LEY
SaMun

I. La ley en el AT y en el NT

1. Antiguo Testamento

a) Característica de las colecciones legales veterotestamentarias

La denominación de ciertas partes del AT con el nombre de l. se debe a la traducción de törä por nomos en los LXX y en el NT. Originariamente törä significa instrucción y enseñanza; así en la literatura sapiencial es la instrucción que dan los padres (Prov 1, 8; 6, 20) o los sabios (3, 1). En las capas más antiguas del Pentateuco ese término sólo aparece en Éx 13, 9; 16, 4; pasajes que O. Eissfeld atribuye a la fuente laica o yahvista. Aquí se trata ya de la törä de Yahveh. Según los antiguos pasajes de Os 4, 6; Jer 2, 8; 18, 18, esta törä de Dios está confiada a la boca de los sacerdotes y se contrapone así al conocimiento de Dios, al consejo de los sabios y a la palabra de los profetas. En cambio, según Is 8, 16.20; 30, 9 (cf. 1, 10), recibe tal nombre el mensaje de los profetas, que Israel debe oír como instrucción para obrar. Según Os 8, 12, esta palabra designa ya «mandamientos» escritos.

La denominación comienza a hacerse más frecuente en el Dt, y aquí para designar tanto la instrucción individual (Dt 17, 11), como el Dt mismo en cuanto «libro de la törä (17, 18s; Jos 8, 32). En la literatura deuteronómica, con esta palabra se designa mayormente el Dt, pero también de modo general todo lo que Dios ha mandado. En la obra histórica de las Crónicas se denomina así todo el —> Pentateuco («törä de Dios», «törä de Moisés», «tórä»). Esa terminología se refleja en la división en «ley y profetas», propia del judaísmo tardío y del NT. En conclusión, törä designaba originariamente una instrucción particular, luego el Dt y, finalmente, todos los escritos atribuidos a Moisés. Cuando además del Dt se tuvieron por norma obligatoria las restantes colecciones legales del AT, la törä designó la suma de todas las instrucciones divinas en el Pentateuco (así 2 Par, Neh y algunos salmos, cf. Sal 1).

Sobre todo por el hecho de que los LXX traducen törä por nomos, se ve claro que en ese tiempo el acento principal de este concepto se pone en su carácter normativo. Las normas se hallan en el Pentateuco (las llamadas colecciones legales), en el libro de la alianza (Éx 21-23), en el Dt, en la ley de santidad (Lev 17-27) y en la legislación sacerdotal sobre el culto contenida en el escrito sacerdotal. Estas partes son colecciones de frases particulares, de muy distinta procedencia, insertas en las narraciones de Moisés. A. Alt introdujo la distinción fundamental entre derecho apodíctico y casuístico. Son apodícticas las proposiciones que contienen un mero imperativo, por lo general negativo (p. ej., «no robarás»); y son casuísticos, en cambio, todos los casos formulados con «si...», indicadores de concretas resoluciones jurídicas. Las proposiciones jurídicas apodícticas son, según Alt, lo típico del derecho divino de Israel, pues detrás del imperativo está la autoridad de Yahveh; las proposiciones casuísticas, en cambio, son en gran parte patrimonio jurídico compartido con el mundo circundante. Esta diferenciación de Alt en conjunto se ha mostrado demasiado global y problemática para el origen de las proposiciones apodícticas.

Una vez que los trabajos de Rabast, Reventlow, Kilian y Feucht esclarecieron las cuestiones literarias, por vez primera Gerstenberger logró aclarar de nuevo el origen de las proposiciones apodícticas. Partiendo de la observación de que estas proposiciones se nos han transmitido en series (a veces como decálogos o dodecálogos), Gerstenberger sospechó que aquí podría tratarse de una suma de sabiduría experimental, al estilo de la transmitida por el padre del clan como maestro a sus hijos en el marco de la gran familia (referencia: Lev 18; 20). La «yahvización» sería secundaria. Un esclarecimiento más amplio de esta cuestión se debió a W. Richter. Se abandonó la designación «apodíctico», en virtud del contenido, y en su lugar se introdujeron las de «prohibitivo» (negación con lo), «vedativo» (negación con al) e «imperativo». Richter comprobó un paralelismo a menudo muy amplio entre las series prohibitivas de las colecciones legales y las vedativas de la literatura sapiencial. Las vedativas pertenecen, en la historia de las formas, a la parénesis sapiencial, que lleva siempre al lado su fundamento. Éste es siempre secundario en las prohibitivas. Ambas formas son expresión de una escuela en que se educaban miembros de estamentos nobles, particularmente empleados (han de estudiarse por su contenido y por fórmulas paralelas egipcias). Las prohibitivas se han agrupado temáticamente en series (personas que sexualmente son tabú, jueces y juicio, comercio). Aun para sacerdotes debió ser válida esta ética. No se trata de l. o derecho, sino de una ética que en las formas prohibitivas tiene una orientación pública y profesional, y «quiere regular una conducta en un ambiente bien delimitado». Las vedativas sapienciales están, porlo contrario, más orientadas a la fundamentación interna, a la formación del decoro y del carácter. Así también las prohibitivas del clásico decálogo contienen una ética de estado, que se refiere al israelita varón terrateniente.

