FILOSOFÍA
SaMun

 

I. Sentido de la palabra y variedad de significaciones

Según el sentido de la palabra, philosophia no es una disciplina teórica, sino una actitud de vida. Se distingue de las otras actitudes de vida, porque para ella la sophía es el fin del esfuerzo y el criterio supremo de valor, mientras que las otras actitudes se dirigen a otros valores supremos (p. ej., la riqueza, los honores, etc.). Para la manera como la f. se entiende a sí misma es siempre importante la cuestión de si ella mantiene esta pretensión -que va aneja a sus orígenes - de ser forma de vida, o si se contenta con ser un saber particular o un método especial de adquirir el saber.

1. La filosofía como forma de vida

La f. como forma de vida está determinada tanto por su fin (sofía) como por su relación con este fin (philía).

a) En cuanto la sophía es para el filósofo superior a todos los otros bienes, él tiende a preferir las posturas teóricas a las prácticas (la vida filosófica como vita contemplativa). Negativamente, el filósofo se esfuerza por superar el error y la ceguera, y, positivamente, procura ejercitar aquellas disposiciones que favorecen la adquisición de la ciencia.

Si se busca la fuente de los errores preferentemente en las ilusiones de los sentidos, el esfuerzo del filósofo se dirige, negativamente, a liberar el pensamiento de sus implicaciones sensitivas, y, positivamente, al ejercicio de un conocimiento puramente espiritual, y, por fin, a la «purificación» del alma de todas las influencias del cuerpo (filosofía como katharsis, tendencia a un dualismo hostil al cuerpo, sobre todo en el -->platonismo). Si se piensa que el cuerpo y sus órganos sensorios no son, como tales, peligrosos para el conocimiento, sino únicamente por la excitación de afectos y pasiones, que enredan al pensamiento en prejuicios: el esfuerzo del filósofo se dirige, negativamente, a liberarse de estos afectos y pasiones; positivamente, al ejercicio de una valerosa imperturbabilidad (filosofía como átaraxia, particularmente en el -> estoicismo). Si, por otra parte, la validez indiscutida de opiniones tradicionales es mirada como la fuente más peligrosa de prejuicios erróneos, el filósofo se esfuerza, negativamente, por criticar lo indiscutido; positivamente, por ejercitar la independencia de juicio en el hábil manejo de los argumentos probatorios y por alcanzar una alta conciencia de sí mismo como sujeto que juzga (filosofía como seguridad metódica del juicio independiente y, con ello, como liberación del sujeto por la ilustración de un estado de minoría de edad en que se halla atado a la autoridad y a la tradición; como ejercicio de la virtud de la générosité, en Descartes).

Esta concepción de la f. como forma de vida constituye la transición a una inteligencia de la misma como ciencia y fundamentación de la ciencia.

En tiempos recientes se ha descubierto como una fuente de errores todavía más peligrosa el monismo metódico de una u otra ciencia particular o de la ciencia moderna en general. En este caso, el esfuerzo del filósofo se dirige, negativamente, a rechazar la pretensión de validez universal por parte de una ciencia que sobrepasa sus límites (Kant contra el «dogmatismo» pseudocientífico, Jaspers contra la «superstición» de la ciencia); positivamente, a la apertura hacia aquellas modalidades de la verdad que, ante la pretensión de validez universal de la ciencia, corren peligro de hacerse invisibles (f. como fe de la razón práctica en Kant, como fe filosófica en Jaspers, y como un preguntar más originario que la ciencia en Heidegger).

Finalmente, la amenaza más radical a la facultad cognoscitiva puede verse también en que el pensamiento esté cautivo en grupos de intereses económicos y sociales. En tal caso el filósofo ve su tema capital, negativamente, en la crítica de la -> ideología; positivamente, en la preparación de una revolución social, cuyo objeto sea eliminar, a la par de la sociedad de clases, la cautividad ideológica del pensamiento (filosofía como precursora de la práctica revolucionaria en el -> marxismo).

Las concepciones que acabamos de mencionar y una serie de otras concepciones acerca de la esencia y la tarea de la f. tienen en común la afirmación de que el objeto de la f. no es solamente transmitir verdades intelectuales, sino también posibilitar una forma de vida, e invitar a ella (générosité, fe filosófica, actividad revolucionaria, etc.). Pero en cada uno de esos casos esta forma de vida no es la «dada», sino la «exigida». Para lograrla, es menester apartarse de aquellos modos de vida y de entenderse a sí mismo en que «principal y normalmente» viven los hombres. En este sentido Platón habló de una «inversión» o cambio «del alma entera». Los términos y el contenido recuerdan la llamada a la «conversión» por parte de las religiones.

En la edad moderna, esta inversión del alma entera fue entendida por Descartes como eversio omnium opinionum y, con ello, como destrucción de las tradicionales enseñanzas basadas en la autoridad. Kant consideraba la conversión exigida, por una parte, como «giro copernicano», por el que el hombre ve cómo no es la naturaleza la que le da leyes a él, sino que es su razón la que da leyes a la naturaleza; por otra parte, como la «revolución moral en el ánimo», por la que el hombre alcanza la autonomía moral y restablece la recta relación entre el respeto a la ley moral y la aspiración a la felicidad. La concepción marxista de la f. como iniciación a la revolución social trata de darse la mano con los factores antitradicionales de la eversio cartesiana y con la preferencia kantiana de la razón práctica sobre la teórica. Con ello, la cuestión sobre la primacía objetiva de la conversión individual (cambio del alma) o de la revolución social, es punto capital de la controversia entre la filosofía no marxista y la marxista.

El que todas las filosofías hasta aquí mentadas y muchas otras se entiendan a sí mismas preferentemente como forma de vida o como servicio para lograr una forma de vida, no excluye, sino que incluye el hecho de que para esta forma de vida se requiera conocimiento y de que ella misma facilite el conocimiento. En cuanto la forma filosófica de vida aspira, en todos estos modos de entenderse a sí mismo, a la sophia, la f. misma está referida al conocimiento y a la manera de buscarlo.

b) Para el filósofo - tomada todavía la palabra como designación de una forma de vida - la sophia no es posesión asegurada, sino objeto de una plata. El filósofo sabe bastante para advertir su ignorancia y para juzgar necesaria la superación de la misma; pero es tan ignorante que tiene que empezar por aspirar a la sophia. Por su philía se distingue del necio, que no conoce su falta y por ello no puede aspirar a superarla; pero también del sabio (o de una inteligencia divina), al que nada falta y que por eso no tiene necesidad de aspirar. Como el filósofo no se distingue del necio por posesión real del saber, sino sólo porque conoce su propia ignorancia, él se haría más necio todavía y de manera irremediable tan pronto como se tuviera falsamente a sí mismo por sabio. Síguese que la f., precisamente como philía, estriba en la reflexión crítica sobre sí mismo (cf. la interpretación platónica de la inscripción délfica: gnosci seipso).

En esta reflexión el filósofo tropieza con una paradoja: la autocrítica consiste en que el pensamiento se mide a sí mismo y su supuesta posesión de la ciencia por un criterio, y lo juzga insuficiente. El criterio en que puede demostrarse la insuficiencia del pensamiento no es otro que la verdad misma. Pero, para medirse a sí mismo por este criterio, el pensamiento debería conocerlo. Así la autocrítica parece necesaria solamente porque el pensamiento no conoce la verdad; pero, a la vez, sólo parece posible si la conoce. La f. estriba, pues, en la experiencia de que los hombres estamos de búsqueda y, consiguientemente, no conocemos; pero, sin un conocimiento previo de lo buscado, no sabríamos que no conocemos ni podríamos medir críticamente los ensayos de respuesta. Muchas doctrinas sobre un saber que actúa a priori y se hace más tarde conscientemente reflejo, se fundan en esta experiencia; p. ej., la doctrina de Platón sobre las ideas no conscientes que actúan inconscientemente en la conciencia (las cuales están «olvidadas», pero dirigen como restos del recuerdo la búsqueda y la autocrítica), o la doctrina cartesiana sobre la idea del ens perfectissimum, que hace posible todo preguntar y hasta toda duda.

