MUNDO
SaMun

El concepto de m. es central en filosofía y en teología: ambas hablan «sobre Dios y el mundo». Aquí no vamos a entrar en el tema de los artículos «imagen del -> mundo», «relación entre -> Dios y el m.», «-;• Iglesia y m.», sino que estudiaremos lingüística, histórica y objetivamente la multiplicidad de significaciones del concepto formal de m. o de posibilidades en la concepción del mundo.

1. Sentido del término

Desde muy antiguo m. significa la comunidad de vida de los hombres, así en las expresiones «lejos de todo el m.» o «ingratitud del m.». En un sentido muy semejante significa el ámbito de la vida humana, p. ej., en las expresiones: «m. burgués», «m. nuevo», «hombre de mundo». Pero el ámbito de la vida humana no sólo es el m. social, sino, anteriormente a él, el globo terráqueo como morada de los hombres: así se habla de los reinos del m., de las lenguas del m., de ir al fin del m. y de que alguien ha venido al m. En cuanto la tierra está incluida en un orden conjunto de cuerpos celestes, la totalidad de este conjunto — considerada a veces como creación de Dios — se llama m. El término m. es usado con cierta vaguedad cuando se refiere de manera general a una unidad cerrada en sí, p. ej.: «m. animal», «m. de las ideas». Con mucha frecuencia se compenetran las significaciones de la palabra m., de modo que apenas es posible una separación de las mismas.

El significado fundamental de m. en el lenguaje teológico y en el filosófico es aproximadamente: la -+ realidad que nos rodea en su totalidad. Este sentido fundamental varía según el contexto y, sobre todo, según la idea pareja con la que la palabra m. está en correlación o en oposición, p. ej., en las fórmulas «Dios y mundo», «conciencia y mundo externo», «espiritual y mundano», etc.

II. Cambios en la concepción del mundo

La manera como el hombre expresa el conjunto de la realidad que le rodea, o sea, el m., depende profundamente del momento histórico. Y esto puede decirse no sólo con relación a las diversas caracterizaciones objetivas o valoraciones del m., sino también en lo referente a la manera formal de considerar ese todo. Esto puede hacerse a base de relatos míticos o de esbozos filosóficos, o bien bajo la forma (aparente) de una imagen científica del m. Puesto que las formas fundamentales históricas de entender el m. son de algún modo posibilidades permanentes para nosotros, y puesto que una peculiar concepción del m. sólo puede elaborarse con cierta explicitud cuando las posibilidades que se ofrecen quedan comprendidas en su facticidad histórica, es necesaria una exposición de los cambios en la concepción del mundo.

1. Pensamiento griego

La palabra griega para designar el m. es kósmos. Kósmos significa originariamente el -> orden, tanto en sentido de la característica formal como en el sentido de lo realmente ordenado, de lo configurado con arte a base de partes. Esa acepción incluye especialmente la ordenación jurídica de los hombres, y luego también el ornato de las mujeres. Por tanto, la aplicación de la palabra kósmos al mundo (que al principio hicieron sólo los filósofos y desde el estoicismo se extendió al lenguaje general) no es una designación indiferente, sino que implica una valoración cualitativa del mismo. En efecto, los griegos entendieron el m. como un todo fundamentado internamente, como un orden hermoso. La degradación total de kósmos a una dimensión neutra, despojada de toda valoración, fue impedida por el hecho mismo de que se conservó la significación originaria junto a la de m. hasta el tiempo tardío de la época clásica. Llama la atención que el m. fuera caracterizado con un concepto tomado de la esfera humana; y, a la inversa, el orden de la vida humana (de la individual y la social) se entendía a gusto según el modelo del orden del m. Así la especulación macrocosmos-microcosmos (ya en Anaximandro fragm. 2) tiene su raíz en el nacimiento mismo del concepto griego de mundo.