Además en el decálogo cabe reconocer claramente la relación entre derecho y ética. Las fórmulas prohibitivas del decálogo no se refieren precisamente como prohibitivas a la praxis judicial. Más bien se han reunido aquí delitos cuya culpabilidad no puede demostrarse ante juicio, y por eso se recurre a la moral para evitarlos. Así, de cara al mantenimiento del orden social, la ética de lo prohibitivo llena aquí un vacío, que tiene que dejar la praxis judicial con orientación casuística. Sólo secundariamente se desarrollaron luego en la legislación sacerdotal procedimientos de comprobación cultual para algunos de estos delitos (del sexto al octavo mandamiento). La ética de estas formas prohibitivas del decálogo se «yahvizó» luego secundariamente por la fórmula prohibitiva puesta antes del tercer mandamiento, con lo que la ética pudo fundarse de manera nueva. En capas posteriores, fórmulas prohibitivas más antiguas se desarrollaron en forma positiva (cf. el mandamiento del amor al prójimo de Lev 19, 18 frente a su contexto), y en estos imperativos se dio luego gran importancia a la disposición interior. Pero tampoco de las proposiciones casuísticas puede decirse sin más que fueran ya leyes. Más bien puede decirse, por ejemplo, del grupo de proposiciones «si-tú» resaltado por Feucht, que no tratan de regular casos, sino que son expresión de tendencias reformistas con carácter social y humanitario.

El tema de estas proposiciones es compartido también por las instrucciones de las llamadas series sociales. Aquí se trata de series de exhortaciones a los nobles y pudientes a que tratan justa y socialmente a las clases inferiores (viudas, huérfanos, extranjeros y jornaleros). Por su contenido, tales exhortaciones se hallan también en las llamadas colecciones legales; pero algunas series aparecen primeramente en la predicación profética (aquí encontramos, por tanto, una importante intersección entre la predicación profética y las tradiciones «legales» del Pentateuco). Este género se prosigue sobre todo en el judaísmo tardío. Las proposiciones iniciales y las finales acostumbran a contener formulaciones generales sobre la justicia, el juicio y la relación con Yahveh. La enumeración de estos modos de comportamiento social significa siempre una suma de lo que Yahveh exige. Una serie de dobles catálogos de la tradición sacerdotal contiene delitos sociales en la primera parte, y delitos cultuales en la segunda. La frecuencia de este género se debe a la necesidad de una colección de exhortaciones éticas para la conducta social con el prójimo, la cual muchas veces no podía exigirse legalmente.

Proposiciones de especie particular son las llamadas formulaciones mót yómot, las cuales, sin embargo, probablemente no imponían la pena de muerte, sino que son una especie particular de maldición. La muerte que alcanzará al reo es la privación de la vida por parte de Dios, pues él ha pecado contra ordenaciones fundamentales de la convivencia, y se ha puesto a sí mismo fuera de la vida dada y protegida por Yahveh (cf. Lev 20, 10 con el sexto mandamiento). Una exclusión formal de la comunidad en forma de excomunión sólo se da en la época postexílica, en la constitución sinagogal, en Qumrán y en el cristianismo.

Sólo una parte, pues, de lo que nosotros designamos como l., merece realmente llamarse derecho. Aquí entran sobre todo delitos contra la propiedad formulados siempre casuísticamente, y delitos que han de expiarse por multas o penas corporales. Las prescripciones sacerdotales regulan particularmente el orden sacro y ven en él la instrucción decisiva de Yahveh a Moisés, pues con la revelación del Sinaí Dios comenzó a morar en Israel y a manifestar su gloria. «Con ello Dios se había acercado a Israel de una forma que hacía necesarias ordenaciones y seguridades cultuales de tipo general» (Rad I 203).

La manera como se llegara a combinar estas diversas proposiciones, procedentes de la ética, de la moral de estado, de escritos programáticos, del derecho de propiedad y del derecho cultual, está aún poco aclarada. En las colecciones mencionadas es siempre semejante y se hace frecuentemente a base de lemas, con lo que se rompen unidades más antiguas. Papel especial desempeñan las dos versiones del ->decálogo.

b) La función teológica de la ley en el AT Una orientación teológica sin duda falta originariamente en todas las formas particulares citadas (aunque en casos particulares pueda haber allí un contenido teológico). El elemento teológico pertenece a los fundamentos y al marco de tales proposiciones, p. ej., la referencia a la esclavitud en Egipto («porque fuiste esclavo en la tierra de Egipto») para fundar proposiciones sobre la protección de los esclavos; análogamente se formulan luego los fundamentos para el buen trato al extranjero (cf. Lev 19, 34 con Lev 19, 18 y Dt 12, 12-15). Una teologización tiene lugar también por la fórmula final: «Yo soy Yahveh», como conclusión de ciertas series; tales fórmulas finales por su contenido están concebidas sin duda lo mismo que Éx 20, 2 (...«que os he sacado de Egipto»). Otras motivaciones son, p. ej., Dt 14, 21: «Porque tú eres para Yahveh un pueblo santo», o la razón de que algo es «abominación para Yahveh». El Dt interioriza todos estos motivos por la exigencia de amar a Yahveh de todo corazón.

Pero la ordenación más universal de estas instrucciones en el marco de la fe en Yahveh se hace por el hecho de ponerlas en relación con el acontecimiento sinaítico y con la persona de Moisés. Todo lo que pudiera designarse como norma de conducta quedó aquí andado en la revelación de Moisés (a diferencia de los profetas, p. ej., que consideran esas exigencias como instrucción inmediata). Refiriéndose a Éx 20, 2, G. v. Rad interpreta la fundamentación de la l. en la revelación sinaítica dándole el siguiente sentido: «La proclamación de la voluntad jurídica de Dios» es «como una red tendida sobre Israel», es «la realización de su pertenencia en propiedad a Yahveh». Este acontecer lo interpreta ya el AT mismo como establecimiento de la alianza, con los elementos: promulgación de las cláusulas de la alianza, celebración de la misma, bendición y maldición. Israel habría entendido estos mandamientos como oferta de vida (Ez 18, 5-9), como garantía de la elección, que es para el mayor bien de Israel (Dt 10, 13); y no como un dictado que tienda exclusivamente a la obediencia humana. Esa visión se debería más bien a la evolución postexílica, en que la l. habría perdido su función de servicio. Frente a esto, hay que aludir a las parénesis, sobre todo en el Dt y en la l. de santidad, que hacen depender la posesión de la tierra (en especial) del cumplimiento de los mandamientos.

