MARÍA
SaMun

1. En la Escritura se habla muy poco de M., la «madre de Jesús» (Mc 6, 8; Mt 13, 35; Act 1, 4). Los relatos creyentes sobre ella con el crecimiento de los escritos neo-testamentarios adquieren mayor amplitud y profundidad, en correspondencia con el creciente interés por la vida de Jesús anterior al acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo, que es lo anunciado primera-mente en la Escritura. Dentro de las cartas paulinas, escritas antes que los Evangelios, sólo en Gál 4, 4 se habla de María. Sin embargo, aquí se dice ya lo decisivo. Pablo, sin mencionar el nombre, hace una afirmación sobre el Mesías enunciando algo sobre Ma-ría. «Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, so-metido a la ley.» Según este texto, M. es el lugar donde el Hijo de Dios entró en la historia humana. La procedencia de una mujer garantiza contra todas las tendencias espiritualistas la verdadera naturaleza humana y la historicidad del Señor crucificado y resucitado que predica Pablo. Naturalmente, cuando comenzó a despertarse el interés por la vida y acción de Jesús antes de su muerte y resurrección, la madre de Jesús, inclusa en su vida, desempeñó un papel mayor.

Esta nueva orientación alcanzó su máximo desarrollo en los Evangelios según Mt y Lc, compuestos hacia el año 80, en cuanto estos dos Evangelios narran también la concepción y el nacimiento de Jesús, y no sólo, como Mc, escenas de su vida pública. Según Mc (3, 20s; 3, 31-35), Evangelio compuesto antes del año 70, los parientes de Jesús y también su madre — aunque ésta sólo con su presencia en silencio — intentaron conseguir que Jesús volviera a su casa, para apartarle de su actividad, que excitaba a las turbas y provocaba su admiración. Mt (12, 46-50) y Lc (8, 19ss) mitigan lo que en este texto hay de escandaloso para los creyentes en Cristo. Lucas ofrece otra escena de la vida pública de Jesús. Según Lc (11, 18), Jesús responde a la alabanza que una mujer dirige a su madre: «Sí, ciertamente, bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la siguen» (texto que, sin duda, no ha de formularse así: «No, bienaventurados más bien...»). A causa de este interés por el comienzo de la vida del Mesías, se configuraron las historias de la infancia en Mt 1-2 y en Lc 1-2. Estas historias en muchos rasgos discrepan entre sí, sobre todo en lo relativo a las genealogías, de suerte que no es posible armonizar sus relatos. Sin duda ambos evangelistas trabajaban a base de corrientes diversas de la tradición. Además, cada uno persigue una determinada intención teológica, es decir, expone la materia tradicional bajo una perspectiva teológica. Ambas historias de la infancia ostentan rasgos judíos de la época veterotestamentaria. En Mt cabe reconocer una repercusión de la historia de Moisés. El texto de Mt está entretejido con muchas citas veterotestamentarias y se halla compuesto como cumplimiento de las promesas del AT. También en Lc se trasluce el matiz arameo. Las dos narraciones tienen carácter popular — a diferencia de las restantes partes de los Evangelios, se narran particularmente muchas apariciones de ángeles —, aunque sin apartarse de su núcleo histórico. Así sabemos que M. es oriunda de Nazaret y está desposada con José, procedente de la casa de David (Mt 1, 18; Lc 1, 26s). No puede decirse con certeza del texto si también M. era descendiente de David. Para que Jesús pasara jurídicamente por hijo de David, bastaba que José perteneciera al linaje de David. Antes ya de que M. fuera llevada al hogar para formar la comunidad matrimonial, el ángel Gabriel le llevó el mensaje (Lc 1, 26ss) de que era la llena de gracia y de que el Señor estaba con ella. El ángel anuncia la concepción y el nacimiento de un hijo, al que ha de poner por nombre Jesús. Su maternidad no se fundará en obra de varón, sino que será acción del Espíritu Santo (Mt 1, 18; Lc 1, 35). El mensaje celeste de que será madre del Mesías le da ocasión para visitar a su prima

Isabel. En boca de ésta, de M. misma y también de Simeón, que saluda al Mesías en el templo, el evangelista pone un himno de acción de gracias y de alabanza, entretejido con elementos veterotestamentarios.

