PROTESTANTISMO
SaMun


A) Concepto y ramificaciones históricas.

B) Símbolos de fe en el protestantismo.

C) Teología protestante.


A) CONCEPTO Y RAMIFICACIONES HISTÓRICAS

La palabra p. es, según la mente protestante, un concepto colectivo para designar todas aquellas Iglesias y comunidades que se distinguen conscientemente de la Iglesia católica romana y de la Iglesia ortodoxa oriental y en general rechazan para sí mismas el factor de lo «católico» en sentido tradicional. Pero, a su vez, se distinguen por una determinada manera de entender la Iglesia, por una decidida actitud de fe y una manera consciente de vida, de forma que no cabe considerarlas sólo por lo que niegan como Iglesias y comunidades del protestantismo. Algunas de ellas se remontan directamente a la reforma protestante y pueden derivarse de la actividad misma de los reformadores Lutero, Zuinglio y Calvino, mientras que otras han salido en la edad moderna de las Iglesias de la reforma. Éstas han guardado factores característicos de su origen; mas, por otra parte, están determinadas por cuestiones modernas, de suerte que han llegado a elaborar formas de vida y de fe que no permiten se les aplique en modo alguno el concepto de p. puramente en sentido histórico.

Por eso puede distinguirse entre p. antiguo y moderno. Este último puede también aplicarse a las Iglesias que proceden inmediatamente de la reforma, pues bajo la influencia de las cuestiones e ideas de la edad moderna han experimentado un cambio de forma y un desplazamiento fundamental de los temas que dominan sus doctrinas, de suerte que sus rasgos de primitivo p. apenas son ya vivos o aparecen por una deficiencia de decisión como rudimentos todavía no rechazados definitivamente. Si quiere emplearse esta idea colectiva para caracterizar además aquellas Iglesias y comunidades que no son ni «católicas» ni «ortodoxas», será conveniente distinguir en el concepto de p. un doble elemento.

El p. comprende en primer lugar un determinado comportamiento en todas las cuestiones de la fe y de la vida cristiana, y, en segundo lugar, una inteligencia determinada de los problemas fundamentales que van anejos al ser de la Iglesia, p. ej., las cuestiones sobre su esencia y forma, sobre la relación entre la sagrada Escritura y el magisterio eclesiástico o sobre los medios de la acción eclesiástica, y, especialmente, sobre el sentido y la forma de las acciones eclesiásticas y sobre los factores personales y suprapersonales que determinan la vida de fe del cristiano. Si el p. se considera bajo estos dos aspectos, es decir, como respuesta real a las cuestiones que en general se plantean con la existencia misma de la Iglesia o como una manera determinada de fe y de vida que se manifiesta en particular en el ser de cada cristiano; en consecuencia puede entenderse, por una parte, bajo el aspecto de su posición confesional y, por otra, según su particular posición dentro del movimiento ecuménico y, finalmente, también bajo el aspecto de la diferenciación tan graduada de las comunidades e Iglesias que lo profesan o se clasifican dentro del mismo. Si él puede entenderse de esta manera, cabría hablar con derecho de «p. universal».

Este concepto podría aceptarse en toda su extensión, de forma que — como el concepto de «catolicismo» — no ha de entenderse únicamente en su restricción confesional o como negación de la Iglesia católica, sino como un comportamiento cristiano de fe y de vida, que lleva en sí mismo rasgos muy característicos e indelebles, lo mismo que el catolicismo tiene rasgos por los que se caracteriza inconfundiblemente. En tal caso, p. y catolicismo han de distinguirse como dos magnitudes o posibilidades de ser cristiano que están en mutua correlación.