En el judaísmo tardío, la noción de tórä o nomos pasa por una evolución en que, vista desde fuera, se convierte en trasunto de lo que pudiera designarse como «religión judaica» (en ->judaísmo, C). El nomos se identifica con el orden total de la vida judía, que se abandona en el momento en que no se sigue «la ley». Ya D. Rössler comprobó para la terminología de la ->apocalíptica el uso general de la palabra l., que sólo raras veces se concreta más en su significado. Por el hecho de que el nomos no sólo ordena toda la conducta religiosa, sino que se identifica con ella, se llega por de pronto a una universalización de la l. Si ésta es realmente el orden eterno y la única fuente de salvación, que fue dada como luz a Israel y lo convierte en centro de los pueblos, síguese que ya está contenida también en el designio primero del mundo, que hubo de ser conocida por los patriarcas y, en sus exigencias mínimas, por los gentiles mismos. Así, la l. del AT se convierte en la l. eterna, escrita en tablas celestes, se identifica con la l. natural y rige también el curso de las estrellas. Otro proceso que se deriva igualmente de la significación universal de la l. origina una reducción del contenido de la antigua l. y una amplia identificación de la misma con los mandamientos sociales en general (escritos del judaísmo tardío, particularmente el TestXII). Este desprendimiento de contenidos concretos de la tara' de Moisés se presupone también en la tradición sinóptica, y siempre que la l. se resume en el amor al prójimo o en la regla de oro (Mt 7), sin preocuparse de las partes rituales y jurídicas del AT. El presupuesto es ahí una noción de l. cuyo contenido sólo abarca la adoración del Dios uno, los mandamientos sociales y los catálogos grecojudíos de vicios.

2. El nuevo Testamento

a) Posición de Jesús ante la ley

Ninguno de los Evangelios aduce como causa de la muerte de Jesús su postura ante la l. (según Mc las causas de la muerte de Jesús fueron la envidia de los dirigentes del pueblo y las ofensas de Jesús mismo a Dios). Las citas literales de la l. que los Evangelios sinópticos atribuyen a Jesús (los dos mandamientos principales; los mandamientos sociales del decálogo en la perícopa del joven rico; el mandato de honrar padre y madre en Mc 7; el precepto de divorcio dado por Moisés; el sexto mandamiento en la perícopa del divorcio; el quinto y sexto mandamiento del decálogo; y una serie de formulaciones hechas a modo de mandamiento en las antítesis del sermón de la montaña) no pueden proceder de Jesús en esta forma.

Esas citas interpretativas que leemos en Mc por una parte se hallan preferentemente en la capa secundaria de los discursos polémicos contra los judíos de este evangelista, en los que se cita la Escritura misma contra los judíos; por otra parte, en la tradición representada por Mc la recepción de los mandamientos sociales del decálogo y de los dos mandamientos del amor es un aspecto común con la filosofía popular del helenismo judío, para la cual precisamente esta duplicidad de mandamientos del decálogo y mandamientos principales es lo más importante en la l. (Filón). En la formulación de las antítesis del sermón de la montaña se agudiza la tensión entre Iglesia y judaísmo que aparece en los discursos polémicos de Mc. El resto de l., que se defiende en la comunidad como cristiano, válido todavía, no es otra cosa que la conservación de determinadas tesis o posiciones judeo-helenísticas o judeo-apocalípticas del siglo i. Eso se manifiesta en Mc y Le por la conservación del mandamiento del amor y de los mandamientos sociales solamente, y en Mt además por un concepto de l. que, en cuanto al contenido, sólo abarca los deberes sociales para con el prójimo, de suerte que la l. puede también cifrarse en la regla de oro. La causa de limitar la l. al mandamiento del amor y a los mandamientos del decálogo, fue también para Mc el peculiar concepto de l. del judaísmo tardío, que sólo abarcaba los deberes para con el prójimo. Cuando las tradiciones apocalípticas entraban en contacto con esta idea de l., su efecto era siempre poner el cumplimiento de la l. en relación con el venidero juicio según las obras: o bien hay que cumplir la l. de manera que se gane la recompensa celeste (antítesis i v vi), o bien la conducta ha de completarse con obras especiales, por las que se alcanza el galardón celeste (Mc 10, 7-21).

