ESTADO, FILOSOFÍA DEL ESTADO
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I. Concepto y elementos

Esta denominación usada actualmente de forma general, pero no exclusiva, para designar la comunidad política está difundida desde el siglo xvi. Anteriormente predominaban los términos polis, civitas, regnum, regimen (Government sigue prevaleciendo todavía en el ámbito cultural angloamericano). Se significa con ello la forma de vida transfamiliar y duradera de un grupo de hombres, individualizada por diversos factores de tipo cultural, geográfico y biológico. A este respecto revisten una importancia capital el orden positivo del derecho, la acomodación constante a las condiciones de vida que cambian sin cesar y el cultivo de tales condiciones. Desde aquí pueden deducirse fácilmente los cuatro elementos esenciales de la figura social del Estado. El concepto de E. exige: 1) un número indefinido de personas en y con sus familias (también en sentido amplio), con su propiedad, las cuales tienen la voluntad duradera de convivir con el fin de alcanzar una vida mejor; o sea, la existencia de un pueblo; 2) una parte de tierra habitada permanentemente por este pueblo; 3) una autoridad pública que decida en última instancia, que exija obediencia y tenga poder para dictar eficazmente sus leyes y urgir su cumplimiento para la protección de todos y cada uno y para resistir a las amenazas exteriores; 4) duración, es decir, la voluntad general de convivencia se mantiene en la sucesión de generaciones y queda intacta a través de las «modificaciones de la constitución». Naturalmente, es derecho de un pueblo el unirse con otros pueblos en un E. federado, renunciando así a su soberanía plena, hasta llegar a una federación mundial, lo cual puede constituir incluso un deber ineludible. Dentro de este concepto general de Estado pueden incluirse las rudimentarias formas de vida política de los pueblos de la prehistoria, los grandes Estados de la actualidad y, finalmente, el «Estado universal» mismo.

II. Justificación del Estado

La experiencia histórica y la reflexión filosófica muestran que el E. es una estructura necesaria de la sociedad, exigida por la naturaleza social del hombre en su unidad corpóreo-espiritual y en su libre disposición sobre la naturaleza. El E. es tan necesario como la comunidad matrimonial y familiar para el hombre, que forzosamente ha de reproducirse a través del doble sexo. Sin embargo, Estado y familia son estructuras sociales esencialmente distintas en su sentido y en su finalidad, en la autoridad y poder que les corresponde a cada uno, y en su duración. Ciertamente ambos son naturales y necesarios; pero, no obstante, en virtud de una determinada imagen del -4 hombre y de la consecuente concepción de su naturaleza social y política, desde la antigüedad la politología ha definido el E. como sociedad perfecta y la familia como -> sociedad imperfecta. Sociedad perfecta significa en primer lugar que tiene un fin propio y esencial, el -+ bien común, y, en segundo lugar, que dispone de todos los medios esenciales para conseguir ese fin. Un E. es jurídicamente independiente de los otros Estados, aunque está sometido al -+ derecho internacional (es evidente que el pueblo, los Estados y sus asociaciones se hallan sometidos al universal derecho natural). Esto es lo que se llama «soberanía», es decir, la facultad de decidir sobre la independencia y seguridad de la vida propia del E., sobre la protección e imposición de la ordenación legal positiva, es decir, histórica, sobre la reforma constante de ésta y de la ordenación social según las reglas de la justicia social (pues el derecho positivo correrá siempre el riesgo de convertirse en injusticia: summum ius, summa iniuria). Tomando conciencia de sus cometidos legislativos, jurídicos y ejecutivos, el poder estatal debe decidir continuamente cómo hay que configurar con rectitud las relaciones humanas, lo que es derecho o no lo es entre personas, familias y grupos, cuándo un -> deber ético ha de transformarse en una obligación jurídica que puede urgirse por la fuerza. En el concepto de soberanía hay que distinguir entre el elemento material y el elemento formal. En el ámbito social, el Estado particular puede transferir decisiones a una organización supraestatal, p. ej., el ius belli. En lo religioso tiene la posibilidad de adoptar una actitud neutral, concediendo la libertad religiosa e introduciendo la separación entre --> Iglesia y Estado; sin inmiscuirse, por tanto, en lo relativo a la religión de sus ciudadanos. Puede pactar alianzas con los Estados vecinos, y acordar uniones y federaciones con ellos, lo cual, evidentemente, implica la renuncia a ciertos actos de soberanía. Puesto que el concepto de «soberanía» está gravado con una hipoteca histórica, en su lugar se usa el de independencia; pero poco cambia en la cosa misma.

