PROFETISMO
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1. Concepto

Dentro de la historia de la religión, fenomenológica y sociológicamente, el profeta es una figura que ocurre en todas las religiones «superiores» (es decir, constituidas en relación con un alto potencial cultural), aunque en formas muy variadas. A pesar de las transiciones fluidas y de la posibilidad de que, de hecho, vayan unidos «sacerdote y profeta», éste se distingue del sacerdote, es decir, del sujeto del -> culto, que está fijado, prueba su legitimidad por la tradición y transmite institucionalmente sus poderes a otros sujetos. El profeta, por el contrario, se presenta con un nuevo mensaje, tiene que legitimarse a sí mismo, y su misión no puede propiamente institucionalizarse (los «discípulos de los profetas» son seguidores y asistentes de un profeta, no propiamente profetas que se estén formando). De ahí se sigue que es propio del profeta una experiencia singular de vocación; él es el enviado de Dios — casi siempre el revolucionario religioso — que, por ello (dentro de la unidad de lo religioso y lo social) critica también en nombre de Dios a la sociedad y predica un mensaje exigente y no sólo una doctrina evidente en sí misma.

De donde se sigue que no puede hablarse de p. cuando sólo se expone una doctrina sapiencial, o cuando se ofrece una iniciación en la experiencia mística o aparecen facultades mánticas que permiten cierta «técnica» (oráculos, etc.). El profeta es, por tanto, «sujeto de revelación», quiere ser legatus divinus, como se dice en la teología fundamental católica; de ahí que tenga una relación originaria con la palabra, esté persuadido de anunciar la -> palabra de Dios mismo y de ser órgano, no de un poder misterioso, sino de un Dios personal «vivo», que se revela libremente a sí mismo. El mensaje que trae no está propiamente dirigido (sólo) a sí mismo, sino primariamente a los otros a quienes es enviado. Así, la naturaleza concreta de un profeta determinado ha de verse naturalmente en correlación y dependencia con lo que predica, con su «idea de Dios». Por ahí se modifica una vez más su relación con el sacerdocio y la religión institucional, dentro de los cuales se presenta. La «palabra» es constitutiva para el profeta y su misión, de suerte que no se pronuncia como mero enunciado, sino que critica situaciones religiosas y sociales e interpreta acontecimientos históricos, y los interpreta de forma que esta «interpretación» es un momento interno de tales acontecimientos, por cuanto hace brotar su profundidad y verdad y su propia fuerza.

De lo dicho se sigue también que, por una parte, el profeta no predica cosas por venir en el sentido de un oráculo o de un acto de clarividencia (lo cual sería una restricción muy secundaria del concepto); mas, por otra parte, al crear por su critica social una nueva situación salvífica, que lleva una tendencia prospectiva, tiene esencialmente que ver con promesas y futuro. Como, además, su mensaje no ha de quedarse en doctrina teórica, sino que debe hacerse realidad, el profeta viene a ser, por lo menos con frecuencia, cabeza y organizador de los cambios religiosos y sociales, e «institucionaliza» él mismo su mensaje (en paradoja extraña, peligrosa, pero necesaria, con su verdadera esencia).

Por eso, puede hablarse de p. dondequiera en una sociedad religiosa se reconoce la posibilidad teórica de un profeta, se cuenta con la venida de un profeta, no se rechaza a limine como irreligiosa la crítica profética de lo religioso, tradicional e institucionalizado, ni la crítica de una «Iglesia»; dondequiera se entiende la religión tanto por su futuro como por su pasado; dondequiera, en fin, se reconoce la crítica como un ingrediente interno de la religión misma.

2. Principios dogmáticos sobre profetas y profetismo

a) El profeta es constitutivo para una religión que se sabe fundada en la revelación histórica de la palabra y, por ende, para la historia sagrada del AT y NT.

b) Ello no excluye que haya habido también verdaderos profetas fuera del AT y NT. Pues, efectivamente, si hay una verdadera historia universal de la revelación, obra de la gracia (cf. historia de la -> salvación), que coexiste con la historia de la humanidad en general, porque esta historia de la revelación va inherente a la libre comunicación de -> Dios mismo por la gracia, que se da siempre y dondequiera por la universal voluntad salvífica de Dios; y si tal revelación «trascendental» no puede pensarse siquiera sin cierta objetivación refleja en la palabra, que es la historia y mediación necesaria de esta revelación «trascendental»; síguese que el fenómeno de los profetas tiene que darse consiguientemente una y otra vez en esa historia universal de la revelación.