Conclusiones sobre la actitud de Jesús respecto de la l. pueden sacarse además: 1º. de las proposiciones sobre la guarda de la pureza que sirven de fondo a las tres antítesis más antiguas del sermón de la montaña. De ellas, las palabras contenidas en Mt 5, 28-32 son una interpretación del sexto mandamiento ya en la formulación misma; y Mt 5, 3437 es una interpretación lejana del segundo mandamiento. Como estas proposiciones difícilmente pudieron tener origen en el ámbito judeo-helenístico, poseen una proximidad a Jesús relativamente mayor. Mt 5, 28-32 tiene forma de instrucción sapiencial y afirma que el mirar con deseo a una mujer casada o casarse con una divorciada es impureza tan grande que constituye una violación del sexto mandamiento. Cómo esa concepción interiorizada de la pureza no es extraña a la predicación de Jesús, pudiera indicarlo también la antigua tradición sobre la purificación del templo o la expulsión de los mercaderes. 2°, podemos formarnos juicio sobre la posición de Jesús ante la l. a base de una serie de logia particulares que son la base de las discusiones de Mc (Mc 2, 17a 19.27; 3, 4b; 7, 15; 10, 9). Estas proposiciones son de estructura sapiencial, se distancian de la mentalidad cultual y muestran una estimación «realista» de los hechos. En las perícopas respectivas hay siempre un desnivel entre la sentencia y la praxis de la comunidad expresada en la cuestión introductoria que hace de marco, de suerte que la legitimación de costumbres que sólo escasamente se desvían de la praxis farisaica es respondida con una sentencia teórica de carácter general y mucho más amplia.

Luego estas perícopas en parte se juntaron secundariamente con las interpretaciones de la ley. Pero el núcleo de sentencias que podrían atribuirse a Jesús se distingue porque convence al oyente en virtud de su forzosa lógica inmanente, y no sólo por la autoridad del Señor. Lo mismo que en las curaciones en sábado, aquí más que juzgar teóricamente sobre la l. se da respuesta a cuestiones de la praxis religiosa con cierta dosis de liberalidad y con una ponderación muy poco ritual de lo que es conforme al hombre. Sin duda por razón de la muerte de Jesús principalmente surge en la cuestión de la l. una escisión entre la Iglesia y el judaísmo, la cual tiene carácter teórico. El grupo de los helenistas de la Iglesia primitiva defendió tesis que, en la cuestión de la l., seguramente se asemejaban de todo punto al helenismo judío. Estas tesis sólose hicieron antijudaicas cuando, en el curso del siglo i, el judaísmo mismo se distanció cada vez más de ellas a consecuencia de la victoria del rabinismo.

b) La ley en Pablo

En su concepto de la l. Pablo está ligado al judaísmo tardío en un doble aspecto. Cuando habla del contenido de la l. (Rom 13, 8ss; Gál 5, 14), aduce el amor al prójimo como su recapitulación, y menciona los mandamientos sociales del decálogo como desarrollo de la misma. Igualmente los demás mandamientos sólo pueden hallarse en esta linea, en la que se trata de la conducta para con el prójimo. Por otra parte en Pablo, como en el judaísmo tardío, la l. es una magnitud teológica independiente; según la pretensión de los que se someten a ella, es una vía independiente de salvación eterna que compite con la fe en Jesús. Mientras Pablo deja intacto en cuanto al contenido el concepto social de l. del judaísmo tardío, en cambio la función salvífica de la l. se hace problemática en su teología.

El punto de partida es que la salvación sólo puede alcanzarse por la fe en Jesucristo, ora se trate de judíos, ora de gentiles. Aun cuando subsisten las exigencias de la l. (tal como Pablo la entiende) y el juicio se pronunciará según las obras del amor al prójimo, sin embargo la l. ha de descartarse como via de salvación. El bien de la salvación consiste en la justicia de Dios (-> justificación), es decir, en el cumplimiento de las promesas hechas a los padres. Mientras que en el judaísmo tardío la justicia resulta del cumplimiento de la l., Pablo vuelve a la estrecha unión de la justicia con la fe que aparece en Gén 15, 6 (Abraham), y puede mostrar por testimonios de la Escritura que las promesas y, consecuentemente, también su cumplimiento, están ligadas a esta justicia por la fe. La l. se descarta, pues, como vía de salvación eterna, porque sus seguidores esperan alcanzar la justicia a través de ella; cuando en realidad, como lo prueba la Escritura, la justicia está ligada a una fe. L. y fe se convierten así en alternativas, entendiéndose por fe la que se refiere a Jesucristo. Pablo demuestra además que por la vía de la l. no es posible siquiera alcanzar la justicia, pues nadie puede cumplir enteramente la l. (Gál 3, 10; 5, 3; cf. 6, 13).

Por eso todos caen en la pena de maldición con que amenaza Dt 27, 26. Ahora bien, sólo Jesús puede librar de esa maldición, pues en él, ya por la promesa de Abraham, se anuncia a todos los pueblos lo contrario de la maldición, es decir, la bendición. Esa bendición sólo se alcanza por razón de la fe y del bautismo, pues así se reviste el hombre de Jesús y se identifica con él, descendencia de Abraham, de tal suerte que ahora se aplican también a todos los creyentes las promesas hechas a esta descendencia.

Para garantizar la universalidad de la redención, Pablo demuestra en Rom que también los gentiles, no menos que los judíos, pecaron contra la l., la cual en consecuencia hubo de ser conocida por ellos (1, 18ss). Sin duda Pablo considera que este criterio para el juicio de los gentiles es una norma interna, que corresponde al orden de la l. mosaica; puesta a plena luz, esa norma coincidiría con la l. mosaica. Por su obrar contra la l., los hombres cayeron en la esfera de la carne, del pecado y de la muerte. Mientras están en esa esfera, nunca podrán cumplir la l., pues ésta pertenece a la esfera contraria del pneuma (Rom 7, 14). Sólo cuando el hombre es elevado a la esfera del pneuma, puede corresponder a esta l. pneumática. Ahora bien, el pneuma se alcanza por medio de Jesucristo como cumplimiento de la promesa. Hasta él (desde Adán) apareció en el mundo el pecado, como potencia que activó la esfera de la carne (sarx) e hizo aparecer las obras pecaminosas de ésta (v. Dülmen), de forma que el poder del pecado significó a la vez un hacer y un ser dominado, y la l. contribuyó a la fuerza y vida de este pecado (1 Cor 15, 56), pues con el imperio de la l. cayeron todos en la transgresión. Pero, a diferencia del pecado, la l. sólo es potencia de mal en cuanto a su efecto; por su función, no por su naturaleza. El pecado se sirve de la l. para matar. La l. es el catalizador, en el que se pone de manifiesto la perdición, la falta de salvación divina en los hombres.

