacidas en Francia o Italia (a excepción de la sociedad del Verbo divino) se crearon la correspondiente rama femenina. Apenas pueden enumerarse todas las fundaciones femeninas que se dedicaron dentro del marco tradicional al cuidado de los enfermos y a la enseñanza, y que no traspasaron determinados límites regionales.

Todas estas fundaciones en el sector masculino y en el femenino, como tipos de órdenes religiosas eran continuación rectilínea del s. xviii. Incluso las congregaciones salidas de las órdenes corales que, naturalmente, sólo resurgieron en escaso número, empalmaron con el último estado de su propia tradición religiosa, casi rota; en parte las obligó a ello el Estado (obligación de enseñanza escolar en Baviera); y, en parte, estaba previamente dada una continuidad por obra de miembros más antiguos procedentes de los conventos extinguidos. Este perseverar en los carriles tradicionales era reflejo de una conducta de la Iglesia universal, que coincidía con tendencias restauradoras de los Estados. Fueron raras las excepciones como los benedictinos de Solesmes, Beuron y Subiaco, que saltaron adrede por encima de formas de fecha más reciente y se apropiaron, comenzando completamente de nuevo, formas monásticas primitivas; no es azar que de ellos partiera un movimiento de renovación monástica y litúrgica.

En el s. xx parece abrirse paso un cambio fundamental. Formalmente, los -> institutos seculares, reconocidos canónicamente por Pío xii en 1947, son una continuación consecuente de la vida religiosa del siglo precedente, por cuanto la forma exterior de vida y, consiguientemente, la visibilidad del status desempeñan un papel completamente secundario. Las raíces se remontan aquí a P.J.P. de Cloriviére, que en 1790 fundó la Société des Prétres du Coeur de Jésus y la Société des Filies du Coeur de Marie. Como cada miembro se dedica a una actividad propia, en parte de carácter profano, y falta también el campo de trabajo a manera de signo específico, y como además en el instituto secular propiamente dicho no es obligatoria la vida de comunidad; el centro de gravedad radica en el seguimiento de los consejos evangélicos dentro del propio estado, en gran parte aisladamente. Una analogía ostentan, desde 1933, los hermanitos de Jesús (desde 1939 también las hermanitas de Jesús) que, a ejemplo de Charles de Foucauld, comparten en pequeñas comunidades el ambiente de quienes los rodean y siguen aisladamente una actividad profesional profana. Con un rasgo eremítico cristalizaron, desde 1956, los hermanitos de la Virgen de los pobres. Entre tanto, por sugestión del concilio Vaticano ii, las órdenes religiosas más antiguas se disponen, por la fundación de centros comunes de estudios, a derribar las paredes de separación, que por lo demás ya no las caracterizan en su diferencia mutua. Un ensayo de los franciscanos holandeses de instalar a sus estudiantes en varias viviendas de los suburbios de una ciudad, apunta en aquella misma dirección que parece determinar la futura forma de vida religiosa: la presencia de lo cristiano entre los hombres con una aspiración especial a la perfección.

VI. Derecho canónico sobre los religiosos

El concepto católico de orden religiosa comprende varios estratos, y su contenido sólo puede entenderse por la evolución histórica. Al principio estuvo el monasterio particular autárquico, que determinaba también su propio orden de vida. Una regla común a varios monasterios no originaba todavía una orden. Por primera vez la obligación (impuesta por los carolingios a los monasterios francos) de observar unitariamente una regla, crea la orden. Según eso, en la alta edad media, una asociación de monasterios a base de constituciones comunes formaba un ordo separado. De acuerdo con este principio, desde el s. xii, las asociaciones personales se formaron como ordines especiales; pero, por su constitución centralista y su desligación local, unida a una propagación bastante uniforme por todo occidente, abrieron paso a un nuevo concepto de orden. Regla, constitución y signos externos comunes (campo de trabajo, liturgia, hábito, etc.) caracterizaban ahora juntos la pertenencia a una orden, mientras los monasterios y canonicatos más antiguos eran subsumidos, por influjo de esta evolución, bajo los nombres de canónigos benedictinos y de san Agustín. En este sentido, camaldulenses, cartujos y cistercienses seguían siendo, por razón de su regla, benedictinos; pero, por razón de su propia constitución y de otras características, formaron órdenes independientes; y la asociación de monasterios dentro de la orden benedictina llevó ya sólo el nombre de congregación, aunque seguía cumpliendo las mismas funciones que antes de aparecer las asociaciones personales. Las comunidades sin los tres votos (que se habían hecho usuales) de obediencia, castidad y pobreza, a fines de la edad media obligaron a desplazar el centro de gravedad al aspecto de los votos.

Desde el s. xvi sólo fueron órdenes en sentido estricto las comunidades con votos solemnes y públicos; en cambio las asociaciones con votos simples recibieron el título de «congregaciones religiosas», y las instituciones religiosas sin votos asumieron simplemente un status cuasirreligioso. Pero, como para todas ellas, era competente la Congregatio Episcoporum et Regularium, existente desde 1601, luego la Congregatio super statu Regularium, creada en 1652, y la SC negotiis religiosorum sodalium praeposita, formada en 1908, el concepto de orden religiosa tomó, junto a la antigua acepción en sentido estricto, una nueva significación más amplia, tanto más por el hecho de que las congregaciones religiosas fueron universalmente reconocidas por la Iglesia en la constitución Conditae a Christo de León xiii (8-12-1900). Los votos y la vida común perdieron igualmente su función para caracterizar el estado religioso, sobre todo porque también los institutos seculares, a quienes falta por naturaleza la vida común, en principio fueron aprobados.