Así la posición intermedia del filósofo entre Dios y el necio se debe al saber de lo no sabido implicado en el no saber. Sólo así se hace posible designar lo no sabido en una cuestión expresa, juzgar esquemas propios de respuesta y ofertas ajenas de respuesta como «aproximaciones a lo buscado» o como «pasos que apartan de ello», y realizar en la sucesión de estados un progreso en el conocimiento. El conocimiento de la verdad implicado en el saber de la propia ignorancia convierte la f. como forma de vida en un camino. Y sólo aquí radica la razón de la posibilidad para el desarrollo de una f. como método. Consiguientemente, la conciencia filosófica de método se desenvuelve por el hecho de que el filósofo reflexiona sobre su forma de vida en su propiedad de data. Los múltiples resultados de esta reflexión contienen, además de las indicaciones sobre el procedimiento en ella logradas, con frecuencia muy variadas, los dos factores siguientes:

1º. Entre la verdad y el pensamiento humanos se da una relación dialéctica en el estricto sentido de la palabra. Precisamente no siendo poseída, la verdad está más «cerca» del hombre que todo objeto por el que él pueda preguntar, y hasta más cerca que él mismo respecto de sí mismo. Precisamente en su carácter oculto está la razón de la posibilidad de todo buscar y encontrar. La negatividad de su no estar poseída aparece así como lo positivo y propulsor por antonomasia (cf. a este respecto sobre todo la interpretación hegeliana de lo no sabido o inconsciente y de la negación).

La verdad que, sin ser poseída, posibilita todo buscar y preguntar, se distingue frecuentemente como veritas qua cognoscitur de todos los objetos reales y posibles de conocimiento, de la veritas quae cognoscitur, que es presentada frecuentemente bajo la imagen de la luz. La luz se hace «visible» en cuanto ella hace visibles los objetos iluminados. El conocer específicamente filosófico es en este sentido, no conocimiento de objetos, sino conocimiento de las condiciones por las que éstos pueden aparecer como tales. El giro del conocimiento de objetos al conocimiento de las condiciones que posibilitan su objetividad, realizado por primera vez en Platón con la comparación del sol, vino a ser posteriormente bajo el nombre de «reflexión transcendental» un tema capital de la filosofía.

2º. Así, pues, la verdad con que se relaciona el filósofo en su philía, porque ella es la única fuente posible de la apetecida sophía, tiene para él una doble función: la de ser criterio en que se mide críticamente a sí mismo (veritas iudicans de homine), y la de ser origen de la posibilidad por la que él es capaz de conocer los objetos, de ver las condiciones para su aparición y de juzgar críticamente por la manera de aparecer (veritas qua homo iudicat). Precisamente a su autocrítica por el criterio de la verdad que no es sabida pero posibilita todo saber, agradece el filósofo su capacidad de comportarse crítica y objetivamente con los objetos que tiene ante los ojos. La particularidad de la philía filosófica tiene en esta unidad de crítica propia y crítica objetiva su consecuencia necesaria y su criterio de distinción.

En cuanto la f. reflexiona así sobre su peculiaridad y sobre las condiciones de su posibilidad, ha realizado ya el tránsito de una forma de vida a un estudio teórico del saber en un campo específico de temas.

2. La filosofía como disciplina teórica

a) La transición de la f. como forma de vida a f. como especial disciplina teórica se debe histórica y objetivamente sobre todo a los hechos siguientes:

1º. En cuanto la f. aspira a la sophía y por ello reflexiona sobre el origen del error y busca un criterio para distinguir el error de la verdad, se convierte en una clase particular de conocimiento. Antes de conocer cualquier objeto busca el criterio para discernir el saber aparente del real. En este sentido Platón llamó a la f. un saber, «no de algo» (es decir, de ningún objeto particular), «sino del saber mismo». Comoquiera que el verdadero conocimiento debe probarse frente al conocimiento aparente por el arte de argumentar (en el diálogo), la f. se convierte en arte del diálogo y en arte del manejo de las pruebas. Este arte por su parte intentó interpretarse teóricamente en una «dialéctica» y una «lógica». Así, este saber del saber mismo, por una parte, vino a ser modelo de toda posterior teoría y crítica del conocimiento, teoría de la ciencia y metodología; por otra parte, contiene una iniciación a la reflexión del que piensa sobre sí mismo, y así se convirtió en origen de la doctrina sobre el alma y de la -> antropología filosófica, de la doctrina sobre el tránsito del «ser consciente» a la «conciencia de sí mismo», del esclarecimiento de la existencia, etc. Aquí pudo surgir la cuestión acerca de si merece la preferencia la fundamentación «antropológica» o la fundamentación «lógica» de la f. Recientemente esta cuestión ha dado ocasión entre otras cosas a la discusión entre la fundamentación de cuestiones filosóficas y sus ensayos de respuesta en una lógica puramente formal, y la «reducción antropológica» de la f. (cf. el contraste entre las escuelas kantianas y el -> vitalismo). Esto no impide que las mencionadas cuestiones se desprendan de su origen, que es la reflexión sobre la peculiaridad y la condición de posibilidad de la forma filosófica de vida, y se conviertan en «disciplinas parciales» e independientes de la f., las cuales luego pueden discutir sobre su primacía como «disciplina fundamental» de la f. En el curso de la historia de la f., la base antropológica se diferencia esencialmente por el hecho de que se cayó en la cuenta de la diferencia entre los modos de pensar según la cultura, el grupo social y la época histórica.

La doctrina sobre el yo pensante recibió una dimensión etnológica, social e histórica. Junto a la antigua psicología, aparecieron la f. de la cultura, la f. ->social (en --> sociedad) y la f. de la -> historia, que incluso ocuparon su lugar y hasta recogieron su pretensión de ser disciplina filosófica fundamental.

Igualmente se diferenció la base lógica por la consideración de que el logos sólo aparece en concreto para el hombre como palabra hablada. De ahí pudo sacarse la conclusión de que la lógica formal necesita ser complementada por una f. del -> lenguaje o por un análisis de éste, o de que la lógica misma no es en su fondo sino una teoría, inconsciente de sí misma, sobre un lenguaje especial (el lenguaje de la ciencia). Ahora bien, comoquiera que a la lengua debe corresponder además el oír y a éste el entender, si el logos ha de actuar dialogísticamente, síguese que a la tarea de una f. del lenguaje corresponde también la tarea de una f. del entender y de la interpretación. Dicho de otro modo, la función de la lógica, fundamental para la f., puede ser reclamada por la f. del lenguaje, pero también por la -> hermenéutica.

2º. En cuanto la f. se entiende a sí misma como una forma de philía, en cuanto busca, por tanto, las condiciones que posibilitan su estar en camino por la aspiración y pregunta en consecuencia sobre el saber de lo no sabido implicado en el no saber, logra a la vez un tema propio. Pregunta no sólo sobre el saber mismo, no sólo sobre los objetos del saber, sino también sobre aquella condición de posibilidad que a su vez fundamenta dos posibilidades: la de que el pensante busque, pregunte y sea capaz de juzgar lo hallado (real o aparentemente), y la de que los objetos sean capaces de mostrarse al que busca como lo que son. En este sentido, Platón describe el objeto de la f. como la «tercera magnitud», que «concede la fuerza al pensamiento y la verdad a lo conocido». Este triton genos no es un objeto particular, sino que está situado «más allá del ser». De él no puede saberse otra cosa, por tanto, sino que «existe por naturaleza para uncir al yugo a los dos» (pensamiento y objeto conocido), es decir, para mediar entre ellos.

Con esta descripción la reflexión transcendental, es decir, la pregunta retrospectiva por lo que hay detrás de la relación sujeto-objeto, queda designada por primera vez y en forma históricamente eficaz como la tarea especial de la f. Pero con este tema especial se atribuye también a la f. una especie particular de conocimiento. Lo que ella busca antecede -como condición del buscar y hallar- a todo conocimiento objetivo e incluso a toda cuestión sobre objetos. Dicho de otro modo, lo buscado por la f. es el a priori objetivo del -> conocimiento en general. Por eso, en cuanto a la forma sólo puede ser hallado por el hecho de que el pensamiento reflexiona sobre aquellos factores que actúan en él mismo «de antemano», «a priori», aun cuando en el orden del conocimiento sean sometidos a la reflexión después de haber conocido otras cosas. La f. como reflexión transcendental es esfuerzo por el conocimiento del a priori y de su forma, es reflexión sobre los factores apriorísticos del conocimiento. Así, la reflexión transcendental y el problema del a priori puede también deducirse de la manera como la f., en cuanto forma de vida, comprende su peculiaridad y condición de posibilidad. Pero eso no impide que también estos momentos se independicen como peculiares disciplinas filosóficas frente a la f. como forma de vida, o que pretendan incluso en esta independencia desempeñar el papel de una disciplina filosófica fundamental. Sin embargo, tanto la reflexión transcendental como la elaboración del problema del a priori admiten múltiples diferenciaciones.