Si ya Anaximandro (fragm. 1) había comparado la ley, según la cual las cosas aparecen y desaparecen, a un orden jurídico, Platón designa el universo como un cosmos, por cuanto en él «cielo y tierra, dioses y hombres» se mantienen en unidad por la amistad (Gorgias 507e — 508a). Sin duda en la alabanza de la bella estructura del m. se mezcla en Platón la concepción de que este m. sensible es sólo la imitación de un m. más auténtico, aprehensible espiritualmente (cf. la coordinación de ambos motivos, en Timeo 92c).

También Aristóteles concibe el mundo como cosmos. El principio de todas las cosas, la naturaleza (fysis), es para 61 una habilidad (entelejeia) que obra inconscientemente. Garantía y prototipo del orden celeste que reina en todas partes es el Dios que está en sí mismo por su conocimiento beatificante. Todo lo sensible imita la constancia perfecta de este Dios y su identidad de esencia: sobre todo las estrellas que giran eternamente, pero también el hombre (Física viii). Con ello la ciencia más importante y fundamental no es, en modo alguno, la antropología, sino la cosmología (cf. Et. Nic. vi 7).

La idea griega de la divinidad del m. alcanza una última cima en el estoicismo: Dios es aquí la razón (alma) del m., la cual lo penetra todo; su providencia es la ley del m. Sin embargo, junto a la forma más extrema de devoción al m., surge una forma de espíritu que desvirtúa el cosmos en favor de otro m. totalmente distinto, radicalmente transcendente: la -> gnosis. Aquí (y en todos los maniqueísmos posteriores) se expresan las experiencias de la impotencia del espíritu frente a las leyes de la naturaleza, frente al curso injusto de la historia del m. y frente al cuerpo en sus poderosas tendencias y su exposición a la enfermedad y la muerte. La salvación ya no se busca en la adaptación corporal a la acogedora unidad del cosmos y en la contemplación feliz de su belleza, sino en la huida del cuerpo y del m. sensible hacia aquel otro m. cuya correspondencia «intramundana» se da en la vivencia de la cúspide suprema del alma, la cual es superior al m. Mediante la introspección se abren nuevos espacios de vivencia, mientras que se pierde casi el encanto por investigar la realidad objetiva y sensible.

2. Revelación judeo-cristiana

En Israel el m. presenta una significación esencialmente distinta de la que tiene entre los griegos. El m. no es el espacio supremo y divino, el cual, descansando eternamente en sí mismo y estando, sin embargo, amenazado por la materia caótica, abarca a dioses y hombres, sino que es lo no divino y, con todo, la obra buena (Gén 1, 31) del Dios supramundano; la fidelidad de Dios garantiza la perpetuidad del curso del mundo (Gén 8, 22). Su creación es la primera de las acciones salvíficas del Dios de la alianza en favor de Israel, las cuales se continúan por la elección de Noé y de Abraham hasta el pacto de la alianza en el Sinai y la conquista de Canaán (asf la concepción del escrito sacerdotal en Gén 1).

La fe en la ->, creación no sólo surge en Israel más tarde que la fe en Yahveh como auxiliador (a pesar de algunos testimonios antiguos, p. ej., Gén 14, 19), sino que, además, cuando aparece está al servicio de la alabanza de Yahveh por una acción salvífica, o bien al servicio de la fe en su poder salvífico en una situación determinada (cf. Deutero-Isaías 42, 5s; 43, 1; 44, 24-28; 54, 5; Sal 74; 89, 10ss).

A esta originaria inteligencia histórico-salvífica de la obra de la creación se añade posteriormente, sin duda bajo influjo cananeo (p. ej., Sal 8; 19, 1-7; 104) y egipcio (literatura sapiencial), otra perspectiva en la que el m. es objeto inmediato de alabanza del poder creador de Yahveh y de admiración por su sabio gobierno y orden del m. Las concepciones estrictamente cosmológicas del AT (y del NT) se mantienen en el marco de las difundidas en el Próximo Oriente. Pero ni Israel vivió de ellas, ni Jesús las convirtió en contenido de su mensaje sobre la presencia de Dios en él.

