PAPAS, HISTORIA DE LOS
SaMun

Según la fe católica el papado fue instituido por Jesucristo (esta doctrina se apoya particularmente en Mt 16, 16ss; 18, 18; Lc 22, 31ss; Jn 21, 15ss y en la tradición), y los papas son sucesores del apóstol Pedro en el episcopado romano y en el primado que va anejo al mismo. Debe tenerse por históricamente cierto que Pedro trabajó durante algún tiempo con autoridad apostólica en Roma y que allí encontró la muerte en la persecución del emperador Nerón. Más exactamente, su martirio debe datarse entre los años 64 y 68. Esta evolución del papado desde la modesta forma primitiva del oficio de Pedro hasta el despliegue de la forma actual se realizó entre notables vacilaciones y resistencias de dentro y de fuera, en medio de la tensión, fundada en la esencia misma de la Iglesia, entre las tendencias episcopales y federalistas y las papales y centralistas.

I. Imperio romano

Fuera de sus nombres, poco sabemos con seguridad de los obispos romanos de los primeros 300 años. Sin embargo, la lista de los obispos romanos, consignada en Ireneo de Lyón (Adv. haer. III 3, 3) hacia el año 180, nos trasmite de manera segura la serie de garantes y custodios de la tradición apostólica. «Habiendo puesto los cimientos y edificado la Iglesia los bienaventurados apóstoles (Pedro y Pablo), encomendaron a Lino el ministerio episcopal; de este Lino hace mención Pablo en las cartas a Timoteo. Le sucede Anacleto. Después de éste, en tercer lugar después de los apóstoles, hereda el episcopado Clemente, el cual vio a los bienaventurados apóstoles y conversó con ellos. En su tiempo, habiendo surgido en Corinto una disensión no pequeña entre los hermanos, la Iglesia escribió una carta a los corintios. A este Clemente sucede Evaristo y a Evaristo Alejandro, luego, en sexto lugar después de los apóstoles, es establecido Sixto, y después de él Telesforo, que además dio gloriosamente testimonio. Luego Higinio, después Pío, después Aniceto, y habiendo sucedido a Aniceto Sotero, ahora, en duodécimo lugar después de los apóstoles, ocupa el episcopado Eleuterio. Por esta serie y por esta sucesión ha llegado hasta nosotros la tradición y la predicación de la verdad que viene de los apóstoles en la Iglesia.»

Cierto que la cronología posteriormente creada de la lista más antigua de obispos romanos hasta mediados del siglo III carece de valor histórico; pero la lista de nombres es un antiquísimo testimonio de auténtica tradición. Por muy escasas que sean las noticias sobre los primeros siglos, permiten sin embargo reconocer que la Iglesia romana con su obispo aparece como centro de la unidad cristiana y ocupa cierto puesto de preeminencia en la Iglesia universal. El ejercicio y reconocimiento de una primacía aparece con creciente claridad, señaladamente en cuestiones de doctrina y disciplina. La primacía se funda — según el modo de entenderse a sí misma la Iglesia romana y la conciencia de la cristiandad — en la actividad romana y el martirio de los apóstoles Pedro y Pablo, principalmente de Pedro, en Roma, donde se custodian también sus sepulcros. Aquí, en todo el período de la antigüedad cristiana, el oficio de Pedro aparece fundamentalmente como instancia subsidiaria en casos urgentes, cuando no basta la autoridad de los obispos y patriarcas.

Cuando el emperador Constantino el Grande trasladó su residencia a oriente, los obispos de Roma adquirieron creciente importancia política (acrecida actividad de previsión social, protección ocasional y provisión de la población romano-itálica en los trastornos de las -> invasiones). Sin embargo, el obispo y patriarca de Constantinopla se convirtió pronto con ayuda imperial en un rival del obispo de Roma (can. 2 del concilio ecuménico de Constantinopla del año 381; can. 28 del concilio de Calcedonia del año 411). Después de los excelentes papas Dámaso I, Siricio e Inocencio I, con Celestino I (422-432) comienza una época de ascensión que alcanza su punto culminante en León 1 Magno (440-461). Siguiendo sus huellas, Gelasio 1 (492-496) en una carta al emperador Anastasio I desarrolló los rasgos fundamentales de la teoría de las dos potestades: «Dos potestades hay, augusto emperador, por las que principalmente es regido este mundo: la autoridad sagrada de los obispos y el poder real. De estos oficios, el de los sacerdotes es de tanto mayor peso cuanto que ellos habrán de dar cuenta ante el tribunal divino incluso de los reyes de los hombres.» Estas concepciones — que posteriormente fueron asumidas en las decretales pseudo-isidorianas y se unieron con la leyenda de Silvestre, que aparece hacia fines del siglo v y todavía se exorna (sin duda en el siglo VIII) con la donación constantiniana —, en la edad media alcanzaron amplia difusión, precisamente en el sentido de una superioridad del poder espiritual del papa sobre el poder temporal de los reyes.

El bautismo católico de Clodoveo I (sin duda en 496), rey de los francos, fue una decisión de importancia histórica universal, pues la sima cultural, lingüística y étnica entre el occidente latino-germánico y el oriente griego se había agrandado constantemente. La Iglesia una y santa que fue el anhelo de Cipriano de Cartago se resquebrajó finalmente, sobre todo por culpa de oriente, pero no sin grave culpa también de occidente, porque de lado romano faltaba ya en Gelasio I aquel espíritu cipriánico de caridad y unidad que sólo en Gregorio I volvió de nuevo a estar vivo en la sede de Pedro durante este período. La mayor parte de los príncipes germánicos de este tiempo eran arrianos, y organizaron en sus dominios Iglesias nacionales arrianas. La estrecha vinculación en que entró el papado desde 519 con el oriente (iniciada por los éxitos de Hormisdas y Agapito 1), condujo a una sumisión permanente bajo el cesaropapismo del emperador Justiniano I (527-565). En la Italia bizantina regía el exarca de Ravena. El obispo de Roma fue tratado como patriarca imperial (p. ej., Vigilio [537-555]), a la manera de sus hermanos de oficio en oriente. Al final de la época antigua de la historia del papado surge la gran figura de Gregorio 1 (590-604), el cual se siente anclado en el mundo de la antigüedad cristiana que se hunde y, sin embargo, prepara el camino para la autoridad universal del papado en la edad media. En él aparece el papado en su forma más pura: el gobierno es responsabilidad; es el oficio pastoral sobre la Iglesia universal que se realiza y consuma en el servicio fraternal cristiano.

