PENITENCIA
SaMun


A) Como virtud. B) Como sacramento.


A) COMO VIRTUD

I. Esencia

La p. como «virtud» designa la actitud moral y religiosa del hombre, donada por la gracia de Cristo, que es adecuada frente a los pecados propios y al pecado en general. El acto más central de la p. es el -> arrepentimiento en sus distintas formas, pero, además de ese acto específico, que consiste en apartarse de la culpa personal pasada y dirigirse a Dios, esta virtud en su esencia plena comprende también todas las otras posturas (internas y externas) de comportamiento cristiano ante el pecado: la valentía para el temor de Dios y para la verdad de la existencia propia frente a toda «represión» (y precisamente así nace el correcto «estar en el propio pasado»); la disposición, don de la gracia, a dejarse llevar por la palabra reveladora de Dios mediante la destrucción de la autojustificación farisaica del pecado; el temor ante el pecado que siempre amenaza; la lucha contra él con las obras de p. que lo matan (la «vigilancia» bíblica, el ayuno, la limosna, etc.; cf. Dz 806); la voluntad seria y operante de mejorar, confiando en la gracia de Dios que se muestra victoriosa a través de la impotencia humana; la lucha contra la -> concupiscencia y el mundo; el propósito de recibir el sacramento del perdón de los pecados (cf. luego en B); la disposición a sufrir humildemente el reato de la culpa que queda aun después del perdón de los pecados (Dz 906 923; cf. penas del -> pecado); el sentido de responsabilidad por la lucha contra el pecado en la Iglesia y en el mundo; un conllevar el peso del pecado, que se crea su existencia concreta en la desgracia y en la necesidad generales; el propósito de -> satisfacción (Dz 904ss) y expiación. Todos estos actos han de entenderse como cualquier acción cristiana: sin perjuicio de la -> libertad, que aun el hombre manchado por el pecado original posee, los inicia la inmerecida -> gracia de Dios; son, de principio a fin, don de él a nosotros; y son además realizaciones concretas de la -> fe que justifica, una participación en la cruz de Cristo.

Lo que vale para el arrepentimiento hay que afirmarlo también de manera análoga acerca de la p.: en el pecador (personal) ésta (fundamentalmente como p. formal) es necesaria para la salvación, porque es precisamente la manera con que la libre misericordia de Dios da la salvación a la criatura libre (Dz 797ss 811ss). Su concepto implica la libertad del acto salvífico (Dz 814). La p. es (justo como don de Dios) un acto del hombre (y no solamente una experiencia pasiva: Dz 897 914ss), por el que éste se aparta de su pasado y lo rechaza en la existencia permanente de su acción espiritual libre, aceptando en el «dolor» la validez indefectible de la ordenación de Dios y volviendo a realizarla libremente en la «detestación» del pecado.

La p. comprende el reconocimiento creyente de que la obra de Dios en nosotros, y no el arrepentimiento (en cuanto acto nuestro que es preciso distinguir de la obra de Dios), perdona los pecados y de que esta acción se recibe inicialmente en la «-> esperanza». La p. incluye finalmente el reconocimiento de la pluralidad creada, ontológica y existencial en los estratos del hombre, la cual condiciona y exige a su vez una pluralidad de actos humanos también en este ámbito (obras internas y externas de p., fe y amor, arrepentimiento y satisfacción, aversión al pasado, proyección al futuro en el «propósito»).

II. Historia del concepto

1. En el Antiguo y en el Nuevo Testamento: metanoia, -> arrepentimiento.

2. Sobre la diferencia entre la visión católica y la doctrina protestante: -> arrepentimiento.

III. Aspecto sistemático

1. La teología sistemática se pregunta si la p. es una -> virtud especial o si es solamente un nombre colectivo para designar las otras virtudes, en cuanto que cada una de ellas se opone por esencia al pecado contrario (cuestión que tiene también un interés religioso-pedagógico, puesto que en el segundo caso el cultivo propio y explícito de la actitud de p. aparece menos clara que en el primero). A la pregunta se responde en general (con santo Tomás y en contra de Guillermo de Auxerre, Gabriel Biel, Cayetano, etc.) en el primer sentido. Acerca del «objeto formal» propio de esta virtud las opiniones son otra vez divergentes (p. ej., Juan Duns Escoto: el bien de la pronta disposición a aceptar el castigo del pecado; de Lugo: el bien de la paz con Dios; Tomás, Suárez y otros: el bien de la supresión del pecado en cuanto éste [como «ofensa divina»] está en oposición con el Dios santo y su derecho a ser honrado por la criatura). De acuerdo con ello la p. se entiende habitualmente como «parte potencial» de la virtud cardinal de la justicia.

La p. en sentido estricto (formal) sólo puede darse como virtud en un pecador personal. Por tanto, en ese sentido no puede atribuirse a Cristo (SC Inquis. 15-7-1893: AAS 16 [1893-1894] 319) ni a María, aunque los dos sean maximum exemplum paenitentibus (TOMÁS DE AQUINO, ST III q. 15 ad 1, ad 5). Por lo demás, también respecto de la p. se presentan las cuestiones que en general se plantean acerca de las otras virtudes (virtud infusa o adquirida, su pérdida, adquisición y crecimiento, su relación con las virtudes teologales y con la virtud de la religión, etc.).

2. Teniendo en cuenta la profundidad existencial de la culpa (la cual no acontece de manera simplemente temporal, como un suceso «en» un hombre que en el fondo continúa siendo bueno y al que sólo jurídicamente puede imputársele, sino que procede de un «corazón» malo y es «radicalmente mala»), así como el hecho de que la metanoia y el «renacer» son vistos en el NT como un acontecimiento singular del poder creador de Dios, el cual abarca la existencia toda del hombre; la teología sistemática debería elaborar de manera existencial y ontológica tanto la producción de la p. por parte de Dios, el único que puede dar un «corazón» nuevo, como la integración de los distintos momentos (en que se da la p.) en la totalidad de cada realización existencial (que a pesar de su dispersión en el tiempo es única) y la presencia de la vida entera en cada momento (-> historia e historicidad.)

BIBLIOGRAFIA: Tomás de Aquino S. th. III q. 85; F. Suárez, De paenitentia disp. 1-15: Opera omnia XXII 1-335; Billerbeck I 162-172; A. Eberharter, Sünde und Busse im AT (Mr 1924); É. Amann: DThC XII 722-748; B. Bartmann, Zur Entwicklungsgeschichte der Busse: ThGI 22 (1930) 79-86; A. H. Dirksen, The NT Concept of Metanoia (Wa 1932); G. Quell - G. Bertram - W. Grundmann - K. H. Rengstorf, &µapr&vw: ThW 1 267-337; E. Stakemeier: RQ 43 (1935) 157-177; E. K. Dietrich, Die Umkehr (conversión y penitencia) im AT und im Judentum (St 1936); H. Pohlmann, Die Metanoia als Zentralbegriff der christlichen Frömmigkeit (L 1938); N. Krautwig, Die Grundlagen der Busselehre des Johannes Duns Skotus (Fr 1938); G. M. Csertö, De timore Dei iuxta doctrinam scholasticorum a Petro Lombardo usque ad S. Thomam (R 1940); R. Bullmann, aúmi: ThW IV 314-324; O. Michel, µeraµéaoµat: ibid. 630-633; J. Behm - E. Wörthwein, µeravoéw: ibid. 972-1004; J. Hausherr, Penthos. La doctrine de la componetion dans 1'Orient chrétien (R 1944); B. Weite, Vom Geist der Busse und vom Trost der Busse (Fr 1945); Ch. R. Meyer, The Thomistic Concept of Justifying Contrition (Mundelein 1949) (bibl.); R. Schnackenburg: MThZ 1 H. 4 (1950) 1-13; P. Galtier, De Paenitentia, cd. nova (R 1950); H. W. Wolff, Das Thema «Umkehr» in der all. Prophetie: ZThK 48 (1951) 129-148; Thielicke I 79 ss; Barth KD IV/2 627-660; Schmaus D IV/1 477-489; R. Hermann: RGG3 I 1534-1538 (bibl.); Die Sündenvergebung in der Kirche. Ein interkonfessionelles Gespräch (con las colaboraciones de H.-W. Surkau, H. v. Campenhausen, K. Rahner, W. Böhme, A. Kirchgässner) (St 1958); Rahner VI 256-270 (A la par justo y pecador); A. Mayer, Historia y teología de la penitencia (Herder Ba 1961); Tilmann, La penitencia y la confesión (Herder Ba 21967); La penitencia es una celebración (Marova Ma 1966); J. B. Schearing, El sacramento de la libertad (Studium Ma 1966); J. L. Ysern, La penitencia (Paulinas S de Chile 1966); F. M. Finn, El sacramento de la penitencia (S Terrae Sant 1967); J. Rossino, El sacramento del perdón (Paulinas Ma 1967); B. Häring, Shalom: Paz (Herder Ba 21970); F. J. Heggen, La penitencia, acontecimiento de salvación (Síg Sal 1969); O. Semmelrotte, Penitencia y confesión (Fax Ma 1970). M. T. Mejía, La confesión a distancia, en Rev. Esp D Can 1964, 255-306.

