IGLESIA, HISTORIA DE LA
SaMun

I. Objeto

El objeto que describe la h. de la I. es la Iglesia en su pasado. Como religión histórica revelada, el cristianismo deriva de la persona histórica y de la obra salvífica del Dios-hombre, ->Jesucristo. No sólo tiene un comienzo en el espacio y en el tiempo, sino que además en cuanto tal ->cristianismo originario prosigue existiendo históricamente en la Iglesia. La historicidad pertenece a su propia esencia; por consiguiente la Iglesia no sólo tiene una historia, sino que es histórica en todo su desarrollo, pues se realiza en la historia y con la historia. De aquí resulta que debe referirse necesariamente a la historia, si quiere experimentar y realizar su auténtica esencia. En la h. de la I. como disciplina científico-teológica el cristianismo conserva su origen y pasado como el fundamento de su existencia que obliga en conciencia y en todo tiempo.

1. La esencia y con ella la tarea y el método de la h. de la 1. dependen decisivamente del concepto de Iglesia y de la función que se le atribuye en el marco de la -> historia universal y de la historia de la ->salvación. La revelación cristiana del NT expresa lo que es la -> Iglesia no con definiciones abstractas y atemporales, sino mediante imágenes (analogías). Así la Iglesia aparece como pueblo de Dios, esposa de Cristo, casa de Dios, rebaño, familia, comunión de los santos y nuevo Israel. La multitud de metáforas y aspectos permite una consideración polifacética. Como se emplean preferentemente en un sentido dinámico y no estático, es decir, aludiendo sobre todo a la edificación de la casa, al cultivo del campo y al pastoreo del rebaño, etc., implican la posibilidad de evoluciones y modificaciones históricas, en el curso del tiempo, de la idea que la Iglesia tiene de sí misma.

La interpretación teológica más profunda de la I. es la idea de cuerpo de Cristo acuñada por Pablo. La Iglesia es cuerpo de Cristo (Col 1, 24), el organismo en que los fieles mantienen una unión vital con él, la cabeza, siendo ellos los miembros (1 Cor 12, 12ss; Rom 12, 4s). Pablo la llama simplemente «Cristo»; pues en su experiencia de Damasco Cristo mismo se le reveló como aquel a quien él perseguía en la Iglesia («Saulo, ¿por qué me persigues?» [Act 9, 4]). La designa como «el misterio de Cristo» sin más (Ef 3, 4) y ve cumplido en ella el eterno designio salvífico de Dios sobre toda la humanidad. La Iglesia continúa la obra redentora de Cristo, que «reconcilió por la cruz en un solo cuerpo» (Ef 2, 16) a Dios y al hombre, y la lleva a su conclusión. Es el Cristo glorificado y pneumático el que actúa en ella. Su Pneuma, el ->Espíritu Santo, es su principio vital, por el que está llena de las fuerzas divinas (1 Cor 12, 3ss.13).

Es evidente que cada una de estas expresiones reviste un matiz histórico por su aptitud para expresar el crecimiento de la vida eclesiástica, y sobre todo lo reviste la imagen del cuerpo de Cristo. Ya Agustín designaba a la Iglesia como el Cristo que sigue viviendo y como el Christus totus, que une en sí la cabeza y los miembros. Ha sido J.A. Móhler quien más ha profundizado en esta idea y mejor ha hablado de la encarnación continuada de Cristo en su Iglesia: «La Iglesia es el Hijo de Dios que aparece constantemente en forma humana entre los hombres, que se renueva sin cesar, que eternamente rejuvenece, es su permanente encarnación» (Symbolik i, ed. por J.R. GEISELMANN [Kó 1958-61] 389). En la h. de la I. ve el desarrollo «del principio de vida y de luz comunicado por Cristo a la humanidad, para unirla nuevamente con Dios y disponerla para su glorificación» (Ges. Schri f ten u. Au f siitze, ed. por I. DÓLLINGER, II [Rb 1840] 273).

Si partimos, con razón, del misterio central del cristianismo, la encarnación, y de la interpretación paulina de la Iglesia como el Cristo que continúa viviendo, para la exposición de la historia eclesiástica, a renglón seguido hemos de tener en cuenta que se falsearía el carácter simbólico, identificando a Cristo con la Iglesia sin establecer algunas diferencias. Él es la cabeza, ella es su cuerpo. Existiría el peligro de un «monofisismo eclesiológico» (H. Fries), caso de eliminar la distinción y no mantener la distancia (no la separación) entre él y la Iglesia como cuerpo suyo. El cuerpo y los miembros tienen otras funciones y también una existencia distinta de la de la cabeza. Cristo es el Señor de su Iglesia, ésta es su esposa, la madre que concibe a los fieles. La encarnación de Cristo se entiende como una generación espiritual, por la que le nacen en la Iglesia hijos creyentes, que esperan y aman, que le obedecen e imitan. No sólo la encarnación, también su ordenamiento a la pasión, muerte y resurrección determinan la vida y función de los miembros de este cuerpo (teología de la cruz); Pablo exhorta a los fieles a tomar la vida, pasión y muerte de Cristo no sólo como hechos objetivos, históricos, sino a realizarlos subjetivamente para participar así de su gracia.

Como comunión de los santos, la Iglesia presenta una multiplicidad de oficios y gracias (1 Cor 12) y posee una estructura que procede de Cristo y que es preciso distinguir claramente (no separar) de la comunión personal.

A la estructura divina de la Iglesia pertenece aquello que Dios le ha dado para el camino, a través de Cristo, para realizar la disposición salvífica divina entre la humanidad; es decir, la -> palabra de la predicación y los -> sacramentos, el encargo misional y la organización jerárquica fundamental (-> jerarquía). Esta estructura es inmutable y participa de la perfección y santidad divinas. Con la palabra, los sacramentos y los ministerios el Cristo presente en la Iglesia produce directamente su gracia invisible por el Espíritu Santo. Esta acción salvífica divina es estructuralmente suprahistórica en su constitución ontológica. Pero al estar esencialmente referida a los hombres y hacerse visible en la Iglesia, entra en la historia. Como figura visible de la gracia invisible la Iglesia es el «sacramento originario» (O. Semmelroth). A toda actividad salvífica sobrenatural que se realiza históricamente en nuestra vida bajo un signo visible, la llamamos sacramental. La Iglesia es esencialmente ambas cosas: estructura divina y signo visible; misterio de gracia que actúa invisiblemente y vida histórica, humana.

Incluso esta estructura divina no es fija e inmóvil, sino que está ordenada a los hombres. No obstante su identidad substancial y constante, experimenta un verdadero desarrollo y evolución en la historia. Aun siendo un misterio de fe, participa de la peculiaridad del proceso divino de revelación, que avanza bajo la fuerza impulsora e informante del Espíritu Santo. Lo mismo que sucedió en el AT, donde la palabra y la acción de Dios se realizaban en formas y acontecimientos histórico-salvíficos, insertos en el pensamiento teológico de cada época y adaptándose a las formas vivenciales condidonadas por el tiempo, sucede también en el NT.

La salvación acontece como historia. La Iglesia, que tiene su origen en el acontecimiento de Cristo, en la encarnación, en la muerte expiatoria y en la resurrección, continúa directamente la historia vetero-testamentaria de la salvación. Con la fundación de la Iglesia la historia de la salvación ha entrado en su última fase, en el «tiempo de la Iglesia», que dura hasta la -> parusía. Como «pueblo peregrinante de Dios» entre la encarnación y el retorno de Cristo, la Iglesia dirige su mirada a la venida del reino de Dios, en el que se realizará y manifestará la salvación.

En su consumación escatológica la salvación de la humanidad es un misterio de fe que transciende absolutamente la historia y, en cuanto tal, no es un elemento de ésta (->resurrección de la carne). Pero ya ahora se realiza concretamente en la historia para aquellos hombres a los que Dios ofrece su gracia. Dios realiza dentro de la historia lo que proyecta con la humanidad para conducirla a la salvación, y «lo hace de manera que su intervención a favor del hombre pueda reconocerse como algo divino. La acción salvífica de Dios es historia, porque se manifiesta precisamente haciéndose historia» (H. Schillebeeckx).

Por eso el concepto de Iglesia nos remite constantemente a la historia. Lo histórico se hace más patente si atendemos a la imagen con que la Iglesia se manifiesta. La h. de la I. sólo surge de la colaboración entre lo divino y lo humano en la Iglesia a través de los tiempos, espacios y culturas.

El carácter peculiar de la revelación y la transcendencia del principio encarnacionista de la Iglesia exigen de ella una encarnación en el hombre, al que ha de anunciarse la salvación y en quien Cristo ha de renacer. Esta -> acomodación no significa una relativización de la estructura divina, sino una autorrealización progresiva de la Iglesia en orden a su meta escatológica. En el curso del tiempo y en la confrontación con los diversos pueblos y culturas esa autorrealización hace que se manifiesten nuevos aspectos de su naturaleza, en la doctrina (evolución de los -> dogmas) y en el -> culto, en la predicación y en la -> pastoral, en la constitución de la ->Iglesia y en su administración. La asistencia del Espíritu Santo la preserva del error fundamental y asegura en todos los tiempos su verdad y santidad substanciales. Pero esto no excluye que en el plano humano puedan instalarse ciertos procesos defectuosos. La revelación y la gracia no actúan violentamente, sino que presuponen una auténtica colaboración humana. Como lugar del encuentro entre Dios y el hombre, la Iglesia se halla en el campo de tensiones entre la santidad divina y la debilidad humana. Es el escenario de la dramática lucha entre la salvación y la condenación del hombre.

