INFALIBILIDAD
SaMun

1. Al concepto de infallibilitas se asocian con frecuencia imágenes que sugieren la exención de pecado. Contra esta confusión se alzó ya en el concilio Vaticano I el obispo Gasser, en su calidad de comentarista oficial (cf. Mansi LII 1219). Se han propuesto traducciones menos equívocas, como «seguridad», «inerrancia», ausencia de error; positivamente el concepto podría expresarse con el término «verdad» o «veracidad». En las líneas que siguen emplearemos el lenguaje usual. Este concepto debe distinguirse de la -> inspiración, que se reserva solamente al testimonio de la revelación en la Iglesia apostólica y en los escritos canónicos del AT y del NT. La i. cae dentro del horizonte de la assistentia Spiritus Sancti, que ha de atribuirse a la Iglesia de la era postapostólica.

Dado que el cierre de la -> revelación no excluye la acción de la providencia sobre la historia ulterior de la Iglesia y del dogma, la i. ha de entenderse como compañera del desarrollo doctrinal. Si además «verdad» se entiende en el sentido bíblico de «fidelidad», es decir, de fidelidad de Dios, que cumple sus promesas en la historia, entonces la i. de la Iglesia puede definirse provisionalmente como la forma histórica de la fidelidad de Dios, que mantiene la comunicación histórica de sí mismo, realizada en Cristo definitivamente y en forma que no se puede rebasar, para lo cual se sirve de la Iglesia.

2. Si bien la i. está ordenada a la Iglesia, no debe sin embargo contarse entre las propiedades de ésta, sino que es más bien la condición que las abarca a todas, especialmente la indefectibilidad. Así la i. va unida a la posibilidad de la Iglesia como tal. Por cuanto la Iglesia es portadora y transmisora de la revelación, y el conocimiento teológico tiene por tanto una dimensión eclesiológica, la i. es un concepto teológico transcendental: está referida sobre todo al conocimiento teológico bajo el aspecto de la autenticidad dogmática. Por ello, la cuestión de la i. es un tema de -> teología fundamental (cf. también -> epistemología y metodología teológica [en -> teología]).

El perfil del concepto de verdad que aquí interesa y el estudio sistemático de la i. dentro de la teología fundamental vedan cualquier particularismo prematuro, bien sea restringiéndola a una determinada sección de la eclesiología, o bien reduciéndola a determinados órganos de la Iglesia. Por principio cuando se habla de i. eclesiástica hay que tener siempre ante los ojos a la Iglesia entera. Desde este concepto tan amplio de i. (con un solo límite esencial: la revelación y la inspiración, subordinada a aquélla pueden aceptarse los enunciados de la historia, sin encuadrarlos prematuramente en un concepto específico de i. (p. ej., el del Vaticano I).

3. Hay que partir de la promesa del Señor, que es la verdad (Jn 1, 14; 14, 6; 1 Jn 5, 20) y que confió a su comunidad la palabra de verdad. La prueba principal la constituyen los discursos de despedida en Juan, particularmente la promesa del paráclito como Espíritu de verdad (Jn 14, 17; 15, 26; 16, 13). El Espíritu conduce a los discípulos a toda verdad, está en ellos y les da la posibilidad de permanecer en la palabra y en la verdad (Jn 8, 32; 14, 17; 17, 17; 2 Jn lss; cf. también Mt 28, 19s). La teología paulina presenta el concepto de «evangelio», que es la palabra y fuerza de Dios (Rom 1, 16 ;2 Cor 6, 7, 13, 8; Gál 1, 7; 1 Tes 2, 2) y no se debe falsear (2 Cor 11, 4; Gál 1, 6; 2, 5). Según 1 Tim la Iglesia es «columna y fundamento de la verdad» (3, 15). En los textos sinópticos encontramos el encargo de enseñar dado a los discípulos, con cuya palabra se identifica en definitiva el Señor (Lc 10, 16), que ora para fortalecer en la fe a Pedro (Lc 22, 32). Resumiendo se puede decir que las comunidades pospascuales del NT reflexionaron sobre el carácter fidedigno de la fe y de la predicación, y se hicieron conscientes de la promesa y de la obligación de permanecer en la verdad.

