MAGIA
SaMun

La palabra mago (magus, µáyos, término tomado del Irán, con significado no esclarecido) es primeramente el nombre de una casta sacerdotal médica o de una tribu de sacerdotes (cf. levitas; HERODOTO I 101). Por su enlace con el sacerdocio babilónico adquiere después la significación de astrólogo, intérprete de sueños, encantador. M. es consiguientemente la doctrina de los magos: arte de encantar, arte secreto para apoderarse de fuerzas suprasensibles.

1. En la historia de la religión

La significación exacta del concepto, su deslinde de la religión, o su posición dentro de la misma, han sido y son todavía discutidos. Determinadas acciones tienen por objeto forzar inmediatamente, por su propio poder, determinados resultados «o, dicho con más exactitud, deben producirlos directamente...; con lo cual se ve que tales acciones son simplemente una concepción dinámica del mundo traducida a la práctica. Aquí tenemos ya en su núcleo la definición de la m.» (A. BERTHOLET: RGG3 Iv 596).

Se trata, pues, en la m. de alcanzar, transmitir o rechazar un poder. La experiencia de este poder en toda la realidad y en entes o fenómenos especiales en particular, constituye el trasfondo y origen de la teoría y la práctica mágicas, sin que pueda aclararse el origen óntico e histórico de la m., y sin que pueda tampoco fundamentarse (cf. después en 3) un esquema cronológico sobre el tránsito «de la m. a la religión».

Tanto la m. defensiva como el hechizo pueden servirse del método de transmisión de fuerzas mágicas por contacto, o del método de la imitación en la m. de analogía. Piedras, plantas, animales y sobre todo el hombre, particularmente hombres distinguidos, son portadores de la fuerza que debe ganarse, ya en todo su ser, ya en alguna de sus partes (así, p. ej., la fuerza radica en el caparazón de la tortuga, en el diente del león, en la sangre, en los cabellos o la saliva del hombre). La fuerza del hálito vital aparece sobre todo en la palabra mágica, que, particularmente en la bendición y maldición, opera inmediatamente lo que dice. Aquí adquiere categoría particular el nombre, y en estadios de cultura superior la adquieren también la escritura, las letras, las fórmulas escritas, los números y las combinaciones numéricas, las formas geométricas (cuadrado, cinco estrellas, etc.).

Dada esta indeterminación de los «límites» de una persona se confunden también los límites entre m. por contacto y m. por analogía (así; p. ej., cuando el dañar las huellas del enemigo ha de dañar a éste mismo). En la m. de imitación lo igual produce igual efecto («magia homeopática»). Aquí merecen citarse las escenas de caza representadas en pintura o en danza, que aseguran el éxito de la caza; y las figuras de madera o de barro que, como ofrendas sepulcrales, tienen por objeto representar al muerto egipcio en los trabajos que él desea; y sobre todo las «muñecas de defixión», cuya trasfixión mata al representado mismo.

Ambos métodos se ponen al servicio de la m. blanca y de la negra, es decir, de aquella que (en una determinada sociedad) es considerada como auxiliadora, provechosa y permitida, y de aquella que es usada para fines dañosos y criminales (y en ambas intenciones, como queda dicho, para ganar o para transmitir positivamente el poder, así como para «desviar» una fuerza mala y peligrosa, que ha inficionado al sujeto con enfermedad o pecado). Cuanto más amplio se concibe el respectivo campo de fuerza, cuanto más se extienden las analogías, tanto más amplio y refinado es el sistema de la teoría y la práctica mágicas, desde el humo indio del tabaco, que opera la formación de nubes de lluvia, hasta las «ciencias» bien desarrolladas de la mántica y la astrología.

2. En la Biblia

En Israel (como en toda religión, aun en el cristianismo; cf. después) no faltan prácticas mágicas (p. ej., 1 Sam 28, 3-25: Saúl en la evocación de los muertos; 2 Re 21, 6); pero la «ley y los profetas» las prohíben y combaten expresamente, poniéndolas en la más estrecha relación con la idolatría (ley: p. ej., Éx 22, 17; Lev 20, 27 [pena de muerte]; Dt 18, 9-12. Profetas: p. ej., Is 44, 25; Jer 27, 9; Ez 13, 18-23). Ni los milagros ni las profecías son m. (Éx 8, 12-15; Núm 23, 23; Dt 13, 2-6). Sobre todo encanto vence la palabra de Dios (Sab 16, 5-14; 17, 7ss). Sin embargo, una y otra vez son necesarias reformas para encauzar los abusos mágicos (cf. 2 Re 18, 4: el rey Ezequías manda hacer pedazos no sólo las estelas y aferá, sino también la serpiente de bronce de Moisés).

El NT, como llamamiento a la conversión y como mensaje de liberación (de las «virtudes y potestades») está en la más viva oposición a toda m. (Act 8, 9ss [Simón Mago]; 13, 6-11 [Bar Jesús]; 19, 19 [de los libros de m. en Éfeso] ). Los milagros de Jesús y de los apóstoles (así precisamente en el «duelo» con Bar Jesús) no son el encanto más fuerte, sino obras del poder de Dios («dedo de Dios»: Lc 11, 20). En la estructura de servicio y oración (de diálogo) de la acción radica la diferencia decisiva frente a la práctica mágica.

3. Aspecto filosófico y teológico

La diferencia radical entre m. y religión está marcada por la diferencia entre el «automatismo de la acción de una fuerza», por una parte, y la referencia a la personalidad y a la libertad, por otra; una referencia que, también y precisamente en la voluntad de influir (por conjuro, por el sacrificio, etc.), confiesa la capacidad de decisión del «otro». Sin embargo, a la vez es evidente lo difícil que resulta trazar en concreto esta línea divisoria.

