MARTIRIO
SaMun

Por su etimología el m. tiene un sentido más amplio que el de mero testimonio de sangre, significación que todavía no se da en el NT, pero se introduce muy pronto, estando atestiguada por vez primera en el relato sobre el m. de Policarpo (mitad del siglo 11). En el NT tiene desde luego el sentido de atestiguar, dar testimonio, pero se entiende allí como testimonio de palabra, testificación por la predicación, no como testimonio con la muerte por el odium fidei. Es prueba de cómo se entiende a sí misma la fe cristiana el hecho de que en su ámbito esta palabra, cuyo sentido es más general, signifique sobre todo, aunque no exclusivamente, el testimonio que se da sufriendo la muerte por motivo de la fe; y, a la inversa, por esta restricción del concepto, al hecho de morir por razón de la fe se le da carácter de testimonio.

1. La fundamentación de esto se da por lo general casi únicamente en virtud de un aspecto formal, del que aquí se hablará primeramente, completándolo luego por la exposición del aspecto material. Al considerar la relación formal de la muerte testimonial con la fe, de la que se da testimonio, la mirada se dirige no tanto al contenido de lo que sucede en el m., cuanto al hecho de que acontece. En sentido propio, una muerte sufrida por la fe es m. cuando se sufre por libre consentimiento; y así no es m. caer en lucha armada en favor de la fe, ni tampoco una muerte inconsciente. Por el hecho de que uno se compromete hasta la muerte por la fe, da ante los hombres testimonio eficaz sobre la importancia y la rectitud de su fe. El hecho tiene un aspecto más objetivo y otro más subjetivo y humano.

a) La vida es para el hombre lo más precioso que posee. Si su vida se pone en peligro o se le quita, su creencia de que con el fin de la existencia terrena no acaba simplemente su existencia, sino que despierta más bien para la «vida eterna», no impide que él sienta la muerte como privación de sí mismo. Cuando en el curso de su vida consciente el hombre recuerda la -> muerte, ésta es sentida como acontecimiento que lo priva de sí mismo. Esa privación, que es el aspecto con que la muerte se ofrece siempre al hombre, va inherente de manera particular al m. como despojo de la vida a causa de una violencia exterior infligida por los hombres. La renuncia interiormente afirmada, y en este sentido voluntaria, a lo más alto que el hombre posee, y por cierto como entrega a hombres que no pueden alegar título como señores legítimos para arrebatar este bien supremo del otro, supone la creencia en una realidad dominadora que está detrás del acontecimiento perceptible y transciende a los ejecutores inmediatos de esta privación. Esa realidad es sentida como una cosa tan real, que por amor a ella se entrega sin resistencia el supremo bien terreno y hasta la propia existencia terrena.

Síguese que este fin al que se dirige el m. sólo puede ser una realidad con un valor supremo, de todo punto superior a la propia persona que sufre el martirio. Ese valor tiene que ser personal, pues de lo contrario no podría convertir la privación de la propia existencia en la entrega de un sacrificio voluntario. Este sacrificio, desde luego, no es un aniquilamiento, como si el que muere se diera muerte a sí mismo o como si la muerte fuera una aniquilación de la persona; pero forzosamente ha de sentirse como aniquilamiento propio, pues la persona pierde su existencia terrena, que es su realidad experimental. De donde se sigue que el m. es el más alto acto de amor, pues el amor es el que afirma el valor de otra persona. El que se deja quitar la vida para afirmar la persona del Dios encarnado, reconocida por la fe, sufre la muerte in odium fidei; pero no sólo en el sentido de que así atestigua la verdad de un conjunto de proposiciones, que él tiene por verdades de fe, sino también en aquel sentido personal que el concilio Vaticano u (constitución dogmática Dei Verbum), completando la perspectiva del Vaticano i, ha recuperado para la fe. En el m. la fe atestiguada opera enérgicamente como fe en un tú. En efecto, el m. es entrega a la persona de Dios; con lo cual da testimonio, no en favor de una ideología, sino en favor de la religión como vida vivida en un encuentro personal con el tú divino.

b) Este aspecto objetivo se presta también para ejercer una fuerza persuasiva sobre los hombres. El m., como expresión del amor a Dios, por quien uno se deja quitar la vida y con cuyo amor sabe soportar el dolor de semejante privación, no necesita contener siquiera la testificación como intención expresa del mártir. Esta testificación es más bien el deseo amoroso «de disolverse y estar con Cristo» (Flp 1, 23). Sin embargo, el efecto sobre los hombres es el testimonio.

