HOMBRE
SaMun

 

I. Concepto filosófico de hombre

1. Definición como problema

La definición más conocida de h. es la de animal rationale, que se remonta a la antigüedad y probablemente al peripato. Según Jámblico (De vira Pythagorica 31; cf. ARISTÓTELES V 15lla), se hallaría también en Aristóteles. Esta definición fue aceptada por la escolástica (BoEcIo, Isagog. Porphyrii Comm. ed. prima 120: PL 64, 35 C; ANSELMO DE CANTERBURY, Monologion, cap. 10; De grammatico, cap. 8; ToMÁs DE AQUINO, ST II-II q. 34 a. 5; S. c. G. II 95, III 39; De pot. VIII 4 ob. 5). Repercute hasta la edad moderna y todavía Kant discute esta definición (Die Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernun f t, 1793, AkademieAusgabe 6, 26ss). En los libros de texto de la neoscolástica esta definición pasa por tan clásica como evidente.

La filosofía de los siglos xix y xx ha desarrollado nuevos puntos de vista y nuevos aspectos antropológicos, que no contradicen enteramente a la definición mencionada, pero tampoco pueden deducirse de ésta, y hacen ver así lo unilateral de la definición del hombre como animal racional. En dependencia de Hegel y a la vez en polémica contra él, Karl Marx desarrolló nuevos aspectos de una imagen filosófica del hombre en los conceptos de trabajo y enajenación, viendo al h. como ser social e histórico. Para Dilthey la historia es también factor determinante de la vida humana; las categorías de la filosofía hasta entonces vigentes le parecían unilateralmente cosmológicas. Kierkegaard entiende al h. como existencia y como individuo. En cuanto existencia el h. es una relación, que remite al que ha establecido esta relación, a Dios. Nietzsche definió al h. como voluntad de poder, lo cual no debe entenderse en forma de un psicologismo unilateral, sino como aspiración al superhombre. Heidegger designa la unidad del ser de hombre como existencia (Dasein), pero distingue este término de la antigua existencia, que para él significa únicamente un estar presente. Jaspers ve al h. en la tensión entre existencia y razón, y funda la pregunta kantiana sobre cómo y por qué la razón haya de ser práctica por el concepto kierkegaardiano de existencia. La filosofía moderna, en contraste con el dualismo de Descartes, ve al h. como unidad y resalta particularmente la historicidad y la capacidad de lenguaje. Se trata aquí de una evolución que fue preparada por Vico y Rousseau, se abrió paso en Herder y determinó luego en la polémica con el idealismo alemán la filosofía de los siglos xIx y xx.

Los reparos contra la definición del h. como animal racional pueden reducirse a las siguientes objeciones. En ella no se expresa suficientemente la estructura verbal e histórica del hombre. Además, esta definición puede entenderse fácilmente, aunque no necesariamente, en sentido dualista. Finalmente, a los hombres de hoy nos resulta en absoluto problemático que pueda expresarse en una definición adecuada lo que «es» el hombre.

2. Mirada histórica

La cuestión sobre la naturaleza del h. va unida con el problema de la unidad y diferencia del ser humano. La cuestión, que se plantea ya desde la antigüedad, ha pasado hasta hoy por los más distintos ensayos de solución. Para Platón el alma es el verdadero hombre. No hay una verdadera y esencial unión de cuerpo y alma. Platón (Rep. 441 E; Tim. 77 B) distingue tres partes del alma: la racional (aoyia rcxóv ), la irascible (Ouµoee8ás) y la concupiscible (órrs€uI,-n-nx6v). Después de la muerte el alma espiritual sobrevive liberada del cuerpo. Es de notar que en Platón no está clara la relación entre el «alma universal» y el «alma humana». Desde Platón, la concepción del alma como substancia espiritual penetró en la filosofía occidental. Aristóteles definió el alma como primera entelequia de un cuerpo orgánico y físico (De an. D 1, 412 b 4). El alma es principio formal orgánico. En el hombre existe además el voús, que hace posible el conocimiento superior. Ya los comentadores de Aristóteles opinaban de modo vario sobre si el voúS es individual o supraindividual.

Como el -> «alma» en sentido bíblico muchas veces fue interpretada platónicamente por los padres de la Iglesia, tanto en la patrística como en la primera escolástica se dio una estimación unilateral de lo anímico con menosprecio de lo corporal. Así, p. ej., para Agustín el hombre constituye una unidad, pero esta unidad queda sin una explicación ontológica (De moribus Ecclesiae i 4, 6: PL 32, 1313; 1 27, 52: PL 32, 1332; In Ioannis ev. xix 1, 15: PL 35, 1553; Conf. x 20, 29). Todavía Hugo de san Víctor interpreta la personalidad del h. partiendo únicamente del alma (De sacramentis Ecclesiae i 2; 1 6). Tomás de Aquino encuentra una nueva solución, traslada la definición del alma como entelequia también al alma espiritual del h. y ve en ésta la única forma del ser humano. De esa manera el h. ya no consta de cuerpo y alma, sino de materia, que es interpretada como una realidad potencial, y de alma espiritual. La corporalidad del h. está ya informada en cada caso por el alma (ST i q. 76 a. 1). Otras tendencias de la escolástica rechazaron esta doctrina, pues parecía poner en peligro la inmortalidad del alma. En contraste con Tomás de Aquino, Duns Escoto defiende una pluralidad de formas, para explicar así la diferenciación del ser humano (Op. Ox. iv d. 11 q. 3 n. 46). La visión moderna del h. creador está ya preparada por la doctrina sobre la mens en Nicolás de Cusa. Descartes ve al h. como cogito y llega a un dualismo radical entre res cogitans y res extensa. La unidad del hombre sólo puede entenderse apoyándose a un Dios concebido filosóficamente, idea que prosigue en el ocasionalismo de Malebranche y es adoptada de nuevo en la armonía preestablecida de Leibniz. Pascal, por lo contrario, lleva a cabo un análisis del ser humano en que resalta intensamente las antítesis y tensiones internas. La importancia de Pascal no pudo ponderarse hasta que, con Rousseau, Herder, Dilthey y Kierkegaard, se inicio un nuevo pensamiento que interpretó al h. como unidad histórica.