Al concentrarse sobre Jesús la maldición de la l., él sufre la pena de muerte y elimina así la exigencia de la l. Por eso, y porque la l. no es ya necesaria para poner de manifiesto el pecado, Cristo es el fin de la l. Por el don del pneuma, Cristo hace ahora posible una vida de cumplimiento de la l. De ahí que Cristo no sea el final de las obras en general, sino el final de las que proceden de la l. tomada como vía de salvación y no de la fe. El én Xristó sucede al én nómo, pues Cristo, a semejanza de la antigua l., ha venido a ser ahora el factor determinante del nuevo ->eón (v. Dülmen). Puesto que Pablo por una parte considera el amor al prójimo como suma de la l. y, por otra, lo pone entre los carismas, en consecuencia el cumplimiento de la l. se torna un don del pneuma. De momento la I. sólo tiene una función en el endurecimiento de la parte incrédula de Israel, que sirve para la entrada de los gentiles en la economía de salvación (Rom 9-11). Así la l. fue dada a Israel con el fin de que, por su función en la historia de la salvación, sirviera para que todos alcanzaran la promesa.

c) La ley en los restantes escritos del NT

En el Evangelio de Juan no aparece la l., en contraste con Pablo y los sinópticos, como norma del obrar de la Iglesia. Cierto que la invitación a amarse unos a otros, el nuevo mandamiento (Jn 13, 34s), procede originariamente de la tradición judía. Pero este mandamiento ya no es puesto en relación con la autoridad de la l., sino que se funda sólo en el ejemplo de Jesús. La posesión de la l. se limita más bien a los judíos («su» l., «vuestra» l.). La l. de Moisés (que no se reduce al Pentateuco: Jn 10, 34) tiene su más positiva función en que atestigua y promete a Cristo. Programático es Jn 1, 17: La l. y Moisés se contraponen a la gracia y verdad, y a Jesucristo; y, por tanto, la revelación imperfecta de la religión judía se contrapone a la revelación por Jesucristo (Grässer; cf. 9, 28). Según 19, 7, Jesús tiene que morir en virtud de la l. contra la blasfemia. En conclusión, la l. procede de un estadio imperfecto de la revelación; los judíos no reconocen su orientación a Jesús y la emplean como instrumento contra él.

La carta de Santiago supone el mismo concepto de l., propio del judaísmo tardío, que los sinópticos y Pablo. Según Sant 2, 8-16 el contenido de la l. es el mandamiento del amor al prójimo. Ese mandato es la palabra de salvación que puede redimir las almas, y es la l. regia y perfecta de la libertad (1, 21.25; 2, 8). Es una cuestión abierta la de si la l. recibe estos atributos porque no constituye una suma de prescripciones particulares del AT y ha de ser aplicada libremente por el individuo según el criterio del amor (Gutbrod), o si sólo se trata de una l. liberada del judaísmo y de la circuncisión. El capítulo segundo no trata de la antítesis entre fe y l., sino de la relación entre fe y obras, que es también un problema paulino.

La carta a los Hebreos tiene alguna semejanza con la concepción paulina, en cuanto enseña que la l. ha sido descartada en su función de via de salvación por la muerte de Jesús. A decir verdad, aquí la l. no regula el obrar moral del hombre, sino que por l. se entienden en primer término las prescripciones cultuales y sacerdotales. Por tanto el concepto de l. en Heb procede de la tradición sacerdotal. El sacerdocio de Jesús no se funda en una legislación de ordenanzas puramente humanas, sino en una fuerza de vida indestructible (7, 16). Únicamente el sumo sacerdote Jesucristo ha traído la verdadera purificación; y la antigua l. no podía operarla, pues sólo instituía sacerdotes mortales. La l. no puede operar la salvación, no porque nadie sea capaz de cumplirla (Pablo), sino porque sólo la cumplen hombres mortales (cf. Gutbrod). El sacerdocio de Cristo, en la figura del sacerdocio de Melquisedec, concurría ya siempre con el sacerdocio levítico según la l. (Heb 7).

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Klaus Berger

II. Aspecto teológico

Cf. -> Antiguo Testamento (A), -> redención, -> libertad, -> ley y evangelio, teología de -> Pablo, -> justificación, -> obras meritorias.

III. La ley en la teología moral

1. La reflexión de la teología moral sobre el concepto de l. parte acertadamente de la l. moral y desde ahí trata de entender las demás leyes. Si comparamos con ella las l. naturales y las l. positivas, éstas aparecen como modos deficientes de la l. moral. Por l. natural se entiende una regla forzosa, que siguen con -> necesidad interna los que están sometidos a ella. Bajo l. positiva, es decir, impuesta al hombre desde fuera, se entiende por el contrario una norma moralmente obligatoria, a la que vinculan su acción libre de acuerdo con la voluntad del legislador los que están sometidos a ella. La voluntad libre de los que así están obligados no se somete a esta l. inmediatamente con necesidad interna, sino en virtud de la propia decisión libre o en virtud de una coacción externa. A diferencia de esto, la l. moral es para el hombre tanto una regla forzosa, que él sigue con necesidad interior, como una norma del deber moral, a la que él vincula su voluntad en virtud de una decisión libre (naturalmente bajo distintos aspectos). Esta l. une así las perfecciones ontológicas de ambas especies de leyes: conformidad con la naturaleza y libre autodeterminación.