II. En la primitiva edad media

En la primitiva edad media se llevó a cabo con participación decisiva del papado el ingreso en la Iglesia de todos los pueblos germánicos y, en parte, también de los pueblos eslavos. La particular devoción de los germanos a Pedro, príncipe de los apóstoles y «llavero del cielo», confirió también alto prestigio a sus sucesores, que atan y desatan en la tierra para el cielo. Por el mismo tiempo se realizó la organización de la autoridad universal del papado, sólo disminuida transitoriamente en períodos de profunda decadencia. Su destino ulterior durante la edad media está determinado en gran parte por la estrecha unión (iniciada por el emperador Constantino) entre lo espiritual y lo temporal, con todos los problemas que supone para ambas partes. El alejamiento entre Roma y el imperio de oriente, gravemente sacudido por guerras y confusión religiosa e incapaz ya de defender suficientemente a Italia, fue ganando terreno, para consumarse en el -> cisma oriental del siglo xi. Con ello quedó rota la unidad cristiana.

Tras las dolorosas experiencias de las -> cruzadas quedaron sin efecto los intentos de unión de Lyón (1274) y de Florencia (1439), concilios que resaltan claramente el primado papal. Los misioneros anglosajones (benedictinos) fundamentaron desde fines del siglo vii y durante el siglo viii la íntima vinculación de la posterior Iglesia alemana con el papado. Bonifacio unió también a la Iglesia franca (casi completamente desconectada) y los mayordomos reinantes más estrechamente con la sede de Pedro. Por él entró de nuevo el papado en la conciencia de los francos como suprema autoridad de la Iglesia. De esta manera Bonifacio preparó la alianza del papado con los francos y la unión entre pontificado e imperio, que tuvo tan graves consecuencias. La alianza con los francos se consumó bajo Esteban II (752-757), que acudió a Francia pidiendo auxilio. Pepino el Joven juró a san Pedro, a Esteban II y a sus sucesores un juramento de amistad para defensa y ayuda. Por medio de ricas donaciones los carolingios favorecieron la evolución del antiguo Patrimonium Petri hacia la formación de los -> Estados pontificios, que todavía durante siglos permanecieron en dependencia (discutida) del rey y emperador franco-alemán. Carlomagno (768-814) mandó para todo su imperio la aceptación de la liturgia y del derecho canónico romanos. Simultáneamente, papado e Iglesia recibieron fuertes influjos germánicos en todos los órdenes. A pesar de toda su devoción al príncipe de los apóstoles, Carlomagno nunca dio lugar a dudas de que era el señor temporal y espiritual de su imperio. La situación no cambió para nada cuando, en la navidad del año 800, León III lo coronó en la iglesia de San Pedro como emperador romano.

Al decaer el poder carolingio, los papas lograron desde luego la apariencia de una mayor independencia (comienza la concesión papal de la corona imperial), pero se encontraron indefensos en el peligro de sarracenos y normandos. Ya en el pontificado del excelente Nicolás 1 (858-867), no se pasó en gran parte de la mera pretensión de poder papal. Los comienzos del siglo ix y grandes trechos del siglo x (saeculum obscurum) constituyen, juntamente con algunos pontificados del renacimiento, el período más oscuro de la h. de los p. Sin la enérgica protección imperial, la sede de Pedro hubiera sido presa de déspotas particulares y de la anarquía de la nobleza romana. La salvación vino por la intervención del rey alemán Otón I el Grande. Juan xii el 2-2-962 lo coronó emperador en San Pedro. La dignidad de emperador romano permaneció vinculada, hasta el fin del sacro romano imperio (1806), con la realeza alemana. La unión y coronación estaban reservadas al papa (ejercitadas por última vez en 1452 [en Roma] y 1530 [en Bolonia] ). En los decenios siguientes los papas por lo general sólo tenían seguridad en cuanto estaba cerca el poder imperial. El sentido de responsabilidad y la energía del sallo Enrique puso rápidamente fin al estado de necesidad de la Iglesia. Bajo su dirección, los concilios de Sutri y Roma depusieron el ano 1046 a los tres papas rivales: Benedicto IX, Silvestre III y Gregorio VI. Este paso halló entonces la casi unánime aprobación y hasta la alabanza de los amigos de la reforma.

III. Preponderancia del papado en la alta edad media

Con el patriciado hereditario, Enrique ni recibió de los romanos en 1046 el derecho de designación para las próximas provisiones de la sede papal. Por obra suya se sucedieron cuatro papas alemanes, varones excelentes y fervorosos reformadores: Clemente II, Dámaso II, León IX, Víctor II. Con ellos comenzó una nueva época, la ascensión inmediata de un papado purificado a su autoridad universal. Los papas comenzaron finalmente a empuñar las riendas de la reforma de la Iglesia (-> reforma cluniacense). Principalmente León IX (1049-1054) llevó a la conciencia viva de todo el occidente la importancia universal del papado. Por obra de sus colaboradores enérgicos y en parte radicales (procedentes por lo general del espacio de Lorena y Borgoña) se desarrolló el colegio cardenalicio más allá de las funciones preferentemente litúrgicas que hasta entonces le incumbían, hasta formar rápidamente una corporación que en adelante asistió al papa en el gobierno de la Iglesia universal (en estrecha conexión con el colegio nace la curia romana). Desde el decreto de elección de Nicolás II, dado el ano 1059, poco a poco correspondió a los cardenales el derecho exclusivo de la elección papal.