El nacimiento tiene lugar en Belén (Mt 1, 23; 2, 1; Lc 1, 27; 2, 4). Pastores y magos de oriente acuden para adorar al niño. Por razón de las intenciones persecutorias de Herodes, M. tiene que huir desterrada a Egipto. A su vuelta, vive con Jesús y José en Nazaret (Mt 2, 23; Lc 2, 39). De acuerdo con la ley, Jesús fue circuncidado y presentado en el templo (Lc 2, 21-40). De la infancia de Jesús sólo se narra otra escena: la visita al templo de Jerusalén (Lc 2, 41-42). Esta visita es digna de notarse porque Jesús, sin dar cuenta a sus padres, a la hora del regreso no se une a los restantes peregrinos, sino que permanece en el templo; y cuando aquéllos, después de haberlo buscado con dolor, lo encuentran en el templo, reciben de Jesús la sorprendente respuesta: «¿No sabíais que yo tengo que estar en las cosas de mi Padre?» Como cuenta el evangelista, Maria y José no entendieron estas palabras. M., sin embargo, las guardó todas con fe en su corazón.

De la historia de la infancia destaquemos sólo una cuestión que se impone. Se refiere al nacimiento y concepción virginal. Desde Agustín (De s. virginitate 4, 4), los teólogos estaban en general convencidos de que, en virtud de Lc 1, 34, había que suponer un voto de virginidad por parte de M. Sin embargo, esta sentencia tradicional ha sido sometida a crítica en los últimos tiempos. Los críticos se preguntan por qué M. se desposó si no quería llevar vida matrimonial; hoy se admite generalmente que M. no tomó la decisión de vida virginal hasta el momento de recibir el mensaje celeste. Desde este momento se puso sin reservas y exclusivamente al servicio del designio divino de salvación. Con esta disposición de ánimo concibió al Hijo de Dios tanto en su espíritu como en su carne. En esta representación el Espíritu Santo no es entendido como padre que engendra, sino como fuerza que opera la concepción de Jesús. La representación de una generación sin padre es extraña al AT. También se distingue esencialmente de aquellas mitologías paganas según las cuales un dios se une con una mujer de la tierra y engendra a la manera de un padre terreno. La virginidad en la concepción y el nacimiento de Jesús ha de considerarse por tanto como una revelación peculiar del NT. De todos modos, esta verdad revelada está preparada en el AT por aquellas narraciones según las cuales grandes padres o patriarcas nacieron de madres que eran infecundas según todos los cálculos humanos (Gén 18; 1 Sam 1). La promesa del Mesías como autor de la salvación en Isaías (7, 14) y su nacimiento de una mujer sin duda fueron entendidos ya por los traductores griegos, los LXX, como profecía del nacimiento virginal. En todo caso, ese pasaje de Isaías es interpretado por Mt en este sentido. La tesis de que en estos textos de la historia de la infancia se trata de la audición de una oración, no hace justicia al sentido literal y pasa por alto lo decisivo.

Si preguntamos por la razón de la concepción virginal de Jesús, hemos de responder que ésta de ningún modo radica en que un padre terreno de Jesús habría hecho competencia al Padre del Logos preexistente, ni tampoco en que una concepción matrimonial habría sido indigna del Hijo eterno de Dios. La razón está en el simbolismo, pues en la concepción y el nacimiento virginales se expresa el poder salvador de Dios y el carácter de iniciativa de su acción salvífica, que no está determinada por ninguna obra humana. Una de las más viejas creencias de la Iglesia es que, después del nacimiento de Jesús, el «primogénito» de M. (Lc 1, 7; cf. Mt 1, 25), ésta, por razón de su total entrega a la misión que Dios le confiaba y, por ende, a Dios mismo, renunció a todo comercio matrimonial con José. Los «hermanos de Jesús», mencionados varias veces en la Escritura (Mc 3, 31; 6, 3 par; Jn 2, 12; Act 1, 14; 1 Cor 9, 5; Gál 1, 19), literalmente pueden ser hermanos carnales de Jesús, pero según el griego bíblico también pueden ser primos suyos (Gén 13, 8; 14, 14). La exégesis católica afirma esto último. Según Mc 6, 3; 15, 40, de hecho María, la madre de los hermanos de Jesús, es distinta de la madre misma de Jesús.