III. Origen del Estado

El origen del E. está fundamentado en la naturaleza humana. La frase de Aristóteles según la cual el que no vive en la «polis» es una bestia o un semidiós sigue siendo válida. El hombre es una persona ligada al cuerpo, y en consecuencia se preocupa por su existencia, por asegurar su vida, su libertad y su propiedad. Quien cuida del sustento corporal de un hombre puede dominarlo fácilmente, y quien no tiene ninguna propiedad, con suma facilidad se convierte en propiedad. Si se miran en conjunto los conceptos de vida y libertad, es decir, iniciativa propia, configuración de la vida, elección libre de la profesión, del cónyuge, de la vivienda, participación en el E. y derecho a adquirir propiedad, se echa de ver la necesidad del E., que debe ser un E. de derecho. Nosotros transferimos a un grupo elegido o individualizado de algún modo el «monopolio» de la legislación, de la reforma del derecho y de su ejecución; y lo hacemos lo suficientemente poderoso para que pueda resistir a cualquier poder «privado», que pretenda imponer como absoluto el derecho privado, de manera que este mismo grupo garantice una pública, segura, rápida y justa realización del derecho, y proteja así la pacífica ordenación pública y la seguridad de los derechos privados. Pero con ello se da el dilema constante del problema del poder: el -->poder público, es decir, el del Estado, necesariamente debe tener la fuerza suficiente para que (con excepción de la legítima defensa) pueda hacer superflua la imposición por cuenta propia de los derechos e intereses privados, pero no ha de adquirir tanto poderío que en vez de servidor del derecho se convierta arbitrariamente en su destructor. Éste es el cometido preferente del derecho constitucional, el cual da normas para el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial, delimita sus competencias, protege el núcleo substancial de los derechos personales, garantiza un ordenado derecho procesal, y determina las posibilidades y los límites de los órganos del E. El poder no puede ser el fin del E. a pesar de la seducción continua a caer en tal peligro; su fin es preferentemente la justicia. Los hombres han soñado siempre con una sociedad anarquista, sin poder ni dominio. Tales sociedades tuvieron siempre una vida breve y no pocas veces, en virtud de un «caudillaje» carismático, se convirtieron en dictaduras o Estados totalitarios.