Kant distinguió con precisión entre el conocimiento pragmático del h. y el conocimiento fisiológico. Este último tiene por objeto lo que la naturaleza hace del hombre; y el primero se refiere a lo que el h., como ser que obra libremente, hace - o puede y debe hacer- de sí mismo (Anthropologie in pragmatischer Hinsicht, 1798, prólogo, Akademie-Ausg. 7, 119). Con ello se le señaló a la antropología filosófica del siglo xix el camino para interpretar al hombre como ser que entiende el sentido y se configura a sí mismo. Mientras Kant influyó de este modo por la Crítica de la razón práctica en la época siguiente, Herder determinó particularmente la imagen filosófica del h. hasta la actualidad por sus Ideen zur Geschichte der Philosophie der Menschheit y por su obra Uber den Ursprung der Sprache. El animal vive con su instinto en un medio reducido, el h. en cambio es libre, la disposición de su naturaleza es la circunspección. El idealismo alemán discutió la cuestión sobre el h. dentro de un más desarrollado planteamiento transcendental del problema (Fichte) o de una dialéctica del espíritu absoluto (Hegel). Con la crítica de Feuerbach, Marx, Kierkegaard y Nietzsche, se inicia un pensamiento filosófico que sitúa al hombre en el centro. Feuerbach separa sin duda al h. del animal, pero explica la libertad y la cultura por la sensibilidad del hombre. Para Feuerbach la filosofía es antropología. Marx, por lo contrario, que empezó siguiendo a Feuerbach, se apartó luego de él en su dialéctica históricosocial y con el postulado de que la filosofía debe ser práctica. M. Scheler (1874-1928) pasa por fundador de la antropología moderna. Scheler llega desde la fenomenología a una imagen cristiana y agustiniana del h., que, sin embargo, abandona luego para desarrollar una interpretación antropológica intramundana. Característica de esta interpretación es su obra aparecida en 1927: El puesto del hombre en el cosmos. El h. no está simplemente entregado a impulsos e instintos, sino que puede también decir «no». Scheler reconoce el espíritu como principio de esta capacidad de negación. Cierto que el espíritu recibe todo su poder del impulso vital, pero no puede reducirse a impulsos e instintos. El hombre como persona es un centro de acción y así está a salvo de la vinculación al medio ambiente. Volviendo a aspectos biológicos y psicológicos, pero dependiendo también de la visión espiritual, cultural y científica del siglo xix, H. Plessner ha trazado una imagen del h. en que indaga la unidad de la vida humana partiendo de la conducta. También para A. Gehlen, el hombre es una totalidad y le conviene un puesto aparte en la naturaleza. En condiciones naturales, el h. es un ser deficiente. Pero esa deficiencia está compensada por su capacidad de acción. Esta capacidad de acción, lo mismo que la libertad de decisión, es fundamentada en Gehlen a partir de lo vital, por lo que él se distingue fuertemente de Scheler. Partiendo de la etnología, C. Lévy-Strauss ha esbozado una antropología estructural propia sobre una base positivista. Remitimos finalmente a las respuestas que a la cuestión sobre el h. han dado el marxismo, la filosofía existencial, Sartre, Camus y Teilhard de Chardin.

3. Peculiaridad del ser humano

La diferencia en las tendencias de la antropología filosófica actual no debe valorarse sólo negativamente, aunque algunos enfoques y puntos de partida sean muy unilaterales. Esto puede decirse particularmente cuando la cuestión sobre el h. es abordada únicamente partiendo de ciencias determinadas y de sus métodos (p. ej., biología, sociología, psicología empírica, logística). Frente a todas las síntesis esquemáticas y a los puntos unilaterales de partida, parece decisivo mostrar ciertos aspectos del ser humano y poner de relieve su importancia.

Toda interpretación del ser humano se lleva a cabo por el ->lenguaje. El h. acomete esta empresa no como una conciencia desprendida del mundo, sino como un estar en el mundo. Así se ve la totalidad de la corporeidad; el h. representa un punto culminante de una larga evolución que ahora pasa por él y arranca de él. De donde se sigue que una consideración histórica, lo mismo que el problema existencial hermenéutico, están necesariamente implicados en la cuestión sobre lo que es el h. El h. remite más allá de sí mismo y de la eventual situación y, como ser en el mundo, es sin embargo ser para la muerte. El ser humano se realiza como mismidad y hacia la mismidad. Partiendo de ahí puede demostrarse que una consideración puramente biológica es insuficiente. El análisis de la psicología profunda, las exposiciones de la psicología empírica y la consideración ética están orientadas a un centro de acción, que podemos designar como -> persona. Sin embargo, precisamente el concepto de persona es discutido en su significación por la actual antropología filosófica y debe enlazarse con la totalidad del ser humano. Esta totalidad, como realización de la existencia, constituye una unidad cerrada, que en cuanto tal no es comunicable, y está a la vez caracterizada por una primigenia espontaneidad vital, que separa al h. del resto de los vivientes. Libertad y vinculación no son solamente, ni un postulado, ni atributos externos del h. sino que representan determinaciones internas del ser humano, el cual realiza por la historia y el lenguaje. La referencia al tú y a la sociedad va aneja al ser del h. El h. se experimenta originariamente a sí mismo en su apertura al mundo y en su comunicación con el prójimo, pero, a la vez también en su diferencia frente al otro. En la apertura al prójimo y al mundo radica a la vez la apertura para algo superior. La cuestión sobre la manera en que el hombre realiza esta referencia como religión, es un problema que pertenece a la antropología filosófica y apunta simultáneamente más allá de la misma.