Con ello el derecho de religiosos es aplicable a todos los estados de perfección en la Iglesia. Comprende la legislación canónica común de los cánones 487-681 del CIC, las posteriores leyes papales y las decisiones normativas de la SCRel como marco jurídico general y los derechos especiales aprobados de comunidades e institutos particulares, que están fijados en reglas, constituciones, estatutos y otras disposiciones. La materia de estas normas son las personas jurídicas en lo relativo a la fundación o supresión de órdenes, provincias o monasterios, las personas naturales en lo referente a la admisión en una comunidad o la salida de ella, la parte que incumbe a los diversos representantes de la jurisdicción, las obligaciones resultantes de la profesión para el religioso particular, los privilegios eventuales o derechos especiales (estudios y modo de actividad apostólica).

En virtud del voto de obediencia, el superior supremo de todo religioso es el papa. Definitivamente desde el concilio de Calcedonia (451), todo religioso está también condicionalmente sometido a la potestad del obispo diocesano. La práctica de obtener exención de esta jurisdicción fue común particularmente en la edad media y contribuyó no poco a perfilar las nuevas asociacione personales; pero, en derecho, sigue siendo una excepción. Para fundar una congregación religiosa es necesario el permiso del obispo diocesano de acuerdo con la sede apostólica; lo mismo vige también para la fundación de una casa de una orden exenta. Si una congregación diocesana quiere fundar residencias en otros obispados, se requiere la aprobación del obispo competente para la casa madre, más la del obispo de la fundación filial; si las constituciones de esta congregación han de modificarse, deben dar su aprobación todos los obispos en cuyos territorios haya residencias. La supresión de una congregación, aunque se trate de congregación diocesana, sólo puede decretarla la sede apostólica.

Una congregación diocesana pasa a congregación de derecho pontificio por el decretum laudis, que sustrae a los obispos la facultad de introducir cambios en las constituciones, reservándola a la santa sede. Tras un período ulterior de prueba la congregación puede obtener el decretum approbationis instituti, y finalmente el decretum approbationis constitutum, que da a las reglas la confirmación papal. La SCRel es competente para todos los religiosos de cualquier derecho; la congregación de derecho pontificio necesita además un cardenal protector, cuya misión es aconsejar y proteger a la congregación respectiva. Toda orden de hombres debe estar también representada ante la santa sede por un procurador general, que reside en Roma. La incorporación de una asociación femenina a una orden masculina necesita un indulto especial pontificio; las asociaciones de terciarios de vida común deben agregarse a la orden primera. Condición para ingresar en el estado religioso es un período de preparación (noviciado, al que puede preceder un tiempo de postulantado), que se cierra con la emisión de los votos (profesión). Son posibles varios grados o etapas de la profesión: la última obliga a una vinculación perpetua a la comunidad religiosa, de la que sólo se puede dispensar por indulto particular en forma de exclaustración o secularización. No se excluye el paso a otra orden. Todas las casas de vida común tienen una clausura, con distintos grados de rigor, en la que moran los religiosos. La clausura estricta o papal existe en todos los monasterios regulares y en todos los conventos de mujeres con votos solemnes; se extiende a toda la casa menos la iglesia y los locales para huéspedes, y no puede ser abandonada por las monjas. En cambio, las congregaciones y asociaciones sin votos sólo tienen una clausura moderada.

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AL V: R. Hesbert, La Congrégation de St-Maur: Revue Mabillon 51 (1961) 107-156; L. Hammermayer, Deutsche Schottenklöster 1560-1580: Zeitschrift für Bayer. Landesgeschichte 26 (1963) 131-255; O. Braunsberger, Rückblick auf das kath. Ordenswesen im 19. Jh.: Stimmen aus Maria Laach 79 (Fr 1901); M. de Pierredon, L'histoire politique de fordre souverain de St. Jean de Jerusalem de 1789 ä 1955, 2 vols. (P 1963); Clemente da Terzorio, Le missioni dei Min. Capp., 10 vols. (R 1913-38); L. Ravasi, La congregazione dei Passionisti verso la metá del sec. XIX (Caravete - R 1963); W. J. Battersby, The History of the Institute of the Brothers of the Christian Schools in the XIX Century (1850-1900) (Lo 1963); P. Weissenberger, Das benediktinische Mönchtum im 19./20. Jh. (Beuron 1953); idem, Abt Plazidus Vogel und die Anfänge der Benediktinerkongregation von St. Ottilien: Würzburger Diözesangeschichtsblätter 25 (1963) 253-308; N. Martin, Zur Soziologie der Säkularinstitute in der kath. Kirche (tesis Saarbrücken 1967); R. Quesnel, Charles de Foucauld (Tours - P 1966); R. Aubert, Un ensayo de vida monástica renovada: los Hermanos de la Virgen de Ios Pobres, en Concilium, n.° 19, p. 344-349. L. Kaufmann, Kirchenreform und Ordensreform: Orientierung 29 (Z 1965) 87-92 110-114.

Odilo Engels