Karl Rahner

 

B) COMO SACRAMENTO

La p. es el sacramento de la Iglesia en el cual, por la sentencia absolutoria del sacerdote en virtud de los plenos poderes recibidos de Cristo, se borra del pecador arrepentido la culpa de los pecados cometidos después del bautismo.

I. La doctrina de la Iglesia

Las decisiones más importantes del magisterio eclesiástico sobre la p. están contenidas en la condenación del montanismo y del novacianismo, en la doctrina del concilio Lateranense IV, en las decisiones medievales acerca de la fe en la existencia de siete sacramentos y principalmente (junto con la condenación de la doctrina del -> husismo) en las sesiones vi y xiv del concilio de Trento, en las cuales se anatematizó la negación o la deformación de este sacramento por parte de la reforma protestante, y se expuso minuciosamente la doctrina de la Iglesia. Esta doctrina eclesiástica, definida en sus puntos esenciales (no en todos), puede compendiarse brevemente como sigue.

1. Existencia

En la Iglesia hay un sacramento de la p. (sacramentum paenitentiae, µetánoia), que, instituido por Cristo, pertenece a los siete sacramentos (Dz 402 424 465 699 807 844 894 911 913 2046) y, aunque presuponga y tenga como base el sacramento del bautismo (Dz 696 894 895), es distinto de éste (Dz 807 866 895 912).

2. Necesidad

La recepción de la p., y con ello su requisito necesario, la confesión (la declaración de los pecados), por disposición divina (Dz 457a 670 699 724 895 901 916ss) es necesaria con necesidad de medio para todos aquellos que después del bautismo han pecado gravemente (gravedad que implica la pérdida de la gracia justificante). Esa necesidad es la misma que la del -> bautismo (B), o sea, en caso de necesidad la p. se suple con el voto del sacramento (Dz 807).

3. Esencia

La esencia de este sacramento se describe como aliud ab ipso baptismo sacramentum ad remissionem peccatorum..., quo lapsis post baptismum beneficium mortis Christi applicatur (Dz 894; cf. también la definición del CIC can. 870), y concretamente por una sentencia judicial (actus iudicialis, iudicium, sententia: falta un concepto más preciso del acto de potestad) de la Iglesia sobre aquel que por el bautismo está sometido al poder de la potestad eclesiástica y se ha hecho culpable contra Dios (y contra la Iglesia: Dz 911; concilio Vaticano II, De Ecclesia, cap. 2, n.° 11). Esta sentencia eclesiástica no sólo revela como verificados el perdón de los pecados y la reconciliación con Dios, sino que ella misma confiere la eficacia del perdón (Dz 699 896 902 919 925 1058). Tal reconciliación es también una reconciliatio cum Ecclesia (concilio Vaticano u, ibid.) y una admisión a la communio sacramentorum (Dz 57 95 146 247; Cavallera 1250 1253), puesto que quienes han pecado mortalmente están excluidos de la -> eucaristía, del misterio de la Iglesia y de su unidad (Dz 880 893 1138; CIC can. 856). Con el perdón de los pecados desaparece también la condenación eterna (Dz 807 740 925) y se revoca la entrega al poder del diablo (Dz 894); pero no siempre (como ocurre en el bautismo) se eliminan totalmente las secuelas de la culpa, los castigos temporales del pecado (Dz 535 807 840 895 904 922 925; -> indulgencias).

4. Extensión de la jurisdicción ejercida en el sacramento de la penitencia

Contra la herejía del montanismo (Dz 43) y del novacianismo (Dz 55 88 94 95 97 894), la Iglesia enseña que su potestad es ilimitada (supuesta la conversión del cristiano por la fe y el arrepentimiento) tanto en lo relativo al tipo de los pecados que se perdonan, como por lo que se refiere a la frecuencia (repetición) de este sacramento (a diferencia del bautismo, que se recibe una sola vez; Dz 430 540 839 895 903).

5. El signo sacramental

El signo sacramental eficaz consiste sobre todo en la absolución sacerdotal, que se debe impartir oralmente (Dz 695). Ésta, como sentencia jurídica, posee un sentido indicativo, y de hecho hoy en la Iglesia latina tiene obligatoriamente una forma verbal indicativa (de manera que las fórmulas optativas y las plegarias ya no pertenecen al signo necesario del sacramento). Sin embargo, la antigua forma deprecativa (Dz 46) se permite sin duda y es válida en las Iglesias orientales (y probablemente en la Iglesia latina también seria válida, aunque ilícita; Dz (699 896). A la absolución sacerdotal se añaden, como quasi materia del signo sacramental o como partes ulteriores, los actos del penitente, que pertenecen a la integridad del sacramento: -> arrepentimiento, confesión, satisfacción (Dz 699 754 896 914). De acuerdo con esto hay que decir lo siguiente:

a) El arrepentimiento interno que deriva de la fe es (como elemento formal) un requisito necesario para la realización válida y eficaz del sacramento (cf. p. como virtud [antes en A], -+ justificación: Dz 699 751 807 817 896ss 914 1207 1210 1214); en el sacramento el penitente tiene que manifestárselo de algún modo al sacerdote (Dz 754); como requisito para la eficacia del sacramento basta el arrepentimiento imperfecto o atrición (Dz 898 1146).

b) La confesión de todos los pecados graves que todavía no han sido eliminados sacramentalmente viene exigida por la esencia del sacramento y, con ello, es de iure divino. Esta obligación de la confesión se extiende, por un lado, a los pecados graves de los que el penitente se sabe culpable después de un examen serio de conciencia (también subjetivamente) y sólo a ellos; por otro lado, y supuesto lo anterior, se extiende también a los pecados secretos e internos según su especie real (con sus circunstancias modificantes, por consiguiente) y su número (junto con aquellos que fueron olvidados en confesiones anteriores: Dz 1111; cf. Dz 699 748 899ss 916ss 1208). Tal declaración de los pecados está protegida por el secreto de confesión que emana asimismo de la esencia del sacramento (Dz 145 438 1220 1474). Si inculpablemente no se realiza la acusación de un pecado determinado (integridad meramente formal de la confesión), ese pecado se perdona también por el sacramento (Dz 900). Desde el concilio Lateranense rv existe, por derecho positivo eclesiástico, la obligación grave de confesar válidamente una vez al año en el caso de que se tenga conciencia de pecado grave (Dz 437 901 918 1114).

Los pecados veniales y los pecados ya perdonados sacramentalmente pueden (aunque no es necesario) confesarse como materia suficiente para el sacramento (Dz 470 748ss 899 917 1539; CIC can. 902; «confesión por devoción»). La confesión sacramental (por palabras o signos) sólo puede darse con la presencia corporal del sacerdote y del penitente (no por carta o mensajero, etc.: Dz 147 1088ss).

c) La satisfacción. Como parte del poder de las llaves corresponde al sacerdote el derecho y el deber de imponer (con prudencia espiritual) al penitente una -> satisfacción proporcionada a la gravedad de la culpa y a la capacidad espiritual de éste (Dz 699 905ss 923 925); tal satisfacción puede cumplirse también después de la absolución (Dz 728 1306ss 1437ss 1534ss). El fundamento de esta imposición de una penitencia radica en el hecho de que el perdón de la culpa posterior al bautismo no equivale sin más a la supresión del castigo y de todas las consecuencias de la misma (a diferencia de lo que sucede en el bautismo; Dz 807 840 895 904 922). Por las consecuencias inevitables, pero sufridas con paciencia, del pecado y por la disciplina penitencial elegida libremente o impuesta por el sacramento (las dos cosas son satisfactio: Dz 906 923), el hombre experimenta más bien la seriedad de la justicia divina y la gravedad del pecado, se guarda de ulteriores culpas en la lucha contra la tendencia al mal y participa más profundamente del sufrimiento de Cristo que vence al pecado; todo lo cual deriva de la gracia de Cristo. Por lo demás, tiene validez aquí cuanto hay que decir acerca de las -> obras meritorias del justificado como fruto de la gracia.