Con la progresiva realización del programa de la reforma gregoriana, particularmente bajo el influjo de Humberto de Silva Cándida y de Hildebrando (Gregorio vii), creció el ansia de completa libertad e independencia del papado (libertas Ecclesiae), que no debla estar incorporado a un sistema de Iglesia imperial, sino que había de hallarse por encima de todos los reinos o imperios. La visión del imperio, distinta desde el principio, que tenían la curia y la corte alemana, su diversa concepción de los derechos regios y papales, llevó bajo Gregorio VII (1073-1085) a un conflicto abierto con el emperador Enrique iv en la disputa de las -> investiduras, que tuvo manifestaciones paralelas (menos violentas) en casi todos los países. Con el tesón apasionado de toda su personalidad, Gregorio propugnó la idea de la pureza y libertad de la Iglesia, así como el puesto de preeminencia casi ilimitada del papa en la Iglesia, al que tienen que doblarse también reyes y emperadores. Lo que papas anteriores exigieron ocasionalmente, está formulado con claridad (y exagerado) en Gregorio (dictatus papae), que de hecho lo lleva a la práctica hasta excomulgar y deponer al soberano principal de la cristiandad occidental. A ese pensamiento papal correspondieron agudas aspiraciones a la centralización eclesiástica y a la imposición del uso romano en el derecho y liturgia de la Iglesia universal. Con el emperador en principio también quedaba afectado el laico, el no clérigo en la Iglesia. La era gregoriana significó — tanto en lo grato como en lo lamentable — el viraje sin duda más profundo en la historia. del papado. Hasta los intentos de una nueva orientación en la actualidad, la Iglesia católica ha estado esencialmente bajo el signo del pensamiento gregoriano.

El nuevo prestigio y la situación hegemónica del papado se puso de manifiesto en la iniciativa papal — no imperial — para la liberación de Tierra santa (Urbano II, 1088-1099). Movidos por su alto sentido de responsabilidad por la cristiandad entera, los papas se ocuparon durante siglos de las -+ cruzadas; la idea de la liberación de Jerusalén fue sustituida a fines de la edad media por la defensa contra el peligro inmediato de los turcos. El fuerte compromiso político de los papas desde la era gregoriana encerraba en sí graves peligros: «secularización», ambición y avaricia de la curia, centralización insana con desprecio de los derechos tradicionales de los obispos y de la peculiaridad de cada nación. Frente a ello Bernardo de Claraval, en su Espejo del papa (De consideratione) dirigido a Eugenio III (1145-1153), resaltaba enérgicamente el carácter espiritual del papado: el papa debe ser sucesor de Pedro, no del emperador Constantino. Bajo el emperador Federico I Barbarroja (1152-1190) comenzó la segunda gran lucha del imperio medieval con el papado (Adriano IV, 1154-1159 — el único papa inglés — y Alejandro III, 1159-1181). Estaba en primer plano la soberanía imperial sobre Italia. Por miedo de que los Estados de la Iglesia quedaran cercados y absorbidos, la política papal se dirigió contra la unión de la monarquía de Sicilia con el imperio. De ahí surgieron nuevas luchas exacerbadas.

En la soberanía universal espiritual de Inocencio III (1198-1216), el papado medieval alcanzó el punto culminante de su poder. Los siguientes pontificados, en que papado e Iglesia lograron fuertes — aunque a veces difíciles — apoyos en las nuevas órdenes mendicantes (franciscanos y dominicos), estuvieron ensombrecidos por la lucha con el emperador Federico ii y desembocaron en la pugna implacable de aniquilamiento contra todos los estaufos. A la caída del antiguo imperio alemán le fue pisando los talones la decadencia de la autoridad universal del papado. A la postre, en la lucha de las «dos cabezas de la cristiandad» no hubo vencedores. Ambas instituciones perdieron irremisiblemente poder y prestigio. La «protección» de los Anjou, llamados por los papas, resultó más opresora que la dominación de los estaufos. Con la creciente conciencia nacional de los pueblos europeos arreció en todas partes la protesta contra la «secularización» del papado, contra los abusos en el empleo de los diezmos de cruzada y de los tributos, contra las penas eclesiásticas impuestas con harta frecuencia por motivos políticos. Brotando de raíces múltiples, creció el anhelo por el «papa angélico», que renovaría la Iglesia. Pero al anacoreta Celestino V (1294) siguió el dominador Bonifacio VIII (1294-1303). Su intento, exagerado hasta la desmesura, de imponer una vez más el reconocimiento del poder universal del papado (bula Unam Sanctam, 1302), acabó en un desastre. Fracasó en el poder nacional del rey de Francia.

IV. Baja edad media y renacimiento

En la primitiva -> edad media los pueblos jóvenes de occidente se habían agrupado en torno a la Iglesia. En la alta edad media, desde su centro de Roma, la Iglesia dominó el contorno entero de la vida occidental. Ahora, en la baja edad media, se disocian las fuerzas en todos los órdenes de la vida.

La conciencia nacional se afianza en los pueblos y Estados. El hombre comienza a reflexionar sobre la libertad del individuo y afloja las rígidas vinculaciones sociales del orden medieval. En el Defensor pacis de Marsilio de Padua (1324) se reflejan ya, adelantándose con mucho al tiempo, los grandes cambios y trastornos de la edad moderna.