Si modernamente la Iglesia oriental ortodoxa emplea para designarse a sí misma el epíteto de «católica», ello indica un uso supraconfesional de este concepto, que es una nota universal de la Iglesia cristiana, pero que recibe un sello particular a través de aquellas Iglesias que se entienden a sí mismas como «católicas» y que, por tanto, llenan más precisamente con contenido concreto la denominación general de «católicas». Lo mismo acontece con el concepto de p., sólo que en éste no se trata de una declaración hecha únicamente en relación con el fenómeno «Iglesia», sino de un factor en la manera de entenderse a sí mismo, que significa, por una parte, una manera de comportamiento cristiano y, por otra, un modo determinado de entender la fe y la realidad. Pero, en tal caso, no puede ya preguntarse por la «esencia» del p., o por un «principio protestante» simplemente constitutivo, sino que hay que buscar una característica de este concepto colectivo según la plenitud de su sentido, que no abarca siquiera a todas las Iglesias y comunidades designadas bajo tal nombre. Desde este punto de vista, hay «protestantes», pero no sólo en la separación confesional, sino, por la actitud de fe y las formas de vida, también en otras Iglesias cristianas, bien se entiendan a sí mismas como «ortodoxas» o bien como «católicas».

I. Definición objetiva

1. Trátase en la concepción objetiva que caracteriza al p., de un juicio que ocurre dentro del mismo, con gran escala de variaciones, sobre las realidades que van anejas a la existencia eclesiástica como tal, particularmente sobre la relación entre la esencia y la forma de la Iglesia. Por su propia historia, pero también partiendo de la tradición eclesiástica, el p. no sólo conoce la tensión que radica en el ser de la Iglesia misma entre su esencia espiritual y su forma empírica, sino que esa tensión es el tema fundamental que atraviesa su historia desde los comienzos. Y puede decirse que dondequiera esa tensión es sentida y sostenida en relación con las formas de vida de la Iglesia, allí se manifiesta a la postre una actitud «protestante» frente a las cuestiones fundamentales de la vida eclesiástica.

Ya Agustín puso en claro en su doctrina sobre la Iglesia que con el ser de la misma como tal, va aneja una dialéctica ineludible; ella es, por una parte, comunión de fe y amor y, en cuanto tal, obra del Espíritu Santo y de la acción especial de Dios en todas sus manifestaciones y en todos sus miembros, obra y acción que escapan a toda intervención humana y a todo poder de disposición terrena. Pero ella es, por otra parte, la institución histórica por la cual y en la cual se realiza la comunión de fe y amor en forma concretamente determinada en cada caso. Esta tensión está de antemano ingénita en el p. y es sentida tan profundamente en él, que aquí se levanta hasta sus últimas consecuencias la protesta contra un eclesiasticismo que no reconoce tal tensión y la reprime, o cree poderla eliminar muy unilateralmente por la espiritualización de una parte _o por la institucionalización de la otra. Toda inclusión de la Iglesia como comunidad de fe y amor en la historia y toda identificación de la misma con una magnitud e institución empírica elimina de hecho la tensión, que va ineludiblemente aneja a la existencia misma de la Iglesia y que aparece ya en la predicación de Jesús, pues el factor escatológico del reino de Dios y el llamamiento a seguirle como discípulos — llamamiento que debe entenderse como absolutamente real y cumplirse en forma concreta — entrañan en sí esta tensión y la prolongan en la historia.

De donde se sigue que el p. no debe caracterizarse como el «no» a la Iglesia en sí misma o, según anteriores modo de ver, como «individualismo» absoluto, sino como el «no» a una Iglesia en cuya manera de entenderse a sí misma queda suprimido el factor esencial de la tensión entre su esencia espiritual y su forma empírica. El mantenimiento de esta polaridad es de importancia decisiva para la efectiva aparición empírica de la Iglesia, para su actuación en el mundo y para su inteligencia del mundo en general. Del reconocimiento y mantenimiento consciente de esta tensión se sigue con objetiva necesidad una determinada postura ante el mundo y una actuación de la Iglesia y de la comunidad cristiana en el mundo en consonancia con esa postura.