6. El ministro del sacramento de la penitencia

El ministro del sacramento de la p. es el sacerdote que posea las facultades necesarias para impartir válidamente la absolución sacramental («jurisdicción para confesar»: Dz 146 437 670 699 753 902ss 920 957 1113 1116 1537 1150). De ello resulta que la Iglesia puede conferir esta jurisdicción también con limitaciones (excepto en peligro de muerte: Dz 903) cuando hay motivos de peso; es decir, puede reservar determinados pecados a otro tribunal superior con facultades especiales (Dz 903 921 1104 1112 1545).

II. La doctrina de la Escritura

1. En primer lugar no puede pasarse por alto que la reacción de la Iglesia santa frente a los pecados de sus miembros no se limita a la p. en sentido estricto. Todo el ser y el obrar de la Iglesia es una negativa al pecado.

Esta autorrealización de la Iglesia como presencia judicial e indulgente de Cristo en el mundo del pecado se expresa en el servicio a la palabra de reconciliación, en la parénesis a dejarse reconciliar por él con Dios (2 Cor 5, 18ss), en la traslación que ahí se produce del hombre como pecador, en el bautismo como sacramento fundamental del perdón (Act 2, 38; Rom 6; 1 Cor 6, 11), en la celebración de la eucaristía como anamnesis y proclamación de la muerte del Señor para el perdón de la culpa (Mt 26, 28; 1 Cor 11, 26), en la confesión del pecado de la Iglesia (Mt 6, 12), en el acto de hacer penitencia con oración y ayuno, con vigilias y limosnas (Mt 6, 1-18), y, finalmente, (aplicándolo a cada uno en su situación concreta), en la plegaria por cada pecado (1 Jn 5, 16), en la corrección fraterna (Mt 18, 15), en el «señalar al pecador» (2 Tes 3, 14) por parte de quien tiene autoridad para ello cuando la corrección fraterna no da fruto en la reprensión oficial (1 Tira 5, 20), y en aquella acción judicial (y también misericordiosa cuando sea posible) de la Iglesia que es el atar o desatar al pecador.

2. Tanto por la excomunión sinagogal como por la praxis excomulgante de la Regla de la secta (1QS vi 24 - vii 25), en principio había que esperar ya desde el comienzo para la comunidad de Jesús una praxis semejante de excomunión y de levantamiento de la misma. Su contenido real y su esencia especifica en último término sólo se puede determinar, naturalmente, a partir de la idea que la «Iglesia» de Jesús tiene de sí misma por su Señor, por su unidad con él y por la nueva alianza que Jesús ha fundado (lo cual debe darse aquí por sentado). Puesto que la Iglesia es la presencia de Cristo y de su gracia en el único «ahora» del tiempo del mundo, ella sólo puede excomulgar porque quiere así comunicar la gracia y salvar (1 Cor 5, 5; 1 Tim 1, 20; y únicamente la obstinación del pecador puede aniquilar este propósito hondo); ahora bien, puesto que es la Iglesia santa, debe reaccionar con la excomunión frente al pecado de sus miembros, el cual es inconciliable con su esencia.

Por ser la Iglesia la presencia eficaz de la -> gracia victoriosa (la comunidad escatológica de los que han sido trasladados del mundo al perdón de los pecados y a la reconciliación con Dios comunidad que como un todo no puede ser eso sólo aparentemente, sólo en exigencia e intención), por ser el sacramento fundamental de la gracia de Cristo en el mundo; la recepción en ella (bautismo) y la reconciliación con ella se convierten en la prueba palpable de la reconciliación con Dios. En la reconciliación con la Iglesia se hace realidad efectiva la reconciliación con Dios; y por tanto la p. es un sacramento. Si en la Iglesia — que Jesús ha fundado, como lo demuestra al menos el relato de la última cena — puede esperarse a priori esta potestad para excomulgar y para levantar la excomunión, habida cuenta del ambiente ideológico y práctico en que Jesús se movió, entonces carece de relieve la cuestión de hasta qué punto una «teología comunitaria» haya podido configurar las frases de Mt 16 y 18.

3. Lo que cabria suponer teniendo en cuenta la naturaleza de la institución de Cristo, se deduce también del testimonio positivo de la Escritura.

a) Pedro y los -> apóstoles, como dirigentes de la -> Iglesia autorizados por Cristo, reciben la plena potestad de «atar y desatar», de tal modo que su sentencia es válida incluso en el cielo. La idea de que la sentencia de un tribunal terreno tenga validez incluso en el más allá, para Dios y delante de Dios, estaba extendida en aquellos tiempos y por tanto no debe extrañar (cf. BILLERBECK 1741-744). Por un lado, en el «atar y desatar» no se puede dejar de lado el trasfondo demonológico en el sentido originario y vulgarizado de la palabra (toda vez que Jesús entiende su potestad [Lc 11, 20] como una fuerza victoriosa y «vinculante» [Mc 3, 27] sobre Satán cuyas ligaduras «desata» [1 Jn 3, 8], y da a los discípulos una correspondiente ál;ouata [Mt 10, 1]; y puesto que Pablo interpreta así la excomunión [1 Cor 5, 5; 2 Cor 2, 11; 1 Tim 1, 20]); por otro lado, Mt 18, 15-18 muestra claramente que se trata de un poder para excomulgar y para levantar la excomunión frente al hermano que de modo radical y obstinado contradice con su acción a la esencia de la comunidad santa de Jesús o, respectivamente, frente al hermano que se arrepiente y se reconcilia de nuevo con ella.

La potestad que aquí se otorga a los apóstoles (la cual no se puede identificar sin más con la función de roca o con la posesión de las llaves, porque éstas son privativas de Pedro, en tanto que dicha potestad se da a todos los Apóstoles) es por consiguiente el poder de excluir de la comunidad al culpable, acto que tiene un efecto real delante de Dios mismo y que aleja al culpable por medio de salvación que es la Iglesia, lanzándole a la esfera del poder diabólico; y, a la inversa, es también la potestad de readmisión en la Iglesia, la cual surte efecto ante Dios y arranca al hombre del poder pernicioso del diablo.

Con ello la potestad salvadora del «desatar» tiene el efecto real de perdonar los pecados por los que se fulminó la excomunión. Quien se reconcilia con la Iglesia en la tierra de tal modo que pasa al ámbito salvífico de Dios y es arrancado del poder del diablo (que a su vez está ahora atado), y de tal modo que se le abre la propia basileia de Dios por la paz con la Iglesia de Jesús, ha alcanzado el perdón de la culpa en nombre de Dios. Dicho poder para excomulgar y levantar la excomunión en la comunidad, con efectos en el más allá y ante Dios, es una potestad que por la misma naturaleza de las cosas sólo puede corresponder a los dirigentes autorizados de la Iglesia (por cuanto su acto es una acción de la Iglesia [Mt 18, 17], la cual precisamente obra con y por sus rectores), y es por lo mismo una potestad soberana y judicial. Allí donde la -> palabra efectiva y manifestante, es decir, sacramental, la cual efectúa en cada caso lo que significa, no se aleja de la teología del NT; el efecto de esta potestad para la -> salvación de los hombres no ofrece más dificultades que la palabra del bautismo o la pronunciada en la celebración de la eucaristía. Si existen sacramentos, hay que contar entre los mismos la palabra de reconciliación, para la que, según hemos visto, Jesús otorga plena potestad.

b) Lo que Mt expresa con esta concepción arcaica, lo volvemos a encontrar en Jn 20, 19-23 con otra formulación más usual que se acomoda perfectamente al lenguaje de Jesús y no es especialmente «joánica». Prolongando la misión de Jesús, se otorga a los apóstoles (los destinatarios son ellos, no cualquier persona) la potestad de perdonar a cada uno sus eventuales pecados (tinon tás ámartías; ; al igual que el Hijo del hombre tiene en la tierra la plena potestad de perdonar realmente los pecados, aunque esto sólo lo puede hacer Dios: Mc 2, 1-12, etc.) o de retenerlos (es decir, excomulgar al pecador por «fijarle» en los mismos).