Después del fracaso de Bonifacio viii, los papas (franceses) cayeron — con grave detrimento de su posición universal — en gran parte bajo el influjo de la corona francesa. De 1309 a 1377 residieron en Aviñón («cautividad de Babilonia»; destierro de -> Aviñón). Durante este tiempo, el centralismo curial, con desprecio del derecho canónico hasta entonces vigente, fue poderosamente exagerado en un sistema de provisión de cargos y en una organización financiera de nuevo estilo aviñonés, y así se dilató considerablemente el influjo del papa dentro de la Iglesia. Pero simultáneamente el papado perdió sustancia religiosa, prestigio espiritual y peso político frente a los pujantes Estados nacionales, cuyos soberanos organizaron con éxito las Iglesias regionales. La lucha de los papas de Aviñón, particularmente de Juan XXII (1316-1334), contra el emperador Luis iv de Baviera (la última gran lucha medieval entre papa y emperador) puso en claro cuán lamentablemente había decaído la autoridad papal. Las penas espirituales, de las que se había abusado tantas veces, resultaron armas ineficaces. El grito de «reforma de la Iglesia en cabeza y miembros» no enmudeció ya más. Ahora se levantó una crítica radical y teórica sobre el papado mismo (Marsilio de Padua, Guillermo de Ockham, John Wiclef, Juan Hus). El «destierro» había debilitado al papado hasta tal punto, que éste hubo de pasar por su más profunda humillación: el gran cisma de occidente (1378), no impuesto por potencias civiles, como sucediera tan a menudo con antipapas de tiempos anteriores, sino preparado por los más altos sectores eclesiásticos. La difícil cuestión sobre si después de 1378 poseía mejor legitimidad el papa de Roma o el de Aviñón, no pudieron contestarla satisfactoriamente los contemporáneos, ni han podido hacerlo tampoco hasta ahora los historiadores de la Iglesia.

En el estado de necesidad de la Iglesia se fortaleció la teoría conciliar, cuyo fundamento pusieron ya anteriores teólogos y canonistas, y cuyas raíces se remontan al pensamiento de la antigüedad eclesiástica; la teoría según la cual el concilio universal como representación de toda la Iglesia estaría sobre el papa y en caso de necesidad podría juzgarlo y deponerlo. Así se procedió, consecuentemente, en Pisa el año 1409 y en el concilio universal de Constanza, el cual, en el estado de necesidad momentánea, proclamó la superioridad del concilio universal y restableció felizmente la unidad de la Iglesia. En las largas luchas conciliaristas se puso en evidencia que la crisis más grave de la Iglesia durante la baja edad media fue una crisis constitucional (-> conciliarismo). La elección de Martín V (1417-1431) constituyó un momento de cambio en el movimiento conciliarista, que entrañaba gravísimo peligro. Por la torpeza principalmente de Eugenio IV (1431-1447) se llegó de nuevo en el concilio universal de Basilea a una crisis en torno al puesto del papa en la Iglesia; aunque también se llegó a una acentuación del primado con ocasión de la unión con los griegos en Florencia el año 1439.

Con el noble Nicolás V (1447-1455), de fina formación, bajo el cual abdicó el último antipapa (Félix V), comenzó a gran escala la estrecha unión del papado con el -> humanismo y el -> renacimiento, la cual duró hasta muy entrado el siglo xvi. Al y muchos de sus sucesores trataron de prestigiar de nuevo el papado y la Iglesia como potencia cultural hegemónica; pero quedó sin resolver el urgente problema de la reforma eclesiástica. Bajo los sucesores de Pío II (1458-1464) quedó funestamente oscurecido el carácter religioso del supremo ministerio de la Iglesia (Sixto IV, Inocencio VIII, Alejandro VI). Julio II (1503-1513) fue un prototipo de príncipe del renacimiento: enérgico y guerrero, y a la vez amigo del arte. Él aseguró los Estados de la Iglesia como base externa para el poder del papado moderno. Con el poco glorioso concilio v de Letrán (1512-1517) se desaprovechó la última posibilidad de propia reforma antes de la reforma protestante. Como no se había llevado a cabo la reforma de la Iglesia, la aparición de Lutero en el pontificado del frívolo Médici León X (1513-1521) desencadenó la mayor catástrofe para el papado y la Iglesia: la escisión del norte germánico, de gran parte de Europa central y oriental y de amplios sectores de Francia por la reforma protestante.

V. Reforma católica y contrarreforma

Con el cisma del siglo xvi se hundió definitivamente el prestigio universal del papado. Sin embargo, la enorme sacudida ayudó a la postre a que triunfara incluso en la curia, si bien bajo dolorosos gemidos, un movimiento de renovación interior de la Iglesia. Tras la temprana desaparición del noble Adriano VI (1522-1523), el pontificado de Paulo III (1534-1549) inició, aunque con vacilación, el nuevo giro. Por obra de nuevas órdenes religiosas que desplegaron gran actividad, particularmente los jesuitas, y sobre todo por el concilio de Trento (1545-1563), se llevó enérgicamente a cabo la profunda reforma y restauración del catolicismo. La preponderancia romana imprimió su carácter al catolicismo postridentino. Frente al ataque radical de los reformadores protestantes, la reacción católica se puso de manifiesto en la contrarreforma y, teológicamente, también en el particular realce del oficio en la Iglesia, principalmente del papado. Desde la implacable crítica protestante se hizo difícil dentro de la Iglesia católica una auténtica crítica, que hubiera sido necesaria. Se perdió la libertad de reprensión que en la baja edad media habían practicado con franqueza hombres y mujeres. Se fue estrechando el espacio espiritual. Las rígidas prohibiciones y la vigilancia pastoral de los fieles marcaron más y más el clima espiritual. El grandioso despliegue de poder y magnificencia barrocos no pudo compensar ya la pérdida decisiva del siglo xvi, como no la compensó tampoco el florecimiento de las misiones en todo el mundo bajo la dirección papal.

No tuvieron mayor éxito todos los intentos posteriores de unión con los protestantes, por la que trabajaron en ambas partes los más nobles espíritus. El puesto del papa en la Iglesia ha sido hasta hoy el problema más difícil. Si bien cabe señalar serias deficiencias incluso en el espíritu y carácter de algunos papas postridentinos, no puede, sin embargo, hablarse ya de «papas indignos». Con los grandes papas de la reforma católica: Pío V (1566-1572), Gregorio XIII (1572-1585) y Sixto V (1585-1590), el papado, tal como le correspondía, asumió con decisión y éxito la dirección de la reforma católica. Clemente VIII, Paulo V y Gregorio XV continuaron la obra. Los nuncios pontificios permanentes adquirieron en adelante considerable importancia en el campo político y eclesiástico. Con la erección de la congregación de propaganda fide (1622), el papado tomó definitivamente la dirección de las florecientes misiones mundiales. Sin embargo, en la guerra de los treinta años y en las deliberaciones de paz en Westfalia se puso de manifiesto la debilidad política del papado (Urbano VIII: 1623-1644; Inocencio X: 1644-1655; cf. -> reforma católica y contrarreforma).