BIBLIOGRAFIA: Cf./ antropología,/ evolución, / existencia, / espíritu, / cuerpo, / persona. - M. Scheler, Vom Ewigen im Menschen (B 1921); H. Plessner, Die Stufen des Organischen und der Mensch (1928, B 21965); N. Hartmann, Das Problem des geistigen Seins (B 1933); A. Carrel, La incógnita del hombre (Iberia Ba 1936); E. Rothacker, Die Schichten der Persönlichkeit (1938, Bo 71966); W. Sombart, Vom Menschen. Versuch einer geisteswissenschaftlichen Anthropologie (1938, B 21956); Ph. Lersch, La estructura de la personalidad (Scientia Ba 1965); A. Gehlen, Der Mensch (1940, B 71962); H. Plessner, La risa y el llanto (R de Occ Ma 1960); A. Portmann, Biologische Fragmente zu einer Lehre vom Menschen (1944, Bas 21951); M. Buber, ¿Qué es el hombre? (F de CE Méx); G. Marcel, Homo viator, Métaphysique de l'espérance (P 1904); A Portmann, Vom Ursprung des Menschen. Ein Querschnitt durch die Forschungsergebnisse (1949, Bas 51965); E. Rothacker, Mensch und Geschichte. Studien zur Anthropologie und Wissenschaftsgeschichte (Bo 21950); J. Ortega y Gasset, Pasado y porvenir para el hombre actual (R de Occ Ma); H. Lipps, Die Wirklichkeit des Menschen (F 1954); G. Marcel, El hombre problemático (1959); E. Przywara, Mensch. Typologische Anthropologie (Nil 1958); A. Gehlen, Ur-Mensch und Spätkultur. Philosophische Ergebnisse und Aussagen (1956, F 21964); P. Teilhard de Chardin, El fenómeno humano (Taures Ma 1963); M. Landmann (dir.), De homine (Fr - Mn 1962); J. Ortega Gasset, El hombre y la gente, 2 vols. (R de Occ Ma3); R. Guardini, Sorge um den Menchen (Wü 1962); J. Ortega y Gasset, La rebelión de las masas (R de Occ Ma37 frec.); H. Binder, Die menschliche Person. Eine Einführung in die medizinische Antropologic (Berna St 1964); E. Rothacker, Philosophische Anthropologie (Bo 1964); A. Vetter, Personale Anthropologie. Aufriss der humanen Struktur (Fr-Mn 1966); C. Lévy-Strauss, Anthropologie structurale (P 1958); J. Möller, Zum Thema Menschsein (Mz 1967); H. Mynarek, Der Mensch. Sinnziel der Weltentwicklung (Pa 1967); B. R. Raffo, El estoicismo y su teoría del hombre: Sap. 11 (1956) 292 ss; L. Martínez Gómez, El hombre «mensura rerum» en Nicolás de Cusa: Pens 21 (1965) 41-64; J. Riezu, El hombre como realidad social: Est Fil 14 (1965) 549-563; A. Muñoz Alonso, El hombre y lo humano en el siglo XX: Crisis 15 (1968) 5-36.

Joseph Möller

 

II. Imagen del hombre en la Escritura

1. Según la tradición (preferentemente la sacerdotal) del Antiguo Testamento, el h. fue creado por Dios: Gén 1, 27; 5, is; 6, 7; Dt 4, 32. Por esta afirmación, que atraviesa todas las Escrituras veterotestamentarias, se resalta la dependencia del h. respecto de Dios; porque el h. es parte de la creación, fue tomado de la tierra (Gén 2, 7) y está sometido, como todo lo creado, a la caducidad. El AT conoce diversos conceptos para definir al h. por su autonomía y su dependencia, por su vitalidad y su condición mortal. El h. es sobre todo «carne». Esta caracterización, que se aplica tanto a los animales (104 veces) como al h. (169 veces), es la expresión preferida para denominar a las criaturas por su propiedad típica. «Carne» puede designar la piel (Sal 102, 6), la substancia material (Gén 41, 2ss) y el cuerpo del h. (Lev 13, 2ss; Sal 63, 2); y puede sobre todo designar al hombre entero (cf. la expresión frecuente «toda carne»). Estos enunciados contienen siempre el momento del carácter creado: Gén 6, 3; Jer 17, 5; Sal 41, 6; 56, 5; 78, 39; Job 10, 4; Dan 2, 11. Ahora bien, lo creado implica dependencia del creador o caducidad y mortalidad: Is 31, 3. Es decir, el h. definido como «carne» necesita de la «virtud de Dios» para no ser sólo «carne». Sin el espíritu de Dios (Gén 2, 7), que como fuerza vital (rúab:. Gén 6, 17) vivifica al h. y lo mantiene vivo, el h. es sólo polvo: es impotente y está muerto, carece de vida y de vitalidad. Al comunicar Yahveh a la figura de barro (Gén 3, 19bc) su fuerza conservadora de la vida, el h. se hace ser viviente (nefei). Básrir y nefef, «carne» y «fuerza vital» son nociones que frecuentemente significan lo mismo y son intercambiables (Sal 63, 2; 78, 50; 88, 4s; Job 13, 14), pues expresan distintos aspectos de la misma realidad. El h. es «carne» preferentemente según su lado caduco y mortal, y es nefef sobre todo bajo su aspecto vivo y activo. Lo decisivo está en que la mentalidad hebrea no conoce una postura pesimista frente al hombre. Aun en la época del destierro y en el tiempo posterior, en que el contacto y encuentro con otras culturas no dejó de influir sobre la idea judía del h., Israel mantuvo su con= cepción optimista de la naturaleza humana. Cierto que en todas las Escrituras nos sale al paso la afirmación de que el h. como «carne» es impotente y mortal; pero esto se dice del h. entero, aun cuando se habla de la «fuerza vital» y del «espíritu» del hombre. Una mentalidad pesimista y éticamente negativa era imposible para el israelita, porque si es cierto que sabía de la dependencia de la criatura respecto del creador, no reconocía en cambio un dualismo antropológico o metafísico, como lo defendía particularmente la filosofía griega y el helenismo tardío.