La concepción del m. en el NT parte de Jesús como el Cristo: el m. (primariamente el m. de los hombres, cuyas raíces, sin embargo, penetran profundamente en lo «cósmico») es sobre todo la creación, buena en sí, pero caída; es el ámbito de dominio del mal, aunque en principio ya está redimido y destinado a la salvación definitiva. La pluralidad de sentidos del concepto neotestamentario de m., el cual tiene un gran papel especialmente en Pablo y en Juan, no es, pues, casual, sino que brota de un contexto interno, fundamentado en la teología de la salvación.

El m. ha sido creado en Cristo (Jn 1, 10) y así es bueno. Pero por el pecado, «desde Adán», se ha alejado más y más de Dios, de manera que el m. con razón se hace sinónimo de «hostilidad a Dios» y de «estar condenado a la perdición». El punto culminante, el desenmascaramiento y la superación de su maldad es la crucifixión de Nuestro Señor. Cristo vino desde otro ámbito (Jn 17, 14; 18, 36) a este m. como luz suya (Jn 1, 9; 12, 46) para salvarlo (Jn 3, 17; 6, 51). Pero como eso debía incluir necesariamente que se mostrara al m. su verdadera faz, que es faz de tinieblas, y el m. no podía soportar su propio aspecto, aquél rechazó a su salvador (Jn 1, 10; 14, 17; 17, 25) y así se juzgó a sí mismo (Jn 12, 31; 16, 33). Al m. la sabiduría misericordiosa de Dios le pareció una necedad; mas para aquellos que en Jesucristo encontraron su salvación, la cruz es el hallazgo más profundo del amor de Dios (1 Cor 1, 18-31; 3, 19). Este m. que ha crucificado al Señor de la gloria (1 Cor 2, 8) está crucificado para ellos, e igualmente ellos están crucificados para él (Gál 6, 14). Así los discípulos, ciertamente viven en este mundo (Jn 13, 1; 17, 11.15; 1 Cor 5, 10), pero no viven de este mundo (Jn 15, 18s; 17, 14.18). Mas, precisamente porque ellos pertenecen ya ahora a otro m. «celestial» (Ef 2, 7; Flp 3, 20; Col 3, Iss) y no viven según el modo de este m. (Rom 12, 2; Ef 2, 2), con el corazón puesto en lo caduco (Mt 13, 12; 1 Cor 7), pueden usar libremente de las cosas del m. (1 Cor 3, 22s) y ser luz para los hombres (Mt 5, 14; Jn 17, 18).

Para resaltar la novedad y el carácter de decisión de la situación creada por Jesús, el NT usa libremente la concepción apocalíptica del judaísmo tardío acerca del corrompido -> eón actual y del futuro. A esto pudieron haber contribuido también la esperanza de un próximo final que reinaba en los primeros tiempos y la situación de persecución en la joven Iglesia. Sin embargo, el NT nunca predica una huida del m., a pesar de la exhortación a usar de las cosas del m. «como si no» (1 Cor 7, 31) se usaran, y no obstante la ausencia de todo programa para mejorar las condiciones de vida de este mundo.

3. Síntesis entre la concepción griega y la cristiana

La discusión entre las tendencias (basadas en motivos distintos) que rechazan el m. y las que lo afirman dentro de la fe cristiana y del pensamiento griego, es un tema central de los intentos de mediación en la antigüedad tardía y en la edad media. A este respecto la figura clave es Agustín, que alaba la belleza y el orden del m. en el seno mismo de las oposiciones (Enarr. in Ps. 148). Pero él va más allá de la antigua valoración del m. — la cual propiamente se había referido siempre tan sólo a la forma y el orden mundanos, cifrando en la materia la causa de toda deficiencia y de todo mal —, por cuanto considera el m. entero, y por tanto, también el material, como obra del Dios bueno y, consiguientemente, como obra buena en sí misma (p. ej., Enchiridion 23).