VI. Desde la paz de Westfalia (1648) hasta la revolución francesa

Toda la edad moderna está bajo el signo de una progresiva secularización del mundo occidental en todos los órdenes. El individualismo y el subjetivismo se afianzan rápidamente. Sin embargo, una desviación mayor de la fe revelada sólo la trajo la -> ilustración de finales del siglo xvii y de todo el xviii. En este tiempo, un papado de gran altura, interiormente afirmado, hubo de aceptar un nuevo retroceso de su influencia política y eclesiástica incluso en los Estados católicos. Hubo de sostener duras polémicas con el absolutismo de príncipes y monarquías, con una ilustración frecuentemente antieclesiástica y antipapal, con el -> jansenismo y -> galicanismo en Francia, con el episcopalismo (febronianismo) en la Iglesia imperial alemana, con el josefinismo de los países habsburgo y, en general, con la creciente soberanía del Estado sobre la Iglesia. Seguramente para evitar conflictos políticos, los cardenales de la época entre la paz de Westfalia y la -> revolución francesa elevaron al pontificado a hombres sin duda honrados, pero por lo general de poco perfil. Excepciones brillantes son el insobornable Inocencio XI (1676-1689), de profundo espíritu religioso, y el sabio Benedicto XIV (1740-1758), interesado por una acomodación a los tiempos.

El fin del siglo xvii y todo el siglo xviii fueron período de crisis en las relaciones entre la Iglesia y el Estado, señaladamente en el campo católico. El problema consistía en hallar un orden que respondiera al Estado moderno y satisficiera a la Iglesia sin violar su naturaleza, ni mermar tampoco las aspiraciones justas del Estado. Este problema no podía resolverse sin las más duras luchas. El papado no se mostró por de pronto dispuesto en modo alguno a abandonar sus derechos hasta entonces exigidos y ejercidos, ni siquiera a renunciar a fantasías medievales de poder temporal de la Iglesia. La doctrina eclesiástica sobre los derechos del papa continuó elaborándose; frente a ella estaba el cesaropapismo del siglo xviii. Aquí, dominándolo todo, estaba la idea central del poder absoluto del Estado, al que debe subordinarse toda persona física y moral. El derecho natural del Estado (ordre naturel de l'État) de los juristas civiles ilustrados fue entendido incluso en los Estados católicos como soberanía sin límites hacia fuera y hacia dentro. Ello afectaba no sólo a los derechos pretendidos y ejercidos de los obispos y superiores religiosos, sino también a la posición del papa en la Iglesia. Los Estados pontificios y, en general, el estado sacerdotal se hicieron problemáticos para el tiempo nuevo.

El programa de la ilustración del siglo xviii siguió siendo decisivo en todos sus puntos esenciales para la mentalidad del hombre del siglo xix y también de comienzos del siglo xx. La cuestión sobre la actitud del papado y de la Iglesia ante las ideas de la ilustración, hubo de convertirse en la cuestión fatal de su acción en el mundo moderno. Desde el comienzo de su historia, la Iglesia había representado siempre nuevas ideas cargadas de futuro y había impulsado los órdenes más diversos de la vida. En la edad moderna se dejó acorralar más y más en una postura defensiva o se retiró voluntariamente a este castillo. En los siglos xviii y xix, los papas en muchos casos se aferraron a formas y fórmulas tradicionales de un mundo que se hundía o estaba ya hundido. Durante el siglo xviii, mayormente en Francia, la Iglesia perdió la conexión viva con las capas espiritualmente dirigentes. La fe y la ciencia se disociaban funestamente y no se encontró ya nadie con la altura espiritual en la fe y en la ciencia de un Agustín, Alberto Magno o Tomás de Aquino, que fuera capaz de tender un nuevo puente sólido entre las dos hermanas que se habían hecho enemigas. No faltaron sinceros intentos incluso en el siglo xviii y sobre todo en el xix, pero el resultado fue modesto.

Los antecedentes de la supresión de la Compañía de Jesús y su efectiva supresión por el papa (1773), y el humillante y casi ineficaz viaje de Pio VI a Viena para visitar en tono suplicante al emperador José ii (1782), son ejemplos elocuentes de la impotencia política del papado. Sin embargo, los papas de este siglo no dejaron de tener culpa en su duro destino. Si se repasa su lista, sólo en algunos cabe reconocer el empeño de acomodarse a las circunstancias cambiadas y de abandonar exigencias anticuadas; así en el breve reinado de Inocencio XIII (1721-1724), y sobre todo en el cultisimo Benedicto XIV (1740-1758) y, sin duda también en el pontificado del infortunado Clemente XIV (1769-1774).

VII. El papado en el siglo XIX

El siglo xix, la época histórica desde el comienzo de la revolución francesa hasta la primera guerra mundial, estuvo bajo el signo de la revolución y de la máquina. Con la revolución contra la tradición comenzó también la tradición de la revolución. Las anteriores dificultades pesaron poco en comparación con lo que Pío VI (1775-1799) y su sucesor Pío VII (1800-1823) hubieron de sufrir por causa de la revolución francesa y de Napoleón. Ambos papas hubieron de pasar por la más profunda humillación que haya sufrido el papado moderno. La brutal violencia y el duro destino animosamente soportado ganaron para ambos muchas simpatías en todo el mundo civilizado. El acta final de Viena, del 9-6-1815, devolvió al papa los Estados pontificios con pocas mermas. Consalvi, secretario de Estado de Pío vii, comenzó con prudencia el restablecimiento del orden gravemente perturbado. La reorganización de la Iglesia y de sus Estados, lo mismo que la ordenación de todos los Estados europeos de este tiempo, se llevó a cabo en el espíritu de la «restauración», del restablecimiento en la mayor medida posible de la situación anterior al estallido de la revolución. Pero ninguna «santa alianza», ninguna «alianza entre el trono y el altar», trabajosamente concluida, podía resucitar el tiempo anterior a 1789.

