B) PREÁMBULOS DE LA FE

1. Esta fórmula expresa un aspecto del problema teológico «razón y fe», en último término, «naturaleza y gracia». Es Dios quien gratuitamente se revela y crea en el hombre la capacidad de recibir su palabra; pero es el hombre quien libremente cree y entra en contacto viviente con el Dios de la revelación. ¿Qué condiciones deben realizarse para que el hombre pueda explicarse a sí mismo que su libre decisión de creer a Dios no es arbitraria? ¿Cómo puede cada uno de nosotros justificar ante su propia razón su actitud personal de creyente? En su motivo formal, que es el testimonio mismo de Dios, el acto de fe transciende la razón; pero en su carácter de opción libre debe caer dentro del control del hombre, que no puede menos de preguntarse por el porqué de sus propias decisiones. En el ejercicio de la libertad el hombre no puede renunciar a su razón.

La expresión «preámbulos de la fe» (praeambula fidei, antecedens fidei, etc.) aparece ya en la escolástica del siglo xiii y desde entonces presenta un doble significado. Designa ante todo una serie de verdades metafísicas (la existencia de un Dios personal, señor del mundo y del hombre; la intelectualidad del hombre como apertura al Absoluto, su capacidad para la verdad y su libertad; el valor de los principios fundamentales del ser y de la ley moral, etc.), que la razón puede probar y que la revelación supone, no precisamente en el sentido de que el conocimiento natural de las mismas deba preceder temporalmente a la fe, sino en el de que su negación implicaría lógicamente la falsedad de las doctrinas reveladas y, sin esas verdades, los misterios mismos de la fe carecerían de inteligibilidad interna. Su función no es probar el hecho de la revelación divina, sino hacer inteligible el contenido mismo de la doctrina revelada, en la cual ellas están lógicamente implicadas. Sin los conceptos y conocimientos que constituyen los p. de la fe, los misterios de la revelación serían totalmente inaccesibles al hombre (Dz 1650 1670 2305 2320). Aunque los p. de la fe pueden ser probados por la razón, esto no excluye que hayan sido revelados por Dios y sean en sí mismos objeto de fe (Dz 1785 1786 1807 2305). Desde el siglo xvii algunas de estas verdades metafísicas han sido consideradas como premisas necesarias en la prueba apologética (Dz 1799).

2. Con la expresión p. de la fe y sus equivalentes ha sido designado también desde la edad media el hecho mismo de la revelación, en cuanto conocido por la razón a través de los signos externos de credibilidad (-> milagros). En el AT y en el NT se afirma el valor de los signos divinos de la revelación (Éx 4, 2. 5-16; 14, 5-31; 19, 9; Mc 2, 10-11; Mt 11, 2-6; Jn 2, 11.23; 3, 2; 5, 36; 10, 25.37; 11, 45-47; 15, 22-23; 20, 30-31). El concilio Vaticano i definió la posibilidad de probar el origen divino del cristianismo, partiendo de tales signos (Dz 1813 1812 1794 2305). Esta definición sancionaba una conclusión teológica (en la Escritura nada se dice de un conocimiento racional de los signos de la revelación), unánimemente admitida por los teólogos católicos: la posibilidad de probar el hecho de la revelación por medio de los signos externos de credibilidad es una condición necesaria para que la opción libre de creer a Dios está en conformidad con el carácter racional del hombre.