 

I/SANTA-PECADORA: Por su lado humano la Iglesia no presenta motivo alguno para la jactancia y el orgullo; es más bien la penosa historia de un fracaso y miseria constantes. Hasta en los supremos oficios e instituciones pueden repercutir las faltas morales del individuo (Alejandro vi). La historia del conocimiento de la verdad (evolución de los dogmas) muestra en primer plano un confuso enfrentamiento de opiniones, hasta que finalmente bajo la asistencia del Espíritu Santo se rechaza la herejía y la Iglesia puede encontrar y proclamar la fórmula válida, el -> dogma. Mas también de esta historia se puede decir -en cuanto historia de la búsqueda de la verdad y del progreso en la investigación de las verdades de fe- que al mismo tiempo deja necesariamente de prestar su atención a otros aspectos de la misma verdad. En otros sectores menos importantes de la vida eclesiástica la historia ha revisado las falsas soluciones condicionadas por el tiempo. «Lo más grandioso e impresionante en la h. de la I. es que a pesar de los avances increíbles y a pesar de las muchas debilidades, por las que ésta ha pasado, se ha mantenido fiel a su naturaleza, infalible en su núcleo e indefectiblemente inmutable» (J. Lortz).

La Iglesia debe exclusivamente a la gracia el no haber sido sofocada por el elemento humano. A este respecto su historia es realmente la prueba decisiva de la gracia, que se hace eficaz en la debilidad (2 Cor 12, 9). Es Iglesia «santa» no sólo a causa de la santidad de Dios que habita en ella, sino también porque en todo tiempo produce santidad entre sus fieles y hace «santos». De manera especial muestra su fuerza salvífica en las grandes figuras de los santos (historia de los ->santos). Aun cuando no sea exclusivamente «Iglesia de los santos» para unos pocos elegidos, sino más bien institución salvífica para todos los necesitados de salvación, que han sido llamados por Dios, sin embargo, en cuanto Iglesia «santa» tiene en sus «santos» la más hermosa realización de sí misma. Mientras haya Iglesia en la tierra, debe haber y habrá «santos» en ella. «En los santos Cristo camina a través de la historia y hace que brille entre nosotros algo del resplandor de su paso por la tierra» (K. Rahner).

La realidad humana y el pecado que hay en la Iglesia desfiguran constantemente la imagen de Cristo en ella. La culpa personal, los fallos condicionados por el tiempo, los defectos y las deformaciones de varias clases obscurecen su figura. El trato con el «mundo» y su desarrollo dinámico crean peligros a los que no siempre escapa. En lugar de configurar su propia forma como verdadera realidad cristomórfica y transfundirla en el espíritu de Cristo al mundo y a la historia, acomodándose a los hombres y a las culturas, en lugar de formar en su interior la imagen de Cristo, se «mundaniza» y se hace infiel a su definición en un conformismo terreno. Siempre que se destruye en ella la forma Christi, necesita de reforma, de un retorno a la conformidad con Cristo. La imagen y el encargo de Cristo son en todo tiempo centro y punto de orientación de su existencia. En este sentido la reforma pertenece a la esencia de la Iglesia de Cristo: Ecclesia semper reformanda (movimientos de -> reforma).

La llamada a la reforma resuena con una especial urgencia cuando amplios sectores o estados enteros de la Iglesia se han hecho infieles a su vocación, introduciendo en las instituciones eclesiásticas grandes deformaciones. Espíritus poco críticos acostumbran entonces a hablar de decadencia y de alejamiento fundamental de Cristo (teorías de decadencia); exigen el retorno a las situaciones originales de la Iglesia y creen poder restaurar la pureza del ideal por el hecho de copiar las formas de vida del cristianismo primitivo. A estas tendencias arcaizantes les falta el auténtico sentido histórico. Niegan la legitimidad de la evolución histórica y con la restauración anacrónica de situaciones anteriores exigen no sólo algo imposible, sino algo que contradice a la esencia de la Iglesia. La Iglesia, que según la voluntad de Dios debe estar abierta a todos los hombres, a todos los tiempos y a todas las culturas, no se puede identificar con ningún tiempo ni cultura, ni siquiera con la Iglesia primitiva.

La verdadera reforma significa una reflexión que contempla a Cristo como la forma original de la Iglesia y el cumplimiento de su misión salvadora, ligada a su comienzo y obligatoria en todo tiempo. Es cierto que de la Iglesia antigua se puede aprender cómo se vivió la verdadera conformidad con Cristo. Pero la acomodación temporal de este ideal cristológico es una tarea que se le plantea a cada época. En los santos brilla la imagen de Cristo. Por eso son los primeros autorizados para exigir la reforma y llevarla a cabo. La reforma es cosa de los santos.

La aparición de divisiones y herejías (historia de las -> herejías) parece que pertenece también a la auténtica realidad de la Iglesia (1 Cor 11, 19), y nada sería más falso que desfigurar desde el punto de vista moral la conducta de un hereje, que proviene muchas veces de una búsqueda celosa de la verdad salvífica. «Nadie puede crear una herejía si no tiene un espíritu ardiente y posee dones de la naturaleza que han sido creados por el Artífice divino», dice Jerónimo; y Agustín explica: «No creáis, hermanos, que las herejías pueden provenir de cualquier alma pequeña. Sólo los grandes hombres han creado herejías» (In Ps. 124). Sin embargo, estos padres previenen contra las herejías. Pablo ve en ellas una terrible amenaza contra la salvación, no sólo para los individuos, sino más todavía para la Iglesia, a la que el demonio quiere apartar de sus fines escatológicos y de la verdad por medio de las herejías. Agustín las designa como «heces de la Iglesia» («quos partim digessit Ecclesia, tamquam stercora», Sermo V: Opera Omnia v [P. 1837] 42). La Iglesia debe superarlas, para asegurar la salvación de sus hijos.

No menos peligrosa es la reducción mezquina de la fe con un sectarismo encratista y riguroso (montanismo, tertulianismo, -> jansenismo, -> integrismo). Nada perjudica a la Iglesia tanto como aquello que le confiere una mentalidad estrecha.

2. La función de la h. de la I. como ciencia teológica viene dada con este concepto de Iglesia. Esta disciplina ha de examinar con detalle lo que en la historia ha revestido múltiples formas, analizarlo en su contenido esencial y medirlo por el inalienable núcleo originario. La exposición de los orígenes de la Iglesia y de su realización en la historia, por una parte, muestra su conexión e identidad esencial con la institución de Jesucristo; y, por otra parte, sirve para agudizar la conciencia de la Iglesia, suscitar una idea correcta de su historicidad y entender mejor su propia naturaleza. Lo que es la Iglesia no sólo se entiende a través de la teología sistemática (dogmática, teología fundamental), sino que se nos descubre en el trasfondo de toda su historia, y sólo se revelará por completo al final de los tiempos, en la parusía.

II. Tarea y método

La tarea y el método de la historia eclesiástica están determinados asimismo por el concepto y la naturaleza de la Iglesia. Como el historiador eclesiástico tiene que habérselas con un objeto visible-invisible, a la vez histórico y objeto de fe, su pensamiento histórico debe ser tanto histórico como teológico. Este pensamiento se realiza a posteriori, de fuera a dentro, pues primero establece los hechos históricos, y luego analiza las conexiones históricas y examina su sentido. Pero a la vez parte del supuesto teológico apriorístico de que, cuanto se ha desarrollado en el ámbito histórico de los hechos comprobables, es la revelación de la acción salvífica de Dios.

En cuanto ciencia histórica, la h. de la I. sigue estando orientada hacia la investigación estrictamente científica de los hechos. La comprobación de los hechos y fechas históricos es la primera exigencia y la ineludible condición previa para una religión «histórica». Como «la Iglesia misma no es una idea, sino un hecho» (H. Jedin), su historia no puede diluirse en una historia de ideas o del espíritu. Es una «ciencia de los hechos y está encadenada a ellos, se inclina ante los hechos y trata de infundir un respeto reverencial ante éstos» (idem). Los hechos y las fechas constituyen el andamiaje; sin su conocimiento exacto sería inseguro cualquier paso ulterior hacia una estructuración ideal y hacia una evaluación teológica y espiritual. Las construcciones inconsistentes no sirven, no llevan a un progreso de la ciencia. El historiador debe partir constantemente de las fuentes y tomar en serio los hechos, incluso cuando conducen a aparentes conflictos con la fe. Para su aclaración se sirve de todos los medios y métodos de la investigación histórica profana. Sólo la exposición objetiva, orientada hacia los hechos (pragmática), hace justicia a la dignidad y santidad de la Iglesia. Ne audeat historia falsa dicere, ne audeat vera non dicere (León xiii). La presentación optimista o deformada de los acontecimientos sería una mala apología de la Iglesia. Sólo el problema de la verdad es decisivo.

Naturalmente, una descripción de la historia meramente positivista, que se contenta con la enumeración y el amontonamiento de hechos y fechas, no puede hacer justicia a una realidad histórica y menos todavía a una realidad espiritual como la Iglesia. El objetivo de la investigación en el campo de la historia eclesiástica debe ser la visión transcendente de los hechos, captar lo permanente entre lo mutable y cambiante, y penetrar hasta la esencia misma de la Iglesia. Sólo la síntesis confiere vida a la historia. En el espíritu ordenador del historiador lo pasado se organiza y esclarece a base de determinados puntos de vista. La Iglesia es un misterio de fe y en definitiva sólo se la puede comprender en la fe. Del mismo modo sólo en la fe es posible la interpretación de los hechos, así como la valoración de los movimientos o de los personajes religiosos y de toda la vida interna de la Iglesia. El historiador incrédulo no puede exponer ni captar genuinamente el fenómeno de la Iglesia en su profundidad. En la interpretación y disposición de los hechos en un todo ordenado el creyente ha de tener en cuenta la fe y el dogma, de manera que no puedan surgir auténticas tensiones.

La h. de la I. es una ciencia de fe y, como tal, una parte de la ->teología. No sólo recoge el concepto teológico de Iglesia, sino que plantea por sí misma sus propias cuestiones histórico-teológicas sobre su objeto material, la Iglesia, y trata de darles respuesta desde unos puntos de vista teológicos. Por consiguiente, no se siente satisfecha con una descripción analítica de la imagen de la Iglesia en los diferentes tiempos, pueblos y culturas, sino que penetra más profundamente, interrogando por los presupuestos teológicos y tratando de interpretar los acontecimientos desde la fe revelada.

