MODERNISMO
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1. Concepto y significación

En el sentido estrictamente teológico m. es el concepto que recapitula la polifacética crisis en la doctrina y disciplina de la Iglesia a finales del siglo xix y principios del xx, cuyas formas extremas dieron ocasión a la condenación pronunciada por Pío x en 1907 a través del decreto Lamentabili y de la encíclica Pascendi.

Desde el siglo xvi el concepto m. se usó para caracterizar una tendencia donde se hace una valoración más alta de los tiempos modernos que de la antigüedad. En el siglo xix el concepto fue usado por algunos protestantes en un sentido religioso, para caracterizar las tendencias anticristianas del mundo moderno y el radicalismo de la teología liberal (-> liberalismo II). Cuando entre finales del siglo xix y principios del xx en la Iglesia católica se levantó un movimiento reformador que pretendía acomodar la doctrina eclesiástica a las exigencias modernas, los adversarios de dicho movimiento aplicaron a éste el concepto de m., cosa que sucedió por primera vez en Italia. Pío x en la encíclica Pascendi (1907) toma el término en un sentido mucho más preciso, para designar un complejo de doctrinas claramente caracterizadas, las cuales constituyen el punto final de las tendencias heterodoxas de este movimiento polifacético, que en ciertos aspectos es legítimo, pero olvida la norma de la prudencia y exagera desmesuradamente. En relación con el m. y con la reacción contra él, muchas veces el concepto se ha aplicado indiferenciadamente a todos aquellos que no aceptan una posición estrictamente conservadora. Esta crítica poco hábil ha motivado que los enemigos de la Iglesia pudieran objetarle que ella se cierra frente a todas las aspiraciones modernas.

Incluso reducido a estos aspectos parciales, el m. es difícil de definir. Fue una «dirección» (P. Sabatier), una «tendencia» (A. Loisy) más que una suma de enunciados doctrinales exactamente determinados. De hecho al principio se presentó como un movimiento de hombres que querían permanecer en la Iglesia, pero con la disposición a aceptar del mundo moderno todo lo que les parecía irrefutable en el campo del pensamiento y saludable en el ámbito institucional, para acomodar así el catolicismo a un mundo cambiado y liberarlo de elementos accesorios y anticuados. De esta manera se esperaba conservar o recuperar a los hambres para la Iglesia, no teniendo en cuenta que, bajo el pretexto de acomodación de la Iglesia a la situación del tiempo, se corría el peligro de olvidar que eran más bien las aspiraciones del presente las que debían acomodarse a las exigencias del espíritu cristiano.

Estas tendencias se habían manifestado ya a mediados del siglo xix en el catolicismo liberal, y por cierto bajo dos formas fundamentales: en el intento de cambiar la tradicional disciplina eclesiástica, y en la exigencia de una libertad casi total para los científicos católicos frente al magisterio eclesiástico, entre otros, Rafael Lambruschini, Ignaz von Döllinger, Lord Acton, los redactores de la revista inglesa «Rambler». Desde 1890 se presentaron con firmeza y también con suma audacia, extendiéndose a campos tan diversos como la exégesis, la filosofía de la religión, la apologética, la acción católica en el ámbito político y el social, y las cuestiones relativas a una reforma de la disciplina eclesiástica. Si bien la condenación papal formuló justamente toda una serie de principios que constituían el trasfondo de las formas heterodoxas de este movimiento polifacético, sin embargo hemos de sostener que el m. en su evolución histórica, antes de convertirse en un sistema herético, se presentó ante todo como un conjunto de diversas actitudes fundamentales que brotaban y se desarrollaban espontáneamente, sin que al principio se pudiera hablar ya de una acción planificada.