Por una parte, el hombre está sometido con necesidad interna a las exigencias de la l. moral, en cuanto que él actúa efectivamente de una manera moral, pues la acción moral es posible sólo si suponemos que se conoce algo como objetiva y absolutamente obligatorio de esta o de aquella manera, por tanto, como una realidad respecto de la cual se debe tomar posición libremente. Por la l. moral el hombre está vinculado de este modo a un orden que hace posible por vez primera la vida libre en la dimensión individual y en la social, a un orden que exige ser reconocido por parte de quien ha llegado al uso de razón. Por otra parte, el hombre debe tomar posición libremente frente a esta exigencia necesariamente reconocida en cuanto que ha de decidir con libertad si quiere vincular su libre albedrío a los imperativos del deber conocido o, por el contrario, actuar contra éste. Por consiguiente, debe decidirse por sí mismo frente al orden al que está vinculado y con ello reconocerlo libremente. Precisamente en la acción de negarse a este reconocimiento ven los teólogos el pecado contra el Espíritu Santo (Mt 12, 31ss; Mc 3, 28ss; Lc 12, 10; cf. Act 7, 51).

La l. moral remite por su parte al legislador divino, que es su fundamento en cuanto crea una vida dotada de razón y libertad a imagen y semejanza de su perfección ordenada (lex aeterna; lex naturae rationalis), y le da además el dinamismo de su libre autocomunicación (lex gratiae).

De acuerdo con esto la l. moral es formalmente una regla necesaria de la acción moral libre, cuya exigencia obligatoria vincula al hombre absolutamente de esta o de aquella manera, pero dejándole en libertad de adoptar una actitud respecto de su contenido. La necesaria vinculación del sujeto moral en virtud de una absoluta exigencia obligatoria significa siempre una ligación por parte de Dios mismo, independientemente de que él sea conocido ya de una manera explícita ya de un modo implícito, pues la vinculación absoluta sólo es posible por medio de Dios, quien liga por el hecho de que hace posible una participación externa ( –> creación) e interna (-> gracia) de su absoluta perfección, o sea, por el hecho de que se comunica en su propio contenido. En la l. moral el hombre sólo puede atarse a esta comunicación de la l. divina en la medida en que la conoce explícita o implícitamente como emanación del imperativo divino. Esto significa que subjetiva y concretamente el contenido de la l. moral es lo que el sujeto moral conoce de esta o de aquella manera como deber absoluto y, en consecuencia, implícita o explícitamente como voluntad obligatoria de Dios, de manera que el sujeto moral claudica moralmente cuando no corresponde a la exigencia conocida.

2. Por lo que respecta al contenido de la l. moral, de lo dicho no puede concluirse que Dios quiere claramente (y objetivamente) en cuanto a su contenido lo que el sujeto moral conoce como l. divina en la l. moral, independientemente de su decisión subjetiva. Pues lo que aparece al hombre como vinculación a la l. moral es infaliblemente vinculación a la ordenación divina sólo en el aspecto formal de la absoluta ligación a Dios. En cambio, desde el punto de vista del contenido, a causa de la contingencia del hombre, con la apariencia de una entrega al orden divino puede darse una vinculación al desorden moral, y eso ya por error ya por culpa propia. Así, pues, sólo se da una vinculación a la l. divina cuando lo que se presenta subjetivamente al hombre como orden fundado por Dios, con independencia de esta opinión subjetiva, corresponde objetivamente al orden divino de la –> naturaleza y de la —> gracia.

Este orden de la l. divina consiste, según la persuasión cristiana, en la autorrealización del hombre por la ordenación hacia sus semejantes y a través de ellos hacia Dios, y por cierto, teniendo en cuenta las l. conocidas de la naturaleza y de la cultura, las cuales hacen posible el desarrollo del hombre. Éste debe aplicar tales l. de manera que sirvan al desarrollo de la - persona en cuanto tal, es decir, a la realización del ->amor a Dios y al prójimo. Lo que esto es más concretamente el hombre puede conocerlo a partir de las fuentes de la revelación presentada e interpretada por la Iglesia y de las l. de la naturaleza y de la cultura — de acuerdo con el estado de la filosofía y de las ciencias particulares en cada momento —; y puede conocerlo objetivamente, mediante la razón iluminada por la fe, en el sentido de que mide la contribución de determinadas acciones al perfeccionamiento del sujeto moral a base de esos criterios independientes del sujeto.

Pero como, por una parte, las fuentes de la revelación reproducen el contenido de la l. divina sólo de una manera limitada y condicionada, aunque suficiente, y, por otra, las l. de la naturaleza y de la cultura dependen de la influencia de las libres decisiones del hombre y frecuentemente sólo son conocidas de manera imperfecta; en consecuencia el contenido de la l. divina que se halla en el orden natural y en el -> sobrenatural sólo de una manera limitada es accesible al hombre. De acuerdo con lo cual podemos hablar de una evolución y de ciertas correcciones en el conocimiento y la formulación del contenido de la l. divina, pero no de una modificación de este contenido mismo. Sin embargo se da una modificación de la obligación subjetiva respecto de este contenido y juntamente una evolución de la l. moral. Pues la l. moral existe sólo en la medida en que es conocida concreta y subjetivamente como obligatoria, ya que la acción libre sólo está efectivamente vinculada en la medida en que debe adoptar existencialmente una actitud con relación a una obligación que le viene impuesta con anterioridad a su consentimiento. El conocimiento de estas obligaciones está sometido a constante cambio a causa de nuestra dependencia de la transformación histórica y es diferente para cada hombre de acuerdo con la formación de su -> conciencia.