Se ha lamentado que «nos falta todavía una auténtica teología de la historia y de la historicidad de la Iglesia» (K. Rahner), aun cuando ya se han hecho algunos buenos planteamientos y ensayos. Una -> teología convincente de la historia debería empezar por esclarecer, en el plano de la -> eclesiología dogmática, «cómo y por qué vive y se transforma históricamente la Iglesia, y habría de exponer cómo un cristianismo que es siempre el mismo en su verdad, derecho y realización religiosa tiene que representarse en formas siempre nuevas, para así expresar la plenitud de Cristo mediante la totalidad de sus tiempos» (idem).

Como conjunto, la h. de la I. sólo puede concebirse desde el punto de vista histórico-teológico. Es una parte de la historia de la salvación. Plenamente convencido de que el Espíritu Santo es la entelequia de la Iglesia, y la guía e impulsa en la realización de su magna tarea de continuar entre los hombres la obra salvífica de Cristo a través de los siglos, el historiador eclesiástico viene a ser como teólogo «el intérprete de la actividad del Espíritu Santo en la tierra» (J. Spórl); se ha llegado a calificar su disciplina como «ciencia auxiliar para el conocimiento de Dios». Pero siempre es consciente de que, a diferencia del sistemático, tiene -que partir de los datos de la vida, de las sobrias y decepcionantes realidades de la historia. No practica la investigación «dogmática» de la historia en el sentido de que quiera probar los principios e ideas doctrinales de los sistemáticos partiendo de la historia; y rechaza asimismo todo «pragmatismo» que busca en la h. de la I. ejemplos o documentos y los utiliza para mostrar la invisible naturaleza divina de ésta. La mirada del historiador va constantemente de fuera a dentro, desde abajo hacia arriba. Ve las manchas y debilidades de la Iglesia peregrina, que sigue al Señor por su camino doloroso. «La historia de la Iglesia es una teología de la cruz» (H. Jedin). Así es como la historia de la Iglesia intenta servir a la visión que ésta tiene de sí misma.

III. Historiografía eclesiástica

En la historiografía eclesiástica se refleja el cambio en la imagen de la Iglesia y en la concepción que ésta ha tenido de sí misma a través del tiempo. Ya en el NT aparece la relación original del cristianismo con la historia. Toda su interpretación históricosalvífica de la historia universal rompe con la antigua idea cíclica del eterno retorno, y la sustituye por el proceso rectilíneo (dirigido por Dios) que arranca de la creación, pasa por la encarnación de Cristo y se dirige hacia el juicio final. La encarnación del Logos en la «plenitud de los tiempos» es a la vez el centro de la historia universal y el comienzo de un período nuevo, el «tiempo de la Iglesia», que dura hasta la parusía.

Cuanto la joven cristiandad se supo más vinculada a la unicidad irrepetible del acontecimiento de Cristo y al evangelio, tanto más exquisito fue su cuidado por conservar en toda su pureza lo que los apóstoles habían transmitido como testigos. La «tradición apostólica» vino a ser como el núcleo de la fe; para asegurarlo y fijarlo se inició el proceso de formación del Canon (siglo ii). La confección de listas de obispos de las comunidades apostólicas y el interés por subrayar la -> sucesión apostólica (Hegesipo, Ireneo, Tertuliano) son testimonio de la conciencia histórica del cristianismo primitivo. También el aspecto de la historia universal y salvífica hizo pronto su aparición. Los cronógrafos (Teófilo de Antioquía, + después de 180; Hipólito de Roma, +235; Sexto Julio Africano, + después de 240; Eusebio de Cesarea, + 339) se esforzaron por integrar el cristianismo en el contexto de la historia universal y probar así su antigüedad y carácter originario. Eusebio, «el padre de la h. de la I.», fue el primero en sincronizar la cronología cristiana con la historia universal y con la historia de los emperadores romanos. Vio ya una cierta conexión histórico-salvífica entre el imperio romano y el origen y difusión del cristianismo. No sólo el AT, sino todo el proceso histórico precristiano le pareció como una preparación de la venida de Cristo. Con esta valoración positiva puso el fundamento de su posterior «teología del imperio», que desarrollaría en su Vita Constantini.

El alto valor documental de la Historia de la Iglesia (hasta 324) de Eusebio, que hoy está fuera de discusión, movió ya a los griegos Sócrates (+ hacia 450), Sozomeno (+ después de 450) y Teodoreto de Ciro (+ después de 450) a completarla y continuarla. Estos autores fueron traducidos al latín por Rufino de Aquileya (403) y Epifanio (s. vi), en tanto que Casiodoro (hacia 490-583) elaboraba con sus datos la Historia tripartita. Así es como esa obra histórica llegó a conocimiento de occidente, hasta convertirse en manual de historia de la Iglesia durante toda la edad media. También se continuaron las crónicas (Jerónimo, Sulpicio Severo, Próspero de Aquitania, Casiodoro, Isidoro de Sevilla), que tuvieron numerosas imitaciones en la edad media.

Fue Agustín (354-430) quien más influyó con su obra De civitate Dei (413-426) en el concepto de historia. El fue también quien acuñó el concepto de Estado cristiano. Rechazando abiertamente la forma de unidad religioso-política del oriente, que Eusebio había fundamentado en su «teología del imperio», Agustín estableció las relaciones entre -> «Iglesia y Estado» en forma dualista. En esto como en tantas otras cosas, él pasó a ser el maestro de occidente. Cuando más tarde Carlomagno, los emperadores otónicos y los salios le invocaron como defensor de una nueva teología del imperio en occidente, desfiguraron su pensamiento.

En 525 Dionisio el Exiguo (sobre 470-550) enumeró todas las fechas de la historia romana desde la fundación de Roma tomando como punto de referencia el nacimiento de Cristo, y así introdujo la «era cristiana» en el cómputo del tiempo. Retrasó el nacimiento de Cristo 4 ó 5 años al situarlo en el 754 ab Urbe condita, en lugar de situarlo en el 749, como hubiese sido lo correcto. Inició así un error que hasta ahora no ha sido corregido.

La historiografía de la antigüedad cristiana consideró el curso de la historia de acuerdo con tres esquemas histórico-salvíficos: a) las seis eras del mundo, en analogía con los días de la obra de la creación, donde cada uno de los días del mundo se contó como mil años (conforme al Sal 89 [90], 4; 2 Pe 3, 8). El séptimo día, el sábado del mundo, debía traernos el «reino milenario» de reposo y paz divina bajo el reinado de Cristo (Ap 20, 1-6). Este ->milenarismo fue adoptando en cada caso fórmulas nuevas como un principio permanente de interpretación de la historia; así en Cerinto, Papías, Justino, Ireneo, Sexto Julio, Tertuliano e Hipólito (?), en los teólogos medievales Beda el Venerable, Walafredo Strabón, Ruperto de Deutz, Ricardo de San Víctor y otros, hasta llegar a Joaquín de Fiore (t 1202) y los espirituales franciscanos del siglo xiv. Después de haberlo rechazado teológicamente Tomás de Aquino, pronto fue condenado por la Iglesia y calificado de herejía bajo una determinada forma. Se ha mantenido como expectación fanática en las sectas hasta los tiempos más recientes (anabaptistas, hermanos bohemos, adventistas, mormones y testigos de Jehová). b) El esquema de los cuatro imperios universales (el asirio-babilónico, el persa, el macedónico de Alejandro Magno y el romano, según Dan 2, 36ss; 7, 3ss); al imperio romano convertido al cristianismo se le atribuía una duración que llegaría hasta el fin del mundo, idea en la que insistió la edad media. c) El triple esquema de Agustín: ante legem, sub lege, post legem, que se modificó en la edad media (Otto de Freising: ante gratiam, tempore gratiae, post praesentem vitam) Y también se entendió en sentido trinitario (Joaquín de Fiore).

La edad media asumió el punto de vista histórico-salvífico. Es sorprendente la transformación de la imagen de la Iglesia. La idea universal desaparece por completo en los primeros tiempos de la edad media. El objeto de la descripción es en primer lugar el pasado cristiano del propio pueblo, del monasterio o del obispado. La -> hagiografía ocupa un extenso espacio. No se puede hablar de una auténtica h. de la I.; falta el concepto de Iglesia. En su lugar el cronista o analista ofrece una historiografía cristiana, que especialmente en el prólogo queda anclada en la historia de la salvación. Y así se empalma con la concepción histórica de la Iglesia imperial posconstantiniana. En la época carolingia y la otónica la simbiosis entre lo profano o «temporal» y lo «espiritual» queda expresada en el hecho de que el mundus viene sustituido simplemente por la ecclesia. Carlomagno se llama a sí mismo Caput ecclesiae; Iglesia e imperio coinciden. Este pensamiento unitario ha dejado constancia en las crónicas de los primeros tiempos medievales.

Por primera vez la reforma monástica del s. xi vuelve a una visión de la Iglesia en cuanto tal. Las manifestaciones coetáneas de decadencia (riqueza, mundanización, feudalismo) se contrarrestan con los ideales de la Iglesia primitiva, la imitación de Cristo y la vida apostólica. Se abre paso una nueva visión que la Iglesia tiene de sí misma (Ordericus Vitalis, Juan de Salisbury). En la historia de la salvación se emplea el esquema de los tres estadios, que se interpreta en sentido trinitario. Ruperto de Deutz (jt 1129) lo divide en el tiempo de la creación (Dios Padre), de la redención (Dios Hijo) y de la santificación (Dios Espíritu Santo). Joaquín de Fiore forma con el AT y NT unas tipologías de tres grados (ley, gracia, caridad; ciencia, sabiduría, plenitud de conocimiento; esclavitud, servicio, libertad, etc.) y concluye que, a la era del Padre en el AT y a la del Hijo en el NT, pronto seguirá la era del Espíritu Santo en caridad y libertad. Predijo para 1260 el comienzo de la nueva Iglesia «joánica» y espiritual en lugar de la actual Iglesia ministerial y «petrina».

