MISTERIO
SaMun

 

1. La palabra m. es sin duda uno de los términos claves del cristianismo y de su teología. Esto se desprende de los siguientes hechos.

a) El Vaticano I declara (Dz 1816; cf. 1671-1673 1795s) expresamente que: 1º., existen auténticos m. que sólo pueden conocerse mediante una revelación propiamente dicha de Dios (contra el -> gnosticismo, -> racionalismo, semirracionalismo), y por consiguiente la revelación y la fe no pueden ser superadas y eliminadas por la filosofía y la inteligencia; 2°, tales realidades y verdades, a pesar de su (permanente) carácter de m., son accesibles por medio de la revelación. Por consiguiente no se da el dilema (de cualquier clase de racionalismo) según el cual una verdad, o bien es «claramente» inteligible (por lo menos en principio) de modo que puede ordenarse y subordinarse clara y adecuadamente a los horizontes formales de la inteligencia humana y a sus principios lógicos (a su «sistema»), o bien a priori ya no es algo que «afecte» al hombre, algo de lo que pueda ocuparse y sobre lo que pueda hacer alguna afirmación (de acuerdo con el principio de Wittgenstein en el Tractatus logico-philosophicus, n °, 7: «Debemos guardar silencio de aquello sobre lo que no podemos hablar»). 3° La existencia del m. (de Dios y de su libre proceder respecto del hombre) es la razón que hace necesaria (Dz 1786; DS 3876) la revelación (y, por tanto, también la historia de la salvación en el sentido estricto, la cual sólo puede pensarse en conexión con la historia de la revelación), si Dios quiere aproximarse al hombre como este misterio (cf. asimismo Vaticano rr, Constitución dogmática Dei Verbum, n.° 2-6).

b) El Vaticano I declara además (Dz 1782; cf. Dz 428), fundándose en la Escritura, que Dios es «incomprensible», y que esta afirmación pertenece a los enunciados más esenciales que caracterizan a Dios como Dios a diferencia de todo otro ser. Partiendo de la naturaleza de Dios es evidente que esta incomprensibilidad le corresponde de una manera esencial en nuestra relación con él, o sea, p. ej., no es algo que haya de quedar eliminado por la visión de Dios. Estos son los dos datos fundamentales de los que debe partir toda reflexión teológica sobre la naturaleza del m. y a los que debe retornar.

2. La tradición cristiana siempre ha dado testimonio de esta experiencia y doctrina acerca del Dios incomprensible, que se aproxima a nosotros como el m., aun cuando no pueda decirse que siempre lo haya hecho con el acento debido, y por ello siempre estuvo en peligro de considerar el m. de Dios como algo que podrá superarse por la visión de Dios y no como aquello que, sin perder el carácter misterioso a pesar de su inmediatez, llega a ser nuestra bienaventuranza gracias precisamente al amor «extático». La tradición también ha fundado muchas veces la existencia del m. en la concepción del hombre como «peregrino» (cf. p. ej., Dz 1796). Ya en la Escritura Dios es aquel a quien nadie ha visto (Jn 1, 18; 6, 46; 1 Jn 4, 12), que vive en una luz inaccesible (1 Tim 6, 16), cuyo libre comportamiento respecto de los hombres es m. (Mc 4, 11 par; 1 Cor 2, 7; Ef y Col passim; cf. HThG i 442-447; LThK vrr 727ss).

Las tinieblas en las que Moisés penetró en su conversación sobre la montaña eran imagen de la experiencia de Dios en general (Gregorio de Nisa); en la lucha contra el gnosticismo y el racionalismo del -> arrianismo (eunomianos) los padres acentúan la incomprensibilidad del Padre; la patrística y la edad media desarrollan la theologia negativa per modum negationis et eminentiae. Ya para el iv concilio Lateranense (Dz 432) la dissimilitudo entre Dios y la criatura es mayor que su similitudo, y Tomás de Aquino puede decir la frase: «Esto es lo máximo del conocimiento humano de Dios, saber que no conocemos a Dios» (quod homo sciat se Deum nescire: Quaest. disp. de potentia Dei 7,5 ad 14). Nicolás de Cusa alaba la docta ignorantia y la aenigmatica scientia. La theologia crucis de los reformadores incluye también una protesta contra todas las tendencias que pretenden dominar a Dios en un sistema. La lucha de la Iglesia en el s. xix se dirigió tanto contra un -> agnosticismo teológico como a favor de una posibilidad natural de conocimiento de -> Dios (Dz 1785s; Vaticano II, Dei Verbum, n° 6), y también contra un racionalismo teológico que sometía a Dios a los hombres (Dz 1786; Vaticano II, Dei Verbum, n.° 6).

Si la lucha contra el ateísmo actual sólo puede llevarse correctamente entendiéndola asimismo como destrucción de las imágenes falsas y primitivas de Dios (Vaticano II, Gaudium et Spes, n.0 19), no cabe duda que hoy la teología del m. es una tarea urgente, abordada en una «hermenéutica» teológica dentro de la teología protestante (p. ej., en Ebeling), y que por parte católica debería acometerse con más decisión que hasta ahora. En tanto Jesucristo en su realidad humana comparte nuestra relación con la incomprensibilidad de Dios (Tobas, Compend. theol. [ed. R. Tannhof, Hei 1963] 216), en cuanto hombre él se encuentra también en el lugar de la criatura, en el que debe decidir si acepta libremente en adoración y éxtasis de amor el m. absoluto o quiere ser ateo.

