LIBERTAD RELIGIOSA
SaMun

Por l.r. se entiende el derecho del hombre, como -> persona, a optar por la -> religión o contra la religión (libertad de creencia, de confesión), a manifestar libremente sus convicciones religiosas o arreligiosas y a proclamarlas públicamente mediante el culto, la propaganda, las iniciativas educacionales y cosas semejantes. La l.r. es por tanto un -> derecho que corresponde no sólo a los individuos, sino también a los grupos religiosos en cuanto tales. El derecho a la l.r., que se hace valer sobre todo frente al Estado, representa un «derecho fundamental» (anterior a la ley positiva) de la persona, el cual se deriva de su libertad y racionalidad. El derecho a la l.r. se ha incorporado desde los siglos xviii-xix a casi todas las constituciones políticas de la actualidad, y también lo ha proclamado el artículo 18 de la «Declaración universal de los derechos del hombre» hecha por las Naciones Unidas. Si bien la l.r. primariamente es asunto del derecho civil y representa una problemática propia de la filosofía de la religión, sin embargo, también se puede y se debe examinar teológicamente. Lo cual sería tarea de una teología de la l.r. o de la -> tolerancia, que con los métodos teológicos usuales podría demostrar con necesidad intrínseca cómo el -> acto religioso es una acción que ha de realizar libremente el hombre adulto, y al mismo tiempo pondría de manifiesto las implicaciones sociales y políticas de este dato fundamental.

1. Históricamente, la l.r. es el resultado de enconados enfrentamientos entre las confesiones cristianas (Leder), como también entre las Iglesias cristianas y la ilustración, que se emancipaba de su tutela y actuaba como factor de secularización. «La l.r., que hoy resulta tan natural incluso a los cristianos, no debe su implantación a las Iglesias, ni a los teólogos, ni tampoco al derecho natural cristiano, sino al Estado moderno, a los juristas y al derecho civil racional» (BÖKKENFÖRDE: StdZ 201s). En 1864 el Syllabus de Pío IX (n.° 77s), como anteriormente la encíclica Mirari vos de Gregorio xvi (1832), había condenado la l.r. juntamente con la libertad de conciencia y otras cosas que hoy día se tienen por evidentes, porque se relacionaba sobre todo con la l.r. el peligro de -> indiferentismo, de -> naturalismo y de -> liberalismo (cf. Aubert). Todavía según la exposición del derecho canónico de A. Ottaviani, el reconocimiento de la l.r. cae dentro del novissimus liberalismus catholicus. El término «liberalismo» aparece hasta hoy en el sector católico casi siempre en el sentido negativo de indiferentismo, y no carece de ironía el que Ottaviani incluyera bajo este calificativo también a J. Maritain. La paritas cultuum favorece asimismo, según Ottaviani, el indiferentismo y consiguientemente el ateísmo. En 1953 Pío xii, en su llamada «Alocución sobre la tolerancia» (BöcKENFÖRDE: StdZ 203, cf. también 205), rechazó la l.r., partiendo de la primacía de la verdad sobre la libertad y reproduciendo la opinión tradicional según la cual sólo la verdad y no el error tiene derechos.

Las fuertes discusiones durante el concilio Vaticano II (cf. P. PAYAN: LThK Vat II 704-711) dejan entrever todavía las viejas opiniones que hemos mencionado, y precisamente sobre este trasfondo hay que destacar con respeto el hecho de que la declaración Dignitatis humanae, la cual lleva el título muy pensado De iure personae et communitatum ad libertatem socialem et civilem in re religiosa, fuese aprobada con bastante unanimidad el 7-12-1965, hacia el final del cuarto período de sesiones.

Histórica y sistemáticamente la l.r., como la -> libertad en general, se funda en la antropología, la soteriología y la escatología bíblicas, y en la valoración fundamentalmente positiva de cada individuo en cuanto tal inherente a las mismas. Fue necesario, sin embargo, un proceso histórico y social, del que aquí no podemos ocuparnos, para que de las convicciones religiosas y teológicas fundamentales sobre la dignidad del individuo, la -> conciencia, la libertad, la igualdad ante Dios, el -> amor (especialmente el amor a los enemigos), etc., surgiera una persuasión refleja sobre el alcance de los derechos del individuo y de los grupos religiosos extraeclesiásticos, y con ello el reconocimiento de la obligatoriedad de la l.r. desde el punto de vista del derecho político y, finalmente, también en su perspectiva teológica.