En todo caso, hay que renunciar aquí de antemano a una delimitación entre actitud «mágica» y «racional» ante el mundo. Y hay que renunciar a ello por la sencilla razón de que la distinción corriente entre «mágico» y «racional» no coincide en manera alguna con la distinción entre «m.» y «religión». La m. en contraste con la racionalidad es entendida como cierta oscuridad de la visión del mundo, en la cual todavía no se distingue suficientemente entre sujeto y objeto, entre lo animado y lo inanimado, entre el individuo y lo universal, etc. Una reflexión más penetrante sobre la naturaleza permanente del hombre, a la vez espiritual y corpórea, y sobre su historicidad descubre lo condicionado y problemático de esta distinción, que en gran parte ha perdido ya en la ciencia su aparente evidencia. En lugar de tratar del mundo mágico de los «primitivos», hay que tratar en investigaciones detalladas de las distintas culturas particulares; y, a la inversa, no es el -> estructuralismo el primero que ha mostrado las analogías de la visión mágica del mundo en nuestra civilización (pues éstas sirven de punto de partida a dicho sistema para sus conclusiones). Aquí no se piensa ya en prácticas supersticiosas, sino en estructuras de articulación y recapitulación, en concepciones de la comunidad, de la representación y del símbolo con carácter racional y consciente.

Si, por tanto, resulta problemática la distinción entre «mágico» y «racional» (y hasta ciertos racionalismos pueden diagnosticarse francamente — no sólo en el psicoanálisis individual — como m. con otros medios), en consecuencia también resulta difícil descalificar determinados actos como mágicos en oposición a la verdadera religiosidad. ¿Cuánta «ciencia natural» (errónea de hecho) o medicina hay en la así llamada práctica mágica? Es decir, hay allí una acción (legítimamente) arreligiosa como medio para un fin. Por el contrario, una acción llena de sentido y de éxito como medio para un fin puede ser mágica a pesar de toda su racionalidad, si quiere y en cuanto quiere representar y sustituir la finalidad específicamente religiosa (consiguientemente, si pretende, p ej., alcanzar la «salvación» del hombre entero). Así, en una objetivación «mágica», no racional, puede mantenerse la experiencia del fondo misterioso del mundo y del hombre a pesar de toda su insuficiencia, mientras que esa experiencia en determinadas interpretaciones racionales, lejos de ser más exacta, puede eliminarse y perderse en una mentalidad positivista. Sin embargo, ni lo irracional es en sí religioso, ni lo racional es de suyo irreligioso (piénsese en las distintas formas de la actual m. «profana»: amuletos, mascotas, horóscopos etc., hasta las doctrinas técnicas y sociológicas sobre la salvación humana).

«Así, pues, sólo se llamará mágica aquella conducta que, si bien ve y toma en consideración (con razón o sin ella) un poder (real o supuesto) en la existencia del hombre, sin embargo lo concibe como un poder impersonal (y pluralístico) y, bajo algún aspecto, dominable. Y así lo desprende de una última referencia al Dios uno, libre y soberano (teórica o sólo prácticamente), y hace independiente su manipulación de la adoración personal y de la obediencia absoluta al Dios uno y personal» (A. DARLAP: LThK2 vr 1275). Ahora bien, puesto que el mundo y el hombre y, por ende, también la realidad religiosa son permanentemente plurales (y sería mera m. de un grado superior el querer unificar sus dimensiones — aunque fuera para «gloria de Dios» —, a fin de hacer más dominables las relaciones y la tarea exigida), el peligro de m. entra de manera permanente en la situación de la libertad del hombre. Eso aparece en la espiritualidad y corporeidad del hombre, lo mismo que en su interpersonalidad en general, donde la personalidad está inserta en la naturaleza (y frecuentemente vinculada a ella; cf. -> concupiscencia). Piénsese en fenómenos como la propaganda, los anuncios, la sugestión de masas.

Recogiendo las definiciones aducidas, la m. puede describirse ahora más ampliamente como la teoría y práctica de la inmediata determinación natural de la libertad. La definimos como determinación de la libertad, a diferencia de las «ciencias naturales», comoquiera que éstas se entendieren; y como inmediata y natural, a diferencia de la referencia de la libertad a la corporalidad, que es también natural, pero mediata. Los límites entre la referencia libre de la libertad y la acción natural sobre la libertad, sin duda no pueden trazarse en concreto; por otra parte, lo natural como dimensión de la realidad y realización de la libertad no puede rechazarse simplemente como «mágico», frente al reino de la pura libertad.

Ahora bien, lo dicho vale también para el orden religioso de acuerdo con la «estructura encarnada de la gracia» (K. Rahner). El signo, la institución, la visibilidad (-> sacramentos, -> sacramentales, ritos) pertenecen ineludiblemente a la totalidad del acto religioso. También la libertad religiosa se pone esencialmente en el símbolo; y la acción de los sacramentos ex opere operato no significa un automatismo mágico, sino que se funda en la promesa de fidelidad de Cristo, histórica y libre (por eso su «firmeza» garantizada, como apertura de una libre acción interpersonal, no implica sin más su «fertilidad»). Pero a la vez lo categorial, desde el concepto hasta el culto, se «cosifica» mágicamente y se hace disponible una y otra vez (en la «pequeña fe»; ya sea por un exceso de racionalismo, ya por un exceso de irracionalismo). Así la « -> discreción de espíritus», la critica constante, tan cauta («paciente») como inexorable de cara a la purificación de toda m., es tarea siempre nueva de la fe y la religión.

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Jörg Splett