Las crónicas medievales toman sus materiales de Eusebio y Jerónimo, cuyas obras reelaboran especialmente con finalidad edificante (Regino de Prümm, Hermannus Contractus, Sigebert de Gembloux). Por primera vez Otón de Freising, el historiador más importante de la edad media, enlaza con Agustín. A diferencia de las crónicas, de tono más personal, los anales son generalmente anónimos y están escritos con un fin práctico. Una forma especial representan las crónicas pontificias, que en el Liber Ponti f icalis encontraban el prototipo de vidas yuxtapuestas. Existían en gran abundancia anales del imperio, de obispados y de monasterios así como vidas de santos y de obispos.

Desde el año 1300 aproximadamente se va haciendo notar poco a poco, pero de forma constante, una disolución de la conciencia medieval acerca de la Iglesia. Las luchas entre el papado y el imperio, entre Bonifacio viii y Felipe el Hermoso, el destierro de Aviñón (1309-78) y finalmente el gran -> cisma de occidente (1378-1417) resquebrajan la confianza. La crítica de Joaquín de Fiore a la Iglesia jerárquica, proseguida por los espirituales franciscanos, favorece la «teoría de la decadencia», según la cual la Iglesia se ha ido hundiendo cada vez más en el fracaso desde Constantino, y es necesario suplantarla por la «Iglesia espiritual», pura, ideal, invisible.

Se inicia una viva reflexión teológica sobre la Iglesia. En violenta oposición a la iglesia papal, Marsilio de Padua (J 1343) y Guillermo de Ockham (+ 1349) desarrollan un nuevo concepto democrático de Iglesia, que pone al concilio por encima del papa, por ser aquél el representante del pueblo cristiano. Una grave crisis en torno a la constitución de la Iglesia fue provocada por el -> «conciliarismo» en los concilios de Constanza (1414-18) y de Basilea (1431-37). El papalismo, con un cariz cada vez más unilateral, representado por los canonistas desde tiempos de Gregorio vii (Jacobo de Viterbo, Egidio Romano, Álvaro Pelagio, Agustín Triunphus), entró con el cisma en un callejón sin salida. La doctrina de la Iglesia se había convertido exclusivamente en un tratado de la canonística. Esta versión jurídica de la reforma había de traer malas consecuencias.

Gracias a su descubrimiento de las fuentes, los humanistas han ampliado por vez primera el conocimiento de la historia y a la vez han fomentado la crítica (p. ej., en lo relativo a la donación constantiniana, Nicolás de Cusa, Lorenzo Valla). Las nuevas ediciones de los padres (Erasmo de Rotterdam) permitieron ver bajo una luz nueva la imagen de la Iglesia primitiva y antigua. El clamor por la reforma, que llenó todo el siglo xv se convirtió en una llamada de retorno a la ecclesia primitiva. Lutero y los reformadores le confirieron una inmensa fuerza y eficacia.

La -> reforma puso en tela de juicio todo lo que la Iglesia medieval había edificado, y quiso remontarse a la Iglesia antigua. Buscaba en los tiempos primitivos «testigos de la verdad» que pudieran apoyar su reforma. Flaccius Illyricus (1520-75), en su Catalogus testium veritatis (1556) y en la Historia ecclesiastica («Magdeburger Zenturien», 15591574), quiso demostrar de acuerdo con las fuentes que no era el papado, sino únicamente el luteranismo el que coincidía con la antigua Iglesia en la doctrina y disciplina. En 1588-1607 César Baronio (1538-1607) le opuso su obra histórica Annales ecclesiastici (12 tomos, hasta 1198), toda ella elaborada a partir de las fuentes. Abraham Bzovius (+ 1637) la continuó hasta Pío v; Odorico Raynaldo (+ 1671) y Jacob Laderchi (+ 1738) la corrigieron y completaron. Nacía un nuevo interés por la historia eclesiástica.

Una vez que Melanchton (ya en 1520) introdujo en Wittenberg el estudio de la h. de la I. en su reforma de la universidad, en 1538 ese estudio se convirtió en disciplina propiamente dicha en Francfort del Oder y, poco después, también en Helmstedt pasó a ser una asignatura obligatoria. Por parte católica, la crítica reformadora incitaba a una investigación intensa de las fuentes, que condujo al método histórico-crítico en el análisis de las fuentes y a la formación de las disciplinas auxiliares (cronología, diplomática, paleografía, etc.). Ahora es cuando por vez primera la h. de la I. se convierte en «ciencia». Los «bolandistas» (Joh. Bolland [J 1665], Godofredo Henskens [J 1681], Daniel Papebroch [J 1714] y otros jesuitas) iniciaron la monumental obra Acta sanctorum, en 1643. Los maurinos (benedictinos de san Mauro en Francia) se preocuparon de las ediciones críticas de los padres. Obras sorprendentes llevaron a cabo Mabillon (estudio y ediciones de documentos, los Acta sanctorum OSB, los Annales OSB), Marténe, S. y L. de Sainte-Marthe (Gallia christiana, 1656), F. Ughelli (Italia sacra, 1644-62), L. Wadding (Annales ordinis Minorum, 16251654), J. Quetif y J. Echard (Scriptores Ord. Praedicatorum, 1719-21), L.A. Muratori (Rerum italicarum scriptores, 1723-51), E. Flórez (España sagrada, 1747-75), D. Farlati (Illyricum sacrum, 1751ss), M. Gerbert de St. Blasien (Germania sacra, 1764ss). Monumentales son asimismo las grandes colecciones de los concilios de la Collectio regia (37 volúmenes [ 1644ss ] ), de J. Hardouin (12 volúmenes [1714-15]) y de G.D. Mansi (31 tomos [1759-981), así como las obras expositivas de L.S. Le Nain de Tillemont, Alexander Natalis y C. Fleury. En su Discours sur l'histoire universelle (1681) J.B. Bossuet intentó nuevamente ofrecer una visión conjunta de la historia bajo la perspectiva histórico-salvífica.

Mientras tanto la -> ilustración, con su recusación fundamental de las bases teológicas, trajo consigo la secularización de la historia eclesiástica. Es cierto que también en los países católicos la h. de la I. era una materia ordinaria en las universidades (el plan de estudios de María Teresa, 1752); pero el emperador José II le señaló como función (instrucción de 1775) el «razonar» acerca de la moralidad de los acontecimientos históricos. A ello le indujo el deseo de encontrar una exposición de las relaciones entre Iglesia y Estado, a ser posible en armonía con su propia concepción; por eso se debía saltar rápidamente por encima de la «tenebrosa edad media».

Contra el pragmatismo ilustrado se alzaron la restauración católica del s. xix, el ultramontanismo de Italia (M. Capellari, que más tarde sería Gregorio xvi) y el tradicionalismo de Francia (J. de Maistre, Lamennais). También tuvo espíritu restaurador la llamada neoescolástica (-> escolástica, G), tanto en su origen como en su actitud fundamental. Su menosprecio de la historia fue resultado de su punto de partida intelectual. La auténtica renovación del espíritu católico en la h. de la I. partió de J.A. Mdhler (1796-1838) y de la escuela de ->Tubinga.

El auge de las ciencias históricas en el siglo xix dio también sus frutos en la h. de la I. En Alemania, I. Dóllinger (1799-1890), C.J. Hefele (1809-93), F.X. Funk y muchos otros elevaron con sus investigaciones críticas la h. de la 1. a un alto nivel científico. Las obras monumentales Monumenta Germaniae historica (desde 1819), Corpus scriptorum eccl. lat. (desde 1866) y Escritores cristianos griegos de los tres primeros siglos (desde 1893) enriquecieron la base de las fuentes. La apertura del archivo vaticano por León xiii (1884) dio nuevo impulso a la investigación. Junto a los institutos históricos nacionales que surgieron en Roma, fueron sobre todo H. Denifle, F. Ehrle y Luis de Pastor (t 1928), el autor de la Historia de los papas, los creadores de obras sobresalientes. Los registros franceses de los papas, los documentos pontificios de P.F. Kehr, las ediciones de informes de los nuncios, y el Concilium Tridentinum de la Sociedad GSrres son obras de alto valor por su contenido y su forma. Todas las ramas históricas se aprovecharon de este impulso: la arqueología de la antigüedad cristiana (investigación de las catacumbas por De Rossi y J. Wilpert); la h. de la I. antigua (L. Duchesne, P. Batiffol, F.J. Dólger, Reallexikon jür Antike und Christentum); la patrología (con A. v. Harnack, O. Bardenhewer), los medievalistas (A. Hauck y otros), la historia de la reforma (con el Corpus Ref ormatorum y la edición de Lutero de Weimar, con el Corpus Catholicorum y numerosas investigaciones y exposiciones [J. Lortz, A. Herte, K. Holl] ). La Histoire litteraire du sentiment religieux en France (12 tomos, 1916-36) de H. Bremond fundó la historia de la espiritualidad en Francia.

La creciente especialización condujo al estudio independiente de determinadas disciplinas particulares dentro de la h. de la I. (hagiografía, iconografía cristiana, liturgia, historia de las misiones, historia de los dogmas, conocimiento religioso del pueblo). Acerca de la masa de nuevas publicaciones que produce la investigación informan numerosas revistas especializadas, sobre todo la «Revue d'histoire ecclésiastique» de Lovaina (desde 1900).