2. Aquí debemos ocuparnos especialmente de la oposición misma que, como consecuencia de la reciente evolución doctrinal, ha hallado su expresión en el documento Dignitatis humane. Para la doctrina tradicional, el problema capital consistía en que la revelación de Dios había aparecido en la historia autoritativamente y, por medio de la Iglesia como instrumento delegado, debía exigir la obediencia de cada hombre y, por consiguiente, no se podía admitir que la aceptación o el repudio de la religión quedase al arbitrio subjetivo del individuo. Esta forma de argumentar olvidaba que la -> revelación no es tan evidente ni asequible como el teorema de Pitágoras y, por otra parte, entrega al hombre a su libertad, y con ello precisamente supone, hace posible y espera la decisión libre frente a una exigencia tan fundamental como es la religión.

La declaración conciliar accede en cierto modo a los puntos de vista tradicionales en cuanto que insiste en el deber de cada hombre de buscar la verdadera religión o, en el fondo, la verdad en general (n° 1, 2 y 3). Con ello queda abierto el camino — sin perjuicio de la llamada «intolerancia dogmática» (Pribilla) — para el reconocimiento de la tolerancia «civil», es decir, de la tolerancia sociopolítica. En consecuencia la l.r. se entiende formalmente como «libertad de coacción en la sociedad civil» (nº. 1). Bajo esta intención de dar una definición clara, pero no muy precisa conceptualmente, late — como en el texto de la declaración en general — el problema de tener que proclamar la l.r. de tal forma que la doctrina del concilio pueda aplicarse a Estados de una postura tan diferente con respecto a la religión como son, por ejemplo, la Unión Soviética y España (cf. n° 6).

Pese a la notable retórica diplomática del documento, hay que preguntarse si realmente se dio con el lenguaje que se deseaba, puesto que ni el concepto de religión ni el de -> sociedad se emplean en un sentido que se pueda tener por suficientemente claro e inequívoco. Además, las consideraciones jurídicas y socio-filosóficas de la primera parte (n° 2-8) se desarrollan en un plano en el que, si resultan sensatas y elocuentes en razón del mensaje, no lo son en razón de su argumentación. Términos como palabra de Dios, revelación y ley divina tienen autoridad y fuerza de motivación dentro de la Iglesia, pero no para los «otros». Estas dificultades conciernen en primera línea a la problemática metodológica que sirve de fundamento a la l.r. Mas para la instrucción pastoral de los católicos tales exposiciones no se prestan al menor equívoco. Esto vale de modo particular en lo referente a la insistencia en la «naturaleza social» (n° 3 y 4), pues con esa terminología (que recuerda el derecho natural tradicional, aunque parece presentarlo con un sentido más bien fenomenológico y pragmático) se fundamenta y refuerza el derecho a la l.r. tanto para cada individuo, como para las «comunidades» religiosas, expresión que incluye a las religiones no cristianas igual que a las confesiones cristianas y las órdenes y congregaciones católicas.

Forma parte de la l.r. el que en la propagación de la fe cristiana se evite incluso la apariencia «de coacción o de persuasión inhonesta o menos recta, sobre todo cuando se trata de personas rudas o necesitadas»(n.° 4). La frase constituye una gravísima amonestación, que somete todo empeño propagandístico religioso a los criterios de libertad y veracidad. La declaración menciona en particular el derecho a la organización interna de los grupos religiosos, a la elección de sus propios ministros, a la adquisición de bienes, al culto público, a la actividad pedagógica, cultural y caritativa, etc. (n° 4); así como el derecho de los padres «a determinar la forma de educación religiosa que se ha de dar a sus hijos de acuerdo con sus propias convicciones religiosas» (n° 5). Ciertos privilegios de una determinada religión, basados en la especial situación (histórico-cultural) de un pueblo, quedan intactos con tal que se reconozca y deje a salvo el derecho de l.r. de todos los ciudadanos y comunidades religiosas, es decir, de las minorías (n.° 6). Se reprueba cualquier coacción e impedimento contra las prácticas religiosas por parte de los poderes públicos (n° 6), aunque también se pone en guardia contra los abusos que pueden producirse so pretexto de l.r. (n° 7). En el caso de verse amenazada la «honesta paz pública» corresponde a los poderes públicos intervenir por razón del bien común (n.° 7). Las declaraciones del n° 7 parecen abstractas y peligrosas, pues dejan amplio margen al arbitrio del Estado (cf. Payan 729). Tampoco está muy claro lo que se entiende por iustus ordo publicus (n.° 2 y 3, y otras alusiones frecuentes), del que se dice que no debe ser puesto en peligro por la práctica de la l.r. (cf. -> Iglesia y Estado, -> Iglesia y mundo).