II. Origen e historia

1. El más importante centro de la crisis provocada por el m. ha de buscarse en Francia.

Por un lado tenían importancia ciertos filósofos (L. Laberthonniére, Ch. Denis, M. Hébert, etc.), que se hallaban bajo el influjo del postkantismo y creían tener su maestro en M. Blondel, cuyas ideas falsificaban. Estos filósofos querían substituir el intelectualismo eclesiástico por una doctrina que incluyera las fuerzas del corazón y las realizaciones concretas de la vida. Exigían sobre todo en el campo religioso un dogmatismo moral, en cuanto querían justificar la certeza moral no por argumentos teóricos sino por la acción misma, y una apologética de la inmanencia ( -> apologética iv), que pretendía derivar la verdad religiosa de las necesidades del sujeto y ver la fuente del orden sobrenatural de la gracia en las intenciones de la naturaleza misma, oponiéndose a una acción de lo sobrenatural desde fuera de la naturaleza («extrinsecismo»; cf. ->naturaleza y gracia, orden -> sobrenatural). Bajo el influjo embrollador del simbolismo religioso procedente de Schleiermacher, así como del evolucionismo procedente de Spencer y de Hegel, a veces pretendían además que, renunciando a los conceptos inmutables y con ayuda de interpretaciones siempre nuevas, se conservara el contacto con la vida en su incesante fluir.

Paralelamente con este movimiento filosófico, que tenía su órgano más importante en los «Annales de philosophie chrétienne», jóvenes teólogos descubrieron la crítica bíblica. Éstos advirtieron cómo los investigadores alemanes, aplicando los principios de la crítica histórica a los testimonios bíblicos y a la historia de los principios del cristianismo, habían puesto nuevamente en tela de juicio ciertas interpretaciones tradicionales; así, p. ej., con relación al Pentateuco ( -> Antiguo Testamento, B 1), a la historia religiosa de Israel, a la actividad docente de Cristo, a la vida de las primeras generaciones cristianas. Inmediatamente se les planteó el problema de la medida en que la fe católica era conciliable todavía con los resultados de la moderna ciencia exegética. Algunos (p. ej., B.M.-J. Lagrange, P. Batiffol) intentaron el siguiente camino: por una parte, en las tradicionales opiniones doctrinales distinguían entre auténtico contenido de la fe y persuasiones subjetivas, revisables en un momento determinado; por otra parte, examinaron con suma precisión los resultados de la crítica racionalista, muy desiguales en su valor, y distinguieron entre los hallazgos de la crítica literaria y las consecuencias históricas o teológicas que de ella se sacaban con excesiva precipitación. Otros creían, en directa oposición a la doctrina de la Iglesia, que debían aceptar varias conclusiones de los exegetas liberales de Alemania como verdades definitivamente demostradas por la ciencia. Desde ese momento el problema de la adaptación de la apologética se les planteó a una luz totalmente nueva.

A esta tarea se dedicó el exegeta francés Alfred Loisy (1857-1940). Después de publicar algunos artículos (con el pseudónimo de «Firmin») en la «Revue du clergé francais», en noviembre de 1902 publicó un pequeño libro: L'Évangile et l'Église, completado en los años siguientes mediante un tomo con aclaraciones que elevaron la importancia del libro: Autour d'un petit livre. Loisy mismo presentó su obra: «primero, como un esbozo y una explicación histórica de la evolución del cristianismo; segundo, como una filosofía general de la religión y un intento de interpretación de los dogmas, de las profesiones oficiales de fe y de las definiciones conciliares, con el fin de conciliarlas con los datos de la historia y con la actitud espiritual de nuestros contemporáneos, sacrificando la letra al espíritu» («Revue d'histoire et de littérature religieuse» 11 [1906] 570). Por tanto, según su propia confesión, en su concepción de la historia y sus posiciones exegéticas late una determinada filosofía de la religión. Él parte del principio de que el exegeta debe prescindir completamente de la opinión preconcebida acerca del origen sobrenatural de la sagrada Escritura y ha de interpretarla, como todo otro documento, sin tener en cuenta el magisterio eclesiástico. Con ello Loisy pone en tela de juicio el concepto de revelación externa («Los dogmas no son verdades caídas del cielo»: L'Évangile et l'Église, 202s) y reconoce lógicamente que es muy legítima la tesis de una profunda evolución no sólo en la formulación, sino también en la inteligencia de los dogmas eclesiásticos y de la organización de la Iglesia.