Hallamos más noticias en Act y Jn. Según los Act, M. aguardaba en Jerusalén juntamente con los discípulos de Jesús la venida del Espíritu Santo prometido por Cristo (Act 1, 14). Según Jn, M. asiste a las bodas de Caná (Jn 2, 1-11) y pide a Jesús que saque de apuros a los esposos, a quienes se les ha acabado el vino. Jesús de momento rechaza la súplica de su madre, pero luego la cumple. M. aparece aquí como la señora de su casa. Evidentemente, por el tiempo en que fue redactado Jn, su posición excepcional se había impuesto ya plenamente en la Iglesia (R. Bultmann). Hallándose bajo la cruz (Jn 19, 25ss), su hijo moribundo le dice que en adelante mire a Juan como hijo suyo. Y a éste le recomienda que mire a M. como a su madre. La peculiaridad simbólica de Jn permite pensar que en las palabras de Jesús, prescindiendo de lo puramente histórico, se expone la relación entre M. y la Iglesia.

Si en la mujer del Ap está significada M., es una cuestión dificil de responder. Sin duda lo significado allí es en primer término Israel y luego la Iglesia misma.

2. En la era postapostólica se desenvuelven cada vez con más plenitud los datos de la Escritura. La creencia fundamental es la maternidad de María. Se emplea expresamente, parece que por vez primera en Hipólito de Roma (principios del siglo III), la denominación «la que dio a luz a Dios» (Deipara). La expresión fue logrando en las luchas cristológicas de los siglos III y IV cada vez mayor claridad, y se impuso de tal forma que en el concilio de Éfeso (431) fue tomada como característica de la cristología ortodoxa contra el peligro nestoriano de disolución de la estructura de Jesús. Con tal expresión se afirmaba la unidad de persona. A la vez se hacía en ella una confesión de la verdadera humanidad de Jesús (frente a las volatilizaciones gnósticas) y de su verdadera divinidad (frente al judaísmo). Al emplear la expresión Deipara se hacia uso del método de la comunicación de idiomas. Según este método, por razón de la unidad de persona en Jesús, su yo personal es sujeto tanto de la naturaleza divina como de la naturaleza humana que procede de M. por acción del Espíritu Santo. Cuando la palabra Deipara fue tergiversada heréticamente por los monofisitas, fue sustituida por la expresión «madre de Dios», que estaba preparada ya desde mucho antes. En este título se expresa más fuertemente que en la palabra Deipara que la función de M. no debe entenderse en sentido meramente fisiológico, sino también en sentido espiritual y personal. Así se preparaba la tesis de la maternidad espiritual de M. respecto de todos los creyentes.

M. es entendida por los padres como madre virginal del Señor. La virginidad es interpretada por ellos primeramente como virginidad antes del nacimiento de Jesús (Ignacio de Antioquía, Justino). Respecto de la virginidad perpetua de Maria no reinó unanimidad plena hasta el concilio de Éfeso. La integridad en el parto no fue enseñada por Tertuliano, Orígenes y Jerónimo. La defendieron, en cambio, Ireneo, los apócrifos, Clemente de Alejandría, las Consultationes Zacchaei et Apollonii y Gregorio de Nisa. La virginidad de M. después del nacimiento de Jesús, su primogénito, fue enseñada por Orígenes, Pedro i de Alejandría, Gregorio de Nisa, Hilario y Jerónimo. Basilio no tiene la opinión contraria por opuesta a la fe. Los más enérgicos defensores de la virginidad de Maria en el parto y después del parto fueron Juan Crisóstomo, Efrén, Ambrosio y Agustín. La creencia en la virginidad de María pronto pasó a ser creencia en su virginidad perpetua. Desde el siglo iv se habla expresamente de la virginidad perpetua. A partir del siglo VII (concilio de Letrán del 649) hallamos la fórmula según la cual M. fue virgen antes del parto, en el parto y después del parto.