El h. del AT no está ante Dios como un ser autónomo e independiente, sino como criatura. Las Escrituras del AT conocen la tentación del hombre a desentenderse de Dios y configurar su existencia independientemente de él (cf. los llamamientos proféticos a la conversión). Pero la causa de la «apostasía» de Yahveh no es la «carne» mala, el cuerpo pecador y sensible, o sea, un elemento en el hombre que como principio malo arrastra a la perdición, sino el «corazón» humano, es decir, según la mentalidad judía, el núcleo más interno, el centro esencial del h., del que salen las malas inclinaciones y deseos, que se dirigen contra el orden de Dios: Gén 6, 5; 8, 21; Éx 4, 21; 7, 13; Is 29, 13; Jer 4, 4; 9, 25 (cf. la distinción rabínica entre «la buena y la mala inclinación»). Lo que determina la imagen veterotestamentaria del h. no es el dualismo antropológico de cuerpo y alma (como en la filosofía griega), ni el dualismo metafísico de espíritu y materia (como en. los diversos sistemas gnósticos), sino laa relación del h. creado con el creador. El pecado es, por ende, una falta contra la disposición divina, por la que se dirige la historia del pueblo en este mundo: Os 2, 10ss; 4, 1; 9, 17; Is 5, 18ss; 6, 9s. Pues, en realidad, este mundo es el lugar en que se realiza el destino del h. según la visión veterotestamentaria. La conciencia de que el h. debe vivir su vida en este mundo con éxito, con virtud y prosperidad, y sobre todo con el don preeminente de una larga edad, domina la idea que el israelita se forma de la existencia. La necesidad de morir es destino irremediable (Gén 2, 17; Eclo 8, 2), y el h. del AT no conoce una pervivencia después de la muerte (sólo en el judaísmo de la época apocalíptica se encuentran huellas de la esperanza de una salvación y vida futura: Ez 37, 1-14; Dan 12, 2; cf. ->resurrección de la carne i), de modo que la muerte temprana es castigo de una conducta desordenada y culpable: Gén 47, 9; Dt 24, 16; Sal 102, 24s; Jer 17, 11. Y, viceversa, las palabras: «No temas, no morirás» (Jue 6, 23; 2 Sam 12, 13), contienen una de las más importantes promesas de salvación: cf. Ez 18, 23.32; 33, 11; porque esta vida (terrena) es el supremo bien apetecible (Prov 3, 16) y «todo lo que el h. posee le ha sido dado para su vida»: Job 2, 4. A pesar de la advertencia del profeta de no disipar insensatamente la vida (Is 22, 13), el fin principal sigue siendo alcanzar una larga edad, hartarse de días y bienes terrenos (Eclo 8, 19), y salir en paz de este mundo para juntarse con sus padres después de un largo y feliz atardecer de la vida. Así se dice de Abraham, a quien Yahveh había prometido una larga vida (Gén 15, 15), que murió «en buena vejez y lleno de días» (Gén 25, 8); también Jacob se juntó con sus padres «viejo y consumido por la vida»: Gén 35, 29. En tono muy diferente del ansia de morir de Job, marcado por la desesperación de la vida, resuena para Israel en su totalidad el típico optimismo del amigo Elifaz: «Bajarás al sepulcro en madurez, como a su tiempo se recogen las haces»: Job 5, 26; pero también Job murió «anciano y colmado de días»: Job 42, 17; cf. además Sal 91, 16. La larga vida como recompensa es tema que aparece también como un estribillo deuteronómico: Dt 5, 16; 16, 20; 30, 19, e igualmente los profetas prometen larga vida al que busca a Yahveh y aspira al bien y no al mal: Am 5, 4.6.14; cf. 18, 23.31s; 33, 11; Hab 2, 4.

En conclusión, la concepción del AT sobre el h. tiene un sentido terreno, en cuanto él pertenece enteramente y sin división a este mundo, donde debe buscar y encontrar la plenitud de su existencia, pero de una existencia que es conservada por la fuerza de Dios y está ordenada por la disposición divina.

2. El Nuevo Testamento. Las palabras y los discursos de Jesús sobre la naturaleza del h. son raros en los Evangelios sinópticos. Jesús habla en los conceptos, representaciones e imágenes del judaísmo apocalíptico de su tiempo. El llamamiento a la conversión Mc 1, 15; Mt 4, 17; 11, 20) se dirige a todos los hombres, y muestra que todo h. tiene necesidad de conversión y penitencia; porque los hombres son malos (Mt 7, 11 = Lc 11, 13), son una generación mala y adúltera (Mc 8, 38; 9, 19, etc.). Particularmente Mateo introdujo y resaltó en su Evangelio este juicio de Jesús; por eso, de acuerdo con la petición del padrenuestro, inserta de modos varios en su Evangelio la súplica de que Dios perdone a los hombres sus deudas y se compadezca de ellos. Sobre este fondo se comprende que el contenido más importante de la predicación de Jesús y de los discípulos es el tema de la misericordia de Dios para todos aquellos que necesitan misericordia. Esta misericordia que mostró Jesús respecto de los expulsados del culto y de la religión (así particularmente Mt) y respecto de los socialmente humildes y esclavizados (así particularmente Lc), es exigida también a los discípulos. Pues la misericordia está por encima del culto y de la obediencia a la torá (Mt 9, 13; 12, 7), ya que «toda la ley y los profetas» penden de los dos mandamientos: el amor a Dios y al prójimo (Mt 22, 40). La polémica de Jesús contra los guías responsables del pueblo y la polémica de la primera comunidad cristiana contra los escribas y fariseos (cf. los discursos y diálogos polémicos en los Sinópticos) subrayan la necesidad de revisar la inteligencia de la torá, que determina la relación de Dios con los hombres. El h., que teóricamente está obligado a cumplir la ley, después de la predicación de Jesús se siente preferentemente obligado a la misericordia y al amor. Pero en el mensaje mesiánico es decisivo que el h. debe desprenderse de este mundo (Mc 8, 36); porque la existencia terrena del h. no es ya, como en el AT, lo decisivo y definitivo, sino que es sólo transitoria, constituye el tránsito a una nueva vida: Mc 8, 36; 9, 43.45; 10, 17. 30. Así se explica que la exigencia de la metanoia, de la penitencia, del desprendimiento de las cosas de este mundo ocupe el lugar más importante en la primera predicación cristiana: Mc 9, 43.45.47; 10, 30; Lc 12, 13-21.

Aun cuando terminológica y psicológicamente (cf. Mc 7, 20-23) se mantiene la idea veterotestamentaria del h., la cual no es sometida a nueva reflexión, sin embargo, en la promesa escatológica de la salvación aparece el factor propiamente «cristiano» de la primitiva predicación, que la distingue radical y definitivamente del AT y del judaísmo. Por más que las imágenes se tomen en gran parte de la -> apocalíptica judía, lo propiamente nuevo de los -> sinópticos es el desprendimiento del mundo por amor al ->reino de Dios, que en la predicación de Jesús se anuncia a los hombres como el único bien decisivo (Mt 6, 33).

Pablo sigue un camino independiente de estos enunciados. Terminológica y teóricamente, también él sigue la idea de h. del AT y del judaísmo; pero, objetivamente, Pablo ha buscado una nueva inteligencia del h. (cf. Rom 7). Decisiva para su juicio acerca del h. es su predicación sobre la muerte y resurrección de Jesús, que apareció en el mundo en la forma de carne pecadora para vencer al pecado (Rom 8, 3). Por la comunicación del Espíritu (Rom 8, 4) se quebranta en el h, el poder del pecado, de suerte que ya no camine «según la carne» (Rom 8, 9s; 1 Cor 3, 1ss; Gál 3, 3 et passim), sino «en el Espíritu». Por la fe en Cristo y por la virtud del Espíritu son destruidas las potencias del mal: el pecado, la ley y la muerte. Pero era sobre todo la -> ley la que esclavizaba al h., lo sometía al poder del pecado y lo entregaba a la tiranía de la muerte. Toda tentativa del h. de hallar redención en virtud de sus propias obras y por la más estricta observancia de la ley, ponía de manifiesto al pecado según su más íntima naturaleza: el pecado es un poder que esclaviza a todo h. sin excepción. Para Pablo, que está lleno de entusiasmo por la posesión del Espíritu y por la segura expectación de Cristo y, consecuentemente, por el fin inmediato de este eón, queda liquidado el mundo presente, este eón, la sabiduría de este mundo, el gloriarse según la carne; sólo lo venidero es importante. Cierto que también el h. redimido y lleno del Espíritu vive todavía en la «carne» (Gál 2, 20; 2 Cor 10, 3), pero esta vida no es la verdadera vida, porque sólo el existir en el pneuma tiene importancia para la salvación eterna. Pero el pneuma - así exhorta Pablo - debe producir ya ahora frutos en el hombre: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y continencia: Gál 5, 22s (cf. también teología de -> Pablo).