La segunda parte del documento (n° 9-15) ofrece consideraciones de indole teológica. En conexión con la referencia al creciente interés de los tiempos modernos por la subjetividad en general (cf. n° 1), merece tomarse en consideración la idea enunciada en el n.0 9, donde se dice que la l.r. sólo está contenida implícitamente en la Sagrada Escritura y que sus exigencias sólo las ha ido conociendo la razón humana con la «experiencia de los siglos»; pues esa idea demuestra que el concilio se hizo cargo de las dificultades de una prueba de Escritura y tradición. Y aquí se acepta también el principio de la -> historia e historicidad, o del desarrollo doctrinal de la Iglesia (cf. evolución de los dogmas). El documento dice que Dios solicita la libre decisión de la conciencia, que Jesús rechazó la coacción — ya con milagros, ya

por el poder político — y tuvo consideración con los débiles (n° 11). En conformidad con esto, la propaganda religiosa dirigida a los no cristianos se designa con la metáfora de la «invitación» (nº. 14). Se pone así de manifiesto que al insistir sobre el derecho a la l.r., la teoría y la práctica de la -> misión eclesiástica se pueden interpretar más acertadamente de lo que era posible en un tiempo en que se rechazaba la l. religiosa.

Especialmente hay que resaltar la observación autocrítica formulada en el n° 12: en la peregrinación del pueblo de Dios a través de la historia «se ha dado a veces un comportamiento menos conforme con el espíritu evangélico, e incluso contrario a él». Sin duda hemos de felicitarnos por esta frase, que, sin embargo, resulta demasiado pálida si se tienen en cuenta los hechos históricos.

Acerca de la argumentación de la parte teológica se ha hecho notar con razón que no es concluyente el paso de la libertad del acto sujetivo de fe a la l.r. en el sentido de las constituciones modernas (cf. Payan 937).

3. Así, pues, se puede decir que la declaración conciliar sobre la l.r. ha introducido en la conciencia eclesiástica católica una convicción de suma importancia (cf. ya anteriormente Pacem in terris, n.° 14). La Iglesia ya no reclama la l.r. únicamente para sí, sino que la reclama para todos, como uno de los derechos del -> hombre (n° 6); y de esta manera mira a una sociedad general basada en estructuras de verdadera libertad, justicia y solidaridad. Únicamente en una sociedad así es posible en forma digna la lucha sincera por la verdad (religiosa); y sólo en ella el acto religioso (lo mismo que el repudio de cualquier religión) puede alcanzar por fin su verdadera realización como «asunto privado», libre y responsable (existencial) de cada uno. Sin embargo, el concilio mira también a los grupos religiosos en cuanto tales y reconoce sus derechos y deberes tanto en el plano político como en el específicamente religioso. Visto así, el documento sobre la l.r. forma una unidad juntamente con los relativos a las -> religiones no cristianas y a las misiones y con las constituciones Lumen gentium y Gaudium et spes. En esta unidad como base jurídica ofrece el marco y la oportunidad para un futuro en el que la humanidad buscando la verdad absoluta (religiosa) y la justicia social, pueda existiren paz y libre de toda opresión. Pero esa posibilidad está amenazada precisamente por lo que la Dignitatis humanae presupone y defiende: la libertad en general.

Queda por añadir que el peso de los enunciados del concilio sobre el tema de la l.r. depende del grado en que la Iglesia misma pase a ser patria de la l.r., es decir, de la medida en que la Iglesia sea verdaderamente una «zona de libertad» en sentido teológico-dogmático, espiritual, cultural y psicológico, sin que en ella se sacrifique la libertad de la verdad a su letra. Como la Iglesia da por supuestos los «derechos inviolables del hombre» (n.° 6), no podrá menos de hacer que la vigencia de tales derechos previos a la ley positiva («divinos» según el lenguaje teológico) se imponga también dentro de sus propios muros y que, por consiguiente, ellos queden incorporados de manera adecuada a su propio derecho interno como una fuerza protectora. Si sucediera que, en esta Iglesia concreta (cuya interpretación teológica fue expuesta en forma tan sugestiva y prometedora en Lumen gentium), no pudieran estar libres de temores, recelos y cortapisas todos y cada uno de sus miembros, y éstos no pudieran verse protegidos contra los peligros de los «falsos hermanos» (2 Cor 11, 26), entonces la Iglesia se haría sospechosa como defensora de los derechos sociales y civiles.

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Heinz Robert Schlette