MUERTE
SaMun


1. No puede decirse que la teología de la m. encuentre en la usual dogmática escolástica aquella atención que este tema teológico merece. Por la experiencia cotidiana creemos saber qué cosa es la m., y así pasamos con excesiva rapidez a la cuestión de qué viene «después» de la m., como si ahí empezara la teología de la misma.

Y, sin embargo, la m. oculta necesariamente en sí misma todos los misterios del hombre; es, como dice Gaudium et Spes del concilio Vaticano II, el punto en que el hombre se torna de la manera más radical problema para sí mismo, y por cierto un problema que sólo Dios puede resolver. Además, el cristianismo es la religión que conoce la m. de un hombre como el suceso más fundamental de la historia de la salvación y de la historia universal. Finalmente, la m. no es algo que suceda «en» el hombre junto a muchas otras cosas, sino que es aquello en que el hombre mismo se realiza en su condición definitiva.

La m. es un suceso que afecta a todo el hombre. Pero el hombre es una unidad de -> naturaleza y -> persona, es decir, un ente que, por un lado, tiene un estado de ser dado previamente a la libre -> decisión personal, con sus leyes determinadas y con un desarrollo necesario, y, por otro lado, dispone libremente de sí mismo, de modo que es definitivamente tal como quiere entenderse en su libertad. Con ello la m. es una acción a la vez natural y personal. Si «propiamente» la biología no sabe por qué toda vida y especialmente el hombre muere, síguese que la fundamentación creyente de la m. por la catástrofe moral de la humanidad (Rom 5) es la única fundamentación de la indiscutible universalidad de la m. del hombre. Y en tal fundamento teológico aquél posee al mismo tiempo la certeza de que también en lo futuro el tener que morir pertenecerá a los poderes necesarios de la existencia.

2. Antes de describir la esencia de la m. citemos aquellas declaraciones del magisterio que se ocupan expresamente de la muerte. La m. es una consecuencia del -> pecado original (Dz 101 109a 175; DS 413; Dz 788s). Con ello no se dice, naturalmente, que si no hubiera pecado original y pecado personal el hombre permanecería sin fin en su existencia biológica y temporal (o que antes de «Adán» en el reino animal no hubo ninguna m. biológica). Aun sin pecado, habría terminado la vida del hombre en cuanto espacial, temporal, biológica e histórica, y éste habría penetrado, por la acción total de su vida y de su libertad, en su estado definitivo ante Dios. La m. tal como hoy se experimenta (como parte de la constitución concupiscente el hombre [-> concupiscencia], en la obscuridad, debilidad y ocultación de su esencia concreta [cf. luego en 3]) es consecuencia del -> pecado, sin que podamos establecer una separación exacta entre la m. como perfección personal de la vida y la m. como manifestación del pecado.

En correspondencia con esto todos los hombres que tienen el pecado original están sometidos a la ley de la m. (Dz 789). Incluso aquellos que según 1 Cor 15, 51 verán en vida la segunda venida de Cristo deben alcanzar la vida eterna mediante una «transformación» radical, la cual objetivamente es lo mismo que la muerte. Con la m. cesa definitivamente la única historia del hombre (cf. Lc 16, 26; Jn 9, 4; 2 Cor 5, 10; Gál 6, 10). La Iglesia siempre ha rechazado la doctrina de la -> apocatástasis (Dz 211; cf. Dz 778 530 693). En el concilio Vaticano i se había planeado una definición acerca de la imposibilidad de una justificación después de la m. (ColLac vn 567). Con esto se rechaza también la doctrina de la -3 metempsícosis, como inconciliable con la concepción de la singularidad y dignidad decisiva de la historia humana y con la esencia de la libertad (como decisión para lo definitivo).

3. Una descripción transitoria de la m. nos la da la tradición cristiana con la idea de que la m. es la «separación del alma y del cuerpo». Con ello queda dicho que el principio espiritual de vida en el hombre, su -> alma, en la m. toma una relación distinta con aquello que acostumbramos a llamar el ->. cuerpo, pero no se dice mucho más. Por esto la idea mencionada no es una definición esencial suficiente para las exigencias metafísicas o teológicas. Pues no dice nada acerca de la peculiaridad de la m. en cuanto es un suceso precisamente del hombre como un todo y como una persona espiritual, y por cierto un suceso esencial, por el que él se engendra definitivamente como persona libre. Esa autogeneración definitiva no se produce con ocasión o después de la m., sino que es momento interno de la m. misma. Mientras que las plantas o los animales «terminan», sólo el hombre «muere» en sentido auténtico.