Las cartas pastorales enjuician al h. bajo un aspecto totalmente nuevo y distinto de la perspectiva paulina. Éstas lo miran en su pertenencia a una Iglesia que no está ya henchida de la conciencia de la expectación próxima, sino que se ha hecho «sobria» por la tardanza en la parusía del Señor y se ha establecido en el mundo. La imagen del h. está más fuertemente caracterizada por motivos «pastorales», es decir, por motivos comunitarios, como la conducta, la disciplina eclesiástica y la jerarquía de los ministerios. El h. debe distinguirse por su conducta ejemplar, necesita de una sana doctrina, debe practicar buenas obras, para que en la comunidad pueda mantenerse un orden duradero.

El Evangelio de Juan, que debe situarse cronológicamente en una fecha tardía resalta enérgicamente la conexión entre el h. y el mundo (x66µoS). El cosmos de Juan es radicalmente malo en cuanto está dominado por las tinieblas (8, 12; 12, 35.46; cf. 1 Jn 1, 5s; 2, 8s.11), porque el príncipe de este mundo (12, 31; 14, 30; 16, 11) ha sometido el cosmos a su poder. Ahora bien, cuando el h. no sólo vive en este cosmos (13, 1; 17, 11; cf. 1 Jn 4, 17), sino que se hace él mismo parte del cosmos (3, 31; 8, 23; 15, 19; 17, 14ss; 18, 36; cf. 1 Jn 2, 16; 4, 5s), está en enemistad con Dios, porque no ha recibido al revelador enviado por el Padre y en consecuencia no procede «de la verdad» (18, 37; cf. 1 Jn 2, 13; 3, 29) o «de Dios»: 7, 17; 8, 47; 1 Jn 3, 10. Si el h. no conoce la hora del juicio como hora de la decisión, se hace enemigo de Dios, como «los judíos», que, a base de una generalización tipológica, en el cuarto Evangelio son simplemente los enemigos de Jesús. Así, el juicio universal que se espera, en parte pierde en Juan su carácter futuro, porque se hace ya actual como hora de la decisión por la fe (o contra la fe) en el momento presente de cada individuo.

Los enunciados neotestamentarios sobre el h., por razón de su enlace con los escritos del AT y del judaísmo, constituyen una unidad relativa, en cuanto se los enjuicia «antropológica» o «psicológicamente». Pero este enjuiciamiento carece de importancia frente al aspecto teológico y sobre todo cristológico bajo el que se mira la imagen del h. Pero aquí aparecen diferencias considerables en los distintos escritores neotestamentarios, condicionadas por el hecho de que entraron en acción no sólo distintos «teólogos», sino también comunidades de diversa orientación teológica en el empeño de responder a la única pregunta importante de la salvación o perdición. Sobre todo este tema cf. también -> antropología ii (antropología bíblica).

BIBLIOGRAFIA: Cf. bibl. Jt antropología IL - W. Gutbrod, Die paulinische Anthropologie (St 1934); A. de Bondt, Wat leert het Oude Testament aangaande het leven na dit leven? (Kampen 1938); W. Eichrodt, Das Menschverständnis des AT (Z 1947); W. G. Kümmel, Man in the New Testament (Z 1948, Lo 21963); J. A. T. Robinson, The Body. A Study in Pauline Theology (Lo 41957); J. Scharbert, Fleisch, Geist und Seele im Pentateuch (St 1966); H. Conzelmann, Theologie des NT (Mn 1967); D. Lys, La Chair dans 1'Ancien Testament/Bäsär (P 1967); A. Sand, Der Begriff «Fleisch» in den paulinischen Hauptbriefen (Rb 1967).

Alexander Sand

 

III. Concepción teológica del hombre

1. Declaraciones del magisterio

a) El h. es criatura de Dios. 1º. Esta proposición se enuncia de ordinario (explícita o implícitamente) en relación con la tesis de la creación del mundo en general (cf. también panteísmo), y a veces en ella se pone de relieve que el hombre es en cierto sentido el centro de la creación material y espiritual (aquí se piensa en los -> ángeles) y que aun en su corporeidad pertenece a la creación buena (Dz 236s 242 421s 425 428 706 1783 1801 1802 1805 2123). Con ello el h. comparte también la tarea y el fin de la creación en general (Dz 1783 2270) y está sometido a la providencia y a la ley de Dios, y no a un hado impersonal (Dz 1784 239s 607).

2° Esta condición de criatura ha de afirmarse del alma y del cuerpo del h. (y ello respecto del primer h.), sin que por eso se excluya un evolucionismo (->evolución ii) con relación al cuerpo del primer h. (Dz 2327; por el contrario, apenas se habla explícitamente sobre la creación del cuerpo de los hombres posteriores). En cambio, se resalta la creación de cada alma particular (Dz 170 527 2327), que no es «engendrada» por los padres (Dz 170 533 1910ss). El -» monogenismo está desde luego enseñado en la Humani generis (Dz 2327), pero pudiera tenerse hoy día por cuestión abierta.

b) El h. es un ser plural y, sin embargo, verdadera y esencialmente uno, en cuanto consta de «alma» y «cuerpo» (Dz 255 295 428 481 1783. 1914), pero constituye no obstante una unidad substancial, en que el alma es esencialmente y por sí misma forma corporis (Dz 255 480s 738 1655 1911s 1914). Se da por supuesto que la unidad de alma espiritual y cuerpo existe ya antes del nacimiento del h. (Dz 1185); pero no se señala el momento exacto en que la ontología está dirigida por un principio espiritual.