Esto no excluye sin más la existencia de «falsos profetas», que sólo vienen en nombre propio. Con ello no se dice tampoco que la interpretación y actualización de la revelación en palabras por parte de los profetas extrabíblicos no pueda ser parcialmente desafortunada o tener sólo una importancia regional o temporalmente limitada. Sin embargo, tales profetas, total o parcialmente auténticos, que aparecen fuera del AT y NT por auténtica providencia salvadora de Dios, se distinguen esencialmente de los profetas como legati divini en el AT (profetas) y en el NT (-> Jesucristo, -> apóstoles), en cuanto éstos tienen una conexión históricamente palpable y reconocida como legítima con Jesucristo, son sus «precursores» reconocidos.

Ahora bien, Jesucristo es el portador de la pura revelación de Dios, escatológicamente insuperable (en él como acontecimiento, y en su palabra que lo constituye). De ahí que, en los profetas fuera del AT y NT, no será siquiera posible establecer una distinción clara y segura entre verdaderos y falsos profetas, entre lo auténtico y lo puramente humano y erróneo en un profeta que a veces, en conjunto, puede ser reconocido como «auténtico» (cf. -> revelación privada). Pero esto no tiene por qué impedirnos reconocer verdadero p. fuera del cristianismo y su prehistoria inmediata (-> Antiguo Testamento, como magnitud de la historia de la salvación). Si eso vale por de pronto respecto del tiempo precristiano, hay que tener en cuenta que este periodo «precristiano» no tiene por qué haber acabado al mismo tiempo para todos los ámbitos y situaciones de la historia de la salvación.

c) La relación del hombre que oye el mensaje profético con el mensaje mismo y con el profeta que reclama obediencia de fe está tratada con relativa exactitud en la -> teología fundamental: cf. -> fe (A, B y C), milagro, -> palabra de Dios.

d) En comparación con la teología medieval, los temas de la vocación profética, del hecho de la revelación al profeta mismo y la formación de su certeza de decir y tener que decir la verdad revelada por Dios, así como los distintos modos de palabra profética (imagen, discurso apocalíptico, promesa, amenaza de castigo, etc.), están tratados con relativa pobreza en la actual teología escolástica.

Aquí debiera pensarse la -> gracia (comunicación de Dios mismo) como ya de por sí revelarte. Debiera hacerse tema explícito la unidad y diferencia entre tal revelación y de la revelación de la palabra. Sería menester recordar el círculo, que se da ya en el profeta, de la recíproca legitimación entre la misión y el contenido del mensaje. Si la mística (en su sentido pleno) no es experiencia de la propia intimidad «numinosa», sino experiencia de la gracia, y si ésta tiene carácter de revelación; en tal caso no existe oposición absoluta entre experiencia mística y profética. Pero, siendo así, también mucho de lo que se dice en la teología de la -a mística sobre tal experiencia y sobre los criterios de autenticidad de esta experiencia para el místico mismo y para los otros (-> revelación privada), podría aprovecharse para la teología de la primigenia experiencia profética en el profeta mismo.

De acuerdo con lo dicho en b), no habría por qué descartar de antemano, para el esclarecimiento de esta cuestión, los aspectos paralelos entre la experiencia profética en el AT y NT y en el ámbito extracristiano.

e) Jesucristo es el profeta simplemente, el salvador absoluto. Con ello no cesa sin más el p. (cf. luego en 3), pero ya sólo puede haber profetas que defiendan la pureza del mensaje cristiano, lo atestigüen, y lo actualicen para su tiempo. Al es el profeta por antonomasia, de suerte que si ese concepto es entendido como objetivamente idéntico con el de salvador escatológico absoluto, el contenido de este doble concepto puede reconocerse como idéntico con la declaración dogmática de la Iglesia sobre la persona (-> encarnación) y obra de Jesucristo (-> soteriología).