El p. apareció donde esta tensión se experimentó conscientemente por primera vez y fue expresada y representada vitalmente como ingrediente esencial de la manera de entenderse a sí misma la Iglesia. Partiendo de ahí puede también interpretarse y entenderse la variedad de Iglesias y comunidades, que en el campo no protestante es sentida como variedad perturbadora dentro del cristianismo. Esa variedad expresa también la protesta contra el olvido de estos principios dentro del p. mismo. Es, por tanto, la recepción consecuente, incluso contra sí mismo, de un constante factor de inquietud en la vida de la Iglesia. Este fenómeno, tantas veces lamentado y achacado al p. como incapacidad de formar una Iglesia, tiene, por tanto, su razón última en el empeño de lograr una amplitud de ser adecuada a la inteligencia que la Iglesia tiene de sí misma.

2. Pero con ello se da también la solución de otra cuestión real que dimana de la existencia de la Iglesia, y que atañe a la relación entre la sagrada Escritura y el magisterio eclesiástico. Por más que en el pasado y en la actualidad misma, de lado católico y no católico, se hayan entendido estas magnitudes como incompatibles entre sí o como entrelazadas por un necesario vínculo mutuo, hoy por lo contrario hemos de reconocer que aquí no se trata para la Iglesia de un autoritativo «o lo uno o lo otro» (o la sagrada Escritura o el magisterio como última instancia autoritativa), como si sólo el magisterio eclesiástico pudiera exponer la Escritura, o sólo hubiera que reconocerlo en cuanto él mismo se pone enteramente bajo aquélla, sino que se trata, en estas dos magnitudes, de una polaridad insoslayable y de un constante «estar en función» y «poner en función», sin lo cual ni la Escritura está o puede estar nunca presente de hecho en la Iglesia o en lacomunidad, ni el magisterio como tal puede ejercerse con determinada vinculación objetiva.

La Escritura sólo «se pone en función» en cuanto es creída, en cuanto se instruye y vive desde ella en la Iglesia o la comunidad. Sin embargo, esta instrucción y su aplicación a la vida no pueden dirigirse a su vez sino a lo que está puesto y dado en la Escritura misma. Síguese que el magisterio no debe considerarse tanto por su lado institucional, cuanto por la relación a sus funciones, que de hecho se dan en toda Iglesia o comunidad cristiana y se ejercen en gradación variada desde el orden local hasta el supracomunitario o eclesiástico universal, desde los padrinos hasta los doctotes y pastores reconocidos de la Iglesia. Por eso se da el p. dondequiera se reconoce y practica la polaridad de estas funciones especiales entre la ligación a la Escritura, por una parte, y la necesidad de actualizar su contenido, por otra, a través de la función doctrinal, muy diferenciada en sí misma, de los miembros de la Iglesia, que evidentemente están en distintos grados de responsabilidad. No puede, pues, decirse simplemente que dondequiera se da una desviación respecto del «magisterio», allí hay ya o surge un p., porque el p. tiene efectivamente en sí mismo también las funciones del magisterio, que en él no se gradúen por el oficio jerárquico, pero sí por el estado espiritual de los cristianos.

3. Una de las notas objetivas del p. es también su concepción definida de la acción de la Iglesia y una afirmación decidida de los medios por los que esa acción se realiza. En este contexto hay que remitir primeramente a la relación entre palabra y sacramento, la cual no debe entenderse como si en el p. únicamente hubiera Iglesias y comunidades que sólo están dotadas de la palabra o que estiman sólo la palabra y no los sacramentos, caracterizando en cambio la Iglesia católica y la ortodoxa oriental como Iglesias del sacramento. Tal división entre una «Iglesia de la palabra» y una «Iglesia del sacramento» está vedada según la actual visión teológica (para el catolicismo sobre todo después del concilio Vaticano ii) por la sencilla razón de que la palabra y el sacramento están referidos entre sí de forma que ambos viven de la presencia de Cristo.