c) El alma del h. es definida como racional e intelectual (Dz 148 216 255 290 338 344 393 422 480 738), sin que se intente directamente describir con más precisión esta racionalidad (que a la postre queda plenamente afirmada, aunque de forma indirecta, por la doctrina sobre la posibilidad racional de conocer a Dios: Dz 1806). En cambio, se resalta y define que el principio espiritual en el hombre mismo es individual (Dz 738). Igualmente se define y enseña una y otra vez la libertad del h. espiritual (aun en su relación con Dios: Dz 129s 133ss 140 174 181 186 316s 322 348 776 793 797 1027s 1039 1065ss 1093ss 1291 1360s 1912 1914). El «alma» del h. es «inmortal» (Dz 738; -> inmortalidad, ->resurrección de la carne).

d) Se pone de relieve el carácter social del h. (Dz 1856 2270), que es un presupuesto del pecado original y de la redención de todos por Cristo (-> reino de Dios).

e) Una mirada general a la antropología eclesiástica de hoy (incluso en lo relativo a la esfera de lo «natural») la ofrece el concilio Vaticano ii en Gaudium et spes cap. i n .o 12-22, donde, con alguna diferencia respecto de anteriores declaraciones doctrinales, el h. es caracterizado más claramente como «persona», como «imagen del Dios» en la unidad de ser natural y destino por la gracia y en la radical problematicídad de su existencia, que sólo halla su respuesta última en el misterio pascual de Cristo. El carácter social del h. se explica ampliamente en el capítulo ii de la misma constitución (n° 23-32). Su situación existencial hoy día está esbozada en la introducción (n° 4-10).

f) Este h., desde el estado primitivo (Dz 788), ha sido llamado libremente por Dios a la -> revelación y a la -> gracia para entrar en comunicación sobrenatural con él (comunicación de -> Dios mismo; Dz 10011007 1021 1671 1786), llamamiento que no ha sido anulado ni siquiera por la situación del -> pecado original (y sus consecuencias: Dz 174 788s 793 1643ss), sino que permanece por razón de -4 Jesucristo (-> redención), y en él se ha hecho escatológicamente definitivo. Este llamamiento es la entelequia más íntima de la historia de la salvación eterna y se consuma en la visión de Dios.

2. Exposición sistemática

a) Reflexiones previas

Para hacer afirmaciones realmente teológicas sobre qué y quién es el h., además de los principios generales de la teología y de la hermenéutica de enunciados teológicos habrá que tener en cuenta lo siguiente como punto de partida:

1º. No sería metodológicamente recomendable dar simplemente por supuesta la (de suyo legítima) distinción entre -> naturaleza y gracia, entre orden natural y orden sobrenatural, y hablar consiguientemente, en una antropología «regionalmente» dividida, primero del cuerpo y del origen corporal del h., del espíritu («alma» inmortal) del h., de su «creación», de la unidad de ambas realidades (entendidas como su «naturaleza»), y sólo después tratar de su llamamiento sobrenatural a participar por la gracia en la vida de Dios. En ese caso resulta inevitable tratar también del estado primitivo en una -> protología (paraíso), para superar así una consideración «esencial» del h. con miras a una antropología existencial y a la historia del h. Mejor es partir de la unidad concreta.del h. (individual y colectivamente: el h. en sí uno ante el Dios que se revela a sí mismo a la única humanidad y a su única historia), en un enunciado que abarque la distinción entre naturaleza y destino sobrenatural, la fundamente desde sí misma y sólo así la haga comprensible.

2º. Como habrá de decirse todavía más exactamente, el h. es el ente que se tiene a sí mismo en sus propias manos por el conocimiento (conciencia de sí) y la -> libertad (y esto individual y colectivamente), y sólo así se hace propiamente lo que es, porque esta realización de sí mismo, que no se añade simplemente como algo externo a una substancia esencial estáticamente acabada, como en el cambio «accidental» de «cosas», no se da siempre de la misma manera, sino que acontece como historia temporal individual y colectivamente, y todavía no ha llegado a su término. Comoquiera, por tanto, que el hombre es (aunque en gradación distinta) su propia concepción de sí mismo y su obra, síguese que la -4 antropología (III) teológica sólo está completa cuando incluye en sí la historia de salvación (juntamente con la protología) y la escatología. Esto debe tenerse siempre presente como reserva cuando se propone una abstracta antropología teológica esencialista, que o bien es un residuo formal de la antropología general, o bien sólo propone lo que puede ya conocerse por las más modestas experiencias del hombre partiendo de sí solo. Si, pues, en la historia que todavía está aconteciendo entre temor y esperanza, el h. «crea» su naturaleza concreta, ello no quiere naturalmente decir que no se haya puesto a esta historia de la libertad un comienzo y un término que están dados previamente como disposición de Dios. Naturalmente, también se puede llamar con buenas razones «naturaleza invariable» del h. a este horizonte previamente dado de la historia hecha por él. Mas ha de verse con claridad el gran peligro que existe en pensar sobre el h. con un esquema de representación que es adecuado a las «cosas», pero no al hombre mismo, pues aquéllas nunca quedan afectadas verdadera y definitivamente en su «esencia» por su propio «obrar».

3º. El conocimiento del h. acerca de sí mismo, el cual, dada la unidad del h., tiende a la unidad cognoscitiva, está siempre condicionado por una pluralidad de experiencias, que no pueden sintetizarse adecuadamente por obra del h. mismo (-> filosofía y teología), sobre todo porque esta experiencia plural no está todavía concluida. Por eso toda antropología teológica también está siempre bajo la reserva de que sus tesis, por verdaderas que puedan ser (y son efectivamente en su última substancia «definida»), deben siempre volverse a pensar a fondo y entenderse mejor partiendo de lo que la ulterior experiencia histórica (incluso de las ciencias antropológicas profanas como factor de la historia humana) enseña acerca del h. Así no es tampoco de maravillar que de hecho la antropología eclesiástica en su historia haya estado (sin perjuicio de su «substancia» última) en gran dependencia de la antropología profana, y que no raras veces ella ofrezca una justificación, aparentemente teológica, de la autoconcepción profana del hombre.

