INVESTIDURAS, LUCHA POR LAS
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La lucha por las i. es una fase específica del enfrentamiento entre el poder civil y el espiritual, suscitado en el siglo xi a propósito de la investidura o colación del oficio y beneficio eclesiásticos (-> reforma gregoriana). Tal enfrentamiento va casi necesariamente anejo a la naturaleza de la Iglesia visible y se prolonga a lo largo de los siglos (-a. Iglesia y Estado). Dado que el ministerio espiritual y el poder civil estaban tan estrechamente unidos en la Iglesia imperial germánica de la edad media; dado también que el feudalismo informaba el gobierno en Alemania más que, p. ej., en Inglaterra o en España; dado finalmente, y sobre todo, que el imperio en su misma idea se adaptaba por completo a la Iglesia, la lucha por las i. fue principalmente aun pleito entre la Iglesia y el imperio germano de la edad media. La regulación de problemas similares a los de Alemania se llevó a cabo en Francia e Inglaterra sin aquel apasionamiento que removió hasta los cimientos.

La Iglesia de la antigüedad tardía se encontró con el vital mundo político de los germanos como una comunidad que vivía según su propio derecho y en la que eran elegidos los órganos dirigentes (papa y obispos) por el clero y el pueblo. Después de la elección, sin intervención de otros factores (exceptuada la notificación de la elección y la confirmación por parte del emperador de oriente), los elegidos asumían de lleno el poder en la Iglesia (dejamos de lado el influjo contra derecho de las luchas e intrigas partidistas). Teniendo en cuenta la estrecha vinculación de la Iglesia en los nuevos reinos germánicos con la economía natural de la tierra y el suelo, así como el deseo de los dueños originarios de mantener, aun frente a la Iglesia, la plena disposición sobre esos bienes (iglesias propias); teniendo en cuenta además la importancia política que la Iglesia y sus cultivados ministros alcanzaron dentro de la general escasez de impulsos y fuerzas espirituales, y finalmente la posición semisacerdotal de los reyes (debida al paganismo germánico), era natural el creciente interés de éstos por proveer los oficios eclesiásticos. Teóricamente, el cesaropapismo germánico no impugnó nunca la preeminencia religiosa de la autoridad espiritual, fundada en el sacramento del orden; pero, prácticamente, se vivía en una cooperación espontánea entre lo temporal y lo espiritual, en la que el derecho del rey se ampliaba cada vez más. Los Otones señaladamente, en cuyo tiempo aparecieron los ordines de la unción y consagración regias, equiparados al ordo de la ordenación sacerdotal, nosólo se aseguraron por motivos políticos el influjo sobre la autoridad suprema de la Iglesia nombrando a los papas, sino que organizaron el imperio sobre la base del episcopado, al que concedieron extensos derechos de soberanía civil. Que ellos y sus sucesores tuvieran por eso una mayor influencia en la i. de obispos y abades imperiales, aparece como una consecuencia lógica. Cierto que se mantuvo la elección de obispos y abades, pero el asentimiento y la intervención del rey fueron ya decisivos. No pocas veces los candidatos salían de la corte del rey, y de ahí al nombramiento directo no había más que un paso. La colación del oficio, en aquel tiempo tan amigo de símbolos, se hacía a través de determinadas acciones del rey, quien con la entrega del báculo daba la iglesia al nuevo obispo. Cuando más tarde, desde Enrique su, se entregó también el anillo, símbolo espiritual, alcanzó su punto culminante el poder de unos reyes que por entonces deponían o nombraban incluso a los papas.

Hoy vemos esto como crasas extralimitaciones, que necesariamente habían de provocar una reacción. Porque, a la postre, no sólo se daba el peligro de abuso por parte de un soberano sin conciencia de su responsabilidad religiosa, sino que la i. así ejercida podía llevar a una falsa interpretación teórica del origen del poder pastoral eclesiástico. La reacción no llegó en primera línea de los sectores reformistas de la Iglesia medieval. Ni las reformas monásticas, ni los príncipes eclesiásticos influidos por ellas, ni el mismo León ix deseaban una ruptura con el sistema practicado en la corte germana. Su objetivo era más bien asegurar la libertad de la Iglesia mediante la reforma interna y la independencia de la tiranía de la nobleza (movimientos de ->reforma).