Por lo pronto, el papado pareció encontrar fuertes apoyos en la nueva dirección del tiempo. El papa fue celebrado — y no sólo por católicos, sino también por protestantes — como representante de la tendencia religiosa y conservadora, como baluarte de la «legitimidad». Y todavía más que la política (no siempre del todo sincera y preocupada en muchos casos únicamente por la conservación del orden) favorecieron al papado las ideas de los poetas y pensadores del romanticismo (en Alemania Novalis, Friedrich Schlegel y otros). En Francia, Chateaubriand, con fuerza de espíritu y brillantez de palabra, presentó al cristianismo como la religión superior a todas las religiones. El clásico campeón de la glorificación del papado fue el conde José de Maistre en su obra Du pape (1819).

La revolución francesa y la intervención de Napoleón había desencadenado fuerzas que sólo superficialmente y por breve tiempo podrían dominarse con la victoria de las fuerzas antiguas. El espíritu que había provocado la revolución no pudo ya extinguirse. Aun después de la eliminación de Napoleón, Europa estaba en una fermentación de fuerzas diversas, que se levantaban en contra o en pro de la Iglesia, en contra o en pro del papado. Lo nuevo que había hecho su irrupción tan impetuosamente ofrecía también a la Iglesia muchas posibilidades positivas. Su afirmación podía contribuir esencialmente a la pacificación interna del revuelto continente. Pero hasta fines del siglo, en general los papas desaprovecharon la ocasión de aliarse con las justas exigencias de libertad, de mejores condiciones de vida para todos y de sano progreso, como es misión de la Iglesia en el mundo. Durante muchos decenios de graves decisiones el papado del siglo xix ofrece un cuadro de impotencia y desconcierto. Hasta el pontificado de León xiii, los papas se contentan en general con rechazar hostilmente los errores reales o supuestos del tiempo que para esta época eran en gran parte un progreso celebrado. Mirada retrospectivamente, la restauración de los Estados pontificios, que se encontraron en permanente agonía hasta su fin en 1870, fue el más pesado lastre de la misión universal del papado.

León XII (1823-1829) abandonó los carriles de Consalvi y emprendió un nuevo rumbo estrictamente centralista y absolutista, lo mismo que su sucesor. Gregorio XVI (1831-1846), personalmente amable y sencillo, siguió siendo también sobre el trono papal el monje sin experiencia política y extraño al mundo. La marcada conciencia de la autoridad papal que se refleja en su Trionfo de 1799, determinó toda la política eclesiástica de su pontificado. Se echó de menos la necesaria reforma de los Estados de la Iglesia, gravemente endeudados y malamente administrados. El papa rechazó, lo mismo que su sucesor, el movimiento de unificación de Italia, el «Risorgimento», henchido de entusiasmo nacional. La dominación papal sólo pudo mantenerse en los Estado pontificios, sacudidos por constantes rebeliones y atentados, con ayuda de las odiadas tropas extranjeras. El papa adoptó una actitud negativa ante todas las manifestaciones del tiempo nuevo. En la encíclican Mirari vos (5-8-1832) condenó los errores y exigencias del -> liberalismo del tiempo, que era sobremanera poderoso en toda Europa: el -> indiferentismo, la libertad de conciencia y de prensa, el principio de la separación entre la -> Iglesia y el Estado. Bajo su pontificado se inició el predominio de la teología neoscolástica, marcadamente «romana». Se favorecieron de manera constante las misiones de todo el mundo y se estructuró la jerarquía eclesiástica.

En el pontificado de Pío IX (1846-1878), al júbilo entusiasta por el supuesto papa «liberal», sucedió pronto la desilusión. En nombre de la independencia espiritual de la santa sede se negó Pío ix a transformar sus Estados, que se desmoronaban, en un Estado constitucional moderno. Después de la revolución del año 1848, en que hubo de huir disfrazado, apoyado por el secretario de Estado Antonelli volvió totalmente al sistema de su antecesor. Las capas cultas de la población de los Estados pontificios se alejaron cada vez más de la Iglesia y del papado. Estaban exacerbadas por un régimen eclesiástico que no concedía libertad a los ciudadanos y también se inmiscuía profundamente en la vida privada. El ministro italiano Cavour pudo aprovechar sin gran esfuerzo esta situación para lograr la unión nacional bajo la casa de Saboya-Piamonte. Durante la guerra franco-prusiana, el resto de los Estados pontificios, Roma y sus alrededores, fue incorporado al nuevo reino de Italia (1870). El papa, tras alguna vacilación, rechazó la ley de garantías del nuevo Estado italiano, y se consideró en adelante como prisionero en el Vaticano. Pero los católicos de Italia fieles a la Iglesia se vieron precipitados en grave apuro de conciencia, pues les estaba prohibida toda colaboración activa de alguna importancia. Hasta 1929 no se concluyó la paz entre el Vaticano y el Quirinal, entre el papado y el Estado italiano.

Dentro de la Iglesia, el largo pontificado de Pío ix se caracterizó por la mayor organización de la jerarquía y de las misiones, y todavía más por un fortalecimiento del centralismo romano, así como por el auge de la piedad popular, en que el papado desempeñó un papel importante, por el ultramontanismo creciente en todas partes, por el avance del movimiento católico y de los partidos católicos en el campo político. Corrieron paralelos el pleno desenvolvimiento de la neoescolástica (-> escolástica, G) y, como puntos particularmente salientes, el Syllabus, un índice de los 80 «errores capitalísimos de nuestro tiempo», y el concilio Vaticano I. La intención de Pío ix con la encíclica Quanta cura y con el Syllabus adjunto (1864) era protestar contra el -> laicismo, la concepción naturalista de la religión y el absolutismo de la voluntad estatal o humana. Su objeto era levantar un fuerte dique contra el proceso general de secularización y la revolución espiritual de la edad moderna. La publicación del Syllabus, sin matización de sus proposiciones, levantó gran revuelo. En sectores del liberalismo e incluso entre muchos teólogos y seglares católicos abiertos, ese documento fue considerado como ruda negativa a la cultura y al Estado moderno, no menos que a las conquistas liberales de los dos últimos siglos.

