INFIERNO
SaMun

Desde el punto de vista de la revelación o de la historia de la teología, la representación del infierno como lugar y estado de perdición definitiva del hombre, se remonta en primer lugar al concepto vetero-testamentario del scheol como «lugar» y estado de los muertos (mundo inferior). Tras una larga historia de reflexión, la interpretación de tal estado poco a poco se fue diferenciando cualitativamente de acuerdo con la vida previa, buena o mala, de los muertos, con lo que el scheol de la condenación (1QH 3, 19) pasó a ser entendido como la suerte definitiva de los malos (Gehenna; cf. LThK v 445s [bibl. ] ). También dejó sentir su influencia efectiva en la formación de esta idea la representación de un fuego judicial en el valle de Hinnom (Jer 7, 32; 19, 6; Is 66, 24).

2. De acuerdo con la teología de su tiempo, Jesús (al igual que el Bautista, habla en sus amenazas escatológicas del i. como lugar del castigo eterno, que ha sido dispuesto no sólo para el demonio y sus ángeles (Mt 25, 41), sino también para todos los que rechazan con una actitud incrédula y negativa la salvación ofrecida por Dios (Mt 5, 29 par; 13, 42.50; 22, 13, etc.). El i. es un lugar en el que arde un fuego inextinguible, eterno (Mt 5, 22; 13, 42.50; 18, 9, etc.), donde se dan las tinieblas y el gemir y rechinar de dientes (Mt 8, 12; 22, 13; 25, 30, etc.). Idéntica es la caracterización de Ap 14, 10; 20, 10; 21, 8. Pablo, con un lenguaje teológico abstracto, habla del i. como la corrupción eterna, el ocaso y la perdición (2 Tes 1, 9, etcétera; Rom 9, 22; Flp 3, 19; 2 Tes 2, 10, etcétera).

3. El magisterio eclesiástico enseña la existencia del i. (Dz 16 40 429 464 693 717 835 840; cf. la interpretación más adelante 4c) y su duración eterna contra la doctrina de la -> apocatástasis de Orígenes y de otros padres (Dz 211). Con una eliminación (hermenéuticamente importante) de modelos temporales de representación aplicados a la vida de los muertos, el magisterio eclesiástico subraya, contra la doctrina de un estado intermedio de los condenados antes del juicio universal, la inmediata existencia del i. después de la muerte (Dz 464 531). Más allá de una cierta distinción entre la privación de la visión de Dios (poena damni) y los tormentos (poena sensus [Dz 410]), no hay declaraciones oficiales acerca del tipo de los castigos del infierno, aun cuando la doctrina del magisterio habla de diferencias en tales castigos (Dz 464 693).

4. Desde el punto de vista sistemático y kerygmático hay que hacer estas observaciones sobre la doctrina del infierno.

a) Para una idea correcta del tema han de tenerse en cuenta todas las reglas de hermenéutica de las afirmaciones escatológicas (-> escatología, -> novísimos), que también deben tomarse en consideración de cara a la predicación sobre el i. Esto significa que cuanto la Escritura dice sobre el i., de acuerdo con el carácter escatológico de la amenaza, no debe entenderse como un reportaje anticipado acerca de algo que algún día ocurrirá, sino como descubrimiento de la situación en la que el hombre llamado se encuentra ahora realmente. Ese hombre es el sujeto que se halla ante una decisión de consecuencias irreversibles; es él quien puede perderse definitivamente al rechazar el ofrecimiento de la salvación divina. Las metáforas con las que Jesús describe la perdición definitiva del hombre, como posibilidad que le amenaza ahora, son imágenes (fuego, gusano, tinieblas, etc.) que están tomadas de la -> apocalíptica contemporánea. Todas quieren decir lo mismo: la posibilidad de la perdición definitiva del hombre y su alejamiento de Dios en todas las dimensiones de su existencia. Partiendo de aquí se puede conocer que, por ejemplo, la cuestión discutida de si el «fuego» del i. debe entenderse metafóricamente o en un sentido «real» está ya mal planteada. Pues el «fuego» (y palabras semejantes) significa de modo figurado una cosa que, por pertenecer radicalmente al más allá, nunca puede expresarse en sus propios «fenómenos» y así, incluso cuando aparentemente se la designa en forma muy abstracta, siempre se la menciona en «imagen». Asimismo el «perderse» es una expresión figurada. Con esto no interpretamos el «fuego» de forma «psicológica». Éste se refiere al aspecto transcendente a la conciencia, a la dimensión cósmica y objetiva de la perdición. Del mismo modo que la bienaventuranza en la proximidad inmediata de Dios significa la apertura amorosa y beatificante al mundo transfigurado, que sigue siendo el mundo humano y físico que nos rodea, así también la perdición implica una definitiva oposición al mundo permanente y perfecto, la cual se convierte en tormento. Por tanto son superfluas las especulaciones acerca del «lugar» del infierno. En todo caso no podemos situarlo en el espacio cósmico accesible a nuestra experiencia.