Ambas cosas llevan consigo la consecuencia (no como realidad presupuesta que se manifiesta simplemente) de que realmente delante de Dios es tal como dicen los apóstoles. Esa doble potestad frente a cada uno, que incluye una alternativa con efectos distintos, no puede ser ni la misión de la predicación general del evangelio de la reconciliación (así entendió el concilio de Trento la doctrina de los reformadores: Dz 894 902 913, 919), ni la potestad de bautizar (pues, el que está fuera no es juzgado porque se le evite la excomunión [1 Cor 5, 9-13], es decir, a él no se le puede «retener» nada). Por tanto se trata simplemente de lo que diceel texto: de la plena potestad, ejercida en una decisión judicial, de perdonar sus pecados a quien ya es miembro de la Iglesia, de modo que esos pecados queden perdonados delante de Dios, o de dejar que mantengan su eficacia como fundamento de la excomunión.

Si la teología más reciente (a diferencia de la antigüedad y de la edad media) ve con el concilio de Trento (Dz 894 913) en estas palabras la fórmula más clara de institución de la penitencia quoad nos (praecipue), no niega con ello que el mismo estado de cosas se pueda reconocer también en Mt como acervo común de la tradición apostólica (de manera que la cuestión del genus litterarium específico de los discursos joánicos de Jesús no es preciso plantearla aquí), ni se niega tampoco que la manera como en Jn 20 se perdona y se retiene, a saber, por excomunión y su levantamineto, se perciba más claramente en Mt. Por cuanto en Mt 18 y 1 Cor 5 el requisito previo de toda esta potestad es precisamente que se trata de un «hermano», hemos de advertir que nuestra interpretación en su conjunto no significa precisamente que el pecado mortal o la excomunión aquí significada (que no puede identificarse con la excommunicatio del derecho eclesiástico actual) supriman necesariamente la pertenencia del pecador a la Iglesia (cf. miembros de la -> Iglesia), en el sentido en que la afirma la doctrina eclesiástica (Dz 627 629 838, etc.) contra Hus. Pero si la Iglesia no es meramente una organización religiosa externa, sino que es el cuerpo de Cristo vivificado por el Espíritu (Dz 2288, etc.), entonces la pérdida de la gracia por el pecado significa también necesariamente un cambio en la relación (permanente) del pecador con la Iglesia, cambio que queda manifestado en cualquier caso de pecado mortal por la excomunión como exclusión de la eucaristía.

4. La exactitud de nuestra interpretación viene confirmada por la práctica apostólica.

III. La doctrina de los padres

1. El siglo II

Este siglo reelabora la práctica del tiempo apostólico. Con Hermas poseemos la primera reflexión teológica, envuelta en imágenes oscuras, sobre esta práctica. Mientras la Iglesia de la época está todavía constituyéndose, quien después del bautismo es alejado de ella como pecador puede ser reincorporado a la misma y encontrar así la salvación (Herm[s] vIII 11, 3; Ix 21, 3ss; Herm[m] Iv 1; Herm[v] in 7, 6; Herm[s] Ix 14, 2, etc.). Por la proximidad del fin proclama Hermas una p. que es todavía posible una vez, aunque no la presenta como imposible hasta ahora. El hecho de que la p. se dé una sola vez, como aquí se enseña (Herm[m] Iv 1, 8; 3, 6), se convertirá después (desligado de su fundamentación originaria), en occidente durante toda la época patrística (desde Tertuliano [De paen. 7, 11] hasta el can. 111 del tercer concilio de Toledo, del año 589) y en oriente, aunque sólo en Alejandría con Clemente (Strom. II 13, 57, 1) y con Orígenes (In Lev. hom. 15, 2), en un principio penitenciario disciplinar (no propiamente dogmático), justificado ahora como un freno contra el laxismo eclesiástico, y sin negar con ello al pecador que ha recaído una posibilidad de salvación. Ni en Hermas (Herm[s] vIII 11; Herm[m] Iv 1, 8; 3, 1-7, etc.) ni en otros (Ignacio de Antioquía, Dionisio de Corinto, Policarpo, Justino, Ireneo, Clemente de Alejandría, etc.) puede advertirse otra cosa sino que aun los cismáticos, los apóstatas y los adúlteros pueden ser reconciliados con la Iglesia si se arrepienten de verdad. No se puede demostrar que haya pecados mortales capitales en principio imperdonables.

Es una pura arbitrariedad el querer introducir en la práctica y en la teoría del siglo II la distinción de un perdón ciertamente concedido por Dios y denegado por la Iglesia en su foro. Cuando la Iglesia sabe que Dios perdona, en principio conoce también su derecho a un perdón eclesiástico total. Y el pensamiento de que Dios perdona siempre al que hace verdadera p. resulta evidente en todas partes. Esto no excluye el que las Iglesias particulares en el problema de la reconciliación o de su denegación procedieran en gran parte rigiéndose por sus propias ideas, no admitiendo sino con gran dificultad la demostración de la actitud penitencial subjetiva, y haciendo valer unos puntos de vista eclesiástico-disciplinares con los que resultaba imposible, según la concepción penitencial de entonces, una nueva aceptación del pecador. Es evidente que algunas Iglesias (en África: CIPRIANO, Ep. 55, 21; en España: el sínodo de Elvira y, todavía, en el año 380, el de Zaragoza; cf. también Dz 95) bien entrado el siglo IV denegaron en casos particulares la reconciliación a determinados pecadores, incluso cuando esto no era ya exigido por la manifiesta impenitencia del pecador. Pero esa manera de proceder apareció por primera vez como una cuestión dogmática cuando en principio se discutió a la Iglesia el derecho de perdonar los pecados capitales. El hecho en general de denegar la reconciliación (por primera y única vez) incluso en el lecho de muerte, es tenida por el concilio de Nicea (Dz 57; cf. también Dz 95 111) como una crueldad novaciana, que se rechaza. El caso de Cerdón (IRENEO, Adv. haer. III 4, 3) no demuestra una posibilidad de reconciliación repetida en occidente.

2. El siglo III

a) Este siglo es escenario de las dos herejías sobre la p. (primero sólo occidentales): el montanismo de Tertuliano y el novacianismo. No son la defensa de un antiguo rigorismo basado en principios frente al desmoronamiento gradual de la imposibilidad de perdonar los pecados capitales (adulterio, asesinato, apostasía), sino (como confiesa Tertuliano) la nueva teoría que eleva la posibilidad antigua de un rigorismo disciplinar práctico a la absoluta obligación dogmática de excluir necesariamente y para siempre al que ha cometido un pecado capital.

Los católicos invocan el paralelismo con el bautismo (TERTULIANO, De paen., 12, 9), la práctica antigua y el pleno poder dado por Cristo en Mt 18 (todavía no se apoyan en Jn 20; TERTULIANO, De pud., 21, 9), reforzando su antiguo proceder con reflexiones dogmáticas como las del decreto de un metropolita de Cartago (Dz 43) y las de las decisiones sinodales de Cartago y de Roma a mediados del siglo III. La penosa y complicada legislación sinodal en el África de Cipriano se refiere (prescindiendo de la condenación de Novaciano), no a la cuestión de una posibilidad fundamental de reconciliación para los apóstatas (que era un supuesto indiscutible), sino al empleo práctico de la p. en los distintos casos, a la mayor o menor duración de la misma, a la reconciliación más rápida en peligro de muerte o ante el martirio, etc. En la disputa de Hipólito con el papa Calixto I parece que sólo se trata de que éste admitía en la Iglesia a cristianos apóstatas sin imponerles una p. ulterior, sin tener en cuenta si en el cisma habían cometido también otros pecados (HIPóLITo, Phil. Ix 12). La liturgia de Hipólito sabe que el obispo, en virtud de la potestad otorgada por Cristo a sus apóstoles, puede desatar cualquier vínculo de maldad (D. DIx, The Treatise on the Apostolic Tradition of St. Hippolytus of Rome [Lo 1937] 5).

b) La forma de p. sacramental es también en el siglo III la excomunión. La Iglesia señala como pecador a aquel que con su pecado se ha puesto en oposición con ella, por lo que le excluye (al menos de la eucaristía). Si confiesa privadamente ante el obispo sus pecados (en algunos casos tras una orientación previa, dada por otro, acerca de si sus culpas son realmente mortales y por tanto obligan a p. ante la Iglesia: ORÍGENES, In Ps. 37 hom., 2, 6) y está verdaderamente arrepentido, entonces es admitido a la p. propia de la Iglesia (lo que significa ya un acto de gracia por parte de ésta, pero todavía no la reconciliación con ella), queda marcado como pecador por su vestidura, por su sitio especial en el culto, por la imposición de una p. (ayuno, etc.), y después de un tiempo más bien largo es reconciliado por la imposición de manos del obispo (y del clero) con una plegaria (en ciertas partes de oriente también con una unción, que más tarde, en algunas Iglesias orientales, conduce a repetir la confirmación).