Resultó muy fecunda la antítesis Eva-María, sacada del protoevangelio, la cual fue explicada por Justino y desarrollada más ampliamente por Ireneo. Esta antítesis dominó por mucho tiempo la mariología. La infidelidad y desobediencia de Eva trajo la perdición, la fe y obediencia de M. trajo la salvación. Otra idea patrística, desarrollada por Ireneo, Hipólito, Tertuliano y particularmente Agustín, se refería a la identificación de la función de M. con la de la Iglesia en la historia de la salvación. La Iglesia según eso es madre de los creyentes en Cristo tanto por razón de predicarles la palabra divina, como por razón del bautismo. M. dio a luz a la cabeza de la Iglesia. La identificación tuvo por consecuencia que no pocos rasgos de la Iglesia personificada fueron trasladados a M.

Después de algunas incertidumbres (a causa de Lc 2, 48) y de algunas manifestaciones negativas (Cirilo de Alejandría) respecto de la santidad de M., por vez primera Pelagio y Agustín enseñaron una impecabilidad absoluta. Esta doctrina se impuso rápidamente hasta llegar a la tesis de la inmaculada concepción de María. En oriente se aproximan a esa tesis Andrés de Creta y Juan de Damasco. En occidente durante el primer milenio no se encuentra ningún testimonio explícito en favor de la inmaculada concepción de M. Bernardo de Claraval, el ardiente devoto de M., y Tomás de Aquino se muestran escépticos. Los teólogos no podían armonizar la necesidad universal de redención con la tesis, que iba ganando terreno, de la concepción sin mancha de M. Guillermo de Ware y Juan Duns Escoto (fines del siglo XIII y comienzos del xiv) desarrollaron en la discusión sobre esta cuestión la idea de que M. fue preservada del pecado original por anticipación de la futura redención de Jesús, mientras que los demás hombres han sido liberados de dicho pecado. Según eso, también M. estuvo obligada a la ley del pecado original. Esa ley sólo pudo quedar sin efecto en ella en virtud de un designio divino particular. También M. está redimida, pero de «manera eminente». El papa Sixto Iv afirmó a este respecto una creencia universal de la cristiandad católica, y prohibió que partidarios y adversarios de esa doctrina se tacharan con censuras teológicas. El concilio de Trento declaró en el decreto de la sesión quinta sobre el pecado original que no era su intención incluir a M. en la universalidad del pecado original. En el siglo xix había madurado hasta tal punto la fe en la inmaculada concepción de María, que, el año 1854, Pío IX pudo declararla dogma de fe. La exención del pecado original tuvo gran alcance para toda la vida religiosa de M. Según la doctrina de la tradición, a M. le fue concedida también la integridad preternatural, de la que gozaban los primeros padres antes del pecado. Esto significa que ella podía integrar en la totalidad de su entrega personal a Dios los movimientos espontáneos que preceden a toda decisión humana. Lo cual ha de decirse también del dolor y de la muerte impuestos a M. Muchas veces se interpreta su muerte como pura extinción de la vida en el amor de Dios. Sin embargo, nada se opone aquí a que su muerte sea entendida como consecuencia de una enfermedad o de la edad.