La reacción llegó con un derecho canónico y una conciencia eclesial renovados. Por la comparación con el antiguo ordenamiento eclesiástico y por la influencia de las Decretales pseudoisidorianas, desde mediados del siglo xs se alzaron voces que ponían la praxis actual en peligrosa proximidad con la simonía y, consiguientemente, la rechazaban de plano. La equiparación de simonía y herejía, expresada ya por Gregorio Magno, la renovó con insistencia y pasión Humberto de Silva Gandida. La causa principal la veía él en la influencia de los príncipes sobre la elección de los obispos. Dada su posición en la curia, se llegó a una lucha radical. Como entretanto la consagración real había ido perdiendo valor frente a la ordenación del obispo, una nueva inteligencia de la Iglesia como poder jerárquico que va desde arriba hacia abajo relegó a los príncipes a la esfera de los laicos, y la i. que ejercían fue condenada como acción laica y como perversión de las adecuadas relaciones entre sacerdotes y seglares. Pero, indudablemente, con una renuncia radical a la praxis hasta entonces seguida, el imperio se hubiera visto amenazado en sus mismos cimientos.

La lucha contra la i. de los laicos se desarrolló primero en el plano del derecho puramente teórico. A la prohibición general del sínodo romano de 1059 le faltaron las cláusulas penales. A pesar del enfriamiento de las relaciones entre la curia romana y la corte alemana a la muerte de Enrique ni, los esfuerzos papales se dirigieron principalmente contra los obispos de Francia y Alemania hostiles a la reforma, y el mismo Gregorio vii, en el Dictatus papae, se limitó de momento a una afirmación meramente programática de sus títulos a la supremacía.

La ocasión que hizo estallar el conflicto no fue tal que afectara a la existencia del imperio. Al arzobispo presentado por Enrique iv opusieron su candidato los reformadores de Milán. El papa vedó al rey la i. para Milán. Como, pese a todo, Enrique invistiese a su candidato al tiempo que en Italia central nombraba obispos a candidatos que ni siquiera eran conocidos del arzobispo competente (el propio papa), Gregorio le hizo amenazar oralmente con la excomunión en diciembre de 1075. Ello significó la declaración de guerra. En el manifiesto de Worms, rey y obispos imperiales convenían en exigir la abdicación del papa. Un mes después seguían la excomunión y la sentencia de deposición contra el rey. La absolución de Canosa fue sólo una tregua. Cuando el papa, después de tres años de neutralidad, reconoció al antirrey y excomulgó de nuevo a Enrique, éste respondió con la elección de un antipapa y con el ataque armado contra Roma, donde fue coronado emperador por su papa, mientras Gregorio vil moría en el destierro (1085).

Canosa significó ya en esta época de la lucha de las i. un momento culminante y un cambio. La lucha de principios entre el regnum y el sacerdotium en que había desembocado el problema de las i., al tener como desenlace la sumisión del rey (es decir, la victoria moral del papado), trastornó las relaciones existentes entre ambos poderes a comienzos de la edad media. Y, a la vez, esta lucha en la que el papa negaba ahora de raíz la realeza sagrada y, apoyado sobre la fe en su misión, exigía con creciente rigidez el recto orden en el mundo y la libertad de la Iglesia, permitió entrever el peligro de un total aniquilamiento de la estructura del imperio, y suscitó por ello un amplio frente de adversarios, que trataron de ganarse la opinión pública en la primera gran polémica literaria sobre los fundamentos del imperio y de la Iglesia. A la muerte de Gregorio vu, el problema de las i. no halló solución, pues el rey alemán mantenía pertinazmente a su antipapa; de nada valieron la actitud conciliadora de Víctor n, ni la habilidad diplomática de Urbano II, aun cuando Enrique iv perdiera partidarios y durante la primera cruzada se pusiera de manifiesto cómo la dirección de la cristiandad estaba en manos del papa (—> cruzadas).