4º. La teología (en sentido estricto) y la antropología se condicionan recíprocamente. Sólo se ha logrado una antropología teológica cuando se dice que el h. es el ente que tiene que ver con Dios; y lo que se entiende por «Dios» sólo puede decirse remitiendo a una experiencia (de la -> transcendencia, o como quiera llamarse), dentro de la cual aparece como su «hacia donde» lo que llamamos Dios. Consecuentemente, toda proposición antropológica sólo es teológica cuando contiene explícita o implícitamente una referencia a Dios y no se entiende únicamente como enunciado regional objetivo sobre algo que hay en el hombre. Todo enunciado teológico sobre el h. está siempre en aquel punto indefinible en que, por una parte, el h. desaparece ante sí mismo dentro del misterio de Dios y, por otra parte, deben decirse del h. muchas cosas exactas para que él no fije y petrifique las determinaciones concretas experimentadas (de las restantes antropologías), de tal manera que no se sustraiga del misterio de Dios en esas determinaciones.

b) El punto fundamental de partida

1º. El hombre es el ente que está referido a Dios, y debe ser entendido partiendo de Dios y con referencia a Dios. Esta proposición no puede ser entendida como proposición «regional», que predica sobre el h. algo junto a lo cual hay muchos otras cosas. Si el h. no logra esta referencia o la rechaza libremente, claudica en la totalidad de su naturaleza, en aquello que lo distingue de una cosa inmanente. Según lo dicho antes (en 1 a 1°), esto puede también formularse diciendo que el h. es el ser referido al -> misterio absoluto. Lo cual significa que en el propio conocimiento y en la libertad él se experimenta a sí mismo necesariamente (porque ello es la condición de la posibilidad de toda acción efectiva que se le impone de conocimiento y de libertad) como situado siempre en lo que no se puede expresar y planificar, más allá de lo concretamente cognoscible (es decir, de lo claramente determinable por concretos datos elementales de experiencia), de lo manipulable y realizable. El h. experimenta que, partiendo de esta referencia, aprehende y hace lo determinable, y así se delimita como sujeto frente a la otra esfera experimentada. Esta referencia al misterio no es una ampliación accesoria de un espacio existencial intuido y manipulable (y creciente), sino el presupuesto y la condición de ese espacio, aunque no como tema explícito. En efecto, sólo así puede entenderse la distancia subjetivamente realizada en el obrar y reconocer entre objeto y sujeto. La aceptación de la referencia al misterio es la aceptación (realizada ya explícita ya implícitamente) de la existencia de Dios, como razón permanente de la apertura de la existencia humana, pues ni un determinado ente particular finito (como transcendido ya siempre), ni la «nada» (si no se mistifica la palabra, sino que se toma cabalmente en el sentido de nada) pueden fundar esta apertura (->Dios, A y C).

2° Esa referencia al misterio, que es el h., determina todas sus dimensiones históricas como sujeto. Efectivamente, en virtud de ella la constante relación del h. al pasado es la procedencia de un principio que no se pone a sí mismo, sino que está ordenado por el misterio mismo y se halla sustraída a toda disposición humana. Tal referencia hace del presente el momento de la libre -a decisión responsable sobre lo que debe hacerse en particular aquí y ahora (y con ello sobre el h. mismo); y finalmente confiere al futuro (proyectado y objeto de fe) un carácter siempre provisional y relativo (mero «estadio») con relación al misterio, como pregunta que el h. mismo no puede responder sobre la manera como ese misterio, en el que Dios se hace presente y se esconde, querrá comportarse libre y definitivamente con el h.

3° La fe cristiana confiesa que Dios no solamente llama y mueve la existencia del h. como el que está siempre meramente lejano, como el punto de refugio al que sólo se tiende siempre asintóticamente, sino que quiere ser él mismo «contenido» y futuro del h. al comunicársele personalmente. Así la fe cristiana convierte en tema explícito aquella concreción y aquel radicalismo último de la referencia humana al misterio que son experimentados por todo h. y en toda la historia de la humanidad (revelación como hechos universal y coexistente con toda la historia de la humanidad: historia de la -> salvación ii). En cuanto el h., por una parte, experimenta esta comunicación de Dios como un hecho libre con relación a él, como milagro del amor personal de Dios y, por otra parte, puede cerrarse culpablemente (como ser libre frente a su propia existencia) a dicha comunicación divina, tiene conocimiento de ésta como «gracia sobrenatural» y también de su propia realidad humana que permanece en cuanto «naturaleza» incluso en el «no» a la donación divina, o sea, distingue entre naturaleza y gracia.

4° El h. realiza en el mundo y en la historia esta naturaleza suya llamada por la comunicación de Dios. Sí la referencia al misterio es la condición de la posibilidad de una relación inmanente e histórica del sujeto así mismo como tal, a la inversa, esta referencia, en cuanto ha de realizarse libremente, se produce por mediación del mundo y de la historia. Este círculo es irrompible, el h. no sale nunca de él, pues sólo posee sus momentos particulares en la realización (siempre nueva) del «círculo» entero de su existencia. Existencia en el mundo y en la historia implica tiempo y espacio, corporeidad, historicidad, sociabilidad, sin que por eso todos estos «existenciales», en su forma concreta, hayan de deducirse del concepto abstracto de mundo e historia como mediación permanente de la relación con Dios. Precisamente en su facticidad concreta e indeductible son la mediación con Dios.

c) Las determinaciones particulares de la «naturaleza» humana

1º. El h. es -> «espíritu» (->alma). Esto significa que su realidad no puede describirse adecuadamente por conceptos y métodos de las ciencias naturales. Él es un sujeto, o sea, un «sistema», que como un todo está confrontado consigo mismo, y no puede, por tanto, ser pensado únicamente según el esquema de un computador compuesto de diversas partes, el cual, (a pesar de todos los «reguladores del sistema») no tiene la posibilidad de manipularse a sí mismo como un todo. El h. es conciencia de sí mismo, -> conocimiento, cuyo horizonte es teóricamente ilimitado, y -> libertad. Con esta definición del h. como espíritu no debe juntarse de antemano la idea de una «parte», que por de pronto sería lo incierto y problemático frente a una realidad «material» (científicamente determinable), aquello que, caso de darse, desenvolvería su esencia «en» el h. como materialidad concreta. La declaración del concilio de Vienne de que el alma es forma corporis, debe ser tomada en serio; el h. es en verdad «substancialmente» uno, y no una composición posterior de dos entes, de los cuales cada uno existiera y debiera pensarse inicialmente por sí mismo. Todas las determinaciones del h., sin perjuicio de su diversidad real, deben pensarse siempre y de antemano como determinaciones del h. uno. Cada una de ellas sólo puede comprenderse adecuadamente en este todo, o sea, cuando está envuelta en un enunciado que abarca al h. entero. Consecuentemente, en el devenir del h. filogenética y ontogenéticamente como espíritu ha de verse un acto creador de Dios (-a evolución ir y ->hominización ii) en el sentido de que, la autotranscendencia de la realidad material (biológica) hacia una corporalidad espiritual y una espiritualidad corporal, está sostenida por el acto creador de Dios desde el fondo más íntimo de la realidad finita.