En la evolución dogmática después de la era patrística, el hecho de la divina maternidad de M. queda completado por la importancia que se concede a su participación en la cruz de Jesús. Aquí se medita sobre la función salvadora de su participación. Como madre del Redentor, ella misma es llamada redentora (desde el siglo IX). Esta palabra se cambia en el siglo xv por el término «corredentora». En los siglos XVII y xvill la mariología está determinada en alta medida por el sentimiento y la polémica (de Maria numquam satis). Una mariología con fundamento patrístico fue iniciada en el siglo xix por J.H. Newman y M.J. Scheeben. Las cuestiones capitales giran en torno a la parte que tuvo M. en la obra redentora. Este problema se concentra en la cuestión sobre la relación de M. con la Iglesia y de la Iglesia con M. El año 1950 fue definida por Pío xxi la asunción corporal de M. al cielo.

3. Si resumimos la doctrina obligatoria que se ha desarrollado en una evolución lenta y prescindimos de excesivas teologías y especulaciones, que no pocas veces dan más allá del blanco, podemos presentar así la doctrina de la Iglesia. M. concibió a Jesús, el Mesías, por obra del Espíritu Santo, sin principio generador humano; y es por tanto verdadera madre de Dios en sentido fisiológico y espiritual. Permaneció virgen en el parto y después del parto. Los padres de la Iglesia y los teólogos defienden en general, desde el siglo III, la tesis de que el parto tuvo lugar sin dolor y sin violación corporal de M. Sin embargo, esta tesis no puede calificarse de dogma. Desde hace poco ha surgido en la teología la cuestión, no resuelta por la Iglesia, de si un parto en el sentido ordinario debe necesariamente significar una violación de la virginidad y si, por otra parte, ésta no queda suficientemente a salvo suponiendo que en M. el parto del niño no es como en los partos naturales testimonio de anterior unión sexual. Puede decirse que el parto de M. es un acto plenamente personal y humano y está enteramente marcado aun en su realización carnal por la gracia de su maternidad, sin que pueda en particular definirse objetivamente qué constituya la virginidad en el parto. Es doctrina constante de la Iglesia desde el principio que M. dio a luz a Jesús sin detrimento de su integridad y permaneció siempre virgen. Aun cuando no haya a este propósito una definición formal, sino sólo declaraciones eclesiásticas no infalibles en el marco de las tesis cristológicas (concilio de Letrán del 649: DS 504; Constitución de Pío iv Cum quorundam de 7-8-1555: DS 1888), sin embargo, la perpetua virginidad de Maria es verdad cierta de la fe de la Iglesia y de su predicación.

Hay que decir además que la elección de M. para madre de Jesús implicó tan alta intensidad de entrega a Dios, que ella fue preservada del pecado original. Su unión con Cristo tuvo como efecto, según el eterno designio de Dios, en su asunción en cuerpo y alma al cielo (Constitución de Pío xii de 1-11-1950: Dz 2331-2333), es decir, en la glorificación de su cuerpo. Sobre este punto no hay testimonio formal de la Escritura. Los testimonios de los padres comienzan en el siglo vi. Sin embargo, la imagen de M. que nos ofrece la Escritura nos da a entender que ella estuvo unida de la manera más estrecha con el Señor resucitado. La glorificación corporal significa la suprema «configuración» con Jesús, su Hijo, la cual fue madurando durante su vida. La semejanza comenzó en el amor a Dios y desde allí penetró toda la esfera de su existencia. Así vino a ser, como dice Pío xii (Constitución Ad caeli reginam de 11-10-1954: DS 3913-3917), la «reina del cielo». Con este título que procede del mito, pero está usado en un sentido no mítico, se representa su puesto eminente en el designio divino de salvación y en el movimiento histórico de la misma. Con el dogma de la glorificación de M. van unidas importantes cuestiones teológicas generales (relación cuerpo-alma, visión de Dios y resurrección de la carne).