Los períodos penitenciales no son iguales: van desde los que no terminan sino en el lecho de muerte (así, p. ej., los sínodos de Ancira [314] y de Elvira; y, más tarde, en ciertas circunstancias también el sínodo de Toledo del 400, Siricio [Ep. 1, 3 y 6], etc.) hasta dos semanas, a las cuales, sin embargo, es de suponer que precedía un tiempo de enmienda ante la Iglesia (Didascalia apostolorum n 16, 2). La necesidad de esta larga penitencia sujetiva se funda en la alusión, no siempre muy clara desde todos los puntos de vista, al hecho de que únicamente el bautismo, que se administra una sola vez concede la gracia por antonomasia (&paaiq ), y en este sentido los pecados posteriores «no pueden perdonarse en la Iglesia» (Herm[m] Iv 3, 3ss; TERTULIANO, De paen., 7, 10; ORfGENEs, In Ex. hom., 6, 9, etc.), sino que debenser expiado ante Dios con la penitencia.

La sacramentalidad de la p. eclesiástica está, sin embargo, bastante afincada en la conciencia, por cuanto se acentúa la necesidad de la p. eclesiástica pública (TERTULIANO, De paen., 10-12), por cuanto la reconciliación con la Iglesia oficial (incluso para el pecador que sufre el martirio) se considera necesaria para la salvación (CIPRIANO, Ep. 66, 5; 55, 17; 72, 2; ORÍGENES, In Ios. 3, 5; In Psal. 36, 2, 4, etc.), y por cuanto el don renovado del Espíritu Santo se atribuye más bien al rito reconciliador y no precisamente a la p. personal (CIPRIANO, Ep. 57, 4; cf. también Ep. 15, 1; 16, 2; 17, 2; ORÍGENES, In Lev. hom., 8, 11; Didascalia apostolorum II 41, 2).

La admisión a la reconciliación con Dios en la Iglesia la otorga el obispo (p. ej., CIPRIANO, Ep. 17, 2; 43, 3). La intercesión de los confesores apoya la p. sujetiva de los pecadores y significa algo para una reconciliación más rápida; pero, dada la constitución ya entonces claramente episcopal de las Iglesias, no se puede quitar al obispo la última palabra. No hallamos nada sobre una p. sacramental «privada». Sólo el grado de publicidad varia según las circunstancias. La eficacia de la reconciliación oficial eclesiástica ante Dios queda fundada (sin delimitación exacta) en la plegaria indefectiblemente operante de la Iglesia (TERTULIANO, De paen., 10, 6), o en la potestad que, por Cristo, posee la Iglesia (TERTULIANO, De pud., 21, etc.), ya sea para perdonar los pecados, ya para dar el Espíritu Santo.

En este tiempo los clérigos que pecan todavía son tratados como los demás pecadores. Por lo que toca a la extensión de los pecados sometidos a la p. eclesiástica, por un lado existe teóricamente la conciencia de que son todos los pecados que destruyen la gracia bautismal (cf. p. ej., TERTULIANO, De paen., 8; De pud., 9); por otro (dado el rigor y la singularidad de la p. eclesiástica) la orientación práctica tiende preferentemente a considerar los pecados más graves como los que obligan a p. eclesiástica, entendidos tales pecados en un sentido amplio, de manera que no se trata única y exclusivamente de casos de apostasía completa, de asesinato consumado o de adulterio real (Cipriano [Ep. 16, 2; 17, 2; 4, 4] y Orígenes [In Lev. hont., 14, 2] aluden también a otros pecados, incluso a culpas secretas).

3. La alta patrística

a) Lo nuevo de esta época es la gran actividad legisladora de sínodos, obispos orientales particulares (epistolae canonicae) y papas en cuestiones de disciplina penitencial, principalmente en la regulación de los tiempos de p. y otras cuestiones casuísticas (DTbC xii 789ss).

Además, en oriente se distinguen diversos grados de p., es decir, se introduce una exclusión del culto o readmisión al mismo que puede ser más o menos extensa, particularmente con relación a la eucaristía (sólo cuando se concede la comunión cabe hablar realmente de una readmisión total en la Iglesia, de manera que todos los grados son variaciones de la p. de excomunión). Finalmente, nos "encontramos con el hecho de que en occidente la p. eclesiástica tenía consecuencias duraderas incluso después de la reconciliación, p. ej., la prohibición de usar del matrimonio, la prohibición de profesiones moralmente peligrosas, la imposibilidad de ser clérigo (cf., entre otros, B. POSCHMANN: HDG IV/3, 55).

La consecuencia de todo esto es que el problema de la duración del tiempo penitencial propiamente dicho pierde importancia. Parece que en occidente ese tiempo se limitaba a la cuaresma (de no tratarse de un crimen realmente extraordinario) cuando, quizá después de haberse producido ya la conversión, el proceso penitencial litúrgico-eclesiástico propiamente dicho se introducfa al empezar la cuaresma (INOCENCIO I, Ep. 1, 7; LEÓN I, Sermo 45; 49, 3).

b) Por lo demás, la forma externa de la disciplina penitencial sigue siendo, como hasta ahora, la p. de la excomunión. Una forma verdaderamente privada de índole sacramental no se da ni en la correptio secreta de Agustín (= renuncia a la reprensión litúrgica en público; aunque se discute todavía si se renunciaba a la p. eclesiástica porque era prácticamente irrealizable, o bien si se hacía la poenitentia publica normal, sólo que sin tal reprensión [Ep. 82, 8, 11]), ni en otras prácticas que no eran sino acomodaciones de la única p. publica a las circunstancias (reconciliación inmediata, porque no había culpa propiamente dicha, de los herejes que lo eran sólo materialmente, p. en el lecho de enfermedad), o bien en prácticas acerca de las cuales no se puede demostrar que fuesen sacramentales, como la dirección espiritual en los monasterios, o la promesa carismática de perdón hecha por «hombres espirituales». La amplitud de los pecados en cuestión es la antigua. Sobre todo en oriente la legislación penitencial muestra que el concepto de pecado capital no debe tomarse en un sentido demasiado estricto, sino que abarca todo aquello que con el criterio medio actual puede presumirse como pecado grave subjetivamente. Este canon de pecados se refiere tanto a la amplitud de la posibilidad de p. como a la obligación de someterse a la p. eclesiástica.

c) La unicidad de la p. se mantiene en occidente como un principio fundamental (.JERÓNIMO, Ep. 80, 9; AMBROSIO, De paen., 2; AGUSTfN, Ep. 153, 3, 7; SIRICIO, Ep. 1, 5). Algunas veces aparece a través de la habilidad casuística una atenuación del principio en casos raros (quizás incluso con el viático a los moribundos, aunque entonces sin una reconciliatio absolutissima [cf., p. ej., SIRICIO, Ep. 1, 5, 6; INOCENCIO I, Ep. 6, 2; LEÓN I, Ep. 108, 4; 167, 13]); pero sin ninguna otra innovación esencial. La consecuencia práctica fue una dilación de la p. eclesiástica hasta el lecho de muerte o la vejez avanzada, e incluso la aprobación expresa de esta práctica (CESÁREO DE ARLÉS, Sermo 258, 1; AvITO, Ep. 18, etc.) y la advertencia sinodal (p. ej., el concilio de Agde [506] can. 15; el concilio m de Orleáns [538] can. 24) de que no se conceda la p. eclesiástica antes de la vejez, puesto que tal p., por sus consecuencias duraderas y por el hecho de que se daba una sola vez, llevaba necesariamente a conflictos insolubles.