4. Todavía no se ha escrito una historia dogmática del concepto de i., aunque se han llevado a cabo estudios particulares y síntesis que proporcionan valiosos puntos de vista (cf. bibl.). En la patrística no se sistematizó la i.; sin embargo, las referencias a la regula fidei, al depositum y a la -> sucesión apostólica, así como la lucha contra las herejías, dan testimonio de la vinculación de la Iglesia a la verdad (cf. especialmente Tertuliano, Ireneo, Vicente de Lérins). La vinculación a la verdad del evangelio se expresa preferentemente en los concilios.

Por lo que hace a la teología medieval, hay que tener en cuenta el cambio de significado de los conceptos lides y haeresis, así como el empleo parco y nada técnico de infallibilitas; y, por otra parte, la doctrina de los teólogos sobre el «contenido» expresado en la noción de i. (p. ej., TOMÁS, ST IIIi q. 1 a. 2 10; q. 2 a. 6 ad 3; Quodl. ix q. 1 a. 7). Los concilios de Constanza y Basilea merecen tomarse en consideración, no sólo por el prestigio que alcanzaron en su época y por su influjo ulterior hasta el siglo xix, sino también por su significado permanente (como contrapunto del concilio Vaticano I en la historia de los -> concilios). En lapolémica conciliarista la palabra infallibilitas se aproximó también a su sentido posterior (J. de Torquemada; cf. también -> conciliarismo).

La reforma estimuló la reflexión sobre la i., no sólo negándola, sino también con atisbos positivos (Calvino). La teología polémica postridentina dio un ulterior desarrollo dialéctico al concepto de i. por obra de J. Driedo, M. Cano, R. Belarmino (entre otros), y también por el -> galicanismo de Bossuet. A comienzos del s. xix se enseñaba la i. de la Iglesia en general, aunque todavía estaba pendiente la cuestión de la i. del -> papa. La contribución del pueblo entero de Dios, incluidos los seglares, a la realización de la i. de la Iglesia la vieron claramente los grandes teólogos (Móhler, Newman, Scheeben). Sin embargo, ya antes del Vaticano i lograron imponerse los defensores de una i. lo más ilimitada posible del papa (como persona). El Vaticano 1 preparó un esquema sobre la i. de la Iglesia (Mansi LI 542s; cf. LIII 312ss), pero solamente definió la i. del -> magisterio pontificio en la constitución dogmática Pastor aeternus (DS 30653075), resultado que lleva el sello de la minoría y del «tercer partido» (R. Aubert): se definió el dogma de la i., no el de los infalibilistas. En lo sucesivo, defensores (Manning) y adversarios (Dóllinger) dieron a veces interpretaciones al margen del texto conciliar; el resultado fue un cierto exclusivismo en la interpretación de la doctrina de la i. (como i. del papa). El Vaticano II se apropió las afirmaciones del Vaticano I, pero integrándolas en la doctrina de la colegialidad del -> episcopado unido con el papa y de la Iglesia como -> pueblo de Dios (Lumen gentium, n.0 12, 18, 25).

5. La reflexión sistemática sobre la i. puede arrancar de la constitución Dei Verbum del Vaticano en la que con anterioridad a toda diferenciación se concibe a la Iglesia entera como Iglesia oyente. Así la i. eclesiástica puede entenderse en conjunto como i. «pasiva», siempre cimentada y vivificada por la palabra de la revelación escatológica, la cual, gracias a la fidelidad de Dios, nunca le será sustraída. La actividad primera de la Iglesia consiste en «oír», en percibir la revelación realizada como palabra y como acontecimiento y proyectada a la situación de hoy; el segundo paso es la proclamación (y como proclamación definitiva). Ésta, con la promesa de la i. ha de testimoniar, por decirlo así, un acontecimiento oído.