En la búsqueda del «tercero mediador» -de aquella luz que ilumina al entendimiento (lo hace capaz de conocer) y esclarece los objetos (los hace cognoscibles)- Platón en la República tiene que recurrir al bien como sol en el reino del espíritu. En su obra tardía, el Uno es para él cada vez con mayor claridad el principio común del ser y del conocer; Aristóteles pudo mostrar negativamente que la pérdida de la unidad (en la contradicción consigo mismo) hace al pensamiento incapaz de pensar y al objeto incapaz de existir (el «principio de contradicción» como «principio gnoseológico» y a par «ontológico», se convierte a la vez en principio de mediación entre el pensar y el ser). Finalmente, los principios de unidad y bondad juntamente con la verdad así posibilitada (cognoscibilidad), descubiertos en la cuestión sobre las razones de posibilidad de la mediación entre el pensar y el ser, son atribuidos como passiones generales al ente como tal. De esta manera, de la reflexión transcendental salió la teoría de los -* «transcendentales». El redescubrimiento del problema transcendental en su sentido primigenio se debe sobre todo a Kant y, después de él, al -> idealismo alemán. Kant buscó las condiciones de posibilidad de los objetos conocidos no en un tercero, sino en las formas mismas del pensar (y del intuir), Schelling tomó como punto de partida la indiferencia de un sujeto-objeto no separado, Hegel intentó describir la constitución del sujeto y del mundo de los objetos como la vida del espíritu que se realiza a sí mismo.

En consonancia con esto también la forma apriorística del conocimiento filosófico pudo ser entendida distintamente: como intuición originaria (innata, pero «olvidada») de los principios materiales (ideas), como reflexión sobre las formas del pensamiento e intuición, como conciencia activa del espíritu, etc.

3º. La f. en cuanto forma especial de vida, al entenderse a sí misma, no como una «variante» subjetivamente condicionada de las posibilidades de vida humana, sino como la forma de vida que ha de exigirse necesariamente al hombre, ella se expresa en normas de conducta y posibilita así la formación de un especial tratado filosófico bajo el nombre de -> «ética». También ésta puede pretender, p. ej. en Kant, desempeñar el papel central entre las disciplinas filosóficas que se han hecho independientes.

b) Una vez cumplida la transición de la f. como forma de vida a la f. como variedad de tratados especiales, surge para la f. la cuestión de cómo ella pueda distinguirse de las restantes maneras de saber y de adquirir el saber. Es significativo para este proceso que ya en Aristóteles el nombre de «filosofía» pasa a ser una idea genérica que designa todas las especies del saber. Pero la f. en sentido estricto reclama ahora una primacía objetiva sobre todas las filosofías.

Partiendo de aquí, la f. vino a ser la «fundamentación de la ciencia», que tiene por objeto asegurar el conocimiento en todos sus pasos particulares, y doctrina material sobre los -->principios universales, que debe señalar a todos los objetos y conocimientos particulares su puesto en el todo ordenado del ente o de lo cognoscible, y hacer así posible una síntesis de lo sabido para formar un sistema. Y comoquiera que tanto las reglas formales del conocimiento como los principios sistemáticos para el todo de lo sabido pretenden universalidad, la f. pudo contraponerse como «ciencia universal» a las restantes formas del saber como «ciencias particulares».

La f. como ciencia universal debe tender sobre todo a asegurar la universalidad del conocimiento intentado por ella, y a evitar un «estancamiento en lo particular».

Por lo que atañe a las reglas formales del conocimiento, precisamente su carácter puramente formal parece garantizar la indiferencia respecto de la diversidad de contenidos y asegurar así la universalidad de su vigencia para todo conocimiento (el principio de contradicción para formar conceptos y pronunciar juicios y el dictum de omni et nullo para la conclusión son principios que, precisamente por ser puramente formales, tienen validez para toda idea, para todo juicio y toda conclusión, sea el que fuere el objeto a que se refieran). Sólo en tiempo reciente han surgido dudas sobre si precisamente la formalización del pensamiento por tales reglas lógicas no limita el conocimiento a determinadas esferas de posibles contenidos (p. ej., a la esfera de los «objetos», que, según el juicio del vitalismo, de la ontología heideggeriana y de la metafísica de Jaspers sólo constituyen un campo parcial de posibles contenidos).

Más difícil todavía pareció desde el principio asegurar la universalidad de los «supremos principios» materiales, que permitirían a la f. clasificar los resultados de las ciencias particulares en un todo de lo verdadero y real. Esta universalidad material ha podido buscarse en la universalidad lógica de un concepto supremo, en el cual quedan lógicamente subsumidos los conceptos de todos los objetos particulares, o en la universalidad física de una estructura real, a la que se incorporan físicamente todas las realidades particulares. En el primer caso la filosofía se convierte en ciencia «del ente como tal», mientras que las ciencias particulares tienen por tema diversos genera entis; en el segundo caso, la f. se entiende a sí misma como ciencia del universo o del cosmos, mientras que las ciencias particulares estudian campos parciales del mundo. Sin embargo, el universo sólo puede describirse en su totalidad si es entendido desde un supremo fundamento real; en cambio, las ciencias particulares no tienen por qué investigar el fundamento del mundo, es suficiente que cada una busque su propio sistema de fundamentación regional. Dicho de otro modo, la f. intenta ser consecuente con su propia concepción como ciencia universal, desarrollándose en la -->ontología, en la filosofía de la ->naturaleza y en la teología filosófica (->teología natural).

Si en el curso ulterior de la evolución ya no se entiende por «mundo» el conjunto de todo lo real, sino una región especial del ente -junto a Dios y al alma-, entonces la cosmología, la teología y la psicología como partes de la «metafísica especial» se subordinan a la «ontología general» como ciencia universal en el estricto sentido de la palabra. Pero, al surgir la noción de una «metafísica especial», en principio queda ya abandonada la idea de que sólo pueda ser tema de la f. lo simplemente universal; ahora parecen posibles ciertas filosofías regionales (una f. de la naturaleza, de la historia, del arte, del Estado, de la religión, etc.), que se distinguen de las ciencias sobre los respectivos campos particulares (ciencias naturales, ciencia de la historia y del arte, etc.) por su pretensión de no describir solamente fenómenos, sino de plantear y responder la cuestión sobre la esencia o naturaleza de lo fenoménico. La f. que pasó antes de la reflexión sobre una forma de vida a teoría de los principios más universales, se cambia ahora de nuevo en la cuestión sobre las esencias peculiares de especies particulares del ente.

1. Amor a la sabiduría y amor a Dios

La forma de vida cristiana y la f. son comparables entre sí por el hecho de que ambas se realizan como una forma de amor, que prescribe despreciar por razón del bien amado todos los otros bienes (según Platón, todos los bienes deben permutarse por «la única moneda verdadera»; según Mt 13, 45s, debe entregarse todo lo poseído por «la única piedra preciosa»). Se da aquí semejanza en la forma, pero es problemática la relación en lo referente al contenido (sophía o theos).

a) Philía cristiana y filosófica

No sólo el filósofo, sino también el cristiano -aun cuando por motivos distintos y de manera distinta- se siente como un ser en un reino intermedio. Es una parte de este mundo y, sin embargo, no está simplemente sometido a los «elementos del mundo»; es «familiar de Dios» y, con todo, no está simplemente a salvo en el orden divino. Y sabe, como el filósofo, que es un ser en camino: ha recibido el Espíritu como «prenda», pero vive enteramente en expectación. Y si bien no es su reflexión la que lo pone en ese reino intermedio y en camino, no obstante el creyente está llamado a apropiarse con su logos lo que la gracia de Dios ha operado en él y le promete para lo futuro. Y lo mismo que el filósofo particularmente se convierte en necio si no se siente y confiesa necio, así también el cristiano sobre todo se convierte sin remedio en pecador si no se siente y confiesa pecador y, en lugar de eso, intenta «erigir su propia justicia» (apostasía de la fe de los «judaizantes»). Y lo mismo que el filósofo desconoce y malogra su relación con la verdad si la tiene por posesión segura y no por meta de su philía, así también el cristiano desconoce y malogra su relación con la gloria prometida si piensa poseerla ya (apostasía de la fe de los «iluminados»). Por eso, al igual que la forma de vida del filósofo, también la del cristiano está ligada a una inteligencia crítica de sí mismo.