4. Si se quieren ordenar en una visión de conjunto los elementos particulares que descuellan en la evolución histórica, puede decirse que la verdad fundamental es la maternidad virginal de M. De ella se derivan las demás verdades mariológicas, no con una necesidad lógica, pero sí con un desarrollo razonado. La gracia fundamental de M. se encarna en cada una de sus acciones dentro de la historia de la salvación. Sobre el alcance de su papel en esta historia han meditado mucho los teólogos, desarrollando la doctrina de la divina maternidad, aunque en sus meditaciones han llegado a sentencias muy divergentes. Para la solución de la cuestión sólo puede servir de norma la meditación serena y la exposición y explicación teológica del testimonio de la Escritura, tal como nos lo propone la Iglesia. Es sobre todo inadecuado enjuiciar las diversas opiniones desde el punto de vista de un tnaximalismo o de un minimalismo.

La cuestión sobre la participación de M. en el acontecer de la salvación se divide en dos aspectos parciales. Primero: ¿qué parte tuvo M. en la obra salvífica de Jesucristo? Su participación en la obra salvífica ¿fue constitutiva o integrante? Segundo: ¿Qué parte tiene M. en la aplicación de la gracia de Cristo a los hombres? ¿Es Maria la «mediadora de todas las gracias»? Sobre estas cuestiones no existe ninguna definición eclesiástica, aun cuando en las declaraciones magisteriales de los papas M. es llamada muchas veces «corredentora» (R. Graber). Pío XII se mostró reservado respecto de los deseos de definir la función corredentora. El que defienda esta doctrina, debe explicarla de forma que no se niegue ni quede oscurecida la función de Cristo como mediador único, claramente enseñada por la Escritura, de forma que toda eventual función salvadora de M. sólo puede ser entendida como una derivación de la eficacia salvadora de Cristo. En todo caso M. desempeña una función subordinada (Constitución Lumen gentium, n.° 62).

5. El concilio Vaticano ii responde sólo con reservas a las cuestiones indicadas. El concilio declara que no es su intención proponer una doctrina completa sobre M. o decidir cuestiones que todavía no están completamente aclaradas por el trabajo de los teólogos (ibid., n.° 54). Con relación a los textos conciliares hay que observar lo que el papa Pablo vi dijo en el discurso de la última sesión pública del concilio, el 7-12-1965, acerca de la calificación teológica de las declaraciones conciliares en general. El concilio no ha definido ningún dogma ni quiso tampoco definirlo (a excepción del carácter sacramental de la consagración episcopal). Esto no significa, sin embargo, que el concilio sólo haya querido hablar un lenguaje pastoral y edificante. «Los textos implican, según su respectivo carácter literario, una seria exigencia a la conciencia de los cristianos católicos; su pastoral se funda en la doctrina y sus declaraciones doctrinales llevan el sello de la solicitud por los hombres y por la posibilidad de realizar lo cristiano en el mundo actual. En la unión de verdad y amor, de doctrina y solicitud pastoral radica la peculiaridad de la idea pastoral del concilio, que así precisamente quiso romper la separación entre pragmatismo y doctrinarismo y volver a la unidad bí blica de ambos, la cual a la postre se funda en Cristo, que es a la vez Logos y pastor: como Logos es pastor y como pastor Logos» (J. RAIZINGER: LThK Vat I 350).

M. entró en la economía de la salvación por su fe. Ella primero concibió por la fe al Hijo de Dios como autor de la salvación en su corazón, y luego lo concibió en su carne, como dicen a menudo los padres. Por su «sí» al mensaje divino, M. contribuyó a la salvación de los hombres, de la misma manera que Eva había contribuido a su perdición (Lumen gentium, n.0 56). Esto no significa que Dios hiciera depender de M. la realización de su designio salvador; significa más bien que los hombres, según el designio eterno de Dios, deben asentir (a su vez por obra de la gracia divina) a su propia salvación. En M. se concentra el sí de los hombres a Dios y a Cristo como salvador. En su sí creyente, M. recibió la salvación para todos los hombres. «Así María... al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con él y bajo él por la gracia del Dios omnipotente» (Constitución Lumen gentium, n° 56). La participación de M. tiene su fundamento en que ella dio la vida al salvador histórico y acompañó su obra por el amor y la fe hasta la muerte de cruz; pero no se agota en eso. La gracia de Cristo no descansa en sí misma, sino que está ordenada a los hombres. Este hecho es constitutivo, y llama a la aceptación y apropiación. Solo ahí acaba el sentido esencial de la obra de Cristo. M. ejecutó esta función de apropiación la primera y de manera perfecta, pero la ejecutó, no en un aislamiento individual únicamente para sí, sino para todos en un espíritu de apertura. Su apropiación personal de la gracia tiene significación eclesial. La salvación de Cristo se realiza concretamente en los sacramentos de la Iglesia, como dice el concilio Vaticano II (ibid., n° 59). La gracia de Cristo está presente y puede alcanzarse en la Iglesia. M.es el primer miembro y, a la vez, el miembro más preclaro de la Iglesia.