d) Se establecen formas especiales de disciplina penitencial: la p. de los clérigos, que consiste en la privación de su oficio (sin que deban hacer otra p.) y su admisión a la comunión de los laicos (p. ej., SIRIcio, Ep. 1, 14, 18; BASILIO, Ep. 188 can 3; LEóN 1, Ep. 167 inquis. 2); determinadas formas de reconciliación de los herejes, por las que, quienes habían nacido en la herejía (y sólo ellos), eran reconciliados mediante la imposición de manos, sin otra p. eclesiástica (concilio de Arlés [314] can. 8; Dz 55; SIRIcio, Ep. 5, 8; AGUSTÍN, Ep. 185, 10; LEÓN i, Ep. 167 inquis. 19).

e) La sacramentalidad (aunque de ordinario sin emplear la palabra) de la disciplina eclesiástica está claramente atestiguada. La Iglesia puede reconciliar a todos los pecadores arrepentidos; desde Nicea (Dz 55; cf. también Dz 88 99) se considera abiertamente al novacionismo como herejía y en cuanto tal lo combaten de forma explícita los padres. La potestad de perdonar que la Iglesia tiene por donación de Cristo se subraya y confirma con el paralelismo bautismal (p. ej., AMBROSIO, De paen. i 8, 36; PACIANO, Ep. 3, 7; JERÓNIMO, In or. nI 12). Se afirma que la p. y la reconciliación borran los pecados y también en Agustín [Sermo 96, 6; In lo. Tract. 49, 24], se atribuye expresamente a la acción de la Iglesia la extirpación del reato de la culpa).

Existe clara conciencia de que la ruptura (manifiesta o secreta) por el pecado de las relaciones con la Iglesia destruye la salvación, y se busca por ello con angustiada preocupación reconciliarse con la comunidad eclesiástica antes de la muerte (CELESTINO 1, Ep. 4, 2; INOCENCIO 1, Ep. 3, 2; AGUSTfN, Ep. 228, 2, etc.).

Para explicar la eficacia eclesiástica a veces se alude simplemente al encargo de Cristo, pero otras veces (puesto que el propósito de reconciliación también apunta siempre a la reconciliación con la Iglesia y, a este respecto, la «fórmula deprecatoria de absolución» hay que considerarla más bien como un apoyo de la plegaria eclesiástica a la p. sujetiva, cf. p. ej., Dz 146), según se ve daramente en Agustín, se interpreta la pax cum Ecclesia como mediación para la reconciliación con Dios. Por la acción del ministerio episcopal el pecador se incorpora de nuevo a la Iglesia, en la cual (incluso cuando el oficiante carece del Espíritu y, por consiguiente, no pueda darlo) recibe el Espíritu Santo, por ser ésta la Iglesia de los sancti spirituales (AGUSTÍN, Sermo 99, 9; In lo. Tract., 124, 7; De civ. Dei, xx 9, 2; Sermo 71, 23, 37). De cuando en cuando (JERÓNIMO, In Mt. III 16, 19; Consultationes Zachaei et Apollonii, n.0 18; como también más tarde GREGORIO MAGNO, In ev. Horn., II 26, 6) parece insinuarse también una concepción puramente declaratoria de la acción eclesiástica. Aunque en tales textos podría verse simplemente una acentuación de la p. sujetiva como requisito necesario para la reconciliación eficaz.

4. Final de la patrística y paso hacia un nuevo sistema de «confesión auricular» repetible

a) Al final de la patrística vemos primero una continuación teórica de la antigua penitencia «pública» de excomunión, junto con el hecho de su unicidad. Así la defiende todavía el sínodo de Toledo (año 589; can. 11). Sin embargo, mientras el pecador goza de salud, la Iglesia sólo exige normalmente esa p. en caso de escándalos públicos; de otro modo se recibe en forma de p. de enfermos en el lecho de muerte y desde el siglo vI la van recibiendo poco a poco todos los cristianos (también santos como Isidoro de Sevilla: el primer santo de quien hay testimonio al respecto: PL 81, 30-33), y aparece incluso como un deber legal (sínodo de Barcelona [541] can. 9; ISIDORO DE SEVILLA, De eccl. off. II 17, 6), de manera que este tipo de p. en el lecho de muerte pierde su carácter difamatorio, aunque objetivamente no sea otra cosa que una variante de la p. pública. En tiempos y lugares donde todavía se practica la p. antigua, su forma, tiempo e imposición son como antes; únicamente que, desde mediados del siglo v en las Galias y en España, los casos exorbitantes había necesariamente que expiarlos, al modo de los grados orientales de p., en un grupo especial de penitentes (FÉLIX III, Ep. 13; GORTZ 1-10).

En esa época (siglo vi) la excomunión parece separarse, en ciertos casos y como mera sanción canónica de la totalidad de la expiación eclesiástica. Se lanzaba y levantaba como pena independiente, sin que con ello se diera ya la expiación propiamente eclesiástica, que había de realizar en el lecho de muerte, incluso después de levantada ya la excomunión (cf. p. ej., Avito DE VIENNE, Ep. 15 y 16). Persisten las consecuencias de haberse sometido a la p., cosa que atestiguan los concilios españoles todavía en el siglo vii. Sólo quien acepta la p. sin necesidad (en peligro de muerte), puede ser ordenado clérigo, aun siendo «penitente» así, el sínodo de Gerona [517] can. 9; y el sínodo Iv de Toledo [633] can. 54).

b) La aparición de nuevas formas de penitencia. Hay que admitir la realidad, todavía no bien explicada en sus causas (imposibilidad de exigir consecuencias duraderas, la influencia de la confesión monacal, etc.), de que en el mundo irlandés y anglosajón de las islas (aproximadamente desde el siglo vi), se practicó la p. eclesiástica más de una vez, sabiendo desde el primer momento que la práctica del continente era otra (Paenitentiale Theodori i 13). Con ello, por una parte, no fue posible imponer penitencias con secuelas para toda la vida (la relación genética puede ser también la inversa), y, por otra, resultó natural someter también a la p. eclesiástica pecados menos graves. Así el procedimiento eclesiástico penitencial se pudo practicar realmente durante la vida, y no sólo en el lecho de muerte. Y de esa manera se pudo introducir de nuevo el sacramento en la vida, sin que por ello hubiera de cambiarse demasiado la práctica antigua (imposición de penitencias duras, largos períodos penitenciales, separación temporal entre la confesión y la absolución, fórmula absolutoria deprecativa) y la teoría (reconciliación con la Iglesia y con Dios). Así se tuvo plena conciencia de estar en relación con la antigua forma eclesiástica de p., sobre todo porque se empleó también en la forma nueva la legislación antigua de la Iglesia acerca de los tiempos penitenciales, etc. Pero una cosa resultó natural ya desde el principio: esta absolución repetida la imparte el sacerdote en forma más simple, y no ya el obispo solemnemente; se impartía a diario y no sólo el jueves santo; en ese sentido dejó de ser p. «pública».

La confesión frecuente y la diversidad de los pecados confesados exigieron una imposición matizada de p. (según la gravedad y la duración); las exigencias y los tiempos antiguos de p. tuvieron que adaptarse necesariamente mediante conmutationes y redemptiones, y así surgió la nueva literatura de los libros «penitenciales». Con las misiones escocesas e irlandesas el nuevo sistema penitencial pasó en el siglo vii al continente (quizás el primer testimonio sea — en contra de la opinión de C. Vogel — el sínodo de Chalon [entre el 639 y el 654] can. 8); en todo caso está testimoniado por el Paenitentiale de Columbano. Como la forma antigua se practicaba casi exclusivamente como p. en caso de muerte, la nueva forma apenas encontró resistencia. Los penitenciales testifican que en el siglo viii la nueva praxis ya estaba extendida por todo el continente.

IV. La teología del sacramento de la penitencia en los teólogos desde el siglo XII

Naturalmente, sólo cabe indicar algunos temas y líneas fundamentales de evolución.