b) Desde el punto de vista kerygmático cabe decir lo siguiente en orden a la predicación sobre el i.: «El desarrollo teológico del dogma no puede pues, hacerse razonablemente situando en primer plano una especulación objetiva sobre el más allá, sino que ha de llevarse a cabo mostrando sobre todo el sentido existencial de las afirmaciones acerca del i. Por tanto no puede ser tarea de la teología el diseño de hechos concretos y detallados del más allá (p. ej., en lo relativo al número de los condenados y a la crueldad de sus tormentos, etc.). Al contrario, su misión sigue siendo mantener el dogma del i. en todo el rigor de sus exigencias reales, para cumplir así el propósito de la revelación, que es conducir al hombre a dominar su vida teniendo en cuenta la posibilidad real de una condenación eterna e imponer una seriedad radical a la existencia. La fundamental referencia a este sentido salvífico del dogma debe ser, pues, la pauta y el hilo conductor de toda especulación» (J. Ratzinger: LThK2 v 448).

c) Hasta qué punto se realiza de hecho en el hombre esta posibilidad de eterna perdición tampoco la reveló claramente Jesús en sus discursos acerca del juicio, si consideramos la auténtica naturaleza de los mismos como una llamada a la decisión. En dependencia de eso, tampoco existe decisión alguna del magisterio eclesiástico, cuyas manifestaciones deben entenderse de la misma manera que los discursos de Jesús acerca del juicio, de los que son una repetición. Por esta razón la predicación del púlpito no debería invocar las visiones de los santos, ni las revelaciones privadas, ni las opiniones teológicas. Una actitud positiva o negativa respecto a este problema, que se situase fuera del contexto de esa llamada a la decisión, estaría de antemano en contradicción con el sentido de los enunciados relativos al i. Hay que compaginar las afirmaciones acerca del poder de la universal voluntad —> salvífica de Dios (en -> salvación), de la -> redención de todos en Cristo y de la obligación de esperar la salvación con la afirmación relativa a la posibilidad real de una condenación eterna. Por eso se debe rechazar toda utilización ligera del dogma del i. (p. ej., en la predicación sobre el pecado), en especial si se pretende infundir un temor servil, que no justifica, y que actualmente no es fidedigno para los hombres. La predicación acerca del i. debe descubrir al hombre de hoy toda la seriedad de la pérdida de la salvación eterna que le amenaza, seriedad que él ha de aceptar de lleno sin contar marginalmente con una -> apocatástasis. Junto a la clara acentuación del i. como posibilidad de eterno endurecimiento, debe alentar igualmente una entrega confiada y llena de esperanza a la infinita -> misericordia de Dios.

d) La eternidad del infierno puede y debe explicarse hoy (de acuerdo con Tomás de Aquino) como consecuencia y no como causa o realidad independiente de la obstinación interna (como negativa a la gracia dada para la acción salvífica), la cual a su vez proviene de la naturaleza de la  libertad y no está en contradicción con ella, puesto que la libertad es voluntad y posibilidad de poner lo definitivo, y no la posibilidad de una revisión siempre renovada de las decisiones; y puesto que la -> «eternidad» no es la duración temporal que se esconde tras la historia de la libertad, sino el estado definitivo de la historia realizado por el hombre; en consecuencia el i. es eterno, y así constituye una manifestación de la justicia de Dios. No hay que entender el i. como una radical medida punitiva, impuesta accesoriamente por un Dios vengador, que castiga a aquel que se enmendaría con la remisión de este castigo. Dios sólo «actúa» en el castigo del infierno en cuanto no arroja al hombre de la realidad definitiva que él mismo se ha creado y no lo arranca de su contradicción al mundo como creación divina. Por esta razón es poco adecuado para entender el i. el modelo de un castigo vindicativo, propio de la sociedad civil, que imponiéndolo se protege contra los perturbadores de su orden.

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Karl Rahner