Los primeros intentos de solución se fraguaron en Francia y en Inglaterra. Como las bases de la monarquía francesa eran totalmente diversas, allí sólo se trataba de cuestiones de poder. Y no de ser o no ser. En 1097 el canonista Ivo de Chartres distinguía entre oficio eclesiástico y posesión de bienes temporales. La colación del oficio episcopal debía prohibirse a los laicos, pues significaba una acción sacramental; en cambio, la i. de los bienes eclesiásticos podía concederse al rey, pues se trataba de un acto profano y también la Iglesia debía sus bienes a una donación real. Así, en lo sucesivo el rey francés renunció a la i. con anillo y báculo, se contentó con un juramento de fidelidad después de la elección canónica, y concedió al electo sin formalidad alguna los bienes temporales, reservándose la facultad de disponer sobre éstos. En Inglaterra se llegó a un compromiso formal en las cortes de Londres del año 1107, después que la excomunión de los consejeros reales y de los investidos por Enrique I obligó a buscar la mediación de Anselmo de Canterbury. El rey (rex et sacerdos del antipapal Anonymous of York) renunció a la i. con báculo y anillo, concedió la elección canónica a la que asistía personalmente, y exigió antes de la consagración el vasallaje feudal.

Semejante compromiso no parecía posible en Alemania. Efectivamente, allí no sólo se trataba de bienes temporales de tierra y suelo, diezmos y rentas, sino además de verdaderos derechos de soberanía, de condados y ducados con tareas esenciales para el imperio. No se los podía convertir simplemente en bienes intangibles de la Iglesia, renunciando a cualquier influencia sobre ellos. De ahí que en Alemania fracasasen todos los intentos de solución, aunque a la muerte del antipapa (1100) volvieron a desaparecer las cuestiones de principio. Sólo con la marcha de Enrique v a Roma parecieron ofrecerse nuevas posibilidades. Pero la utópica proposición de Pascual u, según la cual la Iglesia devolvería todas las regalías a cambio de la renuncia del rey a las i. (Sutri 1111), tenía que fracasar ante la oposición de los interesados. La concesión de plena i. con anillo y báculo, arrancada al papa cautivo por el rey, provocó la protesta del partido eclesiástico. Con todo, a pesar de la tensión externa, se impuso un arreglo sobre la base de las ideas de Ivo de Chartres. Cierto que Calixto n no logró la renuncia a una i. formal de los bienes temporales; pero las negociaciones apoyadas por los príncipes alemanes llevaron finalmente al establecimiento de la paz. En el concordato de Worms (1122) el papa concedía a Enrique v la asistencia a la elección canónica, el derecho de arbitraje cuando faltaba la mayoría requerida y la i. sobre las regalías mediante el símbolo profano del cetro, a la que iba unido el vasallaje feudal. De acuerdo con los principales intereses del rey, esta i. tendría lugar en Alemania antes de la consagración; en Italia y Borgoña, después. No se trataba en el fondo de una concesión en favor de Enrique v, sino de la confirmación de un antiguo derecho imperial, armonizado ahora con las exigencias jurídicas de la Iglesia. El concordato fue solemnemente confirmado en la dieta de Bamberg y en el concilio Lateranense i de 1123.

La nueva dialéctica con sus distinciones hizo posible la paz, pero sólo creó una solución de principio. En el fondo habían vencido las ideas de Gregorio vn sobre la libertad de la Iglesia; pero de hecho la Iglesia siguió estrechamente ligada, en comunidad de vida e intereses, con el Estado medieval. Los obispos asumieron ampliamente el papel de príncipes seculares y, durante siglos, el destino de la Iglesia dependió de la buena voluntad o de los caprichos del poder civil. En el plano más alto la lucha de las i. había terminado; pero siguió en pie la tarea de deslindar adecuadamente las cambiantes formas concretas.

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Hermann Tüchle