La preparación, el curso y las declaraciones doctrinales del concilio Vaticano I (1869-1870) sólo pueden entenderse partiendo de la situación de la Iglesia católica y del papado en el siglo xix. Únicamente se deliberó con detención sobre dos de los esquemas preparados, que sólo parcialmente fueron sometidos a votación. La constitución dogmática De fide catholica (Sobre la fe católica) contrapuso al -> panteísmo, y al materialismo y al -> racionalismo una breve y clara síntesis de la doctrina católica sobre Dios, creador de todas las cosas, y sobre la revelación, la fe y la relación entre la fe y la razón. Dificultades considerables surgieron en el esquema De Ecclesia Christi (Sobre la Iglesia de Cristo), en que se describía el puesto del papa en la Iglesia, su primado y episcopado universal con inclusión de la infalibilidad doctrinal en materia de fe y costumbres. La constitución dogmática Pastor aeternus (18-7-1870) describe la plenitud papal de poderes sobre toda la Iglesia (el primado de jurisdicción plena y eficaz), y define seguidamente la infalibilidad en estos términos: «El romano pontífice, cuando habla ex cathedra — es decir, cuando, cumpliendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, define por su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre fe y costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal —, por la asistencia divina que le fue prometida en la persona del bienaventurado Pedro goza de aquella infalibilidad de que el redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición de la doctrina sobre la fe y las costumbres; y, por tanto, las definiciones del romano pontífice son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia.» Con la definición dogmática del episcopado universal y de la -> infalibilidad doctrinal del papa llegó a su término una larga evolución.

En medio del desmoronamiento del poder temporal del papado, la cerrazón de la Iglesia recibía un decisivo punto de apoyo doctrinal. Sin razón temieron diversos Estados que por el nuevo dogma se produjera un desplazamiento de la relación entre la Iglesia y el Estado, una nueva proclamación de las pretensiones medievales de poder. En varios Estados, particularmente en Prusia y en Suiza, se procedió duramente contra la Iglesia católica a consecuencia de múltiples «luchas culturales». El concilio Vaticano I comenzó por donde 300 años antes, en el concilio de Trento, se había luchado con la mayor pasión y, a la postre, se había renunciado a una solución definitiva: por la relación de la autoridad papal con las restantes autoridades de la Iglesia y del mundo, por la doctrina sobre la Iglesia. Pero en 1870 se llegó solamente a una solución parcial en el sentido del papalismo. La interpretación de los textos, en parte muy difíciles, y el ulterior esclarecimiento de la relación entre el papa y los obispos quedaron como tareas teológicas. Noventa años más tarde el Vaticano u abordó de nuevo estas tareas, para restablecer el equilibrio desplazado mediante una comprensión más precisa del episcopado católico. En conjunto,

Pío ix dejó una herencia opresora. Cierto que la Iglesia quedó interiormente fortificada, pero también quedó aislada en medio de un mundo hostil.

León XIII (1878-1903), de carácter humanista y conciliador, logró calmar gran parte de las tormentas y confusiones surgidas e iniciar en muchos puntos las rectas relaciones de la Iglesia con el mundo moderno y sus problemas. Es característica la apertura leoniana a la «cuestión social», (-> sociedad), que se había hecho candente desde mucho tiempo. Con la encíclica Rerum novarum (1891) comienza la serie de las grandes encíclicas papales de tipo social. La discusión espiritual en la Iglesia se había paralizado en las luchas en torno al Syllabus y al Vaticano i, pero no se había extinguido. Las aspiraciones a una reforma, exigida por el tiempo, de muchos teólogos importantes y de prestigiosos laicos católicos condujeron pronto a nuevas y duras luchas, que van unidas a los nombres de -> americanismo, catolicismo de reforma, -> modernismo e -> integrismo. Comenzaron ya bajo León xiii y alcanzaron su dramático punto culminante bajo el reinado de Pío X (1903-1914), papa ajeno a la política y preocupado por la renovación religiosa. Junto con muchas evoluciones falsas y muchos errores peligrosos, entonces también se extirparon implacablemente diversos gérmenes esperanzadores. La innecesaria anatematización de muchos hombres sinceros de todas las categorías, que estaban unidos a la Iglesia y al papado por la caridad y el sentido cristiano de responsabilidad, pesa como una sombra grave precisamente sobre el pontificado de Pío x, que por lo demás hizo mucho bien en el campo de la renovación religiosa (Instaurare omnia in Christo) y en el de la reforma interior de la Iglesia.

VIII. El papado en el siglo XX

Como época histórica, el siglo xix terminó en la primera guerra mundial (1914-1918). El reinado de Benedicto XV (1914-1922) estuvo enteramente bajo la sombra de esta guerra, que él no logró acortar. Fracasaron sus reiterados intentos de mediación de paz (particularmente en 1917). El papa promulgó en 1917 el nuevo código de derecho canónico, preparado durante largo tiempo (Codex Iuris Canonici, que entró en vigor desde pentecostés de 1918), y en la encíclica Maximum illud (30-11-1919) abrió nuevas vías a las misiones católicas: se abandonaría el europeísmo y se tendría en cuenta la peculiaridad étnica y cultural de los pueblos misionados.

Continuando la obra de Benedicto xv, Pío XI (1922-1939) trabajó para afianzar la posición de la Iglesia en los países sacudidos por la guerra y por nuevos y constantes chispazos de revolución. Ante la quiebra que dejó tras sí la primera guerra mundial, el papa hizo que los hombres volvieran los ojos a la realeza de Cristo por encima de los tiempos. En 1929 se llegó por fin al arreglo de la «cuestión romana», abierta desde 1870. Los tratados de Letrán trajeron la paz entre la santa sede y el Estado italiano. El papa recibió la pequeña ciudad del Vaticano con algunos recintos extraterritoriales como Estado soberano (Stato della Cittá del Vaticano). Fue una solución afortunada. Se garantizó la necesaria independencia exterior sin los lastres de un Estado mayor. El papado ha aparecido más claramente como institución espiritual, como autoridad en el mundo, desde el fin de los antiguos Estados pontificios hasta hoy. A muchos concordatos y otros acuerdos jurídicos entre la Iglesia y el Estado llevados a cabo por Pío xi sólo les fue concedido breve período de vida.

