NEGOCIOS, MORAL DE LOS
SaMun


La m. de los n. tiene su objeto en aquel campo económico que sólo se da en la economía social, y dentro de ésta solamente en una economía organizada de mercado o comercio. Entre los procesos naturales de producción y consumo de bienes que se dan en toda economía (aun en la robinsoniana), en la economía social se necesita un proceso social como anillo intermedio. En las economías domésticas, y también en la economía (plenamente) comunista, ese proceso se desarrolla en forma de tareas y distribuciones: el padre asigna a cada miembro de la familia (o sirviente) su trabajo y su parte en la ganancia común; el plan central determina lo que las industrias particulares han de producir y dónde han de transportarlo, y lo que los particulares pueden tomar de la totalidad de bienes producidos para la satisfacción de sus necesidades. En cambio, en una economía de mercado o comercio, entre la producción y el consumo se interpone el proceso de la distribución en forma de intercambio de prestaciones a manera de negocio jurídico; también entre los distintos productores tiene lugar ese tipo de intercambio de prestaciones. La m. de los n. (morale des affaires) es la parte de la moral de la economía que se refiere a estos «negocios jurídicos». Cada campo de lo económico tiene, aparte de las normas generales de la moral económica, su moral económica específica. Cuanto más espacio ocupan en una economía los negocios jurídicos, tanto mayor importancia tiene la m. de los negocios.

En la actual economía del llamado mundo libre, que en los países más avanzados puede francamente denominarse economía «comercializada», y en la que las res extra commercium son ya sólo raras excepciones, este intercambio comercial a manera de negocio jurídico desempeña un papel preeminente y ha adoptado formas muy desarrolladas (efectos públicos, banca, institutos de crédito, bolsa, seguros, etc.). Y en consecuencia es muy amplio el campo de aplicación de la m. de los n., que se enfrenta constantemente con nuevas cuestiones que han de resolverse.

Ya la alta escolástica elaboró este campo; la escolástica tardía española lo hizo de manera admirable, acercándose mucho en numerosos puntos a problemas hoy actuales y, lo que es más importante, a visiones hoy vigentes.

Los negocios jurídicos tienen su puesto sistemático en los tratados de iustitia et iure. Por desgracia esto ha traído consigo el inconveniente de que se han tomado de la jurisprudencia romana, muy avanzada, no sólo la doctrina general de los negocios jurídicos, sino también las formas especiales de cada uno de ellos, con lo que en muchos casos se ha caído en una jurisprudencia positivista. En lugar de ir al fondo de la naturaleza económica de las transacciones, los tratadistas se atuvieron a los tipos de contrato elaborados por los grandes juristas romanos, para deducir de ellos con agudeza lógica y a veces con verdadera acrobacia filológica los derechos y deberes de los contrayentes. El clásico ejemplo de esto es el contractos mutui, del que aún hoy se deduce con evidencia convincente que ex mutuo (sic) sólo se puede exigir tantumdem, pero no un auctarium. Se pasó por alto que si bien de las definiciones pueden sacarse deducciones lógicas, sin embargo, éstas nada nos dicen sobre la realidad. Para la valoración ética lo que importa no es la definitio, sino lo definitum, es decir, el contenido económico de la transación en cuestión, independientemente de que se cumpla o no la definición clásica de la forma de contrato escogida para el negocio. Este contenido puede cambiar y cambiará en el curso del tiempo, aun cuando se siga empleando para el negocio el mismo contractus nominatus (emptio-venditio, operae locatio-conductio, mutuum, etc.).

Indiscutiblemente, los mejores autores escolásticos no sólo se distinguen por su alto ingenio jurídico, sino que se esforzaron por informarse a fondo sobre la práctica (y prácticas) comerciales; en no pocos casos lograron desprender con refinada habilidad el meollo económico de la cáscara jurídica, que era objeto de abusos. Sin embargo, las figuras y los negocios jurídicos clásicos no se presentaron como creaciones humanas transitorias, que cambian al compás de la economía, sino — lo mismo que el derecho romano en general — como ratio scripta objetiva. Con ello, sin quererlo, se dio un lamentable impulso a la exageración individualista y voluntarista de la autonomía del derecho privado, que, en la antigua Roma, estaba fuertemente frenado por el ius publicum; en la jurisprudencia de los países románicos esta actitud repercute en parte hasta hoy día.

La justicia material exige en primer lugar la observancia del principio de equivalencia: Prestación y contraprestación deben ser equivalentes o del mismo valor, es decir, sólo pueden intercambiarse en una relación económicamente justa. Qué relación de intercambio, la cual se expresa en una economía monetaria en forma de precios (o más exactamente: de relaciones de precios) sea la económicamente justa, es una cuestión que sólo puede esclarecer la ciencia económica, que sin duda deberá proceder teleológicamente y por tanto, tendrá que recurrir a premisas metaeconómicas; la m. de los n. toma las conclusiones de aquélla como lemmata.