1. La cuestión de la eficacia del sacramento. Desde la época en que se enseña el número septenario de sacramentos, lo cual presupone una reelaboración del concepto de sacramento, o sea, desde mediados del siglo xii, la p. entra en ese número septenario. En su concepto de sacramento ya Alger de Lieja (PL 180, 886; B. GEYER, ThGI 10 [1918] 329) incluye la p.; y Roberto Pullus demuestra expresamente la sacramentalidad de la misma (Sententiae: PL 186, 910). Después, allí donde se da el concepto actual de sacramento en las Sententiae Divinitatis, en Simon Magister, en los glosadores del Decretum Gratiani — se enseña expresamente que la p. es sacramento (GEYER, 1. C. 341ss). Los sínodos particulares de las primeras décadas del siglo xni suponen ya esta doctrina como evidente (Mansi xxii 1110 1173ss, XXIII 396s 448). A partir de la tradición antigua no ha habido ninguna duda que contradiga realmente a la práctica que hace necesariamente obligatorio este sacramento (lo cual teoréticamente recibe explicaciones distintas) para quien haya cometido un pecado grave (ANCIAUx 31-36 164-274 392-490), a pesar de algunas frases del sínodo de Chalon-sur-Saóne (can. 88; Mansi xiv 99), citadas después por canonistas como Burchard de Worms (PL 140, 1011) y Graciano (De paen. i c. 90); tales frases se referían a la dudosa necesidad de la confesión privada, mientras persistía la antigua forma penitencial, o bien a la opinión de que el perdón se da con el arrepentimiento, antes de recibir el sacramento (que sin embargo es obligatorio).

Entre los canonistas del siglo XII se trataba a lo sumo de si sólo la paenitentia solemnis era un verdadero sacramento. Pero la sacramentalidad aceptada sin discusión no impidió a la teología escolástica hasta mediados del siglo xiii (¡no hasta Tomás!) poner en duda que la absolución sacerdotal influye eficazmente en el perdón de la culpa como tal (del reatus culpae). Todos los teólogos del siglo xü están desde luego convencidos de que el arrepentimiento verdadero (que, por un lado, no se precisa con mayor exactitud y, por otro, principalmente desde Abelardo y debido al adelantamiento de la absolución como proceso que borra los pecados, queda particularmente acentuado en lugar de las obras penitenciales de la patrística) alcanza el perdón de los pecados antes de la confesión (aunque con el votum sacramenti); así, p. ej., Anselmo (PL 158, 662), Bruno de Segni (PL 165, 137), Abelardo (PL 178, 664ss), Rolando Bandinelli (GIETL 248) y todo el círculo de los victorinos (cf. PL 176, 565). Y así hasta la alta escolástica, incluyendo a Tomás, se acepta como normal y hasta como creencia obligatoria que se está justificado ya antes de la recepción actual del sacramento.

A partir de aquí se llega a distintas e insuficientes teorías acerca de lo que hace la absolución del sacerdote. La teoría declaratoria (ya en Anselmo [PL 158, 662], después de Abelardo [1. c.] y su escuela, y pasando por Pedro Lombardo [IV Sent. d. 17 c. 1] hasta el siglo xill en Guillermo de Auxerre [V. HEYNCK, FStud 36, 1954, 47-57ss]. Alejandro, de Hales [P. SCHMOLL, Die Busslehre der Frühscholastik, Mn 1909, 146-150] y Alberto Magno [o. c. 133ss]) enseña que la absolución sacerdotal es la declaración autoritativa del perdón otorgado ya por Dios solamente (y según algunos teólogos puede señalar la imposición correcta de la p., condonar los castigos temporales del pecado, admitir a la recepción de los sacramentos y tener efectos psicológicos sobre el arrepentimiento, etc.). La otra teoría (la de los victorinos) busca para la absolución un efecto en el más allá: la Iglesia no perdona ciertamente los pecados, pero sí el reato eterno de la culpa (Huso DE SAN VICToR: PL 176, 564), o transforma el perdón condicionado de la culpa que Dios ha concedido en un perdón absoluto (RICARDO DE SAN VÍCTOR: PL 196, 1165; PREPOSITINO: SCHMOLL 83-88, etc.).

Por primera vez Guillermo de Auvernia, Hugo de San Cher, Guillermo de Melitona, Buenaventura y Tomás (los testimonios también para lo que sigue, en V. HEYNCx: FStud 36 [1954] 1-81), y después de ellos toda la teología, hacen del perdón de la culpa un efecto del sacramento como tal. En primer lugar se partió del influjo, ya largamente ponderado, de la absolución sobre el arrepentimiento, aunque este influjo nose concebía ya psicológicamente, sino como eficacia sacramental de la gracia, y así se pudo explicar el perdón como efecto de la absolución, sin desconectar ni omitir el arrepentimiento como causa. La cuestión se complicó todavía más por las distintas teorías (físico-dispositiva, intencional-dispositiva, efectiva) de la doctrina sacramental en general acerca de la eficacia de los sacramentos para conferir la gracia. Así, hasta Tomás inclusive, el proceso personal y el sacramental continuaron entrelazados (gracia para el arrepentimiento). Duns Escoto fue el primero en enseñar que, si hay arrepentimiento suficiente (attritio), entendido sólo como condición previa moralmente exigible, la absolución opera la «infusión» de la gracia justificante, la cual ya no se comunica ni se recibe por un acto adecuado a su esencia (la contritio propiamente dicha). El progreso teológico logrado en el siglo XIII queda así perfectamente claro y fijado para siempre, aunque quizás a costa de un personalismo en la teología de la gracia y de los sacramentos, que hoy es preciso reconquistar siguiendo a Tomás de Aquino.

2. La doctrina de Tomás de Aquino. El signo del sacramento consiste para Tomás ya desde el principio, de acuerdo con una tradición precedente, en los actos del penitente como materia y en la absolución como forma; sin embargo es en la Suma Teológica (HI q. 84 a. 1-3; q. 86 a. 6) donde, dentro de este conjunto, por primera vez concede también a la materia un efecto sobre la gracia. Res et sacramentum es la paenitentia interior (así también ya Guido de Orchelles, Guillermo de Auxerre, Alejandro de Hales, Guillermo de Melitona, Buenaventura, Alberto Magno). El penitente debe tener un arrepentimiento tal (en el que el poder de las llaves opera ya con una eficacia previa: así Alberto contra Alejandro de Hales y Buenaventura), que llegue ya justificado al sacramento. Pero si bona fide no tiene todavía este arrepentimiento, pero sí una seria aversión al pecado, de modo que ya no oponga ningún óbice, entonces este arrepentimiento es aprehendido por la gracia justificante del sacramento y se convierte en una contritio (con el motivo de la caridad): ex attrito fit contritus (una doctrina entonces casi común, p. ej., IV Sent. d. 22 q. 2 a. I sol. 3).

Puesto que la paenitentia interior como contritio que justifica debe estar sostenida por la gracia justificante y consiste precisamente en la aceptación existencial de la gracia infusa que se comunica por este acto, esa causalidad (instrumental, desarrollada correctamente hasta el final) del signo sacramental no puede referirse a un ornatus animae (que el joven Tomás de Aquino enseña, en la doctrina sobre los sacramentos en general, como efecto inmediato y dispositivo, como res et sacramentum), sino sólo a la gracia justificante misma (ciertamente, como aquella que se actualiza en la contritio). Con ello en Tomás, contra sus propias palabras, queda libre el sitio de la res et sacramentum: o no existe tal cosa (como realidad peculiar que pueda distinguirse), o debe ser algo distinto de la paenitentia interior. Esto responde mejor al hecho de que Tomás en la Suma parece haber abandonado la concepción dispositiva de la eficacia de la gracia en los sacramentos a favor de una concepción instrumental-efectiva.

Sobre la doctrina de Tomás acerca de la p., además de la bibliografía general que luego citaremos, cf.: R.M. SCHULTES, Reue und Busse. Die Lehre des hl. Thomas von Aquin über das Verhältnis von Reue und Busse (Pa 1906); P. DE Voo0HT, EThL 5 (1928) 225-256, 7 (1930) 663-675, 25 (1949) 77-82; R. MARINE, La reviviscenza dei meriti secondo la dottrina del dottore Angelito, Gr 13 (1923) 75-108; H. BOUILLARD, Conversion et gräce (P 1944); G.N. Rus, De munere sacramenti paenitentiae in aedificando corpore Christi ad menten: S. Thomae (R 1944); M. FLICK, L'ottimo della giustificazione secondo S. Tomaso (R 1947); Ch. R. MEYER, The Thomistic Concept of lustifying Contrition (Mundelein 1949); P. LETTER, «Bijdragen» 13 (1953) 401-409.