2º. El h., como sujeto espiritual, es «inmortal». Lo cual significa que el término de su historia en el tiempo y el espacio es un definitivo estado real de esa historia (-> muerte). También en esta tesis es peligroso referirla de antemano al «alma», pensada como ente per se, en lugar de concebirla como principio esencial metaempírico del hombre uno. La muerte es el término de la historia del hombre entero, pues así acaba efectivamente la historia de su libertad. Y la consumación real de esta historia del hombre uno se refiere (de manera peculiar en cada caso) lo mismo a lo que llamamos -4 «inmortalidad del alma» en sentido tradicional, que a lo llamado -> «resurrección» de la carne en el lenguaje bíblico y eclesiástico. Ambos conceptos miran, desde dos lados, al mismo estado definitivo del sujeto corpóreo de la libertad que debe consumarse históricamente. Pero ha de quedar aquí abierta la cuestión de si puede (o debe) pensarse (y de cómo y por qué puede o debe pensarse) una diferencia cronológica en el devenir de esta consumación única (o sea, una diferencia entre la consumación personal como tal y la consumación corpórea, en cuanto manifestación y dilatación del estado personal definitivo en la dimensión «mundana» de la existencia humana). Indudablemente será lícito decir, con cautela, sin caer en conflicto con el Lateranense v, que puede quedar abierta la cuestión (y esto no significa una solución negativa) sobre la inmortalidad de aquellas almas que no llegaron (y en cuanto no llegaron) nunca a una radical decisión personal. Porque, por una parte, no se podrá decir con certeza que haya tales «almas» que de ningún modo imaginable han llegado nunca a disponer personalmente de sí mismas (a ser mayores de edad). Y, por otra parte, todos los argumentos «racionales» en pro de la «inmortalidad del alma» parten siempre y necesariamente de un sujeto espiritual que asume una responsabilidad delante de Dios; y, consecuentemente, esos argumentos sólo con suma cautela pueden hacerse valer para meras substancias anímicas. Finalmente, hay que recordar también cómo por lo menos bajo el presupuesto (inseguro) de que el desarrollo del alma espiritual se produce ya en el momento de la concepción de una nueva vida (la concepción corriente es que el hombre se realiza a una edad avanzada), la inmensa mayoría de la humanidad alcanzaría una «eternidad» que no sería lo definitivo de la historia de la libertad. Pero esto es a su vez una hipótesis no menos difícil de verificar, tanto más, porque no puede decirse que una vida eterna alcanzada libremente sea menos gracia que otra que (ex supposito) alcanzara la consumación sin pasar por una historia de la libertad (-> limbo).

3 ° El h. es un ser libre: -> libertad, -> historia e historicidad, -> decisión.

4º. El h. es sujeto personal e individual, con una historia de la libertad singular e insustituible, y es un ser social que sólo puede desarrollar su historia en la unidad de una humanidad. No es nunca un «caso» numérico de una colectividad, y nunca es de tal manera «individuo», que pudiera realizar su naturaleza sin comunicación mutua con otros semejantes, sin «mundo circundante». Ambos aspectos se condicionan mutuamente. «Intercomunicación» y «realización» y posesión de sí mismo crecen teóricamente en la misma proporción, no en proporción inversa. La sociabilidad en su totalidad no es «subsidiaria» respecto del sujeto individual de la libertad en su condición singular, sino igualmente originaria y esencial para él. La sociabilidad del h. es a su vez pluridimensíonal: intercomunicación personal (-> comunidad) en el ->amor (->matrimonio, -> familia, etc.), comunicación en la misma verdad y en los valores y bienes comunes de la cultura, sociedad institucionalizada, interdependencia biológica y económica, etc. Sin embargo, una de esas dimensiones particulares (p. ej., la sociedad institucional) puede considerarse como «subsidiaria» respecto de la totalidad de la persona humana. Entre cada una de las dimensiones y estratos del hombre como «individuo» y cada una de las dimensiones del h. como ser social (en la humanidad, el pueblo, la -> sociedad, el -> Estado, el grupo) se dan antagonismos y casos de conflicto y su mutua relación concreta acontece en medio de un cambio histórico permanente.

5º. En armonía con esto, el h. es un ser sexual. Su -> sexualidad (-> matrimonio) no puede entenderse ya en el primer punto de partida o exclusivamente como una capacidad de generación que afectara a una sola región del ser humano, sino que es una determinación que afecta a todas las realidades regionales del h., a cada una en su propia manera; por tanto es múltiple en sí misma y participa de la historicidad del h. y de su naturaleza «indefinible» (como ser espiritual cuya interpretación histórica de sí mismo, que pertenece a su esencia concreta, se pierde una y otra vez en el misterio de Dios). Cf. también -> persona, -> personalismo.

d) La configuración «sobrenatural» del hombre

1º. El h. existe partiendo de la comunicación de Dios y para la comunicación de Dios: cf. voluntad salvífica de Dios (en a salvación), historia de la -> salvación, -> gracia, -> virtudes. En cuanto esta libre comunicación (que lógicamente ha de dirigirse a la naturaleza del h. histórico) tiene su propia historia y puede, por ende, alcanzar una fase de su irreversibilidad victoriosa y la ha alcanzado de hecho en Jesucristo, y consiguientemente, se dirige desde el principio a este punto como a su causa final, ella es siempre (por tanto, también «antes de la caída») «cristológica». De donde se sigue que el h. es siempre querido como miembro de una humanidad y de una historia de la humanidad, que alcanzan su más auténtica estructura y su esperanza real del futuro en la -> encarnación del Logos divino como el punto culminante escatológico de la comunicación divina.

2º. La comunicación divina como historia libre de Dios mismo es también razón última y último contenido de la historia de la libertad del h., ora la acepte o la rechace. Pero esto de tal manera que, a pesar de la incertidumbre en lo relativo al desenlace de la historia de la salvación individual, está asegurado el desenlace positivo de la historia colectiva de la salvación de la humanidad en Jesucristo (cf. Vaticano ii, Lumen gentium, n .o 48). El h. en general, la humanidad en su historia, se mueve dentro de la absoluta voluntad salvífica de Dios, que se ha hecho ya históricamente real y manifiesta. Desde Jesucristo está teóricamente superada la más auténtica «enajenación» del h. (que sólo está en sí mismo cuando lo alcanza victoriosamente la comunicación de Dios, la cual opera el «sí» de su libertad). El h. individual tiene su más firme esperanza cuando mira a su porvenir desde la esperanza segura de la humanidad, que se da en Cristo como definitivamente victoriosa (-> reino de Dios).

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Karl Rahner