Ahora bien, en ésta hay que distinguir un doble aspecto: una presencia que en la palabra sale al encuentro del hombre, y una presencia que debe experimentarse por el sacramento. Si el sacramento se entiende como un hacer visible la palabra, hay que decir también, por otra parte, que no puede haber eficacia del sacramento sin la palabra que lo acompaña. Lo único que constituye la diferencia del p. respecto de las otras Iglesias es que reduce el número de sacramentos a dos (bautismo y cena) y funda a la vez estos dos sacramentos, partiendo de su fundamentación bíblicamente atestiguada, como dones especiales de Cristo por los que él se comunica a sí mismo; lo demás que otras iglesias miran como «sacramento» es considerado en el p. como una acción eclesiástica, sólo legitimable a partir de la palabra. Así, pues, no puede considerarse como característica universal protestante el menosprecio o el total desprecio de los sacramentos frente a la palabra, aunque ello acontezca también en algunas comunidades dentro del p. de manera sumamente equivoca.

Esta característica universal consiste más bien en que, en el p., la palabra ha sido reconocida en su propia función como el medio específico de aplicar los bienes salvíficos en la comunidad, lo que no quita en absoluto que también el sacramento tenga una significación correspondiente, la cual, sin embargo, se distingue fundamentalmente de la significación de la palabra, lo cual está relacionado con la manera diferente de presencia de Cristo en el sacramento. Así, en el p., también las acciones particulares eclesiásticas, a excepción del bautismo y la cena, son concebidas según su particular sentido por la palabra que las constituye. Con esto se relaciona el hecho de que, para fijar el uso verdaderamente eclesiástico y «auténtico» de dichas acciones, se recurre constantemente a su fundamento bíblico, de forma que dentro del p. no puede haber un tradicionalismo rígido (por más que también las Iglesias protestantes hayan pecado en contra de tal principio), que en el curso de la historia conserva las ampliaciones humanas e históricas que se han adherido a las acciones sacramentales y no está dispuesto a revisarlas según su justificación desde el punto de vista de la Escritura.

Así, dentro del p., actúa un constante elemento de crítica objetiva, dispuesto a revisar el hablar de Dios que se da en cada momento en la Iglesia, lo mismo que la visibilidad de esta palabra que se manifiesta en el uso de las acciones eclesiásticas, por lo que se refiere a su permanente legitimidad, que sólo puede justificarse partiendo de la Escritura. En este sentido, se da de todo punto en el p. el principio de una constante renovación de la Iglesia, necesaria en todos los tiempos en virtud de los elementos humanos e históricos que en ella actúan. Mas por ello precisamente no puede decirse que el p. sea la absoluta «protesta contra la forma», porque esa actitud de protesta supone y ha de suponer siempre que también el proceso de génesis de formas es necesario y debe realizarse constantemente de nuevo; sin tal proceso la protesta en contra no sería posible.

4. Así, pues, si el p. está caracterizado por una determinada inteligencia objetiva, que se manifiesta en una gran escala de variaciones, de forma que todos los factores mencionados no pueden en modo alguno encontrarse en una sola Iglesia protestante; por otra parte, está marcado por una determinada actitud de fe, que, de un lado, confiesa su completa dependencia de los factores suprapersonales, lo mismo que de la gracia divina y del Espíritu Santo, y, de otro, recalca también la recepción de la gracia y del Espíritu por parte del hombre y lucha por lograr el conocimiento de esta manera especial de recepción. El p. encuentra en esta personal apropiación de los dones suprapersonales el fundamento de la verdadera vida espiritual del cristiano, que debe ponerse de manifiesto como tal en todas las situaciones y en todos los órdenes de la vida de los hombres. La significación particular del p. y de su situación dentro de la cristiandad está en que ha puesto de relieve e interpretado teológicamente este elemento personal en su significación existencial para el cristiano.