Cuando el filósofo habla de que sólo puede buscar la verdad en cuanto ésta se halla previamente en él (como veritas qua cognoscitur), el cristiano puede ver ahí una interpretación de su relación con Dios, pues él sólo tiene la posibilidad de estar en camino hacia Dios, porque Dios está previamente en él; es más -como la verdad respecto del filósofo-, está «más cerca de él que su propio yo». El filósofo debe su libertad crítica frente a los objetos a la autocrítica ante aquella veritas iudicans de homine que hace patente su propia insuficiencia. El cristiano puede ver ahí una interpretación de su relación con el mundo: es libre para juzgar críticamente sobre el mundo, y lo es precisamente porque sabe que está juzgado por Dios y que no puede subsistir bajo el juicio divino. Y si la verdad está cerca del filósofo precisamente bajo una forma no disponible, también para el cristiano la gloria y la gracia de Dios se revelan esencialmente sub contrario. Así, la reflexión del filósofo sobre la peculiaridad y las condiciones de posibilidad de su vida filosófica, pudo señalar al cristiano diversas pautas sobre la manera de entenderse en su existencia cristiana y desde los fundamentos de su posibilidad. Ahí parece radicar una razón esencial por la que la manera como el cristiano se entiende a sí mismo puede expresarse en una teología desarrollada a base de medios filosóficos.

b) Dios y la verdad como objeto de la philía

Si entre la forma cristiana de vida y la filosófica existe una semejanza en cuanto ambas son philía según su forma, sin embargo, la diversidad en los objetos de esta philía (Dios para el cristiano, la sabiduría para el filósofo) da origen a una relación muy tensa entre la vida filosófica y la cristiana. En este campo pueden plantearse las cuestiones que a continuación formulamos.

¿Es el amor a la verdad como actitud de vida una posibilidad que aparece junto al amor de Dios, de manera que sea necesario escoger entre ambos? Esta respuesta es dada por aquellos que -apoyándose tal vez en 1 Cor 1, 18-25 - resaltan la locura de la cruz y de ahí deducen que quien ame al Dios del crucificado deberá dar un sí a la locura, de forma que no podrá reconocer la sabiduría como valor supremo.

¿O es el amor a la sabiduría en su fondo (consciente o inconscientemente) expresión de un anhelo de la «luz divina», de forma que contiene en sí implícitamente el amor a Dios y en el curso ulterior de su aspiración prepara el amor explícito de Dios? Dan esta solución aquellos que - apoyándose quizá en Act 17, 23-28 - entienden el mensaje cristiano como una respuesta que sólo puede recibir rectamente quien se percata del carácter problemático de su condición humana, ha aprendido a preguntar y desea una respuesta.

¿O es el Dios del mensaje de la fe idéntico con la sabiduría a que aspira el filósofo, de suerte que la f. sólo se entiende rectamente a sí misma cuando llega a ser amor a Dios? Responden así aquellos que -fundándose tal vez en 1 Cor 2, 6ss - quieren que la verdad cristiana sea entendida como verdadera sophía y, en consecuencia, que la fe cristiana sea concebida como verdadero amor a la sabiduría.

La dificultad de la relación entre el amor de Dios y el amor a la sabiduría aparece más concretamente cuando el cristiano intenta tomar posición ante las respuestas filosóficas a la cuestión sobre dónde haya que buscarse la fuente de los errores humanos y qué actitudes hayan de adoptarse para que el hombre llegue a la «sabiduría». En este punto, la f. y la predicación de la fe tienen de común que ambas exigen del hombre un giro o conversión radical. Sin embargo, el objeto de aversión y la dirección por la que debe dirigirse el llamado, de ningún modo se definen siempre en la misma forma.

El menosprecio de los sentidos y, con ellos, del cuerpo en favor de la razón, para el filósofo se funda en la teoría del conocimiento, y por eso no tiene ninguna función originaria dentro del mensaje cristiano. Sin embargo, el contraste entre nous (entendimiento) y méle (miembros del cuerpo) es utilizado por Pablo (Rom 7, 23) para designar la escisión interna, de carácter totalmente distinto, en el hombre pecador; y esto dio pie a que algunos teólogos cristianos pudieran poner en estrecha relación la katharsis del pecado, exigida por el cristianismo, con la katharsis del alma respecto del cuerpo, exigida por la f. (más precisamente, por el platonismo).

La lucha contra los afectos o sentimientos y la exigencia de ejercitarse en la actitud de la ataraxia, son juzgadas muy diversamente en el campo cristiano. Por una parte, ya el autor de la carta de Santiago designa la epithemía como madre del pecado y la argué como contraria a la justicia divina (Sant 1, 15.20), mientras que los restantes autores del NT parecen entender las malas pasiones como consecuencia del pecado y no tanto como su origen (cf. Rom 1, 24-27). Por otra parte, Agustín acentúa que la ataraxia estoica merecería llamarse mejor un stupor animi, mientras que el temor y la esperanza, la tristeza y la alegría deben contarse entre los factores necesarios de la vida cristiana.

La repulsa a opiniones no comprobadas, que mantienen su validez autoritariamente por tradiciones e instituciones, y el imperativo de ejercitarse en una altiva independencia de juicio, en la antigüedad tuvieron su objeto concreto de polémica en el mito. En la época de la ilustración, ésta se dirigió contra la tradición fundada en la autoridad del cristianismo y contra las instituciones creadas para protegerla. Consecuentemente, la actitud filosófica de vida articulada en estos imperativos, halló su expresión sobre todo en la crítica a la -->religión y a la Iglesia. En cuanto el mensaje cristiano prohíbe al hombre todo gloriarse en sí mismo, tampoco puede aprobar el ideal del sujeto autónomo, y tiene que oponerse al postulado de autonomía con la invitación a la hypakoé písteos. Por otra parte, precisamente por estar sometido al juicio de Dios y a la gracia, el cristiano se siente liberado del mundo y capaz de juzgarlo serenamente. «El hombre dotado de Espíritu puede examinar todas las cosas, pero él no puede ser examinado por nadie» (1 Cor 2, 15). En este sentido, el ejercicio en la independencia de juicio es de exigir tanto en nombre del cristianismo, como en nombre de la forma filosófica de vida, y la «salida de la culpable minoría de edad» (Kant) puede entenderse no sólo como programa de la ilustración, sino también como exigencia de una mayoría de edad cristiana.

La lucha contra el monismo de método de una u otra ciencia o de la ciencia moderna en general y la ejercitación en actitudes cognoscitivas de otra especie, han reducido la f. y la fe cristiana a una común postura defensiva; de una parte, contra el positivismo; de otra, contra sistemas mecanicistas de interpretación del mundo, o contra otros sistemas esbozados a partir de una ciencia particular.

Sin embargo, aun reconociendo esta situación común, no deben olvidarse las diferencias. La crítica filosófica del saber demuestra la limitación de las posibilidades científicas analizando la forma en que la ciencia llega a sus conclusiones. La crítica cristiana de la sabiduría humana, en cambio, demuestra su insuficiencia por el hecho de que la «sabiduría de este mundo» fue incapaz de comprender una materia determinada: la acción salvadora de Dios en Jesús (cf. 1 Cor 2, 7s). El esfuerzo filosófico por dilatar el horizonte de inteligencia, que ha restringido un monismo metodológico, se apoya en la inmanente forma de ser de la razón o de la existencia, o bien en una transformación de la conciencia que lleva a cabo el hombre mismo. El esfuerzo cristiano por la capacidad de oír la palabra, confiesa que el Dios mismo que habla debe dar al hombre «nuevos ojos y oídos» para que él pueda ver el signo de Dios y percibir su palabra.