Tras la tesis de la trascendencia eclesial de su personal apropiación de la gracia, se encuentra una determinada interpretación de la Iglesia que fue desarrollada por Pablo. A saber: la interpretación de la Iglesia como cuerpo y de Cristo como cabeza; y la interpretación de la Iglesia como esposa y de Cristo como esposo. Incluso el primer concepto simbólico tiene un sentido personal y no naturalista; el segundo tiene un sentido personal en forma totalmente explícita. Esto significa que la Iglesia como comunidad de los creyentes ha recibido el encargo y la responsabilidad de que la relación salvífica con el salvador sea realizada y se mantenga. Ahora bien, M. pronunció este sí ejemplarmente para todos, lo mismo para los que ya pertenecen a la Iglesia como para todos los demás, en cuanto todos están llamados a la Iglesia, es decir, a Cristo. Sería, sin embargo, una exageración el intercalar a M. de tal forma que se pusiera en peligro la inmediatez con Cristo y en él la inmediatez con Dios. La función de M. tiene la consecuencia de que la entrega por la fe a Cristo tiene un matiz mariano, pero no la de que se pierda la inmediatez con él.

M. es el lugar por donde la gracia de Cristo entró en el mundo, no sólo como magnitud objetiva, sino como movimiento de Cristo hacia los hombres. Que ello esté implicado en su relación con Cristo, se ve particularmente claro por el hecho de que M. esperó con los discípulos en Jerusalén la venida del Espíritu Santo prometido (Act 1, 14). Mientras que M. no fue invitada a la comida de despedida de Jesús, su presencia entre los que esperaban la venida del Espíritu Santo es puesta expresamente de relieve. En virtud del mensaje divino ella sabía por propia experiencia qué poderío corresponde al Espíritu. En el Espíritu Jesús mismo quería permanecer presente, y permanecer en la comunidad salvífica de la Iglesia. El hecho de que M. estuviera allí, cuando se constituía la Iglesia en el Espíritu Santo, en el Espíritu de Cristo, tiene importancia para todo el curso histórico.

Al morir M., y sobre todo por razón de su glorificación corporal, en su existencia celeste permaneció caracterizada para siempre por el papel terreno que había representado en la obra salvadora. Su «asunción al cielo» no significa alejamiento de los hombres, sino la posibilidad de una mayor cercanía personal. M. vive en perenne unión con su Hijo resucitado y con los hermanos y hermanas de éste. Pero toda su existencia glorificada ante Dios tiene a la vez carácter de alabanza, acción de gracias e intercesión. Lo que ella es, lo es por Cristo. Lo que hace, lo hace por Cristo. El concilio Vaticano xx evita la expresión «mediadora universal de la gracia». Pero, con cierta reserva, anuncia la cosa misma; aunque de tal manera que se resalte expresamente la mediación de Cristo y que toda la acción de María aparezca exclusivamente en la perspectiva de Cristo.

