D) MOTIVO DE LA FE

 

I. Dios se revela por Cristo

Según el AT el hombre cree a Dios en cuanto se apoya (he emin: forma hiphil de 'aman = estar firme), en la palabra divina (Gén 15, 1-6; Éx 4, 15. 28-30; 14, 31; Is 43, 1.10; Jn 3, 1-5). Pablo se apropia este concepto cuando afirma que la fe acepta el mensaje cristiano como palabra de Dios mismo (2 Tes 2, 13). Mientras que Heb 1, 1 dice que Dios nos ha hablado por su Hijo, el cuarto Evangelio esboza una teología del testimonio (µ«p-rupLa) de Dios por Cristo como fundamento de la fe. Cristo es el revelador de Dios, porque es el Hijo de Dios hecho hombre; solamente el Hijo conoce el misterio personal de Dios en la visión del Padre; en el testimonio humano de Jesús testifica el mismo Hijo de Dios y con él su Padre: por eso creer a Cristo es creer a Dios y apoyarse en la misma veracidad divina (Jn 1, 14-18; 3, 11-13.31-33; 6, 46; 8, 12-55; 12, 44-50; 14, 6-11.24; Mt 11, 27; 1 Jn 5, 10). El carácter cristológico de la fe es, pues, una consecuencia de la ->encarnación; la persona divina del Verbo habla a los hombres en palabras humanas. La fe se funda definitivamente en la persona misma del testigo, y por eso, al creer a Cristo, el hombre entra en contacto con la persona misma del Hijo de Dios; el fundamento formal de la fe es Cristo, o sea, Dios mismo en cuanto se revela en Cristo.

El misterio de Dios, que por Cristo ha destinado la humanidad a participar en su divina vida, es el objeto propio de la fe y transciende la razón humana; no puede ser conocido por el hombre sino a través del testimonio divino. El magisterio de la Iglesia ha sancionado esta doctrina, formulada ya por la teología patrística, afirmando que el motivo de la fe es la autoridad testificativa de Dios, a saber, su infalibilidad y veracidad (Dz 1789 1811 2145).

Los signos de la revelación divina (milagros, etc.), en cuanto conocidos por la sola luz de la razón, no constituyen el motivo de la fe. Siendo el asentimiento de fe absolutamente cierto y libre, no puede surgir como conclusión de un raciocinio, y, por consiguiente, no puede tener su fundamento formal en los signos de credibilidad, en cuanto son el punto de partida de una prueba racional de la existencia de la revelación divina (Dz 1799 1813). Los signos son un presupuesto de la fe, no su motivo formal; la condicionan, pero no la especifican.

La autoridad doctrinal de la jerarquía eclesiástica es norma infalible y obligatoria de la fe, pero no es su fundamento formal. Como comunidad de los creyentes, la Iglesia posee la revelación divina y la transmite mediante su predicación y testimonio; como sacramento de Cristo glorioso, que la vivifica con su espíritu, comunica a los hombres la vida sobrenatural de la fe; pero no constituye el motivo mismo de la fe. Solamente Cristo es el fundamento formal de nuestra fe, porque solamente él es personalmente el Hijo de Dios hecho hombre, el revelador de Dios.

 

II. El fundamento de la fe como objeto de la fe

El testimonio de Cristo es presentado en el cuarto Evangelio como autotestimonio. Cristo es inseparablemente el revelador y el revelado, es el revelador que se revela a sí mismo como tal; exige que se le crea lo que él testifica acerca de sí mismo, y testifica precisamente que su testimonio es digno de fe. Esta exigencia absoluta de que se crea a él lo que él afirma de sí mismo y simplemente porque lo afirma, brota de la conciencia de su filiación divina, y es una afirmación implícita de la misma. Creer es aceptar el autotestimonio de Cristo; es inseparablemente creer a él y creer en él, creer que él es el Hijo de Dios, el revelador, y creerle a él como al Hijo de Dios y revelador (Jn 5, 16-18.38.40.43; 6, 2930; 7, 25-31; 8,14-20.25.28.30.31.45; 10, 24-39; 11, 25-27; 14, 2.10.11). Esto significa que el fundamento de la fe es objeto de la misma, que el acto de fe alcanza ante todo su mismo fundamento formal, es decir, que el hombre cree indivisiblemente lo que Dios ha revelado por Cristo y que Dios se ha revelado por Cristo.

Esta explicación de la estructura íntima del acto de fe ha sido mantenida desde el siglo xiii por todos los teólogos, que atribuyen a la iluminación interna de la gracia una función primordial en el acto de fe. Bajo la atracción interna de Dios hacia sí mismo, el hombre entra audaz y confiadamente en contacto con la verdad personal y transcendente, y, en el acto mismo de creer a Dios que se revela, cree que Dios se revela. La afirmación fundamental del creyente, en la que toda su fe se condensa y expresa, es: Dios ha hablado, se ha revelado en Cristo.