Estas ideas revolucionarias, las cuales con frecuencia eran más insinuaciones que auténticas afirmaciones, tuvieron fuerte repercusión en ciertos círculos intelectuales, especialmente entre el clero joven, que en parte creía (falsamente) poderse apoyar en la autoridad del cardenal Newman y en su teoría sobre el desarrollo de la doctrina cristiana. También fueron acogidas favorablemente entre ciertos demócratas cristianos (P: A. Naudet y su revista «La justice sociale» [1893ss], P. Dabry y su revista «La vie catholique» [1898ss], M. Sagnier y su organización «Sillon», fundada en 1894), que en la exigencia formulada por Loisy de autonomía de la ciencia frente a la teología veían un paralelismo con su aspiración a la autonomía de los seglares y de la sociedad civil frente a la «autocracia clerical» (-> laicismo).

2. En el momento en que Loisy recogió velas, para tranquilizar la oposición de las autoridades eclesiásticas (sobre su relación real con la fe cristiana en este estadio las investigaciones de E. Poulat muestran que no se pueden aceptar sin reservas las afirmaciones categóricas de sus Mémoires), en Inglaterra apareció un nuevo centro del movimiento modernista en el círculo nacido en torno al exjesuita Georges Tyrrell (1861-1909), que se había acreditado como apologeta cualificado. A su propio misticismo y a su forma de pensar, más intuitiva que intelectual, se añadió, por mediación de F. von Hügel, el encuentro con la filosofía de M. Blondel y con la critica de Loisy. Tyrrell unió entonces los impulsos dispersos de los trabajos de sus maestros franceses en un vivo sistema teológico. La idea fundamental de sus escritos (especialmente A Much Abused Letter [1906], Through Scylla and Charybdis [1907]) es que Cristo no apareció como maestro de una ortodoxia y que los teólogos católicos se equivocan abiertamente si entienden la fe como asentimiento intelectual a enunciados históricos y metafísicos de una supuesta teología revelada y preservada prodigiosamente de errores, cuando en realidad el esfuerzo teológico (y también el dogma) es tan sólo el intento del hombre de formular en conceptos intelectuales la fuerza divina que experimenta en él. Discípulos menos precavidos, con su simbolismo e –> inmanentismo, fueron mucho más lejos que Tyrrell y llegaron finalmente al límite de un panteísmo, según el cual lo divino — inmanente a la historia — se busca a sí mismo y revela cada vez más a través de símbolos que se van suplantando.

No fue tan lejos un llamativo artículo del filósofo E. le Roy (Qu'est-ce qu'un dogme?, en «La Quinzaine» 63 [1905] 495ss). Elveía el sentido esencial del dogma, no en la iluminación del espíritu, sino en la dirección de la actividad religiosa, y con ello, en una perspectiva puramente pragmática, ponía el aspecto moral de la revelación por encima de su sentido intelectual.

3. Especialmente bajo la influencia del barón von Hügel, este movimiento espiritual pasó rápidamente de Francia a Italia. Conferencias de oradores brillantes, aunque poco originales, junto con revistas («Studi religiosi» de S. Minocchi; «Rivista storico-critica» de E. Buonaiuti), difundieron las ideas exegéticas de Loisy, la concepción modernista de la historia de los dogmas y las doctrinas sobre la inmanencia y el dogmatismo moral.

Por otra parte se desarrolló en Italia más que en ningún sitio lo que se ha llamado m. social, concretamente en el círculo formado en torno al joven sacerdote Romolo Murri, de mentalidad cristiano-demócrata, que quería llevar a cabo una acción política y social en una atmósfera de total libertad espiritual y disciplinaria, fuera de todo control por parte de la jerarquía. Finalmente, con los influjos extranjeros se mezcló un movimiento italiano de reforma eclesiástica, caracterizado particularmente en la famosa novela Il Santo (1905) de A. Fogazzaro. A Principios del año 1907 un grupo de seglares jóvenes fundó en Milán la revista «Il Rinnovamento», que difundió las ideas del liberalismo politico y religioso. Pero se trataba más de un extremado intento de reforma que de un m. claramente herético; se aspiraba a una reacción contra el atraso de las ciencias eclesiásticas en Italia, para llegar a tender un puente entre el catolicismo y el mundo moderno. El propósito era legítimo, pero no estaba suficientemente maduro.