a) Partiendo de aquí se plantea inmediatamente la cuestión relativa al sujeto (o sujetos) de la i. He aquí la formulación clásica de Scheeben: «La i. pertenece radicaliter sólo al Espíritu Santo, que vivifica al cuerpo comunitario, y del que fluye tanto hacia el cuerpo docente como hacia el de los fieles» (Scheeben I n° 182). Como sujeto (humano) de la i. puede, pues, considerarse a la Iglesia entera, porque el Espíritu vive y obra en la Iglesia como en un todo. Puesto que la Iglesia está ordenada, la i. procede conforme a la estructura eclesiástica; lo cual significa que la Iglesia entera en su unidad orgánica es el sujeto de la i. Sobre la base del sacerdocio universal de todos los bautizados, que se da en los miembros y los ministerios hasta el colegio de los obispos y la cabeza visible de la Iglesia, el papa; la audición y la enseñanza de la Iglesia, y con ello la i., se realizan en todo ese cuerpo orgánico. La Iglesia ha recibido el don de la i. en su estructura total, que incluye entre otras cosas los -> oficios eclesiásticos y los -> carismas, que ora impulsan, ora critican.

En este punto de la reflexión puede considerarse como ya superada la cuestión de si se debe hablar de una i. autónoma, inadecuadamente distinta, del episcopado entero, o de una i. dependiente, inadecuadamente distinta, del mismo; y ha de quedar a salvo la unidad del sujeto de la i. Pero si se quieren precisar más los órganos del magisterio obligatorio en la Iglesia (cf. apartado 3) se puede señalar, partiendo de su estructura misma, a todo el episcopado en unidad con el portador de la potestad primacial (o bien al papa en unidad con el colegio episcopal, cuya cabeza es). En la enseñanza de estos órganos eclesiásticos se sabe representada la Iglesia misma. Esto tiene validez en primer lugar para el magisterio ordinario y universal, y de cara a la ecclesia dispersa.

Tal representación de la Iglesia entera se ejerce, especialmente por lo que repecta a la enseñanza infalible en forma extraordinaria, cuando los órganos de la Iglesia docente se reúnen en la ecclesia congregata, cuando se congregan en un concilio ecuménico. Tanto por el motivo de la convocación como por elde la congregación se puede establecer una cierta analogía entre Iglesia y concilio. Al -> concilio ecuménico en tanto que asamblea de todas las Iglesias locales y como representación de la unidad de la Iglesia discente (cf. Dei Verbum, n° 1) y docente, le compete el don de la i. (lo cual no quiere decir que todo concilio haya de concluir con proposiciones de fe infalibles y que haya por tanto de aspirar a la cumbre del enunciado infalible; según lo muestra el caso del Vaticano II). Dado que el concilio se ha de entender como representación de toda la Iglesia y de cada una de las Iglesias locales, las -> diócesis están representadas en los obispos, y esto en sentido de una personificación, no de una mera diputación.

Mientras que desde Tertuliano (De paenitentia, 13, 6s; CC. II 1272) los concilios se entendieron como representación de la Iglesia, sólo lentamente se fue abriendo camino la misma interpretación para la i. del magisterio pontificio. Esto se explica ante todo por la prehistoria, el tenor equívoco y las interpretaciones unilaterales del Vaticano I. Pero, a este respecto, ya J. S. Drey, por ejemplo, había designado al papa como un «factor representante de la Iglesia entera» (Die Apologetik 2 ni 311), y en el mismo Vaticano I Gasser había explicado oficialmente la i. en el sentido de que el papa sólo es infalible cuando ejerce el magisterio infalible, es decir, universalem ecclesiam repraesentans (Mansi LII 1213). El magisterio pontificio ejerce la i. (cuando, bajo las condiciones establecidas, actualiza definitivamente las proposiciones infalibles de fe) como órgano de la Iglesia, que está representada y concentrada en él.