3. La teología escolástica (si prescindimos de lo meramente desconocido y de lo que conocemos filosóficamente acerca de Dios en conceptos análogos) acostumbra a distinguir entre «misterios» (¡llama la atención el plural!) estrictos (absolutos) y «misterios» en sentido amplio. Los primeros son realidades (o enunciados sobre ellas) que incluso después de su revelación no pueden entenderse en su esencia ni en su posibilidad interna, los segundos no son accesibles al hombre en su existencia sin la mediación de una revelación (p. ej., los designios libres de Dios), pero una vez revelados son perfectamente inteligibles en su esencia. Esta distinción puede ser muy luminosa desde el punto de vista lógico-formal, pero no hace avanzar mucho en la cuestión propiamente dicha. Pues ante todo podemos preguntarnos si debemos contar con un cierto número de misterios (len plural!). Se puede poner en duda esto.

Naturalmente podemos pensar, de acuerdo con la experiencia, que existen muchas realidades inaccesibles al conocimiento del hombre en virtud de las múltiples circunstancias concretas y de los presupuestos. Pero con todo debemos decir (de acuerdo con el axioma tomista de que la verdad objetiva y la subjetiva se miden por el grado de ser del sujeto y del objeto) que un ente finito en cuanto tal en principio nunca podrá superar tanto el fundamento óntico de una capacidad cognoscitiva espiritual con trascendencia ilimitada (por tanto, tampoco de la del hombre), que pueda ser un m. en sentido estricto.

Con esto queda clara la conexión interna que existe entre los dos datos fundamentales mencionados al comienzo: la esencial y permanente incomprensibilidad de Dios en cuanto tal debe ser la razón propiamente dicha de que exista algo así como un m. (o los m). Misterios de fe en sentido estricto sólo pueden darse cuando Dios se comunicaa sí mismo tal como él es (o sea, como el incomprensible), de modo que esta autocomunicación real (como acontecimiento que se revela a la vez) participa necesariamente del carácter incomprensible del -> Dios que se comunica a sí mismo (y no da tan sólo algo finito distinto de él).

4. Antes de que podamos seguir adelante a partir de este punto inicial, hay que tener presente en nuestra consideración el punto de arranque «filosófico», es decir, «cognoscitivo-metafísico» en orden a la inteligencia teológica del «misterio». El hombre no es desde el principio y permanentemente el ser de la idea clara et distincta (en el sentido de un racionalismo cartesiano) o el sujeto de un sistema absoluto, en el que él y la realidad en general llegan por primera vez y definitivamente hacia sí mismos (en el sentido del -> idealismo alemán). La trascendencia ilimitada del sujeto finito (humano) en el conocimiento y en la libertad, en la teoría y en la práctica es la que somete a interrogación crítica toda afirmación posible, y es interrogada ella misma para ser introducida en el interior de lo que llamamos el m. La remisión al interior del m. no significa un mero resto de lo que todavía (provisionalmente) no se sabe, o algo que se da junto a lo conocido con claridad o a lo que es objeto de una pregunta clara, sino que el m. (por ser la esencia íntima de la -> trascendencia en el -> conocimiento y en la -> libertad como condición de la posibilidad del conocimiento y libertad en general) es el fundamento de la vida personal del hombre. Éste se halla radicado en el abismo del m., vive siempre juntamente con él, y la cuestión es tan sólo si vive con él voluntaria y obedientemente, confiándosele, o lo «reprime» (como dice Pablo) y no lo quiere aceptar (-> ateísmo).

La trascendencia está orientada hacia el m. El conocimiento analógico (-> analogía del ser) no es el caso límite de un conocimiento que de suyo sea unívoco, que integre cada objeto conocido en un sistema fijo de coordinadas (los primeros principios), plenamente comprendido por el hombre, sino que es el movimiento fundamental del espíritu abierto hacia «arriba» en dirección al m. no comprendido. Además hay que entender siempre esta trascendencia en todas sus «dimensiones»: trascendencia que se remonta al -> principio lejano, trascendencia hacia lo que originariamente es una «suma» de posibles objetos de conocimiento, trascendencia sobre el objeto siempre individual de la libertad en su realización, trascendencia sobre las dirigibles realidades futuras (en la -> esperanza absoluta), trascendencia de la intercomunicación personal por encima del concreto tú individual, que sigue siendo siempre esperanza y no puede conferir una plenitud absoluta. El m. es aquí fundamento de todo, pero a la vez se escapa a toda aprehensión particular; sustenta sin que nosotros logremos dominarlo; se da a sí mismo corno el m. que lo abarca todo, pero manteniendo su naturaleza misteriosa; nos permite hablar de cara a él, pero propiamente, no nos permite hablar «sobre» él.