Puesto que la fe cristiana sólo puede llegar a su pleno cumplimiento en esta personal apropiación, ha surgido, aun de lado protestante mismo, la opinión de que la nota que mejor caracteriza al p. es el «individualismo». Pero esta afirmación es sólo la mitad de una verdad, que consiste en que la fe cristiana está dirigida y tiende de manera absoluta a la formación y configuración de la persona humana. Por eso, no puede en manera alguna hablarse de una absolutización de los rasgos individuales de la fe por parte del p., por muy ciertamente que conste, de otra parte, cómo el conocimiento de la importancia del factor personal para la apropiación de la fe ha tenido y tiene amplias consecuencias para el descubrimiento de las leyes de la génesis o formación de la individualidad humana en general.

En conclusión, el p. está caracterizado por una «inteligencia objetiva» enteramente determinada, así como, por otra parte, puede describirse como una actitud de fe consciente de ser la realización y concreción en el terreno individual de la fe comunicada por Dios al hombre como una dádiva.

5. Si se considera así el p. según sus determinaciones objetivas, concretamente en relación con su inteligencia de la Iglesia, sobre todo por lo que se refiere a la vinculación de la Iglesia y de cada uno de sus miembros a la sagrada Escritura como dato normativo y crítico previamente dado para la fe cristiana y para la comprensión teológica; debe resultar evidente cómo las comunidades que han de contarse como protestantes no están definidas tanto por la uniformidad de sus doctrinas de fe, cuanto por su variedad; más aún, es característico del p. su verdadero miedo de dar valor absoluto a doctrinas particulares de fe y sucumbir así al peligro de un nuevo legalismo de la vida creyente. Por eso, respecto de la inteligencia de la Iglesia dentro del p., cabe encontrar una amplia gama de variaciones. Hay Iglesias que mantienen el llamado «episcopado histórico» o que consideran los ministerios indicados en la Biblia como absolutamente constitutivos de la Iglesia y de la comunidad; y también hay Iglesias que sólo reconocen en absoluto un único ministerio eclesiástico, del cual, sin embargo, pueden salir otros ministerios, pero que en la predicación de la palabra o en la administración de los sacramentos ejercen todas la misma función principal.

Tal vez sea una característica del p., a la que hemos de referirnos expresamente en este contexto, el que no reconozca la «sacramentalidad» del oficio y de las acciones sacramentales que se derivan de ella, sinoque vea fundado el oficio — en manera alguna constituido por la comunidad, sino dirigido a su encargo siempre personal, que sólo se da a determinadas personas — en el hecho de Cristo y en el lógos tés katallages (cf. 2 Cor 5, 18ss) que lo interpreta. El titular del ministerio eclesiástico dentro de todas las Iglesias y comunidades protestantes siempre es y sólo puede ser «servidor», que debe desempeñar este servicio en favor de la comunidad que lo ha llamado; lo cual no significa que la comunidad pueda disponer libremente sobre la provisión y perduración del ministerio.

Hay también dentro del p. Iglesias particulares que, respecto del ministerio, mantienen la sucesión apostólica de los obispos, sin anclarla sin embargo en su doctrina teológica sobre la Iglesia como absolutamente constitutiva para ella, a excepción desde luego de la comunión de Iglesias anglicanas (-> anglicanismo), cuya relación con el p. no es ya de por sí enteramente unívoca; como hay igualmente, sobre todo entre las -> Iglesias reformadas, algunas para las que el orden presbiteral y sinodal representa uno de los elementos esenciales y constitutivos de la Iglesia, sin el cual ésta no puede existir, porque está fundado en el orden apostólico y pertenece por ello necesariamente a las notas indelebles de la Iglesia.

6. Entre las notas características del p. hay que contar también la concepción de la relación entre la Iglesia y el mundo. El p. rechaza toda especie de cristianización del mundo. Este es y será siempre el lugar del alejamiento del hombre frente a Dios. A este mundo han sido enviadas la Iglesia y la comunidad (como representación local de la Iglesia) y en él está situado el cristiano particular, para poner de manifiesto por su obrar simbólico el amor de Dios a este mundo y a la humanidad que, una y otra vez, se aleja de Dios, y ganar también así a individuos siempre nuevos, que se incorporan a la comunidad creyente de los cristianos y así se capacitan para limitar los efectos sociales del alejamiento de Dios en la humanidad y para eliminarlos con toda provisionalidad en puntos particulares.