Esto también proyecta luz sobre la problemática proposición: Romani Pontificis definitiones ex sese, non autem ex consensu ecclesiae irreformabiles esse (DS 3074; cf. Lumen gentium, n° 25). El trasfondo antigalicano de esta proposición, así como la doctrina vigente de la Iglesia (cf. acerca de los concilios: CIC can. 228 § 1), permiten referirla, de acuerdo con las interpretaciones de la representación eclesiástica, también a las proposiciones definitivas de fe de un concilio reconocido como ecuménico. Se profundiza así la convicción de que tales enunciados infalibles son testimonio de la fe de la Iglesia, es decir se alimentan del sensus ecclesiae, regido por la Escritura y por la -> tradición que la interpreta. Nunca están aislados de la Iglesia. Esto vale por lo que concierne no sólo al «origen» sino también al «objetivo» de este magisterio solemne. El fin de un enunciado de fe es éste: «para que vosotros creáis» (Jn 19, 35). En tal sentido la i. apunta de hecho a un consensus ecclesiae y vive de él. Y con esto el non ex consensu ecclesiae está restringido al acto de un asentimiento formulable jurídicamente, es decir, a la ratificación por la Iglesia universal, que haría así «irreformables» estos enunciados. Por tanto, conforme a su contexto histórico y sistemático, la frase en cuestión habría de precisarse así: non ex consensu subsequenti formali ecclesiae. Con ello queda el Vaticano i abierto al estudio de lo que constituye la esencia de la aceptación creyente de una proposición de fe infalible. Esto tiene lugar primariamente en forma de «asentimiento real» (J. H. Newman), y como proceso intelectivo recorre las diversas etapas de la reflexión. Así se tiene en cuenta el elemento histórico en la formación del consensus, y a la vez la función hermenéutica de la teología. Los enunciados infalibles proceden de la Iglesia entera, la requieren por el ex sese... irreformabiles y penetran en su conciencia creyente. Este consensus se produce siempre en la situación histórica de la Iglesia que en cada caso percibe la revelación misma y su interpretación obligatoria, experimentando a la vez con ello un progreso y una limitación. La i. de la Iglesia entera se evidencia también por el hecho de que el Espíritu, mediante el charisma veritatis, no sólo apoya la formulación autoritativa, sino que la misma comprensión de la Iglesia está bajo la promesa de la asistencia del Espíritu.

b) Si bien la Iglesia está guiada por el Espíritu de Dios y gracias a su asistencia es infalible en sus enseñanzas, sin embargo hay que examinar con mayor detalle la extensión de esta i. La evolución histórica ha dado lugar a que también acerca de este punto encontremos las exposiciones más amplias en el contexto de la i. pontificia. La aplicación de lo dicho sobre el papa al concilio ecuménico e incluso a la enseñanza del colegio episcopal unido con el romano pontífice en el magisterio general y ordinario, se puede enfocar de forma paralela. En el Vaticano i se dice expresamente que el papa posee en los casos mencionados «aquella i. que el divino Redentor quiso dar a su Iglesia cuando define la doctrina de fe y costumbres» (NR 388; Dz 1839). La i. se prometió para la conservación y exposición de la revelación, por lo cual la i. está orientada a la revelación (cf. Lumen gentium, nº. 25); el contenido de ésta que ha de exponerse en el magisterio se expresa con la fórmula «doctrina de fe y costumbres». Se reconoce así en principio que la i. viene determinada por su objeto y que en consecuencia su importancia y significado no están condicionados sólo por el sujeto de la i. y por la forma de la proclamación, sino también por el objeto. Ahora bien, cuando el decreto del Vaticano II Sobre el ecumenismo exhorta a tener presente que «existe un orden o jerarquía en las verdades de la doctrina católica, ya que es diversa la conexión de tales verdades con el fundamento de la fe cristiana» (n° 11), vuelve a proyectar nueva luz sobre la i. Con ello se señala un camino a la reflexión teológica, que no ha de entender la i. de un modo superficial, como mera yuxtaposición de proposiciones de fe, sino que ha de reconocer cómo aquélla recibe su dignidad desde el centro mismo del kerygma, desde el «fundamento de la fe cristiana».