Por otro lado Agustín toma en serio la antropología implicada en la fe cristiana. La esencia del hombre no consiste en incorporarse al orden conjunto, constituyendo una imagen en pequeño del mismo, sino en estar como persona ante Dios. El cosmos queda desvirtuado en su importancia salvífica. El hombre ya no encuentra en el m. la satisfacción de sus necesidades; sólo en la fruitio boni summi, en la quietud plena en Dios, se tranquiliza su corazón inquieto (Conf. I 1, 1). Dios y el alma, no hay otra cosa que interese (Soliloquios i 2, 7). El milagro ya no es que en el caos del fluir se mantenga una forma constante (Teeteto 155d), sino el abismo del alma (Conf. XIII 13, 14). En la división del todo, que se hace a partir del alma como punto cardinal, el m. es lo que está «fuera» (Conf. x 6, 9); además de él existe lo que hay en el alma y lo que está tanto por encima de la misma como en su interior más profundo, a saber, Dios. Esa división se refleja todavía en las tres ideas kantianas de la razón. La única comunidad jurídica del cosmos se divide en dos reinos: la civitas terrena y la civitas Dei. La unidad del orden contemplado del m. se escinde en la dualidad de dos posibilidades de elección.

La síntesis de Agustín, quizá tan acuñada por el -> maniqueísmo como proyectada contra él, en lo esencial permanece un modelo para la edad media. Su espiritualismo influye en la interpretación simbólica que Buenaventura hace del m. a la luz de su meta y origen (Itinerarium mentis in Deum), lo mismo que en la huida del m., peculiar de la «imitación de Cristo» a finales de la edad media. Sin embargo, aparecen otros motivos. El redescubrimiento de Aristóteles en el siglo xii vivificó el interés por una investigación teorética y objetiva de la naturaleza, investigación que, confiada en el origen espiritual de toda la realidad material, creyó ahora poder describir y explicar con método matemático los fenómenos terrestres. Anteriormente ese intento carecía de interés a causa del grado inferior de ser que se atribuía a las realidades terrenas. La naturaleza se convirtió para el investigador en el libro abierto de la creación de Dios.

En cuanto la fe cristiana dio al hombre una posición soberana frente al m., le posibilitó también el abandono del sistema geocéntrico que el estoicismo usaba como metáfora de la situación del hombre en el cosmos (H. Blumenberg). Pues el alma inmortal, llamada por Dios a la salvación, no carece menos de patria en un m. heliocéntrico o sin centro que en un sistema geocéntrico. Una interpretación demasiado literal de la Biblia, el poder de la costumbre y el temor, quizás no del todo infundado, a una orientación acorporal del hombre hacia la trascendencia exclusivamente, fueron causa de que los cristianos no conocieran cómo era su fe precisamente la que había hecho posibles estos conocimientos. Esa ignorancia llevó al proceso de Galileo y a un alejamiento creciente entre la ciencia y la filosofía modernas y la mentalidad de la Iglesia cristiana.

En esta línea está la concepción del m. acuñada por la mecánica del siglo xvii y elaborada filosóficamente por Descartes, Locke, etc. Según esa concepción la máquina del m. está dominada por leyes físicas, que el espíritu investiga renunciando al testimonio engañoso de los sentidos. Sin duda tal máquina del m. amenazaba, por su parte, con engullir al espectador. Y de hecho el -> materialismo del siglo xviii se preguntó si el hombre mismo no es también una especie de máquina (cosa que ya había concedido Descartes con relación al cuerpo). Hubo que demostrar explícitamente cómo la máquina del m. es una construcción del espíritu humano y despojarla así de su propia importancia, para que pudieran subsistir la libertad y la moralidad.