Esta manera de obrar en el mundo tiene para el p. un carácter claramente simbólico, lo cual significa teológicamente que el reino de Dios ultraterreno no entra nunca en este mundo, ni puede erigirse como una magnitud inmanente. Por eso es característico de todas las comunidades protestantes que, en la relación entre la Iglesia y el mundo, no hay superioridad cualitativa de la Iglesia sobre el mundo, ni de lo espiritual sobre lo terreno, sino que el mundo y lo terreno, con todas sus cualificaciones, ofrecen un trasfondo siempre igual para el ejercicio simbólico de la fe.

Estas determinantes objetivas que constituyen al p. en toda su extensión, están tomadas de las comunidades concretas en que él se representa, las cuales realizan por su parte los rasgos típicos del p., puestos de relieve en lo que antecede, sin que pueda decirse que una comunidad es la protestante. Repítese en relación con la realización del p. el problema que se plantea en otro plano, cuando se piensa en la relación entre la Iglesia de Jesucristo y su realización y representación por parte de una determinada Iglesia confesional. Ninguna de ellas realiza, a despecho de su pretensión de universalidad, de manera perfecta la Iglesia de Cristo. Su realización queda siempre quebrada por los factores de la historicidad. Lo mismo acontece con el p., que como tal tampoco está representado de manera perfecta por ninguna comunidad protestante, sino solamente bajo determinadas condiciones históricas, culturales, étnicas y sociológicas. Y así este hecho se refleja en 1as comunidades protestantes, que por de pronto se caracterizan a sí mismas sólo por el lado negativo, a saber, como no católicas ni ortodoxas orientales. Pero, sin duda alguna, éstas realizan también ciertos aspectos positivos, aunque en forma fraccionada, según hemos intentado mostrar.

II. Ramificaciones históricas

El nombre de «protestante» se formó con ocasión de la dieta de Espira en el año 1529. Con él se designó aquel grupo de cristianos dentro de la Iglesia católica de entonces, que protestó contra un decreto de la mayoría en las cuestiones de fe y vida cristiana, y estableció en su lugar la relación personal inmediata del individuo con Dios; con lo cual, indudablemente, ya en los comienzos del p. apareció un factor importante que caracteriza en general a los protestantes, factor que luego en los siglos siguientes se pensó a fondo en su significación teológica y se comprendió cada vez más fuertemente según todas sus consecuencias eclesiásticas y profanas. Sólo después de la dieta de Espira y de la de Augsburgo de 1530, que en cierto modo fue continuación de la primera, se vio claro que estos «protestantes» estaban unidos por una manera de entender la Iglesia, que se distinguía de la manera de entenderse la Iglesia católica de su tiempo, de forma que tenía que llegarse también a una separación consciente y, con ello, a una escisión de la Iglesia.

Pero también en los comienzos del p. aparece claro que esa inteligencia de la Iglesia y una actitud de fe que se pone de manifiesto en lo personal son cosas que van unidas, y ambas se manifiestan por de pronto únicamente en la profesión de fe, con lo cual a su vez se descubre un factor esencial de la vida eclesiástica. Eso no significa que la Iglesia se funde en la profesión de fe de sus miembros, pero sí que en su existencia concreta puede ser conocida por tal profesión de fe de sus miembros en el mundo, y que, con ello, esta profesión representa una afirmación sobre la manera de entenderse la Iglesia y sobre la existencia cristiana. Así los cristianos «católicos» y los «protestantes» por de pronto se separaron como tales, hasta que se impuso el conocimiento de la condición eclesiástica de los unos y de los otros, lo que aconteció con la conclusión de los símbolos protestantes (Libro de concordia [1580], sínodo de Dordrecht [16181) y con la delimitación romano-católica (concilio de Trento: 1545-63).