IV. Nacimiento histórico del Estado

La historia del nacimiento del E. debe distinguirse de su origen. En el último medio siglo han surgido docenas de Estados, o por descomposición de Estados anteriores, en virtud del principio nacionalista («cada nación su Estado»), o por una unión federativa, o por una sublevación victoriosa con el posterior reconocimiento internacional, o por la independencia, concedida más o menos voluntariamente, de territorios coloniales. No se alude a esto en la cuestión del nacimiento, pues tales Estados nuevos presuponen ya Estados, o colonias dependientes de algún E. La cuestión del nacimiento del E. se refiere, no al acto históricamente documentado de la constitución de un E. concreto, sino a la formación del E. en general. El fenómeno del E. se debe, o bien a una necesaria ley biológica de la evolución natural, sin cooperación causal de libres actos humanos, o bien a una actuación libre del hombre (si prescindimos de los mitos acerca de la fundación divina del Estado). En el primer caso el problema no se presenta a la filosofía del E., sino solamente a la filosofía de la naturaleza. En el segundo caso caben dos posibilidades: a) los actos relativos al nacimiento del E. proceden de la naturaleza del hombre, de tal manera que ellos, aun siendo libres, en cuanto al contenido intencional pertenecen necesariamente a la consumación de la esencia humana; b) dichos actos son acciones totalmente libres de los hombres que se ponen de acuerdo, sin ninguna necesidad objetiva u obligación ética, estando movidos a lo sumo por razones de utilidad. Como figura jurídica adecuada para designar tales actos, la filosofía del E. ha usado el concepto de contrato social o estatal, afirmando que el E. nació por un contrato, p. ej., en virtud de la aceptación general de las decisiones y sugerencias arbitrales del prestigioso jefe de una gran familia. Aquí se trata siempre de un contrato estatal, es decir, de una forma objetiva en su contenido moral, de una forma de convivencia independiente de la voluntad de cada hombre individual y más perfecta con relación a la imagen humana. De ahí que este contrato estatal no pueda rescindirse ni estar atado a condiciones que contradigan al E. Entonces los mutuos derechos y obligaciones del E. y de sus ciudadanos están dados objetivamente y no constituyen ningún problema en orden a su aceptación por parte de las generaciones posteriores. Tampoco es necesario construir un status naturales, en el cual con demasiada frecuencia se supone que estaban ya más o menos formadas instituciones típicas de derecho civil, como la propiedad privada, el dinero, etc. (John Locke). Parece obvio que el contrato social debiera contener (pues de otro modo deberíamos admitir un segundo contrato de sumisión) el hecho de una determinada forma positiva y jurídica de gobierno o de constitución, tal como lo enseñaron algunos filósofos medievales. Es esencial que las personas que se unen en un E. se conviertan en pueblo y que radique en ellas el poder constitucional, es decir, que el portador por derecho natural del poder estatal sea el pueblo. En armonía con eso, las formas de gobierno y el derecho constitucional, en cuanto allí no se trate de una simple declaración del derecho natural, son derecho positivo y variable, de modo que no hay una monarquía de derecho divino, ni una república representativa ni una democracia directa de derecho natural que sea la única constitución legítima. Este era por lo menos el sentido de la doctrina de la transmisión enseñada por los escolásticos. El contrato social de Hobbes estaba encaminado solamente a engendrar el deus mortalis, el soberano totalmente absoluto, que garantiza un orden incondicional, fundado sobre una obediencia igualmente incondicional o, mejor, sobre una incondicional conformidad externa. Según el contrato social de Locke, los derechos naturales de la vida, libertad y propiedad, reconocidos ya en el estado de naturaleza, quedan mejor protegidos en el status civilis, y el poder del E. se limita a esta protección. La intención de Rousseau fue: reformar con la teoría del contrato social la sociedad corrompida y desigual; hacer eficaces los derechos naturales en una democracia directa y en los derechos «civiles»; y esquivar el problema de la autoridad mediante la identificación entre súbdito y ciudadano, cifrándola en la ilimitada «volonté générale», con sus tendencias totalitarias.

Las importantes y esenciales diferencias entre la antigua doctrina del contrato y las teorías de Locke, Hobbes y Rousseau, y las diferencias entre estas teorías mismas, por un comprensible miedo a la revolución del predominio de las tendencias monárquico-conservadoras y legitimistas, no se tuvieron suficientemente en cuenta durante el siglo xix. Y la doctrina de la transmisión defendida por los padres y por la escolástica medieval y moderna fue suplantada por la «teoría de la designación»; pero en el siglo xx otra vez ha vuelto a ser una opinión común muy difundida.

V. Fin del Estado

El ->bien común como fin del E. o como unidad orgánica de los fines del E. en general es reconocido desde Platón y Aristóteles, que ven el primero y más importante cometido del Estado en la realización de la justicia. Los preámbulos de las constituciones modernas dan con frecuencia muy buenas definiciones del bien común. Así p. ej., la constitución de los EE. UU. de 1789 dice que «el pueblo de los EE. UU. se dio esta constitución para instaurar la justicia, asegurar la paz interna, atender a la defensa frente al exterior, promover el bienestar general y asegurar las bendiciones de la libertad para él y sus descendientes». La justicia de la ordenación social interna, instaurada como un orden de paz y seguridad jurídica que tiene su motivo y alimento en los valores morales, aunque sin identificarse simplemente con el derecho vigente, es el primer cometido del E. A este respecto los derechos y deberes de los ciudadanos y del poder estatal se corresponden mutuamente. El derecho objetivo positivo y los derechos subjetivos positivos, tal como tienen su fundamento y legitimación en el derecho natural objetivo y en los derechos naturales, son contenidos del bien común. En este sentido todo es E. de derecho, prescindiendo de su modalidad histórica y de la forma de gobierno. El E. no es el derecho ni su señor, sino que vive en el derecho, y su poder tiene el fin de servir al derecho y protegerlo.