Finalmente, si la f. marxista ve la razón de nuestra cautividad humana no en una falsa actitud sujetiva e individual, sino en un estado objetivo y social, la crítica cristiana del mundo está de acuerdo con ella en un punto, en que también entiende la esclavitud del hombre (bajo el señorío del pecado) no sólo como una falta moral individual, sino como un estado de la humanidad y del mundo en su totalidad. Por mucho que el llamamiento cristiano a la conversión se dirija al individuo, sin embargo la esperanza cristiana tiene por objeto una renovación que sobrepuja en mucho el cambio del estado individual, hasta tal punto que trae «un cielo nuevo y una tierra nueva». Pero si el ->marxismo ve la verdadera f. como una iniciación a la praxis revolucionaria, el cristiano debe preguntarse si él puede esperar de su propia acción la renovación del mundo, y si con ello no caería en una nueva forma de la «justicia por las obras», que contradice a la esperanza de la salvación «por la sola gracia».

Los ejemplos muestran que dondequiera el amor cristiano a Dios se encuentra en concreto con el amor humano a la sabiduría (philosophia), de forma que la invitación cristiana y la filosófica a la conversión tienen que mostrar su compatibilidad o su oposición, se requiere un juicio diferenciador. Pero este juicio sólo puede lograrse mediante una nueva reflexión sobre la peculiaridad y las condiciones de posibilidad de la forma filosófica de vida y de la forma cristiana. De la reflexión sobre la peculiaridad y las condiciones de posibilidad de la forma filosófica o la cristiana (ofrecida por el kerygma) de vida, han nacido respectivamente la filosofía y la teología como disciplinas teóricas. A la polémica sobre ambas maneras de vida se añade la polémica entre la doctrina filosófica y la teológica.

2. La filosofía como disciplina teórica y la teología cristiana

Es peculiar de las religiones bíblicas y posbíblicas el hecho de haber desarrollado una disciplina teórica a partir de la predicación de un mensaje. Del mismo modo que la fe cristiana se relaciona con la f. como forma de vida, así también la teología cristiana (t.) entra en una estrecha pero compleja relación con la f. como disciplina teórica.

Primeramente el kerygma tiene que deslindarse respecto de la f. y de la mitología; ambas interpretan lo que el hombre tiene siempre ya ante los ojos (reducen los fenómenos a su arjé) y recuerdan al hombre lo que ya sabe de manera inicialmente oculta (tienen carácter de anámnesis). El kerygma, por lo contrario, anuncia lo que ha salido del designio de Dios hasta entonces oculto y promete al hombre lo que él no puede decirse a sí mismo por ninguna anamnesis. A esto va unido que el mensaje no argumenta (con lo que se abandonaría el juicio al oyente), sino que anuncia el juicio y la gracia de Dios (y pone consiguientemente al oyente bajo el juicio divino).

Sin embargo, precisamente esta peculiaridad de las religiones bíblicas, la de estar fundadas en un kerygma, ha hecho secundariamente necesaria una t. Porque el kerygma mismo es interpretación (la nueva acción de Dios que se anuncia interpreta todas las anteriores), exige un arte de interpretación (ermeneia) y para ello una teoría de la interpretación (-->hermenéutica). Éstas se desarrollan por la reflexión en las controversias de interpretación (literatura de sentencias) y en el esfuerzo por resolverlas críticamente (literatura de cuestiones). La teología teórica así nacida halló ya su expresión en los escritos del AT y del NT. Posteriormente desarrolló su conciencia metódica, sobre todo en el ámbito cultural helenístico, por la polémica con la f. (-->helenismo y cristianismo).

a) La teología como reflexión sobre el mensaje de la fe con medios filosóficos

1º. Tan pronto como se reúnen interpretaciones divergentes del mensaje (sentencias) y se plantea la cuestión sobre su enjuiciamiento (cuestiones), la t. necesita, no menos que la f., un arte de la argumentación recíproca y, con ello, un arte de manejar los argumentos. Las reglas de esta dialéctica y lógica no pueden ser otras que las desarrolladas ya en la f. La t. no puede menos de servirse de la lógica y la metodología filosóficas.

En la argumentación cada uno de los participantes puede pedir a su interlocutor según las reglas de la lógica que se atenga a sus afirmaciones o negaciones en acuerdo consigo mismo. Con ello, cualquier intento de interpretar el mensaje se ve obligado a formar un todo armónico por la relación de los enunciados particulares entre sí. Así, de la literatura de cuestiones nace la teología sistemática por influjo de la dialéctica y de la lógica filosófica.

2º. El hecho de que el mensaje en general necesita de una interpretación, presupone que él no se entiende por sí mismo tan pronto como es predicado. El predicador hace la experiencia de que los oyentes no pueden por lo pronto oír en la forma necesaria para un recto entender. Esto radica en que los oyentes, por razón de un supuesto saber, juzgan precipitadamente sobre el mensaje (p. ej., teniéndolo por «escándalo y necedad») en lugar de dejarse convencer por él de su propio no saber. Por eso, el que interpreta el mensaje (es decir, trata de hacer a los oyentes capaces de entenderlo), ante todo tiene que imponerse la tarea de engendrar en el oyente un saber de su propio no saber; tarea que corresponde a la «aporética» filosófica. Así, pues, la iniciación en una inteligencia crítica de sí mismo, que es uno de los temas centrales de la f., se convierte en presupuesto para una iniciación en la inteligencia del mensaje. La t., no menos que la f., necesita no sólo de una fundamentación lógica, sino también de una fundamentación antropológica y, para ello, de nuevo no tiene a su disposición más medios que los prestados por la reflexión filosófica.

3º. El mensaje bíblico pretende ser verdadero. En este punto no sólo tiene la pretensión de poner rectamente ante los ojos un hecho particular, sino que, en el acontecimiento de la salvación que predica (p. ej., en la salida de Israel de Egipto o en la resurrección de Jesús de entre los muertos), se propone dar la prueba del señorío ilimitado y, por tanto, universal de Dios sobre el mundo y el hombre. Por eso no puede hacer inteligible el hecho anunciado de la salvación sin confesar juntamente al Dios que lo realiza como Señor del cielo y de la tierra, e interpretar así la predicación histórica mediante una cosmología teológica (cf., para el AT los relatos de la creación; para el NT, la «cristología cosmológica» de Col 1, 15ss). Pero con ello la t. entra en competencia con la doctrina filosófica sobre el cosmos y su principio supremo, y se ve obligada, o bien a reconocer la cosmología y la «teología» filosóficas (doctrina sobre el principio supremo del mundo) como conocimiento «natural» de las mismas verdades que ella expone fundándose en la «revelación sobrenatural» (cf. el intento de Tomás de Aquino de interpretar la reflexión filosófica sobre la causa prima del mundo como idéntica por su contenido con la confesión del creador divino del mundo: Et hoc est quod omnes dicunt Deum), o bien a superarlas con una cosmología y t. específicamente bíblicas.

4°. La pretensión de verdad del mensaje bíblico incluye no sólo la convicción de que él habla del señorío absoluto y, por ende, universal de Dios (motivo para una «cosmología» bíblica), sino también la persuasión de que anuncia aquel acontecimiento por el que el hombre se hace capaz de asir el «misterio» hasta entonces oculto. Sólo aquellos hombres a quienes Dios ha escogido precisamente por la elección gratuita de que habla el mensaje, reconocen este mensaje como «poder de Dios» (1 Cor 1, 25); los reprobados, en cambio, ven en él una necesidad (ibid. 1, 8). El mensaje se propone, consiguientemente, no sólo dar a conocer el señorío de Dios como verdad central quae cognoscitur, sino a la vez entregar la gracia de Dios como verdad transformadora qua cognoscitur. No es casual que en el AT (Is 42, 6) y en el NT (Jn 12, 35-50) aparezca la comparación, usual por la f., de la nueva fuente de conocimiento con la luz que ilumina los ojos y hace cognoscibles los objetos.

Para hacer inteligible el mensaje en esta pretensión, el intérprete debe apelar a la conciencia del oyente de que éste no dispone por sí mismo de su capacidad de oír, sino que debe recibir el poder para ello por una condición de posibilidad de que no puede disponer. El teólogo apela en este sentido a la reflexión transcendental de la f. sobre las condiciones de posibilidad de la «capacidad de ver» en general. Únicamente así aparece claro cómo la interpretación del mensaje bíblico se distingue de la reflexión filosófica, a saber, por la pretensión de que la condición de posibilidad del nuevo oír y entender se comunica por una figura determinada dentro de la historia: «Yo soy la luz» (Jn 8, 1).