Esta evolución hacia la formación de Iglesias propias se inició en varios lugares simultáneamente dentro de la Iglesia católica del siglo xvi, aunque tuvieron de momento cierta prioridad los procesos dentro del luteranismo, prioridad que desapareció pronto por la ulterior evolución. En la geografía alemana representaron al p. las Iglesias luteranas, mientras que en Suiza se formaron otras Iglesias independientes, determinadas al principio por Zuinglio y marcadas luego en su forma y doctrina por Calvino; de estas últimas salieron las más fuertes representaciones sobre el continente europeo y luego también sobre el mundo norteamericano. Un tercer sector del p. se desarrolló en relación con la reforma de la Iglesia de Inglaterra, que no ha perdido nunca ciertos rasgos conservadores, propios de la baja edad media. Esta Iglesia fue luego decisivamente influida por el calvinismo y el luteranismo, y sólo tras largas luchas internas adquirió su forma definitiva.

Junto a ese p. orientado en conjunto eclesiásticamente en Alemania, Suiza e Inglaterra, que sigue aún vivo en estos espacios geográficos, se ha desarrollado un p. que no reconoce para nada a la Iglesia tal como surgió en las Iglesias luteranas y reformadas y en la Iglesia estatal o nacional de Inglaterra, sino que, por el contrario, proclama la autonomía de la comunidad particular en que se representa la Iglesia, y llega hasta la negación de toda clase de comunidad, acabando en un individualismo y espiritualismo cristiano, fenómeno que también pertenece indudablemente a la caracterización general del protestantismo.

Así como en el terreno luterano y reformado fue el -> pietismo el que llevó a cabo esta interiorización de la fe y de la Iglesia, así también en el ámbito de la Iglesia oficial inglesa el puritanismo dejó sentir sus profundos efectos. Esta línea del p., con gran variedad de tonalidades, al serle negado el reconocimiento jurídico de sus comunidades, halló nueva patria en el ámbito americano y contribuyó luego decisivamente a la construcción del mundo moderno del capitalismo y del socialismo. No cabe discutir que en el p. han de incluirse también aquellos grupos que llevaron a cabo la separación de las Iglesias estatales, nacionales y regionales, y hasta rechazan que ellos sean en absoluto comunidad o Iglesia. Estos grupos han proseguido unilateralmente el desarrollo de ciertos factores del p.; ora llevados de la convicción de que la Iglesia en general sólo puede representarse como comunidad particular, según lo defiende el congregacionalismo; ora porque aquélla es entendida como la libre asociación de sus fieles, por la que surge la Iglesia y la comunidad, como ocurre en los anabaptistas, que, por lo demás, han elaborado también una doctrina particular sobre el bautismo y la manera de administrarlo; ora porque el realce dado a la regeneración y la aspiración a la santidad han sido hechos signos del verdadero cristianismo, como es el caso entre cuáqueros y menonitas.

Pero incluso las Iglesias libres que se forman precisamente en Inglaterra por oposición a la Iglesia presbiteriana estatal o nacional son fenómenos típicos del p. en las tierras anglosajonas. Aquéllas exigen la libertad de la fe para la Iglesia misma en su relación con el Estado, pues a su juicio sólo puede hablarse de Iglesia en una comunidad autónoma e independiente del Estado. Recalcan además tan fuertemente la libertad individual de la fe, que la Iglesia cobra carácter de una Iglesia voluntaria, la cual no puede oponerse a la libertad de fe del individuo, sino que debe respetarla hasta el último extremo. También las comunidades surgidas de las Iglesias libres escocesas, como la «Iglesia de Cristo» o los «hermanos de Cristo» pertenecen al p., pues lo representan en rasgos típicos ante el mundo moderno. Lo mismo hay que decir de las Iglesias y formas comunitarias salidas de las -> Iglesias luteranas y reformadas, como las Iglesias libres luteranas, los antes llamados «viejos luteranos», o los diversos movimientos comunitarios fuera y dentro de las Iglesias protestantes.