Desde la segunda guerra mundial se nota una nueva orientación en la h. de la I., que rechazando claramente el positivismo del siglo xix busca la orientación eclesiológica y teológica de la historia. K. y H. Rahner, H.U. v. Balthasar, Y. Congar, H. Lubac, J. Daniélou y otros han planteado nuevamente la cuestión de la historicidad de la Iglesia a partir de su esencia, esforzándose por lograr una teología de la historia. Una Iglesia que se experimenta a sí misma y se realiza progresivamente en la historia, no puede considerar su pasado como una posesión muerta. De acuerdo con esto, el esfuerzo uniforme de las modernas exposiciones generales de la h. de la I. busca la comprensión e interpretación teológica de los procesos ideológicos más allá de la mera presentación de los hechos: J. LoRTZ, Geschichte der Kirche in ideengeschichtlicher Betracbtung, 2 t., Mr 211962; H. JEDIN, Manual de la historia de la Iglesia, Ba 1965 y ss; L.J. ROGIER, R. AUBERT y otros, Nueva Historia de la Iglesia, Ma 1964 y ss; A. FLIcHE-V. MARTIN, Histoire de l'Église, 24 t., P 1935ss; K. BIHLMEYERH. TücHLE, Kirchengeschicbte, 3 - t., Pa 171961-62; L. HERTLING, Historia de la Iglesia, Ba °1972. Esta visión más profunda favorece a la eclesiología y de ella recibe su primer impulso.

IV. División en períodos y visión de conjunto

Una articulación en épocas es razonable y necesaria para poder tener una visión panorámica de toda la historia eclesiástica; pero con frecuencia resulta imposible porque cualquier principio de división se manifiesta insuficiente. La corriente ininterrumpida de la historia no conoce cesuras. Las transformaciones que se presentan nunca afectan al conjunto, sino siempre a determinados sectores. Pero como la vida en su totalidad consta de muchas fuerzas particulares y de diversas corrientes, tal vez convenga subrayar ciertos aspectos parciales, si objetivamente han contribuido de manera decisiva a configurar la imagen de conjunto.

Hasta el siglo xvii bastaba con los esquemas histórico-salvíficos. Por vez primera el historiador protestante Cristoph Cellarius (1634-1707) introdujo en Halle el esquema de las épocas (antigüedad, edad media y edad moderna) en la historiografía. Humanistas y reformadores de los siglos xv y xvi acuñaron el concepto de «edad media» en un sentido peyorativo, porque no veían en ella más que corrupción del lenguaje y de la religión, y por eso querían enlazar de nuevo con el «antiguo tiempo» clásico del puro estilo latino y del cristianismo auténtico. Los ilustrados del siglo xviii pensaban todavía peor de la «tenebrosa» edad media, período que comprende aproximadamente del 500 al 1500. Fueron el romanticismo y la floreciente ciencia histórica del s. xix los primeros en descubrir su verdadero valor y su contenido positivo gracias a una intensa investigación del arte y de las fuentes. J.A. Mühler aplicó el esquema de los tres períodos a la h. de la I. católica, el cual entonces domina toda la historiografía, aun cuando el descontento por su insuficiencia objetiva se deja sentir en todas partes. Hoy, en la era del pensamiento universal, ese esquema de división, aplicado exclusivamente al occidente europeo, aparece doblemente defectuoso.

Pero es difícil encontrar algo que lo sustituya. Las interpretaciones filosóficas de la historia (Hegel, Marx, historicismo y relativismo metafísico, existencialismo) no pueden tomarse en consideración, pues son extrañas a la naturaleza de la Iglesia; lo mismo digamos sobre la exclusiva visión político-geográfica de O. Halecki (época mediterránea, europea y atlántica) o la doctrina de los ciclos culturales de Spengler y Toynbee. Pero tampoco se puede derivar de la naturaleza de la Iglesia una forzosa división en períodos, pues en ninguna parte de la revelación bíblica se dice por qué grados y formas ha de realizarse el plan salvífico divino; la acción interna y gratuita del Espíritu Santo no se puede medir y determinar, aun cuando la conozcamos en sus efectos.

Sólo queda, pues, un esquema divisorio que pueda fundarse en la teología, dentro del horizonte de -> Iglesia y mundo; y, más concretamente, en el modo como la Iglesia ha cumplido su misión divina en este mundo. Se puede partir, por ejemplo, de la difusión del cristianismo (historia de las misiones) y distinguir dos grandes períodos: 1) la fase de su evolución desde Jerusalén, pasando por el mundo romano-helenista (antigüedad), hasta llegar a la Iglesia occidental (edad media) y, luego, desde la Iglesia regional (de hecho) del occidente hasta la Iglesia universal (desde la era moderna hasta el presente); 2) la fase del cristianismo global en una historia de la humanidad que empieza ahora por primera vez (K. Rahner). Con esto se retendría para el primer período el viejo esquema de tres épocas, que, sin embargo, debería mejorarse. Por ello es preferible la división propuesta por H. Jedin en cuatro períodos: 1) la Iglesia en el ámbito cultural helenista-romano (s. i-vii); 2) la Iglesia como base de la comunidad de naciones cristianas de occidente (ca. 700-1300); 3) la disolución del mundo cristiano occidental y el tránsito a la misión universal (1300-1750); 4) la Iglesia en la era industrial (siglos xix y xx). Esencial para la autonomía del tercer período (1300 a 1750) es la comprobación de que la época de 1300 a 1500 ya no era «mediterránea» y de que la época de 1500 a 1750 no es todavía «contemporánea»; tiene un marcado carácter de transición y se caracteriza por una transformación de la conciencia eclesial y un deseo de reforma.

Siempre que una era llega a su fin, la Iglesia se siente llamada a desprenderse del medio ambiente en que hasta entonces se había instalado y a abrirse a nuevos pueblos y culturas. Por su misión divina no puede identificarse con ninguna cultura, sino que ha de «acomodarse» al nuevo mundo para asimilárselo, es decir, para hacer posible en él la encarnación de Cristo. Semejantes transiciones, que las más de las veces se han llevado a cabo en medio de graves sacudidas, siempre han modificado fuertemente la imagen de la Iglesia: el cambio del cristianismo judío al cristianismo de los gentiles (concilio de los apóstoles), el tránsito del mundo cultural helenista-romano a un período de la historia occidental que se halla bajo la impronta germánica (entre 400 y 700), el paso de la cultura unitaria en religión y política durante la edad media a la disolución de esa unidad en el Imperio y en la Iglesia (hacia 1300), y la transición de la gran crisis debida a la revolución y secularización hasta el presente (1800-1972). Evidentemente, hoy de nuevo llega a su fin una era y se anuncia un nuevo comienzo.

1. La Iglesia en el círculo cultural helenistaromano (s. I-VII)

La primera parte, desde la fundación de la Iglesia hasta Constantino el Grande, es especialmente decisiva como tiempo de fundamentación de la Iglesia. La Iglesia primitiva y el «tiempo apostólico», es decir, la primera y la segunda generación de cristianos vieron nacer los escritos neotestamentarios. Como auténticos intérpretes de la voluntad de Jesús, los doce apóstoles, «testigos» de la palabra y portadores de la revelación de Cristo, bajo la dirección del Espíritu Santo, configuraron la «Iglesia» como una realidad que pertenece esencialmente a lo cristiano. En la doctrina, el culto, la constitución y la disciplina de la Iglesia primitiva cristalizó la «tradición apostólica», a cuya conservación se supo siempre vinculado el cristianismo bajo la disyuntiva de ser o no ser. Ahí estriba la significación normativa de este tiempo, siempre vigente en la llamada a la reforma, al retorno a la ecclesia primitiva y a la vita apostolica.

La Iglesia madre de Jerusalén y el judaísmo ejercieron gran influencia en el régimen de vida de las jóvenes comunidades cristianas. Pero el cristianismo debía comenzar su camino por el mundo no como una secta de la comunidad religiosa judía, sino como una religión universal y autónoma. En el concilio de Jerusalén (hacia el año 50) se liberó del judaísmo y bien pronto conquistó el mundo cultural helenista-romano. Los -> padres apostólicos, todavía discípulos de los apóstoles, y los primeros a apologistas siguieron configurando su vida interna y emprendieron el diálogo con su medio ambiente espiritual. No tuvieron reparo en servirse del lenguaje y de los conceptos del -> helenismo. A fines del siglo ii la escuela teológica de -> Alejandría se presentó como una libre acción misionera de cristianos cultos (Panteno [hacia 180], Clemente de Alejandría, Orígenes). Hacia el año 260 Luciano fundó otra escuela teológica, la de -> Antioquía. La filosofía griega, la cultura espiritual helenista y la verdad de la revelación cristiana forjaron una estrecha alianza. De ella nació la gloriosa patrística griega de los siglos iv y v, sobre la que se basa la vigorosa labor teológica de los primeros concilios «ecuménicos».

La elevada espiritualidad y la riqueza ideológica de la revelación, su auténtica historicidad y la participación del factor humano en su desarrollo hacen comprensible la frecuente aparición de opiniones erróneas y de abiertas herejías en el cristianismo. La historia cristiana de las ->herejías y de los -> cismas comienza ya en el s. r: judaizantes, ebionitas, nazareos, elkesaitas y Cerinto eran contemporáneos de los apóstoles. En el s. ii la ->gnosis fue el peligro capital. Como los gnósticos «cristianos» apelaban gustosamente a sus revelaciones privadas, la Iglesia se vio obligada a establecer el -> canon de la Sagrada Escritura como norma obligatoria de fe y a crear el magisterio eclesiástico. Los obispos que se encontraban dentro de la -> «sucesión apostólica» fueron los defensores de la pura tradición apostólica. Desde la segunda mitad del s. ii los obispos se reunieron en sínodos para proteger juntos la verdadera fe contra la gnosis, el marcionismo, el montanismo y otras herejías (donatismo, -> maniqueísmo). Cuanto más se dilataba la herejía, tanto mayor era la región que debía ser convocada en los sínodos. Pronto el sínodo local fue sustituido por el provincial. Creció la conciencia universal de la Iglesia; a pesar de las persecuciones y los peligros se congregaron grandes concilios desde mediados del siglo iii en las metrópolis de Roma, Cartago, Alejandría, Antioquía y Cesarea de Asia (donde luego se reunieron concilios patriarcales); y como después de la conversión de Constantino el -> arrianismo y el donatismo afectaron a todo el imperio (Oikoumene), el emperador cristiano reunió el primer concilio «ecuménico» imperial de Nicea (325). En estos concilios la Iglesia encontró su propia realización como comunidad universal. La oposición herética la obligó asimismo a ocuparse con mayor intensidad teológica del depósito revelado; la historia del hallazgo y desarrollo de la verdad en la fe (evolución de los -> dogmas) está vinculada a la constante irrupción de las herejías y a la consiguiente división de los espíritus en la Iglesia.