Pero con esto se asigna también su lugar adecuado a los llamados objetos secundarios de la i., a saber, aquellas «verdades católicas» que están en estrecha conexión histórica, lógica o práctica con la verdad de fe (hechos dogmáticos, conclusiones teológicas, 3 canonización, etc.). En consecuencia la Iglesia no enseña de forma obligatoria que la i. se extienda también a tales verdades, aunque éstas tengan gran importancia en el ámbito del magisterio ordinario (Lumen gentium, n° 25). Complementariamente merecen atención las llamadas —> calificaciones teológicas, que tienen una importancia actual precisamente para cuestiones concretas de moralidad.

c) La i. de la Iglesia no implica la i. de todas y cada una de las afirmaciones de los órganos del magisterio eclesiástico, de modo que todas ellas hayan de creerse fide divina et catholica. Es decisiva también la forma de la enseñanza eclesiástica. Normalmente en la enseñanza «ordinaria» de la Iglesia la i. está como encuadrada en la vida y la predicación eclesiásticas (especialmente la liturgia), sin que cada una de las proposiciones rei

vindique para sí la i. Si además se tiene en cuenta que de hecho el -> kerygma antecede al dogma, no sorprenderá que en la Iglesia muchas cosas se prediquen durante largo tiempo verdadera e infaliblemente, sin que esto se recalque expresamente con determinadas proposiciones. Como, por otra parte, el -> dogma mismo es y quiere ser en su esencia doxología, puede pasar a segundo término la intención de formular definiciones dogmáticas obligatorias (así, p. ej., en las constituciones dogmáticas del Vaticano II).

No parece por tanto aconsejable formalizar el «magisterio general y ordinario», al que compete la i., más de lo que se ha hecho en los últimos cien años. La forma de esta enseñanza consiste precisamente en una relativa carencia de forma, lo cual dificulta la verificación refleja, pero de ningún modo disminuye la importancia de tal enseñanza infalible (el Símbolo apostólico es un ejemplo clásico de esto). El consentimiento moralmente unánime de la Iglesia universal sobre una doctrina de fe rebasa la formalidad de un modelo.

Las definiciones dogmáticas obligatorias tratan de delimitar, es decir, de separar la verdad del error. Así se explica que por lo regular se formulen como respuesta a una amenaza contra la fe. En ellas habla el «magisterio extraordinario», en ellas llega a su cumbre la i. de la Iglesia; son su «caso límite hacia arriba» (M. Löhrer). Se vinculan a condiciones rigurosamente perfiladas, que en cada caso implican a la vez restricciones. Han de pronunciarlas representantes de la Iglesia universal: el concilio ecuménico o el papa, cuando habla ex cathedra como maestro universal de la Iglesia. Se restringen a doctrinas de fe y de costumbres. El acto de definir debe dirigirse a la Iglesia entera. Esta última condición señala el carácter actualista de tal i., que sólo es posible por la presencia de dichas condiciones. Finalmente, debemos referimos también a la necesaria claridad de una proposición y a la posibilidad de conocer su carácter de definición dogmática. En oposición a muchas interpretaciones exageradas y ampliaciones de la i., en particular del magisterio pontificio, los textos de los dos concilios vaticanos ponen en guardia contra la precipitación en atribuir el predicado de infalibles a los documentos papales. La Lumen gentium se limita a exhortar a que se preste al magisterio ordinario del romano pontífice el «obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento» (n.° 25).