Finalmente, no debe desconocerse que en el continente americano han surgido de nuevo una serie de Iglesias y comunidades, como protesta principalmente contra la restricción de la pretensión universal eclesiástica por parte de las Iglesias y comunidades europeas. Si bien es cierto que estas Iglesias americanas han desarrollado unilateralmente ciertos rasgos de la concepción protestante, sin embargo no cabe duda que también ellas pertenecen al p. y, aunque con restricciones, representan una cara típica del mismo en el mundo de hoy. En este contexto hay que mencionar sobre todo las comunidades del «Movimiento de pentecostés». Pero también hay que incluir en el p. fenómenos como la «Ciencia cristiana», la «Iglesia de Jesucristo de los santos de los últimos días» (mormones) o los «Testigos de Jehová» (movimiento de un nuevo mundo), aun cuando tales fenómenos hayan traspasado ya los limites de una comunidad cristiana, ora por completar los testimonios de la revelación bíblica mediante documentos extrabíblicos o mediante supuestas nuevas revelaciones divinas; ora por absolutizar datos basados en la experiencia humana, de suerte que pasa a segundo término la base general cristiana, vinculada a la Biblia; ora por desarrollar una doctrina particular y convertirla en centro de la predicación cristiana.

A decir verdad, en la postura ante esas comunidades debe expresarse también un rasgo esencial del p., y así éste las reconoce como hermanas cristianas que han nacido en su suelo, y han de entenderse no tanto como «errantes», cuanto como «extraviados» en la Iglesia de su tiempo; como comunidades que, con la restricción y unilateralidad de sus doctrinas y de su praxis, representan la pregunta crítica a las Iglesias cristianas sobre la plenitud de su testimonio, pregunta que ellas no pueden desoír. Pero, con ello, tales comunidades entrafian también factores de una falsa evolución, que evidencia por su parte los peligros a que puede llegar la mala inteligencia de la libertad protestante.

En conclusión, el p. moderno presenta una gran variedad y multiplicidad, y precisamente por ello ocupa también, dentro del movimiento ecuménico, un puesto singular y a la vez difícil, de suerte que está justificado hablar de un «protestantismo mundial» (a pesar de todas las dificultades para definir con más precisión este concepto). El p. está llamado en su generalidad a representar dentro del movimiento ecuménico los modos reales de entender que lo caracterizan y hacerlos valer frente a otras formas de fe y de vida en la cristiandad. Así, no tendrá su futuro sólo como negación o protesta contra un «supuesto» catolicismo o contra una «supuesta» ortodoxia, sino que podrá encontrarlo únicamente en el desenvolvimiento consecuente de la actitud de fe y de las formas de vida que lo distinguen, como un p. que debe renovarse conscientemente.

Este desenvolvimiento podrá permitirle aparecer, más aún que hasta ahora, como una manifestación de la fe cristiana, que no es en manera alguna idéntica con su delimitación confesional, sino que se completa precisamente en el hecho de ser conocida y reconocida en su justificación también por las otras Iglesias, de forma que podría haber p. dentro también de la Iglesia romana y de la ortodoxa, si determinadas realidades y modos de fe son aquí concebidos y afirmados de manera críticamente protestante; lo que cabe también decir a la inversa.

Sólo así y no en la estrechez confesional puede resolverse el problema ecuménico. Pero esto significa que también dentro del p. deben reconocerse y estimarse como manifestaciones típicas de la fe cristiana aquellas doctrinas y maneras de comportamiento que hasta ahora han sido consideradas como típicamente católicas u ortodoxas. Tales doctrinas y comportamientos no deben recibirse en sentido institucional, sino estimarse y aprovecharse según sus funciones. Por eso, en el movimiento ecuménico del futuro el p. tendrá una función decisiva, que no separará, sino que unirá a las Iglesias.

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Peter Meinhold