Pero el bien común es más que un mero orden positivo del derecho. Este mismo orden está soportado por las virtudes específicamente sociales y políticas: la libre obediencia moral de los ciudadanos libres; su legalidad, es decir, la justicia del bien común; la mutua ayuda libre, la cual nivela las separaciones del derecho positivo con su duro «mío y tuyo»; la fidelidad a la profesión en la vida social y económica dentro de las comunidades subordinadas; todas las virtudes que crecen en el jardín de la familia. En el E. de economía (social) de mercado, con su amplia división de trabajo y especialización, condicionadas por la técnica, el bien común no puede realizarse solamente por el derecho civil, es decir, por la libertad de contrato y de propiedad, pues esta libertad sólo puede conservarse bajo el presupuesto de un poder igual de negociación. La férrea ley de salario de la clásica economía nacional desligó completamente el trabajo realizado de la retribución, y así originó el problema obrero y la cuestión social de la sociedad de mercado. Entonces, con miras a una justa participación en el bien común, hombres con sentido del derecho a base de la justicia distributiva crearon el moderno derecho social, fundaron y protegieron las organizaciones de trabajadores, y exigieron la «redención de la existencia proletaria» mediante una política positiva de propiedad y una distribución más justa de la renta nacional. Como obligación frente al bien común concreto, el E. mantiene y apoya las escuelas públicas y privadas en todos los grados, promueve el acceso a ellas de los capacitados, fomenta las artes y el deporte social; y, por exigencias del mismo bien común, es decir, de la moral de todos, deberá reglamentar la libertad ilimitada que los medios de comunicación de masas trae consigo, pues no hay libertad pública sin responsabilidad personal. También de cara al bien común, el E. deberá preocuparse igualmente de cosas más materiales, como edificios e instituciones públicas de todo tipo, calles y plazas, parques de juego y zonas de protección de la naturaleza.

Las dos formas de la justicia del bien común son la legal, que define los deberes de los ciudadanos con relación al bien común, y la distributiva, que impone al poder estatal el cuidado justo del bien de todos los ciudadanos. Éstas son las virtudes clásicas, a las que hoy se añade todavía la justicia social. Mutatis mutandis, ellas también tienen su función en la comunidad de los pueblos.

El valor central del bien común ayuda también a esclarecer el problema de la legitimidad del poder estatal y del derecho de ->resistencia activa contra los tiranos, que antes ejercían legítimamente el poder estatal. Es tirano el que lesiona grave y habitualmente el bien común, bien por convertir su gobierno en un E. de injusticia, p.ej., despojando arbitrariamente de sus derechos a clases enteras de la población, bien abusando de su poder en aventuras de política exterior. En estos casos el pueblo, cuyo bien común ha sido lesionado gravemente, tiene derecho a la resistencia activa. Y, naturalmente, como un pueblo está siempre articulado y no es una masa anónima, los que hacen uso de ese derecho son grupos especialmente capacitados para ello y llamados objetivamente a ello; con lo cual realizan actos públicos. Depende de la situación concreta el que un determinado acto de resistencia sea legítimo. Desgraciadamente, la doctrina clásica de la resistencia, desde el absolutismo, ha estado descuidada en la doctrina sobre el E. y en la teología moral; y con ello ha caído en olvido el tema del nacimiento del E., de los que ejercen el poder y de la doctrina de la transmisión.

Una posición realista no aceptará jamás una oposición demasiado simplista entre individuo y E. pues por necesidad natural las personas particulares son miembros, no sólo de una unión de familias, sino también de muchas sociedades creadas libremente, de manera proporcional al desarrollo general de la cultura. Estas sociedades, en el ejercicio de sus derechos de autodeterminación y autoadministración, sirven a fines económicos, profesionales, culturales, educativos, religiosos, etc.