Desde que el cristianismo se convirtió en una entidad histórica (comienzos del s. ii) hubo -> persecuciones de cristianos en el Estado romano; su proceso se desarrolló en tres fases. La última y más grave concluyó con la victoria del cristianismo gracias al emperador Constantino el Grande (306-337). Su «conversión» (312 ó 313) trajo a la Iglesia junto con la libertad el gran cambio. La consecuencia fue su integración en el Estado como «Iglesia imperial». Este proceso planteó numerosos problemas y fue decisivo durante casi un milenio y medio para la historia occidental (era de -> Constantino). Bien pronto con la alegría por la cristianización del Estado se mezcló la queja por la estatalización y mundanización de la Iglesia. Muchos cristianos, obispos, sacerdotes y laicos echaron de menos la necesaria distancia de todo lo cristiano frente al mundo.

Dios suscitó entonces en el seno de la Iglesia el monaquismo, no como «protesta», sino como signo visible de la perfección cristiana. Si en los tiempos de persecución el ->martirio sangriento fue la forma suprema de imitación de Cristo, ahora ocupó su lugar la definitiva oblación espiritual, el martirio del espíritu. El pneuma del cristianismo primitivo y el ascetismo de tendencias místicas se unieron para la perfecta imitación del Redentor en su pasión y muerte (theologia crucis), poniendo así de relieve un aspecto esencial de la autorrealización cristiana. El dinamismo religioso del monaquismo no sólo preservó a la Iglesia de la época constantiniana de una exteriorización, sino que le comunicó nuevos impulsos. Todos los grandes obispos y teólogos del s. iv lo apoyaron. El poderoso impulso misionero, la sorprendente elaboración de la pastoral, las energías orientadas a la cristianización del Estado romano y muy especialmente la labor teológica de los grandes concilios de los siglos iv-vii, no se conciben sin el monaquismo.

En la lucha contra el -> arrianismo, el subordinacianismo y el monarquianismo, Atanasio y los «tres grandes -> capadocios» Basilio, Gregorio Nacianceno y Gregorio Niseno, elaboraron la doctrina de la Trinidad (segundo concilio general, Constantinopolitano 1, 381). Contra el -> monofisismo, el -> nestorianismo y el -> monotelismo la teología de los -> padres griegos explicó la doctrina cristológica de la fe (-> cristología; Efesino, 431; Calcedonense, 451; Constantinopolitano xx, 553; Constantinopolitano iii, 680-681). Todos los concilios del primer milenio tuvieron lugar en el oriente griego.

Pero también la teología de los ->padres latinos vivió con Agustín (354-430) un período de esplendor. Abordó principalmente las cuestiones soteriológicas, la doctrina de la justificación y de la gracia; el -> pelagianismo brindó una ocasión especial para ello. Por este tiempo el occidente se debatía en el torbellino de las invasiones nórdicas (aproximadamente desde comienzos del s. v). En el s. vii el asalto de los árabes asestó el golpe de gracia al mundo mediterráneo. Para la Iglesia, que tan estrechamente se había aliado con aquella cultura, fue una cuestión difícil la sobrevivencia a tal ocaso y su apertura al mundo germánico-occidental que empezaba a imponerse. (cf. ->invasiones, primitiva ->edad media, prescolástica [en -> escolástica, B]).

2. La Iglesia como base de la comunidad de pueblos cristiano-occidentales (700-1300 aproximadamente

La arrianización de los germanos impidió durante largo tiempo el acceso a ellos. Sólo el bautismo católico del rey de los francos, Clodoveo (hacia el 496), abrió nuevas posibilidades poco aprovechadas por parte de Roma. Por fin, el papa Gregorio Magno (590-604) supo valorar la hora, al establecer en 596 la misión de los anglosajones. La actividad de Bonifacio (+ 753), la alianza de Pipino con el papado (751-754) y la coronación imperial de Carlomagno (navidad del 800) fueron las etapas ulteriores que condujeron al nacimiento de la comunidad cristiana de naciones occidentales.

El mundo antiguo, los pueblos germanos y el cristianismo se fundieron entre sí, dando un nuevo aspecto incluso a la Iglesia. La «germanización» del cristianismo tuvo consecuencias de largo alcance en todos los ámbitos de la vida eclesiástica (-> reforma carolingia).

Una comprensión profunda del espíritu cristiano y una ingenua apertura al mundo condujeron a una simbiosis real entre Iglesia y Estado, y durante los primeros tiempos de la edad media, en el imperio otónico-salio, se llegó a una imponente unidad cultural en el terreno religioso y el político. La feudalización de la Iglesia imperial y la concepción teocrática de los soberanos hicieron que desaparecieran por completo los límites entre Iglesia y Estado. El emperador ocupaba el lugar de los papas, que habían caído en una situación de insignificancia en el saeculum obscurum (s. x-xi). En la lucha de las -> investiduras el papado, con el vigor de la -> reforma gregoriana, tuvo que reconquistar la libertad de la Iglesia, amenazada sobre todo por la investidura de los laicos (Gregorio vii, 1073-85; Enrique iv, 1056-1106; la escena de Canosa, 1077; el concordato de Worms, 1122). En las subsiguientes luchas por el poder entre el imperio y el sacerdocio debería haberse tratado del restablecimiento de las relaciones adecuadas entre ambos poderes (dualismo político del occidente); pero en realidad se luchó por el predominio. Con Inocencio III (1198-1216) el papado alcanzó la indiscutible dirección del occidente cristiano. Pero con la extinción del imperio de los Hohenstauffen (1268) pronto llegó a su fin la posición privilegiada del papado. Hacia 1300 sucumbió ante el poder nacionalista y estatal de Felipe el Hermoso de Francia.

La renovación que partió de Cluny en el siglo x abarcó en los siglos xx y x11 a toda la Iglesia occidental (-> reforma cluniacense).

 

Surgieron nuevas órdenes monásticas: camaldulenses (Romualdo, + 1027), cartujos (Bruno, + 1101), cistercienses (Roberto de Molesme, +1111; Bernardo de Claraval, + 1153), y las órdenes de caballería (hospitalarios de san Juan, 1099; templarios, 1118; orden teutónica, 1189-90). La reforma del clero tuvo lugar gracias al movimiento de los canónigos (agustinos; premonstratenses; Norberto de Cleves, + 1134). Los laicos se congregaron en círculos bíblicos y en los movimientos de ->pobreza. Un increíble dinamismo religioso brotó de las -> cruzadas, que intensificaron la conciencia comunitaria occidental, ampliaron el horizonte mental europeo y fomentaron la ciencia gracias al encuentro con la cultura bizantina y la islámica. El brillante impulso ascensional de la filosofía y la teología occidentales en la ->escolástica es inconcebible sin el contacto con el oriente.

A un pensamiento especializado ya no le bastaba desde el s. xi la primitiva teología escriturística medieval de las escuelas monacales. Surgieron escuelas propiamente dichas, y su teología (-->escolástica) buscó nuevas vías (Anselmo de Canterbury, + 1109). Cuando en París hacia el año 1200, varias de estas escuelas se reunieron en una única corporación, la universitas magistrorum, surgió la primera «universidad». Pronto siguieron las de Bolonia, Padua, Nápoles, Montpellier, Oxford, Cambridge, Salamanca y Palencia; en Alemania, sólo en el siglo xrv nacieron las universidades de Praga (1348), Viena (1365), Heidelberg (1386) y Colonia (1388).

También surgieron nuevas herejías: Berengario de Tours (j- 1088), Arnoldo de Brescia (t 1155), los -> cátaros y valdenses. Al no lucharse ya sólo con armas espirituales, sino además con la -> inquisición, al establecerse un peculiar procedimiento procesal (Inocencio III) e introducirse en 1252 el tormento como medio de prueba, comenzó uno de los capítulos más tristes de la h. de la I. Posteriormente todo eso se aplicó a los insensatos procesos de -> brujas. La existencia de otros medios para combatir las herejías, la pusieron de manifiesto Francisco de Asís (+ 1226) y Domingo de Guzmán (+ 1221). Sus discípulos, las órdenes mendicantes de franciscanos y dominicos, actuaron con su libre ideal de pobreza y su predicación de manera más convincente que las armas y los procesos. Su actividad pastoral y misionera los llevó a un más intenso estudio teológico.

Sus grandes teólogos, los dominicos Alberto Magno (+ 1280) y Tomás de Aquino (+ 1274), el Maestro Eckhart (+ 1328), y los franciscanos Alejandro de Hales (+ 1245), Buenaventura (+1274) y Duns Escoto (+ 1308), fueron las estrellas más brillantes de la alta -> escolástica.

Mientras tanto el papado, con el vigor de la reforma y el afianzamiento de Gregorio VII, alcanzó la cumbre de su poder. El supremo primado de jurisdicción, proclamado en el dictatus papae (1075), y la sistemática formación de la curia romana, convirtiéndola en el centro de gobierno de la Iglesia, proporcionaron a Inocencio III (1198-1216) un singular y supremo poder de dirección sobre todos los pueblos de occidente. En los nuevos concilios generales de occidente (de Letrán: 1123, 1139, 1179, 1215; de Lyón 1 [1245] y II [ 1274 ]) se puso en evidencia ese poder, reforzado por la canonística eclesiástica.