Ésta fue la empresa de Kant. Él explicó la naturaleza del m. de Newton, y sólo de ese m.; aquí está la limitación de su estudio del tema «mundo». Según Kant, el m. como conjunto de todos los fenómenos no es un objeto posible de conocimiento. Todo intento de hacer y fundamentar afirmaciones sobre la totalidad del m. se enzarza en contradicciones internas (antinomias). Obligada por éstas, la razón vuelve hacia sí misma y descubre que sus conceptos sólo tienen sentido en relación con objetos de una experiencia posible; la totalidad del m. nunca se da experimentalmente, es tan sólo una función de la aspiración cognoscitiva. El concepto de m. no tiene, pues, un contenido que él represente, sino que se agota totalmente en su función: la de ser horizonte ideal de un conocimiento lo más perfecto posible y critica de cualquier conocimiento incompleto.

El armazón formal de un fenómeno de la naturaleza en el sentido de Kant viene dado por los principios de la física de Newton; el m. es para él el conjunto de todos estos fenómenos. Kant ha visto acertadamente que un m. entendido así está en un plano lógico totalmente distinto del plano en que se halla un fenómeno de la naturaleza; ha visto, por consiguiente, que el m. no puede, como el fenómeno de la naturaleza, ser conocido de manera categorial, sino que sólo puede ser pensado como idea; se ha percatado de que no hemos de enfocar el m. en su totalidad a manera de objeto de conocimiento, sino a manera de método reflexivo.

Pero se pregunta si el contenido del problema insinuado en la palabra m. se agota totalmente con que el m. sea tan sólo el horizonte que el hombre se señala a sí mismo como ideal de su conocimiento. Ahí se decide previamente en forma dogmática y poco crítica la concepción del m. que tiene el hombre. El m. en sí no ofrece otro sentido para Kant que el de ser polo opuesto a nuestro conocimiento y el origen de la afección sensible del mismo; el m. conocido sólo tiene el sentido que nosotros le hemos dado. Para el ser auténtico del hombre, el moral, el m. apenas tiene significado. La cuestión del sentido propio del m. queda sin plantear.

En cambio Nietzsche aborda apasionadamente esa cuestión. Contra la progresiva desvirtuación del m. por obra de la filosofía cristiana y la platónica, intenta devolver al m. su peso ontológico destruyendo la situación especial que el hombre cree tener a causa de su espiritualidad. Esto sucede por el hecho de que los presupuestos de esa fe (un Dios transcendente, las ideas de verdad y de libertad) son descubiertas como ilusiones bajo las cuales se enmascaraba la esencia propia del hombre y del m., a saber, la voluntad de poder. Cuando el hombre ha perdido así todos los valores por los cuales él podía orientarse y está en la situación de un -> nihilismo absoluto, se le muestra su patria: el caos ciego del acontecer natural, que no tiene ningún sentido, que se afirma a sí mismo en un eterno movimiento circular, en un hoy que perdura sin historia. En el amor fati, en el cual el hombre se quiere a sí mismo como una parte de este m., él abandona su posición excéntrica frente al m. Por la renuncia a su espiritualidad, el hombre arrebata el fundamento de posibilidad a todo nihilismo.

La fenomenología, por el contrario, quisiera mantener la autonomía tanto del m. como del hombre. A este respecto se encuentran impulsos importantes ya en Hegel. Aunque éste, por su doctrina del saber absoluto, a la postre despojó al m. de su mundanidad, sin embargo su pensamiento de la mediación universal es de la mayor importancia para una filosofía del m. No es concebible ni una inmediatez no mediada, ni una mediación que no se halle ya sobre el fundamento de una inmediatez más profunda. Cierto que nuestro conocimiento del m. está siempre bajo la mediación subjetiva de la totalidad de nuestras experiencias anteriores; pero precisamente estas experiencias como tales sólo se han hecho posibles sobre el fundamento del encuentro con un m. articulado. Así la totalidad de nuestras experiencias y el m. de la experiencia tienen un carácter objetivo y subjetivo a la vez.