Tomás puso de relieve que lo principal en el acto de fe es la persona, pues se cree precisamente su palabra, y que el aspecto formal de la fe consiste en creer a Dios (ST ii-ii q. 11 a. 1; q. 2 a. 2; etc.). La fe es fe en cuanto el hombre entra en relación personal con Dios que le habla: aquí está el núcleo, esencialmente religioso, de la fe. Al someterse y confiarse a la palabra divina, el hombre se entrega a Dios, que se le comunica y revela en el mensaje salvífico, iluminado por la atracción interna de Dios hacia sí; esta respuesta del hombre afirma implícitamente la existencia de la revelación divina (aun cuando el creyente no siempre se dé cuenta de ello).

Creer no es simplemente aceptar el mensaje, sino aceptarlo como palabra de Dios (2 Tes 2, 13); el contenido de la revelación es digno de fe por sí mismo, pues tiene en sí mismo el fundamento de su credibilidad. Este es el carácter soberano, transcendente e incomunicable de la palabra divina. Dios no puede hablar sino como Dios, y por eso su palabra se afirma a sí misma como creíble y exige ser creída por sí misma (Cristo no se habría revelado como Hijo de Dios, si no hubiese afirmado el valor absoluto de su propio testimonio sobre él). Tan absurdo sería buscar el fundamento de la credibilidad de la palabra divina fuera de ella, como buscar el fundamento del ser divino más allá del mismo; solamente se cree a Dios, como Dios, si se le cree con la sola garantía formal de su testimonio. La fe llega a su definitiva razón de ser, cuando afirma (como expresión de la respuesta total del hombre): Dios ha hablado. La opinión teológica que limita el acto de fe a la afirmación del contenido de la revelación (esta opinión ha sido y es mantenida por los teólogos que niegan la función iluminante de la gracia), despoja el acto de fe de su aspecto formal (por el que la fe es fe: creer a Dios), a saber, de la relación personal del creyente al Dios que le habla.

Lo primero que el acto de fe capta (primum credibile) es, pues, la existencia misma de la divina revelación, o sea, el hecho de que Dios se revela en Cristo. No se trata de una prioridad temporal (no hay acto de fe sin la afirmación de un determinado contenido), sino de una prioridad de credibilidad; la intención primaria de la fe va orientada hacia Dios mismo, que se revela. Esta dirección del movimiento de la fe proviene de la atracción sobrenatural de Dios hacia sí. El hombre puede aceptar la palabra divina en la credibilidad transcendente que tiene por sí misma, porque Dios se le comunica y revela aconceptualmente en su locución interna, haciéndose presente en la sobrenatural tendencia interna hacia él. La iluminación interna de la gracia capacita al hombre para transcender su modo natural de conocer y entrar en contacto con el Tú transcendente. La presencia aconceptual de Dios (que no es una intuición inmediata de Dios, pero sí una nueva captación de Dios sin más mediación que la de la tendencia vivida hacia él) interioriza en el hombre la revelación divina y lo capacita para captarla en su valor transcendente. La fe tiene, pues, como fundamento definitivo el testimonio divino, percibido por la iluminación interior de Dios mismo. Aquí está la razón de la estructura propia de la fe y de su originalidad como conocimiento. En la fe, como en la visión de Dios, el hombre participa en el conocimiento que Dios tiene de sí mismo, en la vida divina; por eso la fe y la visión son tan sobrenaturales como misteriosas.

Aunque la palabra de Dios en la credibilidad que tiene por sí misma (como el ser divino en su aseidad) transciende la razón humana, sin embargo el acto de fe en su aspecto de opción libre cae dentro del campo de la reflexión racional; el hombre debe poder explicarse a sí mismo su actitud de creyente, justificando ante su propia razón la libre decisión de su fe. El acto de fe no es irracional, porque está condicionado por los signos de credibilidad y por el conocimiento racional de los mismos (-> preámbulos de la fe).

BIBLIOGRAFIA: A. Gardell, La credibilité et 1'apologétique (P 21912); K. Eschweiler, Die zwei Wege der Neueren Theologie (Au 1926); A. Lang, Die Wege der Glaubensbegründung bei den Scholastikern des 14. Jh. (Mr 1931); G. Engelhardt, Die Entwicklung der dogmatischen Glaubenspychologie in der mittelalterlichen Scholastik (Mr 1933); R. GarrigouLagrange, De Revelation (R 1945); E. Morl, II Motivo delta Fede da Gaetano a Suarez (R 1953); R. Aubert, El acto de fe (Herder Ba 1965); R. Tucci, La sopranaturalitá delta fede per rapporto al suo oggetto formale secondo S. Tommaso d'Aquino (Na 1961); J. Alfaro, Supernaturalitas fidei iuxta S. Thomam: Gr 44 (1963) 501-542 731-787; Rahner V 11-31 (Sobre la posibilidad de la fe hoy); U. Gerber, Katholischer Glaubensbegriff (Gü 1966); F. García Martínez, Concepto genuino de la revelación, objeto formal de la fe: RET 25 (1965) 2-23; W. Kern, F. J. Schierse y G. Stachel (dir.), ¿Por qué creemos? (Herder Ba 1967).

Juan Alfaro