Además, la mencionada descripción de la m. permanece insuficiente porque el concepto de «separación» queda obscuro y deja espacio para afirmaciones muy diferentes entre sí. Si el alma está unida con el cuerpo, evidentemente tiene una relación con aquella totalidad (una de cuyas partes es el cuerpo) que es la unidad del mundo material. Esta unidad material del mundo no es ni una suma meramente pensada de cosas particulares, ni una mera unidad del mutuo influjo externo entre esas cosas particulares. Puesto que el alma, por su unidad substancial con el cuerpo como forma esencial del mismo, tiene también una relación con esta unidad radical del mundo, la separación de cuerpo y alma en la m. no significa la simple supresión de esa relación con el mundo, de manera que el alma (como se piensa de buen grado a la manera neoplatónica) se hiciera sencillamente acósmica, trascendente al mundo. Más bien, la supresión de su relación con el cuerpo, la cual mantiene y delimita la forma corporal frente al todo del mundo, debe pensarse como una apertura más amplia y profunda y como un desarrollo efectivo de su relación al mundo entero. Con la m. el alma humana entra precisamente en una mayor cercanía y relación interna respecto del fundamento (difícilmente comprensible, pero muy real) de la unidad del mundo, en el cual todas las cosas del mundo se comunican entre sí previamente a su influjo mutuo; y esto es posible precisamente porque el alma ya no mantiene su forma corporal particular.

Esta concepción viene dada también con la afirmación escolástica de que el acto sustancial del alma como forma corporis (Dz 481) no es realmente distinto de ella y, por tanto, sólo podría cesar si el alma misma terminara y, contra lo que prueba la filosofía y enseña obligatoriamente el dogma, no fuera inmortal. Una relación sustancial con la materia, que es idéntica con el alma y no un «accidente» en ella, puede modificarse, pero no cesar por completo. Además, hemos de pensar que el alma espiritual por su corporeidad ya antes de la muerte se abre constantemente al mundo total, y que, por tanto, no es una mónada cerrada, sin ventanas, sino que está siempre en comunicación con la totalidad del mundo. Semejante relación con el cosmos entero significa que el alma, despojándose en la m. de su forma limitada de corporeidad y abriéndose al todo, participa en la configuración de la totalidad del mundo, y precisamente también en cuanto éste es fundamento de la vida personal de los otros como seres corpóreo-espirituales. En esta dirección apuntan, p. ej., ciertos fenómenos parapsicológicos, la doctrina del -> purgatorio y la de la intercesión de los santos.

Por consiguiente la m. no es para el hombre ni el final de su existencia ni la mera transición desde una forma de existencia a otra, la cual mantuviera la forma esencial de la anterior, a saber, una temporalidad no concluida; la m. es más bien el principio de la -> eternidad, en la medida que en esta eternidad se pueda hablar de un «principio». Toda la realidad creada, el mundo, crece en las personas corpóreo-espirituales y por ellas, cuyo cuerpo es en cierto modo, y por su m. va entrando en su propio estado definitivo. Con todo, esta consumación que va madurando desde dentro implica a la vez, en una oculta unidad dialéctica, ruptura y final desde fuera por una intervención imprescindible de Dios, por su venida para el juicio, cuyo díanadie sabe (-> novísimos). Por eso la m. del hombre es un suceso recibido pasivamente, frente al cual éste como persona se siente impotente y extraño; pero también es esencialmente el autoperfeccionamiento personal, la «propia m.», una acción interna del hombre (entiéndase bien que hablamos de la m. misma, y no simplemente de una externa toma de posición del hombre frente a ella).

La m. reviste, pues, ambos aspectos. Por un lado, el final del hombre como persona espiritual es un perfeccionamiento activo desde dentro, un ir activamente hacia la consumación, un creciente engendrarse que conserva el resultado de la vida y un acto por el que la persona toma posesión plena de sí misma; es un haberse producido a sí mismo y una plenitud de la realidad personal libremente desarrollada. Y, por otro lado, la na. del hombre en su totalidad como final de la vida biológica es a la vez, en una forma que afecta indisolublemente a la totalidad del hombre, ruptura desde fuera, destrucción, de manera que la «m. propia» desde dentro por la acción de la persona misma es simultáneamente el acto de la más radical impotencia del hombre, es la más alta acción y el más alto padecimiento en un solo acto. Y dada la unidad sustancial del hombre, no es posible distribuir estos dos aspectos de la única m. entre el cuerpo y el alma del hombre, disolviendo así la auténtica esencia de la muerte humana.

Carácter oculto de la muerte. Bajo esa doble vertiente la m. es en principio oculta, pues nadie puede decir de una manera existencialmente clara si la plenitud de la vida alcanzada en la m. es el vacío y la nada (velados hasta ahora) del hombre como persona, o si el vacío que se muestra en la m. es sólo la apariencia de una verdadera plenitud, la liberación de la esencia pura de la persona.

Debido a este carácter oculto, la m. tanto puede ser castigo y expresión del -> pecado, e incluso punto culminante del mismo, pecado mortal en sentido propio, como punto culminante de la acción vital del hombre, en la cual él se confía por la fe al -> misterio incomprensible de Dios, que se manifiesta de la manera más radical por la impotencia del hombre en la m. Para nosotros no es decisivo que esta esencia de la m. se realice precisamente en el momento temporal del exitus médico. La m. así entendida es un hecho que, en último término, se identifica con la totalidad de la única historia de la libertad del hombre, la cual queda definitivamente sellada cuando se produce el exitus médico.