La revelación divina exige del hombre un «sí» pleno e irrevocable, que imprime en su existencia un sentido definitivo; en la actitud de la fe la libertad humana alcanza su máxima intensidad. El hombre no debe tomar ni mantener una decisión de tal gravedad, si no está cierto de su obligación de aceptar el mensaje cristiano como palabra de Dios («juicio práctico de credibilidad»). Por consiguiente debe poder discernir si su obligación de creer es una ilusión, un fenómeno puramente subjetivo; para esto ha de disponer de criterios, que garanticen su conocimiento de esta obligación. La acción interna de la gracia en el hombre puede ser tal que por sí misma manifieste con suficiente claridad su origen divino. Dios puede llamar a la fe mediante el signo interno de una experiencia religiosa extraordinaria (el concilio Vaticano i definió la validez de los signos externos, pero de ningún modo excluyó el valor del signo interno, cuya posibilidad ha sido admitida siempre en la teología católica: Dz 1812). Pero es un hecho comprobado que en la generalidad de los creyentes la acción interna de la gracia no es suficientemente clara para legitimar la certeza de la obligación de creer; es normalmente imposible transformar la experiencia religiosa personal en un signo cierto de la invitación divina a la fe. Si no se quiere admitir que la fe es una decisión ciega, hemos de reconocer necesariamente el valor de los signos externos de credibilidad, como garantía de nuestra conciencia de la obligación de creer (Dz 1790; la -> apologética prueba la validez de estos signos, que corresponden al carácter social-eclesial de la revelación. Cristo y la Iglesia son el signo supremo de la revelación divina). El conocimiento de los signos de credibilidad es anterior al acto de fe (pues en ellos se funda la certeza del deber de creer) y consiste en una conclusión racional (por el signo se llega a la realidad significada); es por tanto un acto de la razón («juicio especulativo de credibilidad»: los signos prueban la existencia de la revelación). El acto de fe presupone la persuasión de que se debe creer, y ésta a su vez presupone que el hombre es absolutamente capaz de legitimar de algún modo ante su propia razón el porqué de su obligación de creer; tal legitimación no es normalmente posible sin el conocimiento racional del hecho de la revelación. En la realidad viviente de la fe este conocimiento racional raras veces es formulado expresamente; está implícitamente contenido en la misma percepción concreta de la obligación de creer, en cuanto tal percepción surge bajo el influjo de los signos.

3. Mediante los signos y su conocimiento racional el hombre controla, no la interna credibilidad de la palabra divina, sino su propio conocimiento de la obligación de creer y su propia decisión libre de creer, que sin ellos sería ciega. Los signos y la razón llegan solamente hasta el juicio práctico de credibilidad; no penetran en el santuario mismo del acto de fe, que surge bajo la acción exclusiva del testimonio divino, actualizado internamente por la atracción divina (->motivo de la fe), y de la libertad del hombre. Introducir en el asentimiento mismo de fe un elemento racional cualquiera significaría destruir su absoluta certeza, pues a través de los signos de credibilidad no se alcanza (al menos de ordinario) una plena evidencia racional del hecho de la revelación. La posibilidad de un conocimiento racional de los signos de la revelación es un mero requisito de la rectitud de la opción libre, que el hombre realiza al creer a Dios. Esto no significa que de hecho el conocimiento racional de los signos sea efecto exclusivo de la razón humana; juntamente con los signos de credibilidad Dios da al hombre la luz sobrenatural de la gracia (Dz 1789 2305). Los signos de la palabra divina no se presentan ante el hombre como datos de un problema puramente objetivo, sino como manifestación de una intervención divina, que da un sentido nuevo a la existencia humana: en sus signos Dios se hace presente al hombre y le dirige una llamada. Ante esta llamada entra en juego la libertad del hombre y, por consiguiente, la gracia divina. La percepción concreta de la obligación de creer tiene su origen en un factor racional (el conocimiento de los signos) y en un factor suprarracional (la iluminación sobrenatural), vitalmente unidos en una sola llamada, exterior e interior a la vez. La razón permite discernir los signos divinos; pero es la gracia la que hace ver en ellos la vocación personal a la fe (ST iI-Ii q. 1 a. 5 ad 1). La iluminación interior transforma el conocimiento racional de los signos en la conciencia de que Dios me llama a creerle. El «juicio práctico de credibilidad» implica un elemento personal, inefable e incomunicable, que es la repercusión de la llamada divina en la conciencia. La atracción interior de la Verdad personal hacia sí misma determina en el hombre un conocimiento per connaturalitatem, en el cual se percibe vitalmente la invitación a superar lo creado y apoyarse en la palabra divina según su transcendente credibilidad.

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Juan Alfaro