4. Algo parecido puede decirse del «catolicismo reformador» en Alemania, que siguiendo a F.X. Kraus defendía tendencias contrarias al ultramontanismo, pero sin pretender una «modernización» de la estructura fundamental de la fe y de la Iglesia (como la pretendían los auténticos modernistas). El sacerdote Poels, que actuaba socialmente en Holanda, fue acusado muy injustamente por sus adversarios de «modernismo social», por la simple razón de que él recomendaba la formación de organizaciones neutrales de tipo profesional.

Aunque el m. se limitó espacialmente a Francia e Italia (prescindiendo de pequeños círculos en Inglaterra) y, socialmente, a un número reducido de sacerdotes y seglares formados, no obstante tuvo una repercusión tan fuerte que a veces amenazó con convertirse en un gran peligro para la Iglesia, y lo habría podido ser si se hubiese extendido a la masa del clero. Pero las medidas radicales que siguieron a la condenación en 1907 deshicieron el movimiento en pocos meses a pesar de algunos intentos de resistencia (especialmente el manifiesto redactado por Buonaiuti: Il Programma dei modernisti; y las publicaciones anónimas de J. Turmel sobre historia de los dogmas), lo cual indica que el m. no había echado raíces muy profundas. A pesar de todo era importante esclarecer el asunto. Por desgracia la necesaria opresión del movimiento (especialmente después de 1910) estuvo acompañada por una reacción conservadora muy hosca, la cual es conocida con el nombre de -» integrismo.

III. Condenación eclesiástica

León xiii no quiso adoptar medidas rigurosas, que habrían podido dar la impresión de una condenación sumaria del progresista movimiento bíblico. Al agudizarse el peligro, Pío x perdió todo temor; y así a final del año 1903 los escritos más importantes de Loisy y otras obras características del movimiento fueron puestos en el Índice. Además, desde diciembre de 1905 muchas cartas pastorales de los obispos reprobaron el m. italiano. En julio de 1907 el Santo Oficio publicó un decreto (Lamentabili sane exitu; cf. Dz 2001-2065), a base de un compendio de afirmaciones de las obras de Loisy preparado durante varios años por dos teólogos de París, en el que fueron condenados 65 enunciados característicos del m. bíblico y teológico.

Tres meses más tarde en la encíclica Pascendi (publicada el 8-9-1907; cf. Dz 2071-2109) siguió una condenación más completa y solemne (sin tratarse de una definición infalible del magisterio eclesiástico). La encíclica comienza con un resumen del m. y atribuye sus errores a una doble posición filosófica errónea: el agnosticismo, que niega la validez de las pruebas racionales en el campo religioso; y el inmanentismo, según el cual la verdad religiosa brota de las necesidades de la vida. Esa filosofía conduce a una determinada teología: la fe es la percepción del Dios que obra en la conciencia humana; y ésta hace surgir el dogma, que se constituye por tanto en una evolución vital mediante la elaboración de dicha experiencia por el espíritu humano. Así, también los sacramentos brotan de la necesidad «de dar a la religión una forma externa». La sagrada Escritura recoge las experiencias de los judíos creyentes y de los primeros discípulos de Cristo. La Iglesia es un fruto de la conciencia colectiva; y la autoridad no tiene más misión que la de dar expresión a los sentimientos de los individuos. La encíclica condena además la concepción modernista de la critica bíblica y los métodos de una apologética puramente subjetiva, así como las pretensiones del m. reformador. Finalmente da orientaciones sobre medidas prácticas contra la difusión del mal especialmente en los seminarios. Como un cierto número de modernistas — a pesar de su condenación — se propusieran seguir perteneciendo a la Iglesia, pero haciendo propaganda secreta de sus ideas, Pío x consideró necesario recurrir a una medida adicional. En el «Motu proprio» Sacrorum antistitum del 1-9-1910 exigió a todo el clero el así llamado juramento antimodernista. Se trata de una profesión de fe que, acomodada a las diversas formas de m. ya condenadas, complementa la de Pío iv (professio fidei tridentina). La primera parte resalta la posibilidad de demostrar la existencia de Dios, la importancia de los motivos de credibilidad, la fundación de la Iglesia por Cristo, la inmutabilidad de los dogmas y la función de la razón en el acto de fe. Una segunda parte proclama la sumisión y el asentimiento al decreto Lamentabili y a la encíclica Pascendi. Este texto, sin añadir nada esencial, es un resumen solemne de los decretos de Pío x, con el fin de exigir a todo el clero una adhesión formal y desenmascarar así el criptomodernismo.