A su vez, cada una de las sociedades mencionadas tiene su bien común parcial, que se halla al amparo del más amplio bien común político y debe ser fomentado por éste. La relación entre ambos polos del bien común está determinada por el principio de -* subsidiariedad. El método y la manera del uso práctico de este principio dependen del grado de desarrollo cultural. Sin embargo, debe evitarse el peligro de un Estado que se cuida de todo, en el cual todos los servicios y cometidos sociales están en manos de la burocracia. Esta forma de gobierno ha sido abandonada ya con la creación de la política social, económica y cultural que introdujo el «E. vigilante» del liberalismo económico, el cual sólo garantizaba el derecho de propiedad y la libertad de contrato.

VI. Estado y sociedad

A partir de aquí se puede encontrar un fundamento para la solución de los problemas Estado-sociedad, Estado-nación y Estado-Iglesia (-> Iglesia y Estado). En el E. moderno los derechos fundamentales delimitan más o menos exactamente una esfera de la vida social general, cuya libre configuración concreta está garantizada fundamentalmente por la iniciativa propia de la persona o de las personas y por la autoadministración de éstas. El E. como ordenación jurídica pone a disposición de las personas determinadas figuras del derecho, p. ej., propiedad privada y pública, contrato, las asociaciones como personas jurídicas, y garantiza su protección mediante las leyes generales, si bien bajo la cláusula de subordinación al bien público. Estas muchas asociaciones constituyen la sociedad privada, la cual se forma libremente y se distingue del E. como poder del orden público. Por tanto, la distinción implica directamente una constitución libre del E., en contraposición al E. totalitarista, que rechaza necesariamente esa distinción.

VII. Estado y nación

En relación con las tendencias democráticas e igualitarias de la -> revolución francesa surgió el principio: «A cada nación, su Estado», o sea, el Estado nacional es la forma ideal. En realidad se dio y se da siempre, especialmente en los Estados nuevos surgidos de antiguas colonias, el E. multinacional, así como el E. a-nacional, p. ej., en Canadá y los EE. UU. Lo nacional siempre es tan sólo un factor especialmente fuerte de integración, el cual se convierte con facilidad en un nacionalismo virulento elevado a principio universal, con todos los riesgos que semejante época del nacionalismo ha traído consigo.

VIII. Estado y religión

En oposición al E. de la antigüedad y al imperio romano, en los cuales el E. comprendía también la esfera religiosa y se convirtió en medio de salvación, con la entrada del cristianismo en la historia, el imperio y el E. pierden su carácter sagrado. Ni el E. ni su soberano son ya garantes de la salvación. El E. se refiere a lo temporal, a la felicitas terrena, a la ordenación de este mundo. De ahí la dura reacción del imperio romano y de los emperadores contra la pequeña secta christianorum; y también se explica así el deseo de Constantino de convertir la Iglesia, ya muy extendida, en garante del imperio. En contra de esto la doctrina cristiana ha fundado el E, sobre el derecho natural y lo ha limitado a éste. En el ámbito de la religión revelada y de la Iglesia instituida por Dios, el E. no tiene ninguna jurisdicción; pero los deberes y derechos naturales que tiene el ciudadano no quedan modificados por el status gratiae: non eripit mortalia qui regna dat caelestia.

Sin embargo, en todas las formas históricas de relación entre E. e Iglesia, ésta debe reclamar la libertad de enseñanza, de apostolado, de misión y de vida sacramental para sí misma y para sus miembros (en particular los laicos), y por supuesto que debe reclamarla también en la sociedad pluralista y en su forma política del E. religiosamente «neutral».

IX. El poder del Estado

El E. como universal, permanente y coordinadora unitas ordinis entre personas, familias y sociedades, es inconcebible sin el poder estatal, que en casos de conflicto protege eficazmente el bien común e impone el derecho. El amor y el espíritu de amistad pueden y deben animar y vivificar la vida social. Pero también los que aman, incluso los santos, tendrán siempre opiniones distintas, sinceramente elaboradas, sobre lo que en concreto «se debe hacer»; entre los hombres' el derecho, la autoridad y, sobre la base de éstos, el poder ejecutivo son necesarios. Ubi societas, ibi ius; ubi ius, ibi auctoritas et potestas. La persona encarnada, el hombre, vive existencialmente en medio de una continua amenaza contra su cuerpo y su alma por causa de la naturaleza y de los demás hombres; él aspira a una secura libertas. Pero si el derecho es ineficaz, amenaza un bellum omnium contra omnes, el cual sólo puede superarse mediante un poder eficaz del derecho. El poder del E. se crea junto con el contrato social, y su portador por derecho natural es el pueblo unido, que en interés de la mejor realización del bien común puede transmitir o delegar el poder del E. a una persona (monarca) o un grupo de personas, como sucedía p. ej., en la lex regia del derecho romano. De esta doctrina se desprende que las formas de Estado o de gobierno son de derecho positivo y están condicionadas históricamente. Ninguna forma, ni siquiera la democrática, es de derecho natural o de derecho divino.