6. La doctrina de la i. de la Iglesia, especialmente en la forma en que fue formulada en el Vaticano I, ha tropezado con numerosas críticas por parte de la cristiandad separada de Roma, que han hallado expresión principalmente en la teología evangélica (p. ej., K. Barth, P. Brunner, G. Ebeling). Estas críticas van dirigidas en general contra el supuesto manejo de la -> Escritura que se atribuye a la Iglesia, contra la potestas Papae sobre el Evangelio, contra la aparente identificación de revelación e Iglesia. Algunos reparos previenen únicamente frente al peligro de abuso de la autoridad pontificia y reclaman una mayor seguridad, a fin de que ni el papa ni la Iglesia docente traspasen los límites y condiciones fijados.

La interpretación reformada de la i. queda expresa en forma característica por P. Althaus: «La promesa del Espíritu a la Iglesia significa que Dios nunca la dejará abandonada a sí misma, ni permitirá que muera de su propio pecado e impotencia, pues el Espíritu de Dios hace que en algún punto de la Iglesia salgan de nuevo a la luz la verdad y la vida para la Iglesia entera, suscitando en algún lugar profetas y reformadores. Éste es el concepto evangélico de la dirección por el Espíritu y de la i. de la Iglesia» (Dei christliche Wahrheit [Gü 41958] 526).

En el diálogo ecuménico sobre la i. debe intervenir la concepción católica con un amplio, histórico y sistemático horizonte. En particular habría que notar los siguientes puntos de transcendencia ecuménica: a) Sólo Dios posee la i. absoluta; la Iglesia no puede hacer de la i. su propia «obra» ni disponer de ella, ya que se trata de un don, de un charisma veritatis. b) «El magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino que se halla a su servicio» (Dei Verbum, n.0 10); la i. es un servicio prestado a la palabra; el dogma está «bajo la -> palabra de Dios» (W. Kasper). Este carácter de servicio y la responsabilidad que él implica deben reconocerse también en el modo, la forma y el lenguaje de la Iglesia docente. No se justifican ni el «imperialismo dogmático», ni el triunfalismo. c) La i. ayuda a la Iglesia a ser ecclesia vera, la constituye en la Iglesia donde se predica rectamente el Evangelio. d) La i. de la Iglesia exige de sus miembros un servicio fraterno en el hallazgo de la verdad. Así la Iglesia se siente como Iglesia que sostiene y que es sostenida (cf. J. Ratzinger). e) Aun con relación a las proposiciones infalibles de fe, no se excluye la -> conciencia del cristiano, que es la norma próxima de su decisión. f) La solemnidad y la obligatoriedad definitiva de una formulación no significan un non plus ultra en la predicación y en la enseñanza. El lenguaje de la formulación está condicionado históricamente, y tal vez «contaminado» (K. Rahner) por una determinada visión del mundo y por los hombres que lo formulan. g) La historia de la Iglesia infalible y el tratado De infallibilitate ecclesiae requieren como contrapeso un realista De fallibilitate ecclesiae; es decir, hay que reconocer cómo al lado y fuera de la i. prometida y otorgada hay también campo para el error humano en la Iglesia (cf. la historia de la libertad religiosa y del comportamiento de los cristianos con los judíos, etc.). h) Las definiciones dogmáticas infalibles representan un punto culminante y al mismo tiempo un caso extremo de la predicación eclesiástica. No deberían formularse a discreción y sin verdadera necesidad. El fin no debe ser el de refundir el kerygma, transformándolo en proposiciones dogmáticas infalibles. i) Que los dogmas infalibles no son puntos finales sino piedras miliarias en la evolución doctrinal de la Iglesia, o sea, verdad en camino, es consecuencia de la condición peregrinante de la Iglesia. No hay dogma que pueda hacer olvidar que sólo en el reino de Dios la fe cederá el paso a la visión. j) Siempre que la Iglesia católica habla de Iglesia universal y le atribuye la i., sin duda puede pensar ante todo en sí misma, pero concibiéndose en relación con las comunidades separadas, de las que el Vaticano II afirma que son «Iglesias».

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Heinrich Fries — Johann Finsterhölzl