5º. De lo dicho se sigue que la t., al proponerse facilitar una recta inteligencia del mensaje, echa mano del punto de partida lógico y antropológico de la f. La t. pretende responder a la cuestión de la cosmología filosófica sobre la arjé del universo y a la cuestión de la f. transcendental sobre las condiciones de posibilidad del conocimiento, recurriendo al verdadero Señor del mundo y a la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Y mantiene esta pretensión, manifestada al hablar de la absoluta soberanía de Dios y del carácter contingente de la iluminación divina, incluso cuando, según su programa, quiera abstenerse de tomar parte en la discusión de los filósofos.

b) Crítica teológica de la filosofía como autocrítica de la teología

El programa teológico que acabamos de mencionar, el de abstenerse de participar en las discusiones internas de la f., no sólo se debe a la razón de que es necesario conceder un margen de libertad al pensamiento natural. Más bien, el intento de muchas teologías de no incluir el campo de los problemas filosóficos en el de sus propios esfuerzos, está bajo el signo de una crítica por principio a la filosofía. El uso de reflexiones filosóficas para interpretar el mensaje bíblico se halla bajo la sospecha de que la palabra de Dios se mezcla aquí con la palabra de los hombres (tal es el reproche de Lutero) o de que aquí se «heleniza» la inteligencia del mensaje bíblico, o sea, se somete a condiciones de inteligencia del pensamiento específicamente griego. Por eso, al enlace positivo de la t. con problemas filosóficos de cosmología y de f. transcendental y con conocimientos filosóficos de lógica y antropología, se contrapone (en los «antidialécticos» de la edad media y sobre todo en la teología protestante de la reforma y en la posterior a la reforma) una crítica teológica por principio a la filosofía.

1º. La lógica filosófica, o bien hace del principio de contradicción su norma suprema (lógica clásica), o bien subordina las antítesis a una ley clara de su mediación (lógica dialéctica). En cambio, la t. puede poner de relieve la «paradoja» como la forma necesaria en que aparece la salvación operada por Dios y en que ésta debe ser predicada. Contra el punto de partida antropológico de la f. cabe objetar teológicamente que la fe no puede apoyarse en una recta autointeligencia del hombre, sino que, a la inversa, éste sólo a la luz de la fe se libera de las ilusiones sobre sí mismo y se hace capaz de una recta inteligencia de su propia mismidad. Frente a la «teología» filosófica como doctrina sobre la suprema arjé&pX$ del mundo se establece la -> escatología cristiana, que demuestra cómo el Dios de la Biblia no se define por ser razón o fundamento del mundo, pues él es igualmente capaz de aniquilar el mundo existente e instaurar, por libre voluntad, un nuevo cielo y una nueva tierra. Y a la relación natural del fundamento del mundo filosóficamente investigado con el mundo mismo se contrapone la libre relación del juez del mundo, predicado por el mensaje bíblico, con el mundo que se halla bajo su juicio y está remitido a su libre gracia. La reflexión transcendental pregunta por las condiciones de posibilidad del conocimiento y de la cognoscibilidad en general. A ello se contrapone el mensaje bíblico, que es anuncio histórico de un nuevo deber oír, con un contenido determinado. Usando la metáfora de la luz: a la luz de la verdad necesaria y eterna se contrapone la iluminación de la gracia libre e histórica (cf. historia de la -> salvación II).

2° Sin embargo, esta contraposición que existe en principio de hecho no exime a la t. de la necesidad de reflexionar filosóficamente, aun cuando lo haga frecuentemente contra su voluntad y además, por lo general, sin saberlo expresamente. Pues, en cuanto el teólogo no puede renunciar a relacionar entre sí los enunciados bíblicos particulares (p. ej., a referirlos a un «centro de la Escritura»), tendrá que hacer suya la exigencia de permanecer en armonía consigo mismo en la variedad de sus enunciados; y si polemiza contra la lógica clásica y la dialéctica, se verá obligado a tomar siempre otra lógica como base. En cuanto, además, la teología no puede renunciar a hacer comprensible el mensaje a los oyentes, buscará siempre al hombre en su propia inteligencia y deberá persuadirle de lo inadecuado de la inteligencia que hasta entonces ha tenido de sí mismo; y si en esta tarea tiene por insuficientes las doctrinas tradicionales sobre el «alma», sobre la «persona», sobre la «razón», etc., «se verá obligada a dar en lugar de ello otra «fundamentación antropológica» (p. ej., la del análisis filosófico de la existencia en el sentido de la f. existencial) y a exponerse en tal caso a la crítica filosófica. Por lo demás, ora la t. reduzca el mundo en su totalidad como creación a su creador, ora lo someta como objeto de juicio a su juez, siempre habrá hablado del mundo en su totalidad y a la vez habrá hecho afirmaciones cosmológicas. Si contrapone finalmente a la «luz», que hace posible todo conocimiento por la naturaleza del mismo, la «iluminación» que viene de la gracia, con ello ha dado desde luego a la reflexión transcendental un giro que constituye un auténtico acontecimiento histórico (y así ha llamado también la atención de esta rama del trabajo filosófico sobre una nueva posibilidad de plantear los problemas), pero con ello precisamente ha intervenido ya en la discusión filosófica sobre la posibilidad de un «ver», «oír» y «entender» humanos. En una palabra, aun en el intento de una crítica por principio a la f., de hecho el teólogo también cultiva inevitablemente la f. e interviene precisamente en aquellas discusiones internas de la f. en las que, según su programa, no quería inmiscuirse. A ello corresponde la observación de que en el repudio de la f. en nombre del mensaje de la fe (como ha sido propuesto sobre todo por los secuaces de la teología dialéctica), de hecho se suele atacar a determinadas filosofías en nombre de otras filosofías (p. ej., a la f. aristotélica en nombre de la existencial). Y cuando ciertos teólogos afirman que ellos están exentos de premisas filosóficas, lo que en realidad hacen es eludir el deber de reflexionar, críticamente sobre los principios filosóficos empleados de hecho.

3º. De ahí se sigue que la función de una crítica teológica de la f. no puede consistir en presentar una t. «purificada» de todos los ingredientes filosóficos. Consiste más bien en engendrar una conciencia crítica de la teología respecto de sí misma.

Efectivamente, si, frente a las leyes de la lógica filosófica (tanto en su forma clásica como en su forma dialéctica), el teólogo resalta la paradoja como forma de manifestarse la libertad divina, con ello pone en tela de juicio no sólo la formación de un sistema filosófico, sino también toda posibilidad de un sistema teológico. Pero esto implica la renuncia a toda posibilidad de asegurar el symfonein autó.

Si, frente a la antropología filosófica (en su antigua forma idealista o incluso en la forma de la f. existencial), el teólogo acentúa la novedad de la nueva creación, que libera la palabra divina de su vinculación a la capacidad de oír del hombre viejo, con ello pone en tela de juicio no sólo el método filosófico de apelar a una conciencia de sí mismo previamente dada, aunque oculta (con lo que sustrae la predicación del nuevo mensaje a toda &v&livrjatq ), sino también toda posible apelación teológica a la conciencia de sí mismo del hombre viejo. Mas esto entraña la renuncia a todos los argumenta credibilitatis, que tienen por objeto aproximar el mensaje al oyente que todavía no cree; brevemente, eso implica la confianza exclusiva en la fuerza de la palabra que se hace inteligible a sí misma. Ahora bien, con esta confianza exclusiva la teología en su totalidad se haría superflua.

Si, finalmente, frente a la cuestión filosófica sobre la totalidad y el fundamento del mundo, el teólogo resalta la libertad del Señor divino, que en el juicio puede aniquilar o renovar el mundo como él quiera, con ello hace problemática no sólo la «teología metafísica», sino juntamente toda posible «cosmología teológica». Ahora bien, eso entraña la renuncia a toda posibilidad de entablar diálogo, en nombre de la fe, sobre cosas de este «mundo profano».