Lamentablemente faltó en estos concilios el oriente cristiano. La creciente tensión condujo en este período a una separación cada vez mayor (la disputa de las imágenes, el Filioque, el problema de dos emperadores, la cuestión del primado) y finalmente al -> cisma de oriente (1054). Las cruzadas, especialmente la estúpida cuarta cruzada, y la erección del imperio latino en Constantinopla (1204-1261), ensancharon aún más la sima de separación, de manera que no se alcanzo unidad alguna.

3. La disolución del mundo cristiano de occidente y el paso a la misión mundial (1300-1750)

La unidad cultural de occidente se basaba en los dos poderes universales: el imperio y el papado. Sólo juntos podían cumplir su cometido, en medio de una unidad tensa, como en la elipse con sus dos focos. La disolución de la unidad política de Europa trajo consigo la destrucción de la unidad eclesiástica. Cuando Bonifacio viii (1294-1303) hizo valer su autoridad papal frente al nacionalismo estatal de Francia (Bula Unam sanctam, 1302), fue apresado ignominiosamente en Agnani por Felipe el Hermoso (sept. 1303). En el período siguiente, el exilio de -> Aviñón (13091378) y el gran -> cisma de occidente (13781417) pusieron de manifiesto el ocaso del poder papal.

La nota característica de esta época es la disolución de la unidad que había creado el período anterior. El proceso se inició en el siglo xiv, y en lo eclesiástico tuvo su culminación en la gran división de la Iglesia del siglo xvi, y sólo se cerró en el xviii. En Francia, Inglaterra y España juntamente con las tendencias al nacionalismo estatal aparecieron asimismo ciertas tendencias al nacionalismo eclesiástico. En Alemania, con la consolidación de los príncipes territoriales en el s. xv, se perfilan ya claramente las Iglesias nacionales, que tanta importancia tuvieron en la reforma del s. xvi. El orden social se vio dificultado por la oposición entre los príncipes y la nobleza, entre patricios y gremios, que surgió como consecuencia de las transformaciones económicas (transición de la economía agraria a la economía monetaria, capitalismo incipiente). La Iglesia feudal estaba implicada en todo eso. Las tensiones entre los señores eclesiásticos territoriales, por una parte, y la nobleza y las ciudades, por la otra, contribuyeron a preparar la decadencia de la fe en el s. xvi. El fiscalismo papal entibió los ánimos de la Iglesia; pero lo más grave fue la destrucción de la unidad espiritual. La tradicional filosofía tomista y escotista (via antiqua) fue suplantada por la nueva filosofía ockhamista-nominalista (via moderna). Para ello el humanismo puso a disposición un nuevo ideal de formación.

En medio del gran cisma la Iglesia misma acabó por hacerse problemática. Nadie sabía ya cuál de los tres papas que se combatían y excomulgaban entre sí era el legítimo, ni en qué lado se encontraba la verdadera Iglesia. En los concilios (Pisa 1409, Constanza 1414-1418, Basilea-Ferrara-Florencia 1431-42) se llegó a la mayor crisis constitucional de la Iglesia jerárquica debido al -> conciliarismo. Aun cuando pudo alejarse una vez más la catástrofe, el malestar siguió latente en el papado. Pronto los papas del renacimiento se crearon nuevas cargas. La reformatio in capite et membris fue el propósito más urgente del siglo xv; como el papado se negó a esa tarea, se llegó a la reforma desde abajo.

Como fenómeno histórico la -> reforma del siglo xvi es un acontecimiento extremadamente complejo, en el que desembocaron casi todas las aspiraciones religiosas, espirituales, políticas y sociales de la época. Como fenómeno eclesiástico la reforma fue una honda cesura que marcó de manera decisiva todo el desarrollo ulterior. Con la ruptura de la unidad de la Iglesia el fundamento común de la fe llegó a tambalearse. El sentimiento cristiano del occidente se escindió en diversos sistemas confesionales. Lutero (1483-1546), Zuinglio (1484-1531) y Calvino (1509-64) crearon sus propias Iglesias, que no sólo llegaron a una irreductible oposición con la Iglesia papal, sino que, además, bien pronto se combatieron mutuamente. Comenzó entonces la era de las -> guerras de religión (siglos xvi y XVII).

Pasó demasiado tiempo hasta que la Iglesia misma volvió a encontrar el camino de su renovación y realización. Pero cuando en el concilio de Trento (1545-1563) se pusieron nuevamente los fundamentos de la fe y de la disciplina, pudo empezar la reforma interna de la Iglesia y fue posible presentar un muro de contención a la penetración del protestantismo (->reforma católica y contrareforma). Esta obra de edificación corresponde a las manifestaciones más maravillosas de la h. de la I. Una auténtica reforma es siempre cosa de santos. Por eso la reforma del papado se hizo digna de crédito cuando con Pío v (1566-72) surgió un papa santo. Hubo entonces en todos los estados gran número de santos. Dio comienzo el «siglo de los santos». En esos santos la Iglesia purificada, «santa», recuperó su propia realización y concepción. Nuevas órdenes impulsaron la reforma, sobre todo los jesuitas y capuchinos. La paralizadora resignación cedió a un nuevo sentimiento vital católico, que adquirió nueva expresión en el arte, la piedad y la teología durante la época del -> barroco (1550-1750). La ciencia teológica se vio poderosamente desafiada por el protestantismo y recibió nuevo impulso gracias a la labor del Tridentino. En la -> escolástica barroca se eliminaron muchas obscuridades de la teología anterior a la reforma. Descollaron sobre todos los españoles e italianos (Belarmino, Soto, Suárez, Cano y otros, especialmente jesuitas y dominicos), posteriormente también los franceses. Los temas capitales fueron la doctrina trinitaria, la cristología y la doctrina de la gracia. El movimiento intelectual que procede de Suárez (1548-1619, desde 1564 SI, -> suarismo) abarcó todos los campos de la teología (dogmática, teología moral, canonística) y de la filosofía, en la que él quiso infundir los principios cristianos; y también fue provechoso en el terreno de la vida religiosa. La -> mística española (Teresa de Ávila, Juan de la Cruz) condujo a la interiorización de la vida religiosa de la Iglesia y tuvo particular repercusión en Francia. Allí P. de Bérulle fundó una espiritualidad sacerdotal propia, que influyó de una manera decisiva en el clero francés del s. xvii (-->escuela francesa).

Pero también los peligros continuaron. Por el afán de presentar una teología conforme con el tiempo y la vida, en disputa con el -> calvinismo, M. Bayo (1513-89) desarrolló en Lovaina una doctrina de la gracia y del pecado original que se basaba en un -> agustinismo falseado que la Iglesia hubo de condenar (-> bayanismo). Esta doctrina fue funesta porque en Lovaina su discípulo Cornelio Jansenio (+ 1638) adoptó sus ideas y las introdujo en la teología y la piedad católicas. Por su rigorista doctrina de la gracia y la práctica sacramental el -> jansenismo sacudió gravemente a la Iglesia francesa de los siglos xvii y xviii.

En Francia se asentaron asimismo los otros movimientos que acosaron a la Iglesia con mayor fuerza entre 1600 y 1800: el -> galicanismo, el -> absolutismo estatal y el -> episcopalismo. En forma de «febronianismo», propio del obispo auxiliar de Tréveris, N. de Hontheim, estas ideas transcendieron a Alemania; mientras que la intervención del Estado en la Iglesia alcanzaba su punto culminante en Austria bajo el emperador José ii (1780-90; -> josefinismo). El espíritu occidental se alejaba cada vez más de la religión y de la Iglesia, y la -> secularización intelectual hacía rápidos progresos en el s. XVIII bajo la influencia de la -> ilustración. El papado había perdido definitivamente la dirección de Europa a fines del s. XVIII.

Un aspecto luminoso en este período lo constituyen las misiones, que se establecieron desde fines del s. xv con el descubrimiento de nuevos continentes por españoles y portugueses. Las misiones tuvieron su momento culminante en los siglos xvi y xvii, pero en el xviii sufrieron también duros golpes. La actividad misionera, que de todos modos estaba lastrada por el - > colonialismo hispanoportugués, se vio impedida por las disputas internas de la Iglesia acerca de los métodos misionales. La lucha en torno a la -> acomodación (1645-92, 1704) y la disputa sobre los «ritos malabares» provocaron la extinción en China y la India de las esperanzadoras misiones jesuitas.

4. La Iglesia universal en, la era industrial (s. xix y xx)

La ->revolución francesa (1789) representa la gran ruptura. Ahora comienza la edificación de la Iglesia en una nueva sociedad. Fue preparándose el terreno para esta situación nueva gracias a la ilustración, que trajo a la Iglesia la purificación -tan necesaria- de formas tradicionales y de lastre intelectual, y, más inmediatamente, gracias a la gran secularización (1803), que liberó a la Iglesia del antiguo feudalismo y, despojándola de los señoríos territoriales, le dio la «gracia del punto cero».

Esta reedificación se llevó adelante bajo la constante disputa con las nuevas formas de intervención del Estado en la Iglesia y con los movimientos nacionalistas. El - > liberalismo, el -> socialismo, el -> comunismo y el -> materialismo (-> marxismo) le presentaron una enconada batalla. La sociedad moderna, imbuida de una inmensa fe en el progreso, se apartó cada vez más de la Iglesia y de todo cristianismo positivo. Se llegó a una apostasía organizada y masiva, que se extendió sobre todo a las clases superiores y a los trabajadores industriales. Sin embargo, en todos los países europeos se puede comprobar un despertar de la vida religioso-eclesial, así como una consolidación del papado.