Si, a pesar de todo, se concede importancia a la mediación de M., con ello se expresa un pensamiento fundamental de la Biblia, a saber, la solidaridad de todos los hombres entre sí. Los hombres reciben la gracia no como individuos o mónadas particulares, desvinculados entre sí, sino como seres sociales. El que se hace participe de la gracia, se convierte a su vez en fuente de la misma. La salvación de uno es fecunda para la salvación del otro. Lo que cabe decir de cada uno, es válido para M. de manera particularmente intensa y universal. De donde se sigue que la «mediación» de M. ha de entenderse en el plano de la solidaridad de todos los hombres necesitados de la gracia, a los que pertenece también ella, no en el plano del autor único de la gracia (O. Semmelroth). Partiendo de la tesis según la cual M. en su existencia glorificada ejerce una función de intercesión que es esencial para ella, la cuestión muy discutida de si la función mediadora de M. tiene un carácter sacramental o por el contrario intercesor, aparece como demasiado superficial. Igualmente pierde peso la cuestión sobre la distinción entre la participación de M. en la redención objetiva y su participación en la subjetiva, pues por razón de la ordenación recíproca no puede distinguirse adecuadamente entre redención «objetiva» y «subjetiva». La vida celeste de M. está sellada por la entrega a Cristo y por la solicitud en favor de los hermanos y hermanas de su Hijo, que están todavía peregrinando hacia el Padre. Su existencia es comercio consumado de amor y a la vez solicitud esperanzada.

La función salvadora de M. determina su relación con la Iglesia. Ya muy pronto, aunque no se hizo explícitamente hasta Ambrosio, M. fue entendida como prototipo ejemplar de la Iglesia, que en consecuencia ha sido entendida como imagen de M. (Lumen gentium, nº. 60-65). La ejemplaridad se realiza en la dimensión de la fecundidad maternal y de la integridad virginal. La maternidad de M. respecto de su Hijo Jesús se extiende en la tradición eclesiástica, particularmente en Agustín, a la maternidad espiritual respecto de todos los creyentes. Su virginidad se muestra en la total entrega a Dios. La Iglesia por su parte comunica por la predicación y el bautismo la salvación de Cristo. Así da a luz, por la gracia, al Hijo de Dios en los hombres, como dicen concretamente los místicos medievales. Es virginal en cuanto permanece fiel en la fe, es decir, en la aceptación amorosa del Dios que se comunica por Cristo. La Iglesia vive pues marianamente, ya que contempla, aprehende y proclama la gracia de Cristo realizada en María.

En el siglo xii, en un escrito atribuido a Ambrosio, Berengario de Tours llamó a M. madre no sólo de los creyentes congregados en la Iglesia, sino también de la Iglesia misma. En una obra anónima, procedente de comienzos del siglo XIII, la relación madre-hijo entre M. y la Iglesia aparece bajo una doble perspectiva. Bajo un aspecto M. es la madre de la Iglesia; y bajo otro punto de vista la Iglesia es madre de M. El concilio Vaticano ii evitó el título de «madre de la Iglesia». En cambio, lo empleó el papa en la alocución final al término del tercer período de sesiones y en el sermón que siguió al cierre del concilio en la basílica de Santa María la Mayor. En la teología anterior al concilio la fórmula no desempeñó un papel dominante, pero se empleó frecuentemente en la predicación y también en la teología, sin darle una explicación precisa. En todo caso se trata de una imagen, de una comparación, que puede entenderse en un doble sentido, en correspondencia con un doble modo de entender la Iglesia. Cabe interpretar a ésta como la comunidad que precede a todo individuo. M. tiene con ella la relación de madre en cuanto dio la existencia y la vida a la cabeza determinante de la comunidad, y además en cuanto, con su intercesión fecunda, acompaña la vida de la comunidad. La Iglesia puede también entenderse, aunque menos afortunadamente, como la multiplicidad de los creyentes partitulares jerárquicamente ordenada. M. es madre de la Iglesia, entendida preferentemente bajo este aspecto individual, en cuanto aplica a los individuos su fecunda solicitud salvífica (O. SEMMELROTH: LThK Vat I 338ss).

BIBLIOGRAFÍA: Revistas y abundante bibliografía antigua: LThK2 VII 25-32.

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Michael Schmaus