E. Husserl, que en su camino «hacia las cosas mismas» fue guiado primero hacia la pura vida del yo o de la conciencia, la cual posibilita las distintas maneras de darse un fenómeno, en su época tardía descubrió cada vez más que esta conciencia, por su parte, sólo puede ser entendida desde el horizonte del m. concreto de nuestra vida, y que, por consiguiente, m. significa a la vez algo constituido en la conciencia y el fundamento precedente a toda constitución. Heidegger prosigue este problema en Ser y tiempo. Aquí toda aprehensión de un sentido, todo entender algo en cuanto algo, presupone el horizonte de una totalidad previamente entendida (en forma no temática) de interrelaciones, o sea, el m.; éste, por su parte, no es nada en sí, más bien, como proyecto del hombre que entiende el ser de cara a sus posibilidades, es el fundamento de todo en sí. Hombre y m. son dos polos del mismo fenómeno: el hombre es esencialmente ser en un m.; el m. es un existenciario. Sin embargo, en la concepción de Ser y tiempo el polo del hombre goza de una supremacía indebida, que posteriormente movió a Heidegger a entender al m. y al hombre desde la verdad del ser que actúa iluminando y ocultando a la vez. Así el m. es el espacio histórico de la iluminación, en el cual se revela el ente en cuanto tal y puede existir el hombre como hombre. El m. es «cuadratura», o sea, está determinado en todas sus dimensiones por el juego conjunto y mutuo de lo divino y lo humano, de lo claro y lo obscuro. El mundo es « -» lenguaje», o sea, espacio y tiempo de un sentido interpretado, por el cual alcanza su destino histórico el ser, al que el hombre ha de corresponder con destreza preparándole una morada.

III. Reflexiones sistemáticas

Si bien el hombre siempre consideró el m. como el espacio de su vida (en favor de lo cual habla ya a su manera la historia del lenguaje con relación a los términos «mundo» y kósmos), con todo por primera vez hoy entiende el m. expresamente desde sí mismo y de cara a él, como «m. del hombre». El m. para él no es primariamente el fundamento que alberga un sentido, sino que en gran parte recibe su sentido mediante el descubrimiento y la utilización por parte del hombre. Esta concepción del m. se ha hecho posible por la -> conciencia de libertad que el cristianismo ha transmitido al hombre, y por el poder progresivo de éste sobre la naturaleza mediante la -> técnica científica.

Por consiguiente, lo que m. significa como conjunto de la realidad se le descubre al hombre, cuyo ser es ser en el mundo, precisamente en ese ser. El m. humano tiene la estructura de su sentido en la vida del hombre con sus múltiples necesidades; en el marco (también variable) de su poder y tener que ser aparecen los hechos del mundo. M. significa así la realidad articulada con un sentido como espacio de mi vida. Es el m. del hombre, o sea, de un ser que existe corpóreamente, que está bajo condicionamentos biológicos, psicológicos, etc.; es al mismo tiempo mi y nuestro m., el cual está abierto a mi comprensión por el medio del lenguaje, que en gran parte yo no conozco de forma inmediata, sino solamente por las informaciones e interpretaciones de otros. Es el m. cuya faz, en virtud del perspectivismo dado con nuestra finitud y especialmente con nuestra historicidad, y en virtud de nuestra intervención siempre transformadora en él, se ofrece cada vez de manera diferente, constantemente saca a la luz aspectos nuevos y retira otros. Es el m. en el que nosotros encontramos de antemano posibilidades y cargas transmitidas, por las cuales o contra las cuales debemos vivir; el m. que siempre está abierto a nuevos descubrimientos; el m. cuyo sentido conjunto intentamos (consciente o inconscientemente) interpretar en una forma religiosa o parecida.