4. En cuanto Jesucristo se ha encarnado en el linaje del Adán caído, asumiendo la «carne del pecado» (Rom 8, 3), ha hecho suya la existencia humana, con inclusión del hecho de que ésta no llega a su perfección sino a través de la m. en su forma ambigua y oculta. Con ello también ha hecho suya la m., y por cierto en cuanto ésta en nuestro orden concreto es expresión y manifestación de la -> creación caída en los ángeles y en los hombres. Él no ha llevado a cabo una satisfacción cualquiera por el pecado, sino que ha realizado y padecido la m., que es la expresión, manifestación y forma visible del pecado en el mundo. Jesucristo ha hecho esto con libertad absoluta, y como acción y aparición de la gracia divina, la cual le corresponde de manera connaturalmente necesaria como vida divinizante de su humanidad en virtud de su persona divina. Pero con ello la m. ha cambiado radicalmente, y así la m. de Jesús se diferencia por completo de la de un hombre que no esté inmune de toda debilitación por la concupiscencia y no tenga la vida de la gracia como derecho propio.

Precisamente en su carácter oculto la m. de Cristo se convierte en expresión, en forma corporal de su obediencia amorosa, de la entrega libre de todo su ser creado a Dios. Lo que era manifestación del pecado pasa a ser, sin perder su obscuridad, aparición del sí (que rechaza el pecado) a la voluntad del Padre. Por la m. de Cristo ahora su realidad espiritual, que él poseyó desde el principio y que actualizó en su vida consumada por la m., ha quedado abierta al mundo entero, ha sido injertada en el todo del mundo y se ha convertido en determinación permanente, de tipo ontológicamente real, para este mundo.

5. El saber (en general implícito) acerca del carácter ineludible de la m. (no precisamente acerca del «dónde» y del «cuándo») determina internamente toda la vida. En este saber la m. está siempre presente en la vida humana, que sólo así recibe el peso de la necesidad de sus acciones, la irreversibilidad de sus oportunidades y la irrevocabilidad de sus decisiones. Del mismo modo que la claudicación personal (-> pecado) ante la exigencia absoluta experimentada en la conciencia es la expresión más radical de la finitud humana, así también la m. es la expresión más visible de la misma (->persona). Pero precisamente en la anticipación explícita y consciente de la m. en la angustia natural ante ella, se pone de manifiesto que la vida misma apunta infinitamente por encima de la m. Pues en la angustia ante la muerte aparece ésta no sólo (a diferencia del temor a la m.) como un hecho particular (eventualmente doloroso) al «final» de la vida, sino, más bien, como un hecho ante el cual el hombre es desatado de su adhesión a todo lo particular y queda situado ante la verdad, a saber, ante la verdad de que en la m. la decisión fundamental del hombre frente a Dios, al mundo y a sí mismo, la cual ha sido tomada durante toda su vida, se hace definitiva (Jn 9, 4; Lc 16, 26; 2 Cor 5, 10; Dz 457 464 493a 530s 693).

El hombre espera que esta decisión definitiva traiga la consumación, pero permanece en la incertidumbre de si eso será así. Puesto que la aspiración interna del hombre a la totalidad definitiva de su actitud en la vida está siempre enajenada por la distracción de su existencia corporal, está despojada de su capacidad de integración total, y por eso él no puede dar una clara y abierta certeza a la deseada totalidad definitivamente perfilada de su vida personal; en consecuencia la obra de la vida humana permanece impenetrable en esencia precisamente ante la m., se halla amenazada desde fuera. Y así en la m. llega a su más fuerte contradicción: a la simultaneidad de la máxima voluntad y de la impotencia extrema, del destino realizado y del impuesto, de plenitud y vacío.

Esta situación fundamentalmente oculta y ambigua de la m. es consecuencia del -> pecado original, que afecta a todos los hombres y en ellos se convierte en expresión esencial del acto por el que en Adán el hombre cayó de la -> inmortalidad obtenida por la gracia (cf. Rom 5, 12; Dz 101 175 793).

Según que el hombre quiera entender y superar autónomamente esta m. postlapsaria (substraída a su disposición), que él realiza como acción personal durante toda su vida, o bien se abra en una disposición incondicional de fe al Dios incomprensible, su m. será o bien la repetición y confirmación personal de la emancipación pecadora del primer hombre frente a Dios, y así se convertirá en el punto culminante del pecado, en el pecado mortal definitivo, o bien la repetición y apropiación personal de la m. obediente (F1p 2, 8) de Cristo (por la que él ha injertado en el mundo mismo su vida divina), y con ello pasará a ser el punto culminante de la acción salvífica del hombre. En tal caso la configuración con la m. de Cristo, anticipada en la vida por la fe y los sacramentos, ahora se consuma personalmente y se traduce en un bienaventurado «morir en el Señor» (Ap 14, 13), en el cual la experiencia del final desemboca en la irrupción de la consumación.

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Karl Rahner