En general el clero se sometió sin gran resistencia externa; hubo tan sólo unas 40 excepciones en la Iglesia entera. Pero esas medidas en Alemania provocaron un gran movimiento en nombre de la libertad científica, y finalmente, a petición del episcopado alemán, los profesores católicos de universidad quedaron dispensados de emitir el juramento antimodernista. Los modernistas objetaron inmediatamente a la encíclica Pascendi que ésta había diseñado un artificial sistema modernista, que como tal no se hallaba en ningún autor determinado. De hecho la encíclica se presenta como una esquematización, con el propósito de «elaborar mediante la abstracción una idea fundamental general, implicada en numerosas afirmaciones particulares» (J. Riviére). «En el momento en que se puso de manifiesto cómo (los diversos movimientos) obedecían a una inspiración y finalidad comunes, era en cierta manera natural y justo que la autoridad, al condenarlos, buscara una denominación y censura comunes» (el anglicano A.L. Lilley).

Con el progreso del tiempo se va esclareciendo el error efectivo del modernismo. Sin duda ha sido meritorio el hecho de que el m. bíblico llamara la atención sobre la ley de la evolución del dogma y sobre la necesidad de incluir el método histórico en el estudio de los testimonios escritos. Pero quería prescindir totalmente del carácter sobrenatural e inspirado de esos testimonios, así como de la interpretación dada por la tradición y el magisterio eclesiástico. Por lo demás, los historiadores van descubriendo en forma creciente que la concepción de la historia de Loisy y muchos modernistas dependía de la visión positivista que estaba de moda a finales del siglo xix, la cual actualmente ha sido superada bajo muchos aspectos.

El m. teológico partió de algunas verdades parciales, a las que él dio un valor desmesurado y unilateral. Es verdad indudable que: la experiencia interna es un elemento esencial de la vida espiritual y, en muchos casos, la fuente psicológica de la fe; las fórmulas dogmáticas permanecen siempre inadecuadas frente a su objeto (el misterio de Dios); la revelación tiende a dirigir nuestra vida religiosa más que a satisfacer nuestra curiosidad especulativa; el mensaje revelado ha sido desarrollado por la Iglesia poco a poco y, en ciertos puntos, sólo después de repetidos conatos. Pero es falso que el único camino para conocer algo de Dios sea la experiencia religiosa; las fórmulas dogmáticas no expresen ningún contenido objetivo; la evolución de las formulaciones dogmáticas se produzca según un proceso puramente natural, por el que se haya ampliado desmesuradamente e incluso desfigurado el mensaje originario de Jesús, de modo que éste deba adaptarse a los nuevos datos históricos.

Con relación al así llamado m. social (si en él puede verse un primer intento, aunque poco hábil, de fortalecer la autonomía de lo terreno) es importante advertir que sus adictos ven en la Iglesia, no tanto una institución sobrenatural para alcanzar la salvación, cuanto un factor de civilización y progreso moral en este mundo. Con lo cual ellos se exponen al peligro de caer también en el error fundamental, común a todos los modernistas, que Friedrich von Hügel caracteriza de la siguiente manera: «Creo que la diferencia principal y decisiva (entre los auténticos modernistas y los que permanecieron católicos, los que se limitaban a simpatizar con el movimiento) es la que se da entre la concepción de la religión como un fenómeno puramente intrahumano, que no revela nada por encima del ámbito de las experiencias humanas, y la interpretación de la religión como una dimensión metafísica que por esencia revela y produce en nosotros más de lo que poseemos por las propias fuerzas» (Carta de 1921: Selected Letters [1927] 333s).

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Roger Aubert