3. La confesión fue ya en la época patrística una obligación exigida siempre como requisito necesario para el proceso penitencial eclesiástico (desde Tertuliano de forma explícita). Con todo, no se puede desconocer un cierto cambio en los puntos de vista. Si en tiempos de los padres la confesión fue más bien un requisito evidente para la p. eclesiástica (en la que se centraban la atención y la parénesis), con la recepción más frecuente de la p. y con la consiguiente confesión también de los pecados menores y más secretos, fue la confesión misma lo que se sintió como más importante y pesada, convirtiéndose casi en laverdadera obra expiatoria (hasta ver la p. en la repetición de la confesión): la vergüenza de la confesión pasa a ser una expiación de lo confesado. Así, pues, mientras que en la época patrística la p. tenía como tema fundamental la satisfacción, a partir del siglo vn el centro de gravedad es la confesión (y el sacerdote pasa a ser el confesor). Las cosas se mantienen así en la práctica, acentuándose aún más en tiempos de la reforma protestante; la p. se convierte en «confesión» (confessio sacramentalis como título de un escrito de Pedro de Blois: PL 207, 1077-1092).

Durante mucho tiempo aún hubo notables titubeos para fundamentar la obligación de confesarse (p. ej., en el AT o en Sant 5); y en todo caso ese fundamento no siempre fue el ex institutione sacramenti del concilio de Trento (en algunos canonistas así como en la glosa ordinaria sobre Graciano y en Nicolás de Tudeschis la obligación de confesar se funda sólo en la disposición eclesiástica; cf. ANCIAUX). A partir del siglo xii, el arrepentimiento y su conexión con la absolución es el tema fundamental de la teología escolástica.

4. Arrepentimiento y sacramento de la penitencia. Cf. -> arrepentimiento, -> penitencia como virtud (cf. supra A), -> metanoia, -> conversión.

5. Conviene todavía aludir brevemente al hecho de que tanto la primitiva como la alta escolástica transmiten la doctrina de la época patrística según la cual un efecto del sacramento es también la reconciliación con la Iglesia. Así ocurre constantemente en los siglos xI y xII (cf. ANCIAux; véase también M. LANDGRAF, «Scholastik» 5 [1930] 210-247). Esa idea continúa todavía en Buenaventura (en quien la parte indicativa de la fórmula de absolución tiene precisamente este efecto), en el Compendium Theologicae veritatis de Hugo Ripelin y en Tomás (IV Sent. d. 16 q. 1 a. 2; q. 5 dubium); pero después de él se debilita, aunque no es combatida. La doctrina (contra Wiclef y Hus) de que el pecador sigue perteneciendo a la Iglesia parece haber hecho imposible esta idea en un pensamiento poco matizado. Sin embargo, el propio Lutero (WA 1539) conoció el lado eclesiológico del pecado, de su remisión y de sus relaciones con el aspecto teológico de estas magnitudes. Hoy ese pensamiento surge otra vez (B. Xiberta, B. Poschmann, M. de la Taille, H. de Lubac, M. Schmaus, etc.) y ha sido roborado por el concilio Vaticano n.

V. Sistemática

1. El tratado de la p. tiene en su forma ordinaria una ventaja esencial sobre los tratados relativos a los demás sacramentos: casi siempre se ocupa también del lado subjetivo del sacramento, de la virtud de la p. (cf. supra A). Este procedimiento podría servir como modelo para otros sacramentos, pero conduciría quizás a la pérdida de la costumbre de tratar cada sacramento en una sucesión numérica según un mismo esquema. En un tratado sobre el pecado y su perdón en la vida del bautizado dentro de la Iglesia se debería — o al menos se podría — estudiar muchas cosas que en el tratado normal de la p. se omiten: la lucha, la experiencia del perdón (cf. Dz 896), la expiación cotidiana, y muchos otros aspectos que pertenecen a la lucha de la Iglesia contra el pecado (cf. antes n 1).

2. No perjudicaría al tratado, por lo que a la totalidad de sus perspectivas objetivas y a la comprensión de la historia de su objeto se refiere, el que todavía hoy volviese a quedar claro, como lo estuvo desde el principio, que con la exclusión de la eucaristía y con la confesión obligatoria del pecador ante la Iglesia santa, confesión que al eliminar la apariencia falsa de miembro «vivo», distancia al pecador de la Iglesia, se ejerce sin cesar frente al pecador la potestad de «atar»; con lo que se ha conservado la esencia de la p. de excomunión, aunque tal proscripción deba separarse de la actual pena eclesiástica de la excomunión, cuyas consecuencias adicionales, que no emanan necesariamente de la esencia del pecado, alcanzan sólo a determinadas culpas. Correspondería a la realidad objetiva de la p. y a la analogía con el carácter bautismal el que se entendiese la pax cum Ecclesia como res et sacramentum y se dijera todavía hoy con Agustín: pax Ecclesiae dimittit peccatum (De bapt. contra Donatistas, III 18, 23) o se hablase con Cipriano de accepta pace recipere Spiritum Patris (Ep. 57, 4).

La objeción de que todo esto no se adapta a la posible destrucción sacramental de los pecados veniales no es concluyente, pues toda interpretación teológica de la p. ha de solucionar la cuestión de cómo en tal caso puede hablarse de un poder judicial de la Iglesia, cuando ésta no puede atar, y ni siquiera absolver, lo que en ese caso no ha sido ya perdonado. Puesto que también el pecado venial representa (aunque sólo por comparación analógica) un perjuicio para la Iglesia (al ser una disminución del fervor caritatis, esencial para todo el cuerpo eclesiástico), la dificultad es perfectamente superable.

3. Desde Juan Duns Escoto la unidad del proceso subjetivo y del sacramental en la p. se ha visto con excesiva superficialidad. La unidad del único camino de salvación no resulta así clara (-> bautismo de deseo). El sacramento aparece (expresamente desde Escoto: KRAUTWIG 149ss) como una obra de Dios, la cual ciertamente no sustituye la apropiación existencial y creyente del perdón, pero sí permite disminuirla. En realidad el sacramento ha de concebirse ciertamente como una acción divina en el hombre, pero de tal modo que ésta, a quien no opone ningún óbice y, sin embargo, no realiza todavía la plena apropiación subjetiva de la gracia y del amor, le otorga con su fuerza lo que él debe tener: la gracia y su plena apropiación en el amor. Sería conveniente una vuelta a Tomás. Distinguiendo entre disposición suficiente para la recepción del sacramento y disposición para la recepción definitiva de la gracia sacramental, se puede estar en lo cierto al conservar el atricionismo de Tomás de Aquino.

4. En general se parte, con razón, del hecho de que en la absolución se ejerce activamente la potestas ordinis conferida en la ordenación sacerdotal (de modo que aquélla no es una condición previa simplemente estática para el ejercicio de la -> jurisdicción). La jurisdicción que, sin embargo, se requiere para absolver, o bien se entiende como una potestad activa, que junto con la otra produce el efecto sacramental único, o bien como la necesaria designación de los súbditos sometidos al poder de las llaves que por la ordenación ha sido conferido al sacerdote.

Pero si, partiendo de los conocimientos de la más reciente investigación histórica, se tiene en cuenta el gran poder que la Iglesia posee para establecer condiciones de validez (no sólo de licitud) en la administración del sacramento, lo más natural es entender la «jurisdicción» para absolver válidamente como un «desatar» la potestad de orden para su ejercicio eficaz en la absolución, de modo que ésta, sin la debida autorización de la Iglesia, no sólo sería ilícita, sino también inválida. Según eso la potestad ejercida ahí sería la de orden. Así se explica también más fácilmente cómo un sacerdote (en caso de cisma o in articulo mortis) puede tener «jurisdicción» a pesar de no ser miembro pleno de la Iglesia verdadera: conservar su potestas ordinis, y la Iglesia no le otorga ningún nuevo poder, sino que, por graves razones, le permite el ejercido válido del que ya tiene por la ordenación.

5. La teología de la satisfacción que ha de imponerse en la p. depende en gran parte de cómo se conciben las penas temporales del -> pecado (-> indulgencias). Si éstas se consideran como consecuencias connaturales (con sus repercusiones) de la decisión pecaminosa del hombre en todas las dimensiones internas y externas de su existencia, consecuencias que con la conversión no se eliminan simplemente del núcleo de la persona; entonces es natural entender que la superación plena del pecado exige en el centro personal del pecador más que el mero arrepentimiento y la reconciliación con Dios, y que toda la gracia del sacramento significa también precisamente la fuerza y la obligación de integrar la realidad total del hombre, dañada por el pecado, en su nueva decisión mediante la verdadera p., para conseguir así aquel - amor que lo perdona realmente todo.

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Karl Rahner