La segunda guerra mundial (1939-1945) ha traído al mundo una nueva revolución que lo sacude en sus cimientos. Ni Pío xi, ni su secretario de Estado y sucesor Pío XII (1939-1958) pudieron impedir ni tampoco acortar esta guerra devastadora, cuyas consecuencias son todavía imprevisibles. Desde los días de Benedicto xv, en medio de un mundo en gran parte descristianizado, los papas se han enfrentado con los sistemas totalitarios anticristianos del siglo: con el fascismo, con el nacionalsocialismo y el comunismo en sus respectivas variantes. Pío xii, de formación clásica, de extenso saber eclesiástico, de serena objetividad y de fuerte capacidad de trabajo, gobernó la Iglesia en los años de guerra y posguerra con régimen centralista. Se vio obligado a la máxima cautela. El papa tenia que estar entre todos los pueblos y sobre todos los pueblos. Frente a las formas de gobierno y a los sistemas políticos el papa se mantuvo decididamente sereno. Fiel a su lema: Opus iustitiae pax, se esforzó por lograr una paz a base de la justicia. En sus muchos discursos y escritos doctrinales abordó numerosas cuestiones religiosas fundamentales. Sólo una época posterior podrá medir la grandeza de su pontificado, cuando el odio y el favor de los partidos cedan el paso a una estimación desapasionada y serena.

En el breve reinado, que hace época, de Juan XXIII (1958-1964), cabe reconocer claramente el incesante empeño, sin gestos estridentes, por entender y practicar el oficio de Pedro partiendo del espíritu de la sagrada Escritura. El nuevo estilo, muchas veces inconvencional, no raras veces también improvisado, de su gobierno de la Iglesia nacía de su cautivadora bondad humana, de su solicitud pastoral cristiana, pero también de la idea de que la Iglesia debe buscar formas nuevas adaptadas a los tiempos, para poder actuar con eficacia en el mundo presente. Se aflojó la rigidez hierática indudablemente existente en la Iglesia. Después de un largo período de orientación centralista y papalista, comenzó a desplegarse una nueva conciencia de la importancia del episcopado y de la responsabilidad de los laicos en la Iglesia. Se inició una nueva fase en el encuentro con las Iglesias cristianas separadas de Roma (-> ecumenismo, A), encuentro sostenido por el espíritu de amor fraterno y por el sincero deseo de entenderse; e igualmente se inició un nuevo encuentro de la Iglesia con el mundo moderno y todos sus problemas (-> Iglesia y mundo). El nuevo modo de entender el oficio de Pedro se puso de manifiesto sobre todo en el fomento de la unidad de todos los cristianos y en la convocación y ejecución del concilio Vaticano II (1962-1965), en la iniciación de reformas necesarias dentro de la Iglesia, en la exposición de la auténtica universalidad de la Iglesia por encima de todas las barreras nacionales, tradicionales y culturales, en una nueva comprensión de la responsabilidad cristiana por la humanidad entera.

El concilio Vaticano II, concluido por Pablo VI (desde 1963), es el más claro testimonio del serio propósito que la Iglesia católica tiene de reformarse a si misma y de emprender una nueva reflexión fundamental sobre su mandato misional en el mundo de hoy. El pontificado de Pablo vi está enteramente al servicio de este programa. Ello se ve en la prosecución de las reformas dentro de la Iglesia, y, hacia fuera, en el encuentro con el patriarca ecuménico de Constantinopla (en Jerusalén e Istanbul), en la recíproca anulación de las excomuniones de 1054, en el viaje a los congresos eucarísticos de Bombay y Bogotá y a la sede de las Naciones Unidas en Nueva York, en el encuentro con representantes de Iglesias no católicas y de otras asociaciones religiosas, en los contactos con hombres de Estado (incluso de países comunistas), en el empeño constante y apasionado por la paz y la justicia social. No debe pasarse por alto que esta marcha de la Iglesia desde Juan xxiii no hubiera sido posible sin los pontificados preparatorios desde León xiii. En el último siglo y medio de la historia del papado, el camino va desde la actitud de repulsa hostil a todas las corrientes sentidas como amenaza hasta la comprensión amorosa del mundo moderno, aun del mundo caído, culpable y apartado de Dios, por el impulso de la conciencia de responsabilidad cristiana. El papado se levanta en el siglo xx como un poder del espíritu que predica la palabra de Dios y está al servicio de la justicia y de la pacificación en medio de un mundo sin paz, que se debate entre graves riesgos. Los fieles católicos saben por la fe que la Iglesia y su papado vivirán hasta la consumación del mundo.

BIBLIOGRAFÍA: Cf. el articulo Papstliste de R. Bäumer en: LThK2 VIII 54-59; G. Schwaiger - K. Rahner, Papst: LThK2 VIII 36-48; C. Mirbt - K. Aland, Quellen zur Geschichte des Papsttums und des römischen Katholizismus I (T 1967). — Descripciones más amplias Pastor; Caspar; Schmidlin PG; Haller; Seppelt; E. Caspar, Das Papsttum unter fränkischer Herrschaft (Darmstadt 1957); P. Paschini - V. Monachino (dir.), I papi nella storia, 2 vols. (R 1961); F. X. Seppelt - G. Schwaiger, Geschichte der Päpste von den Anfängen bis zur Gegenwart (Mn 1964); G. Schwaiger, Geschichte der Päpste im 20. Jh. (Mn 1968) (con fuentes y bibl.); V. Alperi, Los papas del siglo XX (Ba 1966).

Georg Schwaiger