3. En lo referente a la obligación hay que decir lo siguiente. Como la l. tiene siempre un aspecto formal, consistente en la orientación personal, y un aspecto material, consistente en la ordenación objetiva del sujeto moral a la perfección, y como ambos aspectos se condicionan mutuamente; en consecuencia, partiendo de una consideración tanto existencial como esencial, hemos de establecer que la l. divina obliga de una manera análoga: a) Cuando el cumplimiento de una l. determinada en cuanto a su contenido es subjetiva u objetivamente necesario para la realización del contenido de la l. divina, de tal manera que sin él quedaría esencialmente lesionado el mantenimiento del orden, que es considerado como el contenido de la l. de Dios; entonces estamos obligados sub gravi a observar esa ley. Si el hombre comete una infracción contra ella, eo ipso se decide fundamentalmente contra Dios, porque lesiona conscientemente su voluntad considerada como esencial. b) Cuando por la infracción de una l. así determinada en cuanto a su contenido sólo se impide accidentalmente el mantenimiento del orden, el hombre está obligado sub levi. La infracción de la l. es entonces una decisión accidental y, por tanto, no fundamental contra Dios. c) Si por el cumplimiento de una l. así determinada en cuanto a su contenido se hace posible una realización más perfecta del orden del amor, mas por dejar de cumplirla no queda positivamente impedido el mantenimiento del orden del amor; entonces el hombre está obligado sub per/ectione (en ese caso hablamos de consejos o de obras supererogatorias; ->consejos evangélicos). El hombre sabe que siguiendo el consejo aprovecha una oportunidad ofrecida por Dios, pero que el no aprovechar esta ocasión no significa un alejamiento de él, justamente porque Dios quiere al hombre como un socio libre y sólo le juzga en la medida en que él se juzga a sí mismo por el alejamiento de la única fuente de la vida o por la aproximación imperfecta a ella. La existencia cristiana, una vez fundamentada, se desarrollará en gran parte precisamente en esa esfera donde se trata, no de la salvación o la condenación, sino de una perfección mayor o menor.

Por consiguiente, en oposición a la opinión de algunos teólogos modernos, no se puede decir que sólo en el orden esencial cabe hablar de un consejo o de una obra de supererogación, y que en el orden existencial o bien se peca o bien se actúa meritoriamente, pues la exigencia absoluta del deber no se puede considerar independientemente del contenido de la l. Una acción prescrita es formalmente una l. divina que obliga existencialmente, porque y en la medida en que con relación al contenido es considerada como l. divina. Por otra parte, lo que subjetiva u objetivamente aparece formalmente como l. divina sub gravi, sub levi o sub perfectione, en cuanto al contenido es l. divina sólo de manera análoga.

A manera de resumen podemos decir: la l. divina (lex aeterna) consiste en lo que objetivamente corresponde a la perfección del hombre. Aquélla obliga al hombre en tanto es conocida por él como l. moral. Según esto, la voluntad de Dios consiste, en cuanto al contenido, en la l. divina y, formalmente, en la l. moral. La comunicación de la l. divina por la l. moral tiene lugar en la lex divina supernaturalis (lex gratiae) y en la lex naturalis (lex naturae humanae rationalis). Estas últimas l. encuentran una sedimentación objetiva y formulada en las declaraciones de las fuentes de la revelación (lex positiva divina) y en las reglas de la ética (la lex naturalis formulada en la ley moral). Sólo reproducen de una manera imperfecta la l. divina percibida existencialmente, pues ellas, aparte de las razones antes señaladas, la captan independientemente del sujeto; y la dependencia existencial del sujeto es esencial para la concreta lex gratiae et naturae rationalis. Sin embargo, hemos de mantener que por lo menos la l. divina positiva interpretada por la Iglesia en virtud de la asistencia del Espíritu Santo transmite suficientemente la voluntad de Dios.

La l. moral tiene su transcripción subjetiva en la conciencia, única instancia que obliga absolutamente, pues sólo en ella se da una vinculación inmediata a la voluntad de Dios percibida concretamente.

4. Sólo dentro de este marco se puede plantear la cuestión sobre la justificación y el alcance moral de la l. positiva humana, siendo totalmente indiferente que se trate de una l. eclesiástica o civil. Para dar respuesta a esta cuestión hay que partir de que una l. humana obliga a la -> obediencia en la medida en que el legislador humano participa de la autoridad divina y la representa.

Hasta qué punto se da esto depende de la función que tiene que llevar a cabo la -> autoridad correspondiente entre los hombres que le han sido encomendados, y por cierto, a servicio del bien que ella representa por encargo de Dios, ej., el -> bien común de la Iglesia o el del Estado. Esto significa que la legislación humana se justifica moralmente en la medida en que los legisladores humanos ejercen su función específica de servicio. Así, p. ej., el legislador estatal sólo puede dar leyes en la medida en que éstas son necesarias para el bien común de los ciudadanos. Sólo en esa medida, es decir, de una manera mediata, obliga moralmente la l. civil. Esto mismo puede aplicarse mutatis mutandis a la ->Iglesia, a los -> padres, etc. Para decidir si una l. determinada puede darse justificadamente y si es necesario prestarle obediencia por motivos morales, según lo dicho ha de dilucidarse inmediatamente por criterios inmanentes a la cosa misma si esa l. corresponde a las exigencias del valor limitado que representa la respectiva autoridad humana. En caso afirmativo, la l. dictada obliga moralmente en la medida en que se cumple esa condición.