5. Partiendo de aquí se puede entender mejor ahora qué queremos decir propiamente con los m. de la revelación cristiana. En el fondo hay un solo m.: que la incomprensibilidad de Dios, en la que él es Dios, se nos da no sólo como la lejanía y el horizonte en los que se mueve nuestra existencia, como el punto que se encuentra de manera asintótica en el infinito, hacia el que se mueve el pluralismo de las realidades finitas como único punto unificante del que no podemos disponer; sino que además este Dios, permaneciendo así, se nos entrega en contacto inmediato, con lo cual él mismo viene a ser la realidad más íntima de nuestra existencia. Que esto sea posible, real y experimentable para nosotros (por la gracia en la fe), constituye el único m., que tiene un doble aspecto: Dios mismo como el m. y su propia comunicación a nosotros, por la cual se hace nuestra realidad más intima en cuanto m. permanente (y no se limita a dar una cosa distinta de él mismo como don que le substituyera, y que en cuanto tal en principio carecería de m.), y en esta autocomunicación (-> gracia, que permanece «increada») hace que la podamos aceptar (-> virtudes II).

La dialéctica de esta afirmación: la más inmediata autodonación de Dios como determinación de la criatura racional, por un lado la permanencia del m. de Dios, única forma en la que él es Dios, por otro es insuperable y constituye la más radical («sobrenatural») modalidad de la analogía de la trascendencia. La unidad de esta dialéctica se capta tan sólo, sin eliminar su misterio, por su afirmación en el amor, pues en definitiva solamente él puede dejar intacto al otro en cuanto tal (aquí: al Dios incomprensible) y así unir con ese otro, a la manera como Dios, que es el amor, hace de la criatura una realidad autónoma y distinta de él, y así se entrega a sí mismo libremente a ella. Este único m. (formal) viene dado en todo aquello que la dogmática cristiana proclama como misterios (absolutos) del cristianismo: a) en el m. de la -> gracia santificarte y en el de la -> visión inmediata de Dios como los dos estadios de la historia existencial (de la aceptación) de la autocomunicación definitiva de Dios; b) en el m. del radical y singular punto cumbre de esta autocomunicación de Dios a la humanidad en la -» encarnación del Logos de Dios (unión hipostática), en la que el movimiento auto-comunicativo de Dios a la criatura alcanza su punto culminante, su entelequia (causa final) y su definitiva y escatológica manifestación histórica; c) en el m. de la Trinidad, que es en una unidad Trinidad «económico-salvífica» (justamente el doble aspecto de la autocomunicación de Dios en el Pneuma y el Logos a partir del Padre, que permanece fuente incomprensible, o sea, inagotable) y a la vez, por tratarse de una verdadera comunicación de sí mismo, «Trinidad inmanente» de Dios en sí (cf. MySal n 317-397).

No es posible mostrar aquí extensamente cómo todo lo demás que en la dogmática recibe el nombre de m. (cuando se trata en verdad de un m. absoluto) puede deducirse de este m. trinitario. El verdadero carácter misterioso del -> pecado original, p. ej., se funda en el m. de la gracia, cuya ausencia, como privación de la comunicación del Pneuma esencialmente santo, puede fundamentar un estado de pecado previamente a una decisión personal propiamente dicha. No hay por qué concebir la -> transubstanciación en la -> eucaristía como un caso particular de una posibilidad más amplia de Dios, por la que él podría convertir cualquier cosa en cualquier otra; cabe concebirla como algo que sólo se da en Cristo (de una manera que ha de determinarse más concretamente) en virtud de su singular función salvífica y de la unión hipostática, de manera que también el m. de la transubstanciación puede deducirse del m. de la encarnación.

6. La doctrina del carácter misterioso del mensaje cristiano (en lo que se refiere a su contenido y a la manera peculiar de su conocimiento) reviste una importancia fundamental desde el punto de vista kerygmático:

a) Puede hacer comprensible que el -> ateísmo, cuando es inculpable, en gran parte no niega al «Dios del evangelio», sino que rechaza imágenes de Dios que lo limitan falsamente (Vaticano 11, Gaudium et spes, nº. 19); o bien que, por las más diversas causas (individuales y sociológicas), él no sabe convertir en tema conceptual explícito la permanente referencia a Dios, por la que éste se da en forma completamente distinta de la manera como se dan todas las demás realidades del conocimiento.

b) Une la experiencia fundamental del hombre (siempre dada, pero no siempre convertida en tema explícito) acerca de su orientación hacia el m., que envuelve su existencia, con el contenido del mensaje cristiano, pues esclarece cómo este mensaje es la única respuesta a dicha experiencia: el carácter incomprensible del fundamento de la existencia es el m. de Dios, que se da en el -> amor bajo la más inmediata y beatificante proximidad y no sólo domina como una lejanía que rechaza y como juicio sobre esta existencia.

c) Ilumina claramente la unidad interna del mensaje cristiano. Éste no es la comunicación dispuesta por Dios de una multitud arbitraria de afirmaciones obscuras, las cuales nada o poco tienen que ver con la experiencia existencial del hombre, sino que es la única y universal interpretación de la existencia, que tiene desde siempre su plenitud en la gracia y por tanto en Dios.

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Karl Rahner