Este horizonte de la vida humana, que pertenece al hombre y es mutable, capaz de ampliación y configurable, pero a la vez precede siempre a cualquier configuración, constituye la forma primaria bajo la cual se nos da el todo de la realidad del mundo. El m. para mí (o para nosotros) es, pues, más originario que cualquier m. definitivamente cognoscible en sí mismo. Todo m. en sí determinado es el producto de un proyecto objetivador. Este carácter de proyecto lo tienen especialmente las imágenes del m. que trazan las ciencias naturales. Pero su finalidad no estriba en la adquisición de un conocimiento beatificante y formativo acerca de las estructuras internas del cosmos, sino en la voluntad del hombre de afirmarse contra el poderío del m., de despojar a éste de su extrañeza angustiante y de apropiárselo. Ya la forma del conocimiento propio de las ciencias naturales — la reducción de fenómenos a condiciones que en principio podemos producir en todo momento — muestra que su sentido es la incorporación de los procesos naturales al ámbito de lo disponible por la técnica.

Así el m. de la naturaleza se convierte más y más en un m. cultural, y los sucesos naturales se convierten en una historia configurada por nosotros. El hombre ya no vive del m. como naturaleza; ésta se nos presenta casi exclusivamente como material de nuestra planificación y como ambiente de descanso. Pero, evidentemente, junto a esto se abre un nuevo tipo de naturaleza: la cultura técnica creada por nosotros, la cual amenaza con engullir al hombre tanto como la naturaleza salvaje amenazaba así al hombre primitivo.

Ante el peligro de que el hombre se ahogue en su propia obra y a la vista de una desaparición cada vez más rápida de valores (al menos supuestamente) objetivos (-> nihilismo), el hombre busca un sentido para su vida en este m. Pero este m. despojado de todo carácter misterioso ya no puede dar el sentido buscado. Precisamente el m. que se ha hecho secular rechaza cualquier intento de una nueva sacralización. La fuente de un -> sentido ya no puede buscarse, pues, en el m. técnico ni en el curso interno de la naturaleza. Efectivamente, en aquél nos hallaríamos sólo a nosotros mismos, y el sentido de la vida ha de estar dado de antemano; a su vez, una reintegración en la naturaleza, como la quería Nietzsche, fracasa por la inalienable conciencia de libertad que tiene el hombre. Ahora bien, si no queremos ver el único sentido de nuestra vida en la lucha contra la naturaleza y a favor de la constitución de una sociedad digna del hombre (un enfoque que difícilmente puede engendrar una actitud serena), el «hacia donde» último de nuestra -> existencia habrá de buscarse en el fundamento que posibilita tanto nuestra -> libertad como la naturaleza subsistente por sí misma: en la libre y libertadora realidad transcendente de Dios. El m. considerado y tomado como -> creación, es decir, como don, tiene un sentido que no ha recibido por primera vez del hombre, pero que sólo llega a su plenitud cuando éste lo ha entendido y desarrollado; un sentido que no hace superflua la libertad del hombre, sino que la llena de luz y dirección. De Dios, a quien podemos llamar nuestro padre, hemos recibido el m. en herencia, no sólo a medias, sino íntegramente (cf. Rom 8, 15ss).

El m. no es un fragmento de Dios, sino que, como realidad no divina y totalmente profana, descansa en su propio peso; el m. nos pertenece por completo precisamente porque también nosotros nos pertenecemos a nosotros mismos, es decir, porque como seres corpóreos somos libres. De lo dicho se desprenden tres posibilidades de relación con el m. A base de un temor maniqueo al m. podemos estimar en poco el amor donador de Dios, y así atrevemos a aceptar el m. sólo a medias (en la tarea y en el disfrute). Por otro lado, para hacernos señores soberanos del m., en el trasfondo de nuestra conciencia podemos matar al donador, por considerar que en el fondo es envidioso de nuestra posesión. Ambas posiciones comparten este falso presupuesto: que Dios no es amor, sino envidia mezquina; una concepción que a veces puede ser proyección de un egoísmo reprimido. También aquí la verdad está en el medio: en tomar como hijos libres con gratitud, serenidad y paz el don que se nos ha dado sin reservas.

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Gerd Haeffner