La teoría de las l. meramente penales requiere, por tanto, una revisión. Según esa teoría, si el legislador no quiere obligar en conciencia en el caso de leyes que no son absolutamente necesarias, el hombre debe estar dispuesto en conciencia sólo a aceptar el castigo impuesto por una transgresión de la l. Esta teoría desconoce que el legislador humano en general no puede obligar inmediatamente en conciencia y que la obligación mediata de una l. depende exclusivamente de su adecuación con el fin inmanente de la cosa misma, precisamente porque la obligación moral en su aspecto formal siempre se funda en Dios y por razón del contenido se funda en lo que objetivamente es conforme con el fin. Pero ve acertadamente, que, en virtud del sentido inmanente de la autoridad en cuanto tal para el hombre, cuando no hay una necesidad inmediata de respetar la l. por razones inmanentes a la cosa, mediatamente debe darse la disposición de aceptar los castigos impuestos por el no cumplimiento de la l., y debe darse en la medida en que eso se requiere para preservar la justificada dignidad de la autoridad y la finalidad que tiene en virtud de su propia naturaleza. Esto significa que los legisladores humanos, si ejercen rectamente su oficio, siempre obligan mediata o indirectamente, pues, o bien ordenan algo adecuado al fin, o bien ejercen adecuadamente su oficio. Sólo si falta esta adecuación será injusto el castigo por dejar de cumplir justificadamente una l. que tenga fuerza de derecho pero no sea justa.

5. El enjuiciamiento de la conformidad de las l. humanas con su fin no es posible a base de principios éticos solamente. En el ámbito moral (o político) con ayuda de la prudencia se puede decidir: a) a qué valor hay que servir por medio de una l. en una situación concreta; b) qué principios formales han de tenerse en cuenta para que una l. sea justa, es decir, para que sirva al valor en cuestión ponderando su relación con otros valores que están allí en juego (-> justicia); c) si una disposición puede reclamar con derecho el carácter de l. Las determinaciones del derecho canónico sobre la interpretación de la l. (CIC: normae generales; especialmente cánones 8-24) y las reglas de la jurisprudencia resumen con cierto detalle los principios que deben tenerse en cuenta al enjuiciar las l. generales.

En toda l. — ya se trate de una l. general o de un mandato personal — deberá estudiarse: a) si el legislador en virtud de su autoridad está capacitado y en virtud de su oficio está autorizado (-> jurisdicción) para dar una l. determinada; y en caso afirmativo, el ámbito de validez y el tiempo de vigencia de la ley; b) cuál es el contenido exacto de la l., si ésta ha sido promulgada debidamente, y cómo ha de interpretarse; c) si lo dispuesto por la l. corresponde al fin legítimo, a aquel fin al que el legislador debe servir; o, por el contrario, el cumplirla es deshonroso, injusto, superfluo o imposible; d) qué importancia tiene lo ordenado por la l. para el mantenimiento y desarrollo del orden y, por tanto, hasta qué punto obliga moralmente lo permitido o prohibido, y hasta qué punto existen motivos de excepción, impedimento, excusa o negación ( -> dispensa, -> epiqueya, -> privilegio), o cuándo una l. deja de existir o queda irrita. Los criterios inmanentes a la cosa misma que han de tenerse en cuenta en la creación de leyes adecuadas al fin y por tanto moralmente justas se logran por la experiencia. Se orientan hacia las exigencias objetivas dela materia que ha de configurarse por la legislación; esas exigencias son elaboradas en las diversas disciplinas particulares y, por tanto, tienen un valor moralmente indiferente. Pero el no tener en cuenta estas exigencias objetivas se traduce eo ipso en perjuicio de los valores morales, a los que una l. debe servir en definitiva, precisamente porque una l. llega a ser objetivamente justa sólo por un servido objetivo al valor que está en cuestión. Para que se dé una l. justa es necesario, por consiguiente, un propósito moral (o político) ordenado de servir a un valor que está en juego, así como un conocimiento objetivo adquirido experimentalmente de la materia que ha de configurarse por la l. La síntesis entre ambas cosas sólo se logra de una manera siempre parcial a causa de nuestra imperfección.

6. Por esta razón debe tenerse en cuenta que la l. moral ha de verse siempre en una relación tensa y a cierta distancia respecto de la l. humana positiva. Semejante «relativización», por una parte, impide que la legislación humana, la cual con frecuencia sólo ha de tener metas morales de una manera mediata e indirecta, quede precipitadamente sobrecargada con valoraciones morales y así llegue incluso a enajenarse de su naturaleza; y, por otra parte, hace imposible que la moralidad se identifique muy a la ligera con la l. positiva, en la que solamente de manera imperfecta y parcial se reflejan las exigencias de aquélla. Mediante una delimitación clara de la moralidad frente a la l. positiva se abre la posibilidad de esclarecer a los creyentes cómo todavía no han cumplido las exigencias de la l. divina por el hecho de haber observado las l. positivas. De esta manera la l. divina es una fuerza propulsora en orden a la constante reforma de las l. humanas. Y así la l. moral formulada podrá liberarse de la sospecha de que es empleada abusivamente como medio de coacción moral para obtener o consolidar injustificados intereses del poder terreno.

IV. Concepto canónico de ley

Cf. ->Codex Iuris Canonici, -> derecho canónico, -> leyes eclesiásticas, -> mandamientos de la Iglesia.

BIBLIOGRAFIA: Cf. los manuales de teología moral y de derecho canónico, asi como la bibl. de —> derecho natural, —> derecho, —> ley moral.

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Waldemar Molinskl