La radical crítica teológica a la f., si se mantiene consecuente, hace necesaria una crítica igualmente radical de la t. frente a sí misma. De esta manera, en lugar de una separación entre f. y t. (que se muestra irrealizable), despierta la conciencia de la diferencia entre t. y fe. La crítica de la f. intentada en nombre de la fe, recuerda a la t. misma que todo intento de interpretar el mensaje de fe por reflexiones humanas, se queda necesariamente atrás respecto del mensaje mismo que se interpreta. Esta conciencia autocrítica que nace de la discusión con la f., parece ser tan necesaria para la t. como el servicio positivo que deben prestar aquí la lógica, la antropología, la cosmología y la metafísica filosóficas.

c) Cuestiones teológicas especiales y ayuda de la filosofía

Bajo la impresión de esta crítica a sí misma a través de la crítica a la f., la teología puede inclinarse a renunciar a la formación de un sistema (con ayuda de la lógica filosófica), a la apelación a la inteligencia de sí mismo que tiene el hombre (con ayuda de la antropología filosófica y del esclarecimiento de la existencia), a la interpretación del mundo (y a la confrontación con la cosmología y metafísica filosóficas) y a la reflexión sobre las posibilidades de su propia inteligibilidad (con los medios de la reflexión transcendental). Hasta ahora bajo todas estas formas a la vez se ha cultivado necesariamente la f. Pero la t., para evitarlo puede intentar limitarse a hacer oír la palabra, anunciar la hora de esta palabra y confesarla ante los pueblos con todo el apremio de su exigencia.

Sin embargo, ni aun así escapa la t. a la necesidad de reclamar la ayuda de la f. Su puro servicio a la palabra no es posible sin reflexionar sobre qué es «palabra», cómo puede «administrarse» la palabra y cómo llega ésta a ser «entendida» por el oyente. Con tales reflexiones se pisa ya el terreno de la f. del -->lenguaje y de la -a hermenéutica.

El anuncio de la hora de la salvación o del juicio requiere una reflexión acerca de cuál sea el fundamento de que el mundo y el hombre estén constituidos de tal manera que en una determinada «hora» se decida sobre ellos en conjunto (p. ej., cómo se comporta la historicidad del hombre que existe en tales horas con la «historia» inherente a los acontecimientos acaecidos en fechas concretas). Ahora bien, con tales reflexiones la t. ha entrado ya en los temas de la f. de la historia (cf. también ->historia e historicidad).

Si, finalmente, debe predicarse ante los pueblos la exigencia apremiante del mensaje, es necesario reflexionar sobre cómo se comporta este mensaje con las religiones y la irreligiosidad de esos pueblos (se plantea, p. ej., la cuestión de si el cristianismo ha de contraponerse como «verdadera» religión a las religiones «falsas» de los pueblos, o si ha de predicarse como «perfección de la religión en general», o si en virtud de su esencia no puede incluirse en el nombre genérico de «religión» y en consecuencia ha de realizar la superación de la religión en general positivamente y, por tanto, más radicalmente que el ateísmo moderno). Comoquiera que se defina la relación del mensaje cristiano con la religión o la irreligiosidad de los pueblos, esta definición incluye en todo caso una afirmación sobre la religión como tal y se mueve por tanto en el campo de la f. de la -+ religión.

Dentro de la ciencia histórica, muchas cosas hablan en favor de la tesis de que los estudios filosóficos en el campo de la f. del lenguaje y de la hermenéutica, de la f. de la historia y de la f. de la religión, tienen que prestar a la teología en sus problemas actuales servicios todavía más urgentes que las reflexiones -por lo demás también imprescindibles hoy día - de la lógica, de la f. natural y de la metafísica.

d) Retrospección: puntos fundamentales sobre la relación entre filosofía y teología

1º. Desde hace algunos siglos, parece que en la conciencia de filósofos y teólogos la relación mutua entre los dos modos de «amor a la sabiduría» está determinada por la preocupación de que a cada uno le amenaza el otro con una restricción de su libertad y autonomía.

De lado filosófico, se da expresa o tácitamente la sospecha de que la t. espera de la f. que le ayude a demostrar o, por lo menos, hacer verosímiles con medios de la razón natural tesis que son ciertas para la fe por otro motivo. Con semejante imposición del contenido por parte de la t., la f. se vería obligada a ligar de antemano su preguntar y buscar a un resultado previamente fijado, y con ella la apertura de su preguntar y la peculiaridad crítica de su investigar serían una mera ficción hacia fuera. Y de esa manera se convertiría en una ancilla theologiae carente de libertad.

De lado teológico, se da la sospecha de que la f., con sus esquemas sistemáticos, somete los contenidos del mensaje de la fe, como nuevos «casos», a las antiguas reglas de su lógica, metafísica y antropología, logradas por otros métodos, de que así hace al espíritu humano juez de la palabra de Dios y, al penetrar en la teología, somete la libre locución de Dios a las leyes de la sabiduría humana.

2 ° Esta sospecha mutua puede documentarse por ambas partes con ejemplos históricos. En la historia de la t. se han dado una y otra vez intentos de utilizar la f. con intención misional o apologética, para fundamentar a posteriori lo que ya estaba de otro modo asegurado para el creyente. Igualmente en la historia de la f. se han dado una y otra vez intentos de «hacer inteligibles», o por lo menos «salvar», los enunciados bíblicos interpretándolos como testimonios de una conciencia, en el fondo filosófica, que se habría expresado en forma religiosa solamente por falta de una adecuada inteligencia de sí misma, pero cuya «verdad» sale a la luz tan pronto como se desarrollan explícitamente la metafísica, la antropología e incluso la filosofía existencial implicadas en ella.

3° Pero estos intentos, que se han dado en casos concretos de la historia, y la fundamental desconfianza mutua que de ahí se deriva, se fundan, sin embargo, en una mutua interpretación falsa de la f. y de la t.

T. y f. se refieren a una verdad que no es sólo, ni en primer término, la apertura de un objeto, sino, más bien, la condición de posibilidad del «ver» y de lo «visto». Por eso, sólo se entienden ambas a sí mismas en la medida en que se dan cuenta de la necesaria inadecuación de su lenguaje. En efecto, tienen que utilizar la forma del discurso objetivo para designar aquello que, como condición de la posibilidad del conocer y de lo conocido, permanece esencialmente distinto de todos los objetos. Ambas son, por tanto, modos de servir a la verdad una, la cual es siempre mayor que cuanto puede predicarse de ella en las proposiciones filosóficas o teológicas. Esta relación constitutiva con la veritas semper mayor impide a la t., no menos que a la f., realizar su tarea a base de un sistema cerrado. Ahora bien, si la inadecuación del hablar y, por ende, el carácter provisional y la apertura del pensamiento son caracteres esenciales de la f., no menos que de la t., consecuentemente es infundada la preocupación de que una de las dos pueda imponer a la otra su propio sistema cerrado y someterla a una ley extraña.

Sin embargo, el hecho de que pueda darse esta impresión se funda en que la apertura teórica de la f., por una parte, y de la t., por otra, tiene en cada caso un fundamento particular y, por ende, una peculiaridad distinta en cada caso. Para la f. el fundamento es el carácter transcendental (y, por tanto, no objetivo) de la verdad; para la t. el fundamento es la decisión soberana de la libertad divina (la cual no puede deducirse de ningún principio). Y su peculiaridad es la interminable reflexión transcendental en la f., y la confesión del carácter misterioso del designio divino en la t. Así surge para la f. la impresión de que la t., al apoyarse en que «así plugo a Dios», zanja la cuestión sobre las condiciones de posibilidad de lo fáctico. Para la t. surge la apariencia' de que la f., con su reflexión sobre las razones de la posibilidad, somete la libertad de Dios a una ley, que ha decidido de antemano sobre lo posible y lo imposible.

También esta impresión es todavía superficial y queda superada fundamentalmente por la evolución histórica de la ciencia.

La reflexión filosófica transcendental, por razones internas de la f., de una doctrina sobre las formas eternas a priori ha pasado a ser una doctrina sobre los modos históricos o fácticos de la mediación entre sujeto y objeto. Por eso, no hay aquí, en las condiciones de posibilidad del conocer y de lo conocido, que deben formularse filosóficamente, ley alguna para tales variaciones efectivas, por las que pueda atribuirse al pensamiento una nueva capacidad de ver y a los objetos una nueva manera de manifestarse. En este punto, la t. queda en libertad de atribuir las condiciones fácticas, en que «el pensamiento logra su fuerza y lo conocido su cognoscibilidad», ya al estado de la razón pecadora, ya al entender que en la gracia ha desplegado su fuerza intelectiva.