Recordemos solamente que, aparte de la prestación principal, deben equilibrarse las prestaciones secundarias, sobre todo las del riesgo, no siempre tenidas en cuenta suficientemente; muchas infracciones contra la m. de los n. consisten en que estas prestaciones secundarias se cargan y sobrecargan unilateralmente, sin el debido equilibrio o compensación, sobre la parte más débil; así, p. ej., en las «condiciones generales» de las grandes empresas (cf. luego). Los negocios jurídicos del actual intercambio económico han ido mucho más allá de todas las clásicas figuras del derecho y formas de contrato; en la inmensa mayoría de los casos el intercambio económico no se desarrolla hoy día en forma de negocio jurídico, o por lo menos esta forma ha venido a ser más o menos ficticia. El que entra en relación con un banco a base de las condiciones generales o busca seguridad en una empresa de seguros a base de las condiciones establecidas por éstos, no negocia una regulación contractual fundada en la voluntad y el acuerdo de las partes contrayentes, sino que se somete a las condiciones formuladas por los juristas de la empresa; en caso de conflicto, no se plantea la cuestión de hecho sobre lo que los contrayentes pensaron y quisieron de común acuerdo, sino la cuestión de derecho, sobre cómo hayan de interpretarse recta y objetivamente las condiciones mencionadas.

La relación de trabajo asalariado (aparte de que sus normas pertenecen en gran parte al derecho colectivo de trabajo) no depende en su consistencia de que entre trabajador y patrono se haya dado o no un contrato individual de trabajo con fuerza jurídica; puede bastar la efectiva oferta y aceptación del trabajo.

Si en lo pasado la m. de los n. sólo tenía que ocuparse de las obligationes ex contractu en oposición a las obligationes ex delicto, hoy día también esta delimitación ha caducado, pues se establecen relaciones de derecho entre sujetos económicos no sólo por medio de acciones ilícitas (delictivas), sino, de modo generalísimo, por actos jurídicamente nulos; y particularmente a causa de la enorme difusión de la responsabilidad por riesgo, hoy indispensable por razones socia1es, ha quedado borrada en la economía la frontera, antaño teóricamente tan precisa, de la responsabilidad. Esa frontera consistía en que, fuera de las obligaciones nacidas de contratos, sólo había responsabilidad si existía culpa. En estas circunstancias no hay otra posibilidad que limitarse al sentido económico social y a la importancia de las acciones con carácter de negocio jurídico y de las otras acciones jurídicamente relevantes, y deducir de ahí lo que cada afectado tiene que hacer o reclamar, y cómo pueda hallarse en caso de litigio una solución no sólo justa, sino también oportuna. En estas circunstancias no es de extrañar que aumenten más y más el número de los llamados «conceptos indefinidos del derecho», como también la importancia de las llamadas «cláusulas generales».

Por razón de la seguridad del comercio, en general debe gozar de protección la confianza en la apariencia del derecho, aun contra la realidad (no siempre cognoscible) del mismo, mucho más allá de los estrechos dominios de las clásicas usucapio y praescriptio. En medida antes no conocida, la justicia material debe ceder el paso a las forzosas exigencias de la seguridad jurídica.

Con técnica formal no puede dominarse la masividad, celeridad y patente multiplicidad del actual intercambio de prestaciones económicas. No hay que pensar en estipular con exactitud jurídica todos los detalles de los negocios proyectados, ni en prever de antemano todas las eventualidades. De lo que se sigue que, en su máxima parte, todos los negocios deben fundarse sobre la mutua confianza, y la protección a la confianza viene a ser el precepto capital de la ética de los mismos. Todo socio en el negocio, aun sin especial declaración jurídica de su voluntad, por su conducta general en circunstancias dadas despierta en el otro determinadas esperanzas sobre cómo entiende la obligación que le incumbe en cuanto socio y sobre cómo piense cumplirla. En esto tiene que poder confiar el otro; y en esa confianza no debe defraudar el uno al otro. Este es el sentido de las cláusulas generales sobre «fe y fidelidad». Lo que el otro puede esperar, aquello en que puede confiar, se determina en gran parte por las «costumbres comerciales», es decir, por el uso general en la rama en cuestión de la economía (p. ej., en el trato de comerciantes entre sí o en los negocios con los clientes). No hay aquí un criterio estrictamente claro, sino que la costumbre comercial deja cierto margen de juego.

En este punto se sitúa la llamada moral límite. Algunos participes en el intercambio económico buscan su provecho en mantenerse en el limite inferior de lo que aún exigen absolutamente las costumbres del comercio. Esto tiene por consecuencia que el límite de las costumbres comerciales se desplaza hacia abajo; lo que antes era centro pasa a ser limite superior; el antiguo limite inferior se torna centro, y más abajo se forma un nuevo límite inferior. Esto conduce, no necesaria pero sí muy probablemente, a un descenso de la moral imperante en la vida económica, y, en ese sentido, el tipo actual de economía comercial es un «corruptor de la moral». La consecuencia inmediata y, por tanto, inevitable de este desplazamiento hacia abajo acaba en que, lo que antes se podía esperar como debido por razón de las costumbres comerciales, ahora tiene que ser contratado expresamente. Así, la moral límite es objeto de la sociología moral más que de la m. normal de los n. (cf. también -> economía, ética de la).

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Oswald v. Nell-Breuning