La reedificación abarcaba un doble proceso: la nueva ordenación material de la Iglesia en su organización y en su relación con el derecho civil (mediante la firma de concordatos entre la Santa Sede y las distintas naciones); y la renovación interna de la vida religioso-eclesial. En Alemania el -> romanticismo fue de gran importancia para un nuevo despertar de la religiosidad en general y para una nueva valoración de lo católico en particular. Surgieron círculos católicos de «despertar religioso» (J.M. Sailer, princesa Gallitzin, K.M. Hofbauer, el obispo auxiliar Zirkel) y nuevas escuelas teológicas. En el esfuerzo por superar de manera positiva el ->racionalismo de la ilustración, G. Hermes (+ 1831) se sirvió en Bonn de las categorías de Kant (-> kantismo) y de Fichte; su sistema (hermesianismo) fue condenado por la Iglesia en 1835 como «semirracionalismo». Parecidos intentos llevaron a cabo A. Günther (+ 1863) y J. Frohschammer (+ 1893). Mejores frutos dio la «escuela de -> Tubinga» (Drey, Hirscher, Móhler), que también se adhirió al espíritu del tiempo (-> romanticismo, -> idealismo alemán), pero vinculándolo con la tradición eclesiástica. El propósito de todos era combatir el creciente escepticismo religioso con una nueva fundamentación de la religión. En Francia la reacción contra la ilustración condujo a un -> tradicionalismo riguroso, que desconfiaba de la razón humana en cuestiones religiosas y le negaba en general la capacidad de conocer a Dios; todo orden intelectual, moral, social y político tiene su fundamento y apoyo exclusivamente en la revelación y tradición (-> fideísmo, --> integrismo, -> supranaturalismo); de ahí que la competencia en ese campo corresponda primero a la Iglesia y al papado (ultramontanismo, de Maistre, de La Mennais, Veuillot).

Con el apoyo de estas ideas y sostenido por el amor del pueblo católico, el papado, por una parte, creció en importancia religioso-eclesiástica; pero, por otra parte, fue combatido con la mayor violencia. Pío ix definió ex cathedra el dogma de la Inmaculada (1854), y en el Syllabus (1864) declaró la guerra al -> liberalismo como visión del mundo y a otros movimientos. Finalmente en el Vaticano i (1869-70) consiguió que se llegara a la declaración dogmática de la infalibilidad y del primado papales. Al mismo tiempo experimentó una violenta oposición (Risorgimento; los viejos católicos), con la pérdida de los Estados pontificios (Sept. 1870) y el debilitamiento político. Sin embargo, en conjunto subió la estimación moral del papado, que, con León XIII (1878-1903), alcanzó uno de sus momentos más gloriosos.

El siglo xix fue un tiempo de luchas dramáticas. Dentro de la Iglesia, durante la segunda mitad del siglo dominó el campo de batalla la disputa entre la llamada teología alemana y la neoescolástica (-> escolástica, G); en el Vaticano i se llegó a una solución, saliendo victorioso el neotomismo (León xiii en numerosas encíclicas). La relación de los católicos con las Iglesias no católicas, favorablemente influenciadas al comienzo del siglo por el -> pietismo, se desarrolló por ambas partes hacia un -> confesionalismo militante; la teología protestante liberal incitó a una oposición constante. La disputa positiva que introdujo la famosa obra de J.A. Móhler, Symbolik oder Darstellung der dogmatischen Gegensütze der Katholiken und Protestanten nach ihren óf fentlichen Bekenntnissen (1832), por desgracia en ambas partes condujo hasta final de siglo a una polémica cada vez más enconada; y, finalmente, la unión entre el protestantismo agresivo, el liberalismo y la razón de Estado de Bismarck pusieron en marcha el Kulturkampf, de graves consecuencias para la Iglesia católica alemana. Tampoco el encuentro del catolicismo con el -> industrialismo moderno fue muy alentador. Cierto que los vigorosos esfuerzos pastorales y las obras de caridad para eliminar la indigencia de los trabajadores representan una página gloriosa y, junto con el florecimiento de las órdenes religiosas, son un testimonio de la fuerza interna de la Iglesia. Pero se planteó demasiado tarde la ->«cuestión social» (en ->sociedad) en su verdadero sentido (León xiii, 1891). La masa de los trabajadores industriales encontró su puesto fuera de la Iglesia, en el -> socialismo como partido y filosofía mundial. También desde el punto de vista político surgieron dificultades en casi todos los países.

Todas estas experiencias provocaron una cierta angustia y estrechez de miras en el campo católico. Pío x (1903-14), conocido dentro de la Iglesia como el papa de la reforma, desplegó una dura lucha contra el llamado -> modernismo. El -> integrismo eclesiástico condenó bien pronto como sospechoso a quien buscase una conciliación armónica con la cultura y la ciencia modernas. La retirada al ghetto excluyó al catolicismo como potencia cultural de la vida pública.

La primera guerra mundial trajo el cambio. La experiencia de la guerra y la revolución despertaron en los católicos una mayor responsabilidad frente al mundo. Simultáneamente se abría paso una nueva conciencia eclesial. «La Iglesia despierta en las almas», escribía R. Guardini en 1922. El movimiento litúrgico (-> liturgia, D) y la acción de los laicos, el encuentro entre las confesiones, el movimiento Una Sancta y el movimiento ecuménico (-> ecumenismo, A) acentuaron los lazos de comunión que unían a todos. La imagen de la Iglesia, condicionada por la contrarreforma y predominantemente jurídica (Belarmino), cedió el paso a una nueva concepción del Corpus Christi mysticum. Pío xii la compendió en la encíclica Mystici Corporis del 29-6-1943: La Iglesia es realmente el cuerpo de Cristo, no sólo en sentido espiritual, moral o metafórico, sino como corporación visible y social, que abarca la vida entera, jerárquicamente articulada. La responsabilidad de los laicos en la vida de la Iglesia se vio bajo una nueva perspectiva. En conexión con la renovación litúrgica se llegó a un nuevo encuentro con la sagrada Escritura. En el movimiento bíblico (en ->Biblia, F) confluyeron la ciencia teológica, la predicación y la vida eclesiástica. También floreció la vida monástica, que, unida a una nueva teología y espiritualidad de los laicos, contribuyó a la creación de los modernos institutos seculares.

El diálogo y la colaboración entre las Iglesias (->ecumenismo, C) se desarrolló hasta llegar a un auténtico coloquio. En lugar de la disputa confesional se abrieron paso la -> tolerancia, la mutua comprensión y la colaboración, especialmente en el tiempo de las persecuciones del tercer Reich, así como la visión de la propia imperfección y el conocimiento de que a la ansiada reunificación en la fe debía preceder una reflexión profunda sobre lo esencial. De esta idea surgió con Juan XXIII el plan de un concilio. El Vaticano II (1962-65), mediante la renovación de la Iglesia católica, debía poner los fundamentos para la reunificación de la cristiandad separada. Ya no se consideraba la unión como un retorno incondicional, sino que ésta se preparaba en forma de una integración real. Con tal fin, ya el año 1960 se erigió en Roma el «Secretariado para el fomento de la unidad de los cristianos» bajo la dirección del cardenal Bea. La «oikoumene católica», en conexión con el movimiento ecuménico acatólico del s. xx, debía hacer que este siglo se convierta en el «siglo de la Iglesia reunificada». El encuentro personal en Jerusalén (enero de 1964) del papa Pablo vi con el patriarca «ecumenista» Atenágoras (+ 1972) y el decreto conciliar sobre el ecumenismo muestran la sinceridad del deseo de la reunificación por parte de la Iglesia católica.

La apertura de la Iglesia hacia adentro y hacia afuera es el signo de nuestro tiempo. Juan XXIII quebró el centralismo de la curia y subrayó nuevamente la responsabilidad colegial de los obispos en la dirección de la Iglesia universal. La acomodación (aggiornamento) de la Iglesia a las necesidades del presente exige su penetración en el mundo de hoy (-> Iglesia y mundo). Las misiones católicas, que ostentaron siempre los rasgos del -> colonialismo y europeísmo, y que por ello no pudieron echar raíces en las culturas indígenas, recibieron ya en 1926 los primeros obispos indígenas. Pío xii dio a los países de misión sus propias jerarquías. Pero fue Juan XXIII el primero en explicar que la Iglesia debe salir al encuentro de las naciones sin despojarlas de sus culturas, que la Iglesia no es europea, sino universal, y que la prolongación de la encarnación de Cristo en la Iglesia no se limita a las naciones occidentales, sino que se extiende a cuantos llegan a creer en Cristo. Bajo el signo de esta apertura se halla también el diálogo con las restantes religiones universales (budismo, hinduismo, islam), que Pablo vi subrayó oficialmente con su viaje a la India (Congreso eucarístico de Bombay, diciembre de 1964). No se trataba de un viaje misional, sino de una sencilla peregrinación. Su gran generosidad con la hambrienta población hindú fue, según sus propias palabras, «la primera realización concreta del diálogo fraterno, que la Iglesia quiere sostener con todo el mundo».

El problema más grave está en las relaciones de la Iglesia con los países comunistas, que dominan hoy una parte tan considerable de la tierra. Su agresivo ->ateísmo y su ->materialismo dialéctico no dejan lugar alguno a la fe y la Iglesia; por ello ésta los ha condenado a menudo. Después de las amargas experiencias que la Iglesia ha tenido con las dictaduras totalitaristas (Hitler, Mussolini, las dictaduras de partido de los países comunistas), y a pesar de las iniciativas de Juan XXIII, aquí, no se puede prever todavía lo que traerá el futuro.

¿Termina también hoy una era y se anuncia una nueva? Hay cosas que parecen indicarlo. La extensión global y el encuentro de la Iglesia con todas las naciones y culturas a lo ancho del mundo, posible gracias a los modernos medios de ->comunicación social, el proceso de transformación y un¡formación de la civilización mundial, la nueva imagen del mundo que ofrecen la ciencia y la investigación, y finalmente la -> secularización interna del hombre y la creciente falta de fe, sitúan hoy a la Iglesia ante nuevas empresas. La exigencia del momento presente no es la identificación con lo ya existente y la fijación en ello, sino la apertura al futuro. Pero es evidente que excluimos todo progresismo que no tenga la mirada continuamente puesta en lo esencial. También hoy, la conservación de la «tradición apostólica» constituye para la Iglesia un problema de ser o no ser.

 

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August Franzen