En consonancia con esto, por motivos internos de la teología, los enunciados teológicos acerca de las libres acciones salvíficas de Dios han pasado, de una descripción hermenéuticamente indiferente de los «hechos históricos», a una interpretación de esos hechos cuya peculiaridad es haber fundamentado un nuevo entender (cf. la unidad entre el suceso pascual y el nacimiento de la fe pascual). Por eso, la apelación teológica a las acciones libres de Dios no exige una renuncia a la pregunta filosófica sobre la manera como este hecho, en cuanto tal, haya podido darse a entender a la nueva inteligencia del hombre provocada por él. Y a este respecto la f. queda en libertad de concebir la unidad de nueva verdad y nuevo entender como una forma especial de mediación histórica o fáctica entre sujeto y objeto y de preguntar por la estructura transcendental que la hace posible.

Así se ve que la f. y la t. sólo pueden amenazarse mutuamente con la imposición de un sistema en la medida en que, al elaborar sus respectivos sistemas doctrinales, dejen de considerar su relación específica con la verdad. La apertura que en principio les exige su relación con la veritas semper maior, las coloca a las dos en una situación muy parecida. Esta apertura se mantiene en la medida en que ambos reflexionan sobre el hecho de que tanto la f. como la t., en cuanto doctrina elaborada, tienen su origen histórico y su origen real en la philía filosófica o en la teológica, respectivamente.

BIBLIOGRAFÍA: SOBRE LA PARTE i: 1) Para los textos fundamentales véanse las referencias de R. Schaeffler, Wege zu einer Ersten Philosophic (F 1964) 221-229. - 2) Bibliografía general W. Windelband, Was ist Philosophic? Über Begriff and Geschichte der Philosophic: Preludien I (1884, T 51915) 1-54; J. Rehmke, Philosophic als Grundwissenschaft (1910, L - F 21929); H. Rickert, Vom Begriff der Philosophic: Logos 1(T 1910-11)1-34;E. Husserl, Philosophic als strenge Wissenschaft: ibid. 289-341; W. Dilthey, Das Wesen der Philosophic: Gesammelte Schriften V (1907, St - GS 21957) 339-416, tr. cast.: La esencia de la filosofía (Losada B Aires); J. Rehmke, Die Wissenschaft Philosophic: Gesanunelte philosophische Aufsátze (Erfurt 1928) 31-38; E. R. Curtius, Zur Geschichte des Wortes Philosophic im Mittelalter: Romanische Forschungen 57 (Erl 1943) 290-309; H: G. Gadamer, Das Verhaltnis der Philosophic zu Kunst and Wissenschaft: Ober die Ursprünglichkeit der Philosophic (B 1948) 15-28; K. Jaspers, La fe filosófica (Losada B Aires 1953); H. Plessner, Die Frage nach den Wesen der Philosophic: Zwischen Philosophic and Gesellschaft (Berna 1953) 70-98; W. Stegmüller, Metaphysik - Wissenschaft - Skepsis (F - W 1954); M. Heidegger, Was ist das - die Philosophic? (Pfullingen 1956), tr. cast.: ¿Qué es eso de filosofía? (Sur B Aires); K. Lówith, Wissen, Glaube and Skepsis (1956, GS 31962); J. Pieper, Was heiBt philosophieren? (Mn 1959 y frec.); W. Burkert, Platon oder Pythagoras? Zum Ursprung des Wortes «Philosophic»: Hermes 88 (Wie 1960) 159-177; K. Lówith, Weltgeschichte and Heilsgeschehen. Die theologischen Voraussetzungen der Geschichtsphilosophie (St 41961); G. Patzig: RGG3 V 349-356; K. Jaspers, Der philosophische Glaube angesichts der Offenbarung (Mn 1962); R. Schaeffier, Wege zu einer Ersten Philosophic (F 1964); J. Passmore, Philosophy: The Encyclopedia of Philosophy VI (Lo- NY 1967) 216-226. - SOBRE LA PARTE II R. Bultmann, Welchen Sinn hat es, von Gott zu reden? ThBI 4 (1925) 129-135 (= Bultmann GV 1 26-37); E. Przywara, Religionsphilosophie katholischer Theologie: HPh, Sonderband (1927) (= Schriften II [Ei 1962] 373-511); E. Brunner, Religionspbilosophie evangelischer Theologie: HPh 11 (1928, Mn 21948); R. Bultmann, Die Geschichtlichkeit des Daseins und der Glaube: ZThK 11 (1930) 339-364 (= G. Noller [dir.], Heidegger und die Theologie. Beginn und Fortgang der Diskussion [Mn 1967] 72-94); E. Przywara, Analogia entis: Metaphysik I Prinzip (Mn 1932) (= Schriften III [Ei 19621); E. Brunner, Natur und Gnade. Zum Gesprlich mit K. Barth (T 1934); K. Barth, Nein! Antwort an E. Brunner: ThEx 14 (1934); W. Bange, Formeinheit von Philosophic und Theologie?: Cath 2 (1934) 10-26; G. Sóhngen, Natürliche Theologie und Heilsgeschichte. Antwort an E. Brunner: Cath 3 (1935) 97-114, G. Klamp. Philosophie und «Dialektische», Theologie: ZphF 2 (1947) 84-110; Barth KD I11/3 384-402 (Zur Diskussion mit M. Heidegger und J.-P. Sartre); G. Sóhngen, Analogia entis oder analogia fidei?: Die Einheit der Theologie (Mn 1952) 235-247; E. Fuchs, Gesetz, Vernunft und Geschichte. Antwort an E. Reisner: ZThK 51 (1954) 251-270; G. Sóhngen, Propedéutica filosófica de la teología (Herder Ba 1963); E. Reisner, Die Frage der Philosophic und die Antwort der Theologie: ZThK 53 (1956), 251263; H. Ott, Denken und Sein. Der Weg M. Heideggers und der Weg der Theologie (Z 1959); G. Ebeling, Verantworten des Glaubens in Begegnung mit dem Denken M. Heideggers. Thesen zum Verhaltnis Philosophic und Theologie: ZThK, fasc. 2 (1961) 119-124; idem, Theologie und Philosophie: RGG3 VI 782-830; G. Noller, Philosophic und christliche Theologie: EvTh 22 (1962) 650-661; R. Bultmann, Der Gottesgedanke und der moderne Mensch: ZThK 60 (1963) 335-348 (= Bultmann GV IV 113-127); W. Pannenberg y otros (dir.), Offenbarung als Geschichte (GS 21963); H. Rombach: LThK2 VII 472-478; W. Pannenberg, Hermeneutik und Universalgeschichte: ZThK 60 (1963) 90-121 (= W. Pannenberg, Grundfragen systematischer Theologie [Go 1967] 91-122); F. K. Mayer, Philosophie im Wandel der Sprache. Zur Frage der «Hermeneutilo>: ZThK 61 (1964) 439-491; Rohner GW I 3-268; J. M. Robinson - J. B. Cobb jr. (dir.), Neuland der Theologie, I: Der splte Heidegger und die Theologie (Z - St 1964); H. Gollwitzer - W. Weischedel, Denken und Glauben (St 1965); W. Pannenberg, Die Frage nach Gott: EvTh 25 (1965) 238262 (= W. Pannenberg, Grundfragen systematischer Theologie [GO 1967] 361-386); J. M. Robinson - J. B. Cobb jr. (dir.), Neuland der Theologie, III: Theologic als Geschichte (Z - St 1967); W. Weischedel, Von der Fragwürdigkeit einer philosophischen Theologie: Philosophische Grenzgdnge (St 1967) 151-178; M. J. Riaza, Ciencia y filosofía (Ma 1953); J. Iriarte, La controversia sobre la noción de filosofía cristiana: Pens. 1 (1945) 7-29; A. Brunner, La religión. Encuesta filosófica sobre bases históricas (Herder Ba 1963); J. Pieper, Defensa de la filosofía (Herder Ba 1970).

Richard Schaeffler