1.° Ese efecto consiste primeramente en que los hombres que presencian el m. de su prójimo han de preguntarse qué pueda atraer con tanta fuerza a este hombre, que seguramente no estima menos su vida que ellos mismos, para dejarse arrebatar su existencia sin resistir ni defenderse. Los que formulan tal pregunta no pueden menos de ver que quien así muere espera este valor tras la línea de la muerte. Su pregunta, fruto de la admiración, puede ser reprimida o resuelta con respuestas superficiales, pero no puede descartarse sin más. Apunta hacia el terreno donde se encuentra la verdadera respuesta, aun cuando ésta de momento quede todavía abierta.

2.° Si luego se da la respuesta partiendo del contenido de la fe, por «odio» a la cual se sufre el m., en virtud del testimonio existencial del m. aquélla tiene una credibilidad que no posee en igual medida la mera palabra. Naturalmente no es legítimo el hecho de que, por el m. de un hombre o de muchos hombres, se concluya apologéticamente con excesiva precipitación la verdad de la fe por la que estos hombres han sufrido el martirio. Pues, en realidad, la creencia subjetiva por la que muere el mártir no implica necesariamente su verdad objetiva. Mas, por lo menos con el fin de despertar la pregunta sobre el motivo por el que ha muerto el mártir, el m. es testimonio eficaz para los hombres.

2. La razón específicamente cristiana para la alta estimación del m. que se dio ya muy tempranamente en el culto de los mártires, radica más en el orden de lo que significa el contenido de lo que allí sucede. Desde el punto de vista cristiano la significación del m. no está sólo en que el hecho de morir in odium fidei indica de manera convincente una realidad ultraterrena, sino en que el m. sella definitivamente la vida del hombre como configurada con la vida de Cristo, que acabó en la muerte por el mensaje predicado sobre el padre que lo envió.

a) La semejanza con Cristo, en la que termina la vida del mártir, consiste en dos puntos. Primeramente en que éste muere como murió Cristo, entregando sin resistencia la vida a quienes se la arrancan violentamente, creyendo que esa entrega se hace a Dios, que está dispuesto a recibir en su amor la vida violentamente aniquilada. Esta semejanza es en realidad participación por la gracia en la muerte de Cristo, pero también en la eficacia de la misma. La muerte del mártir participa del carácter sacrificial de la muerte de Cristo y de su virtud redentora. Por eso, la Iglesia celebra desde los más remotos tiempos la muerte del mártir no sólo como alabanza al que dio su vida por Dios, sino a la vez como reconocimiento agradecido de la importancia de este m. para toda la comunión de los santos.

Ese carácter del m. como semejanza con la muerte y el -> sacrificio de Cristo y como participación en él por la gracia, eleva también el carácter personal del m. El mártir no muere por una cosa. En tal caso su m. tendría desde luego, como muerte voluntariamente sufrida, un valor personal. Pero en el m. cristiano el carácter personal sube de punto por el hecho de que el m. es entendido y sufrido conscientemente como configuración con el sacrificio y muerte de Cristo en su entrega a Dios Padre. El m. se alegra de su comunidad de destino con la persona de Cristo, en la cual se realiza juntamente con Cristo la entrega al Padre.

b) En virtud de lo dicho se comprende también por qué, desde muy antiguo, el m. fue entendido como bautismo de sangre, por el cual se comunica la gracia del bautismo sacramental, caso de que éste no pueda recibirse. La razón de esto no sólo está en que el m. es la expresión más alta del amor a Dios, sino también en que por el m. se realiza de manera real lo que en el -> bautismo acontece a manera de signo sacramental: morir juntamente con Cristo para resucitar con él (cf. Rom 6, 3-11). Por eso, según creencia antigua, el m. no produce desde luego el efecto edesiológico del bautismo, que no tendría sentido para el mártir, puesto que él ya no ha de vivir en el ámbito en que la Iglesia existe sobre la tierra, donde se comporta como signo sacramental del reino de Dios. Pero es también propia del m. la gracia como conformidad con Cristo que muere y se ofrece en sacrificio por amor al Padre. El m., como bautismo de sangre, no es propiamente una sustitución del bautismo de agua, sino una realización efectiva de lo que se representa en el bautismo de agua por el signo sacramental: morir y ser sepultado con Cristo para resucitar con él.

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Otto Semmelroth