Pero él es el profeta escatológico, el último, no superable en una historia ulterior de la salvación y de la revelación, y, en este sentido, el profeta simplemente; no porque Dios haya decidido por un decreto arbitrario no enviar ya ningún profeta que lo supere, aunque pudiera; sino porque su misión y su persona coinciden (por más que él se interpreta a sí mismo a la luz del reino de Dios que se hace presente, y no tanto a la inversa), porque él trae y anuncia la proximidad y comunicación absoluta de Dios mismo (y ya no un mensaje y promesa particular, de tipo categorial, temporal, nacional, etc.), y porque por su -> muerte (como superación de todo fin inmanente) hacia el interior de la inmediatez de Dios (-> resurrección de Jesús) realiza y hace patente que, «después de él», sólo puede venir ya la consumación de la historia por su superación en la abierta inmediatez de Dios. Su destino de profeta — la muerte, a la que Dios respondió con la resurrección — lo convierte en profeta definitivo, en el «profeta», y hace patente lo que él es. Toda otra palabra de profeta apunta, o bien a la cuestión (no contestada) de la muerte, o bien a un profeta venidero, y se queda así en «provisional».

3. La Iglesia y el profetismo

a) La Iglesia tiene que ver con el p., ante todo porque ella es la presencia permanente de la palabra del profeta simplemente, que es Jesucristo. Ella es la Iglesia de la palabra exhibitiva, que es la palabra del profeta. Pues sus sacramentos son el grado sumo de actualización de la palabra exhibitiva, desde el punto de vista de la Iglesia que los administra y de la situación salvífica del que los recibe. La «conclusión» de su -> kerygma apostólico y la permanencia de su institución fundamental no resultan de una negativa al p., sino de la fe y esperanza de que Jesucristo es el profeta simplemente, y de que la Iglesia es definitiva (en este tiempo) porque mantiene y en cuanto mantiene el carácter definitivo de Jesucristo, de quien procede ese mantener mismo.

b) Dentro de este p. fundamental, se da también en la Iglesia lo profético; porque, a pesar de todo lo institucional (-> oficios eclesiásticos) y también dentro de ello, el - carisma pertenece a su esencia. El carisma libre como encargo en la Iglesia y para la Iglesia es, por su noción misma, profético. Ese carisma no se suprime por el hecho de que deba atenerse al «orden» de la Iglesia (frecuentemente en situaciones de alta tensión), pues precisamente este orden no es otra cosa que la participación en el p. absoluto de Cristo. El carisma profético está en la Iglesia al servicio de la actualización, siempre nueva, del mensaje de Jesús en las situaciones del tiempo, perpetuamente variables. Que tales sujetos del carisma profético en la Iglesia (autores de la renovación religiosa, críticos de la Iglesia y de la sociedad de su tiempo, anunciadores de nuevas tareas de la Iglesia y de sus miembros, etc.) se llamen profetas o de otra manera (a menudo son simplemente subsumidos bajo el concepto de «santos»: cf. historia de los -> santos), es punto que carece de importancia. Cuando tales hombres no anuncian simplemente en la Iglesia principios generales y los aplican a «casos» particulares, sino que su mensaje se presenta con el carácter irreductible y con la eficacia creadora de las decisiones históricas, y así se hace legitimo y eficaz en la Iglesia; se da con ello en la Iglesia algo así como un profeta (de mayor o menor rango).

c) La -> revelación privada, como realidad eclesiástica y teológica, debe estimarse dentro de este marco.

d) Sin menoscabo de la última promesa hecha a la Iglesia, puede haber también (y hasta de modo permanente dentro de ésta) opresión de auténtico p. por los oficios eclesiásticos o por la indiferencia de los hombres de la Iglesia, y también falso p. e igualmente mezclas de p. falso y verdadero, difíciles y hasta imposibles de deslindar. La «-> discreción de espíritus» en defensa del p. verdadero contra un conservadurismo institucionalizado, o para desenmascarar el falso p. en la Iglesia, puede significar a su vez una misión profética.

e) Partiendo de lo profético en la Iglesia, habría que pensar de nuevo a fondo el sacerdocio ministerial. Si el sacerdote es esencialmente predicador de la palabra, que no puede convenirse nunca en mero funcionario de la administración de una sociedad, y si su función cultual no es la oblación de un nuevo sacrificio independiente, sino la representación del sacrificio único de Cristo en la palabra exhibitiva de la eucaristía; síguese que su esencia debe comprenderse partiendo más de lo profético que de lo cultual; lo cual puede tener también consecuencias prácticas. Ello no es de antemano imposible, porque en la Iglesia el «oficio» y el carisma profético son magnitudes que ya no pueden distinguirse adecuadamente.

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Karl Rahner