X. Formas de Estado

No hay una única forma legítima de E., sino que el principio exclusivo para la legitimidad, y también para un cambio justo de la forma de E. mediante la -->revolución, es y continúa siendo la mejor realización del bien común según las circunstancias. Esto puede legitimar también una revolución ilegítima en su origen, a saber, cuando la forma de E. que así ha surgido realiza de hecho y permanentemente el bien común concreto. La doctrina de la designación, defendida con frecuencia en el siglo xix (el poder del E. no es transmitido, sino que se «designa» solamente su portador; esta doctrina echó raíces en el derecho canónico después de la superación del -> conciliarismo, que se basa en la idea de que la Iglesia es una corporación), es poco fructífera y, además, está demasiado condicionada por el momento histórico (ideas antirrevolucionarias, posible confusión con la falsa doctrina de Rousseau acerca de la soberanía de la infalible voluntad común), de modo que actualmente apenas tiene defensores.

En virtud de lo dicho es comprensible la así llamada «indiferencia» de la Iglesia católica frente a las formas históricas del E. Estas son de derecho humano; su legitimación suprema es la realización concreta del bien común, al cual tiene un derecho incondicional el pueblo presidido por el E. surgido históricamente. La Iglesia universal, llamada a enseñar a todos los pueblos, sabe adaptarse a todas las culturas y civilizaciones humanas. Ella reconoce al E. como autoridad in suo ordine maxima; y sabe que en las formas cambiantes de E. vive el pueblo permanente, individualizado por muchos factores no políticos. La misión que la Iglesia ha recibido de Dios es llevar a los miembros de ese pueblo hacia la salvación en un clima de libertad.

El E. social constitucional, erigido sobre el principio democrático de legitimación por el consentimiento de los ciudadanos, con las instituciones de los derechos del ->hombre y de los ciudadanos, con la división de poderes y la responsabilidad del gobierno ante el pueblo o ante el parlamento elegido por él, con su vinculación al derecho (E. de derecho), parece haber resuelto el problema que formuló Abraham Lincoln: «El gobierno debe ser suficientemente fuerte para protegernos, pero no ha de ser tan fuerte que pueda oprimirnos.»

XI. Estado y comunidad de pueblos

El E. histórico concreto es la forma de vida de un grupo de hombres, el cual está individualizado por algunos factores no políticos de tipo cultural, espiritual, lingüístico y material (p. ej., de tipo geográfico, tecnológico y económico). Por esto se dará siempre una pluralidad de Estados, que posiblemente en el futuro se confederarán en medida creciente. Los Estados son, por consiguiente, ramificaciones internacionales de la suprema y verdadera comunidad: la humanidad. Esto de ningún modo queda excluido por el carácter del Estado como «sociedad perfecta». Vitoria y Suárez, los cuales se opusieron a un dominio universal del papa o del emperador, vieron incluso en las tribus (más tarde llamadas) «incivilizadas» de los indios verdaderos Estados. Aunque pudiera parecer así, la vida estatal no se desarrolla en un estado de naturaleza en el sentido de Hobbes, el cual se hallaría controlado exclusivamente por factores de poder, sino que los Estados viven en una comunidad con un bien común específico (Pacem in terris) y con un derecho positivo que se basa en el natural, con el ius inter gentes según la fórmula de Suárez, el cual como derecho consuetudinario y contractual regula positivamente las relaciones recíprocas entre ellos. Al -. derecho internacional se le puede calificar de imperfecto, porque su imposición en caso de conflicto depende del miembro perjudicado y de su derecho a la ->guerra. Por esto fue necesario formular condiciones estrictas para la guerra justa, las cuales hoy día, ante los medios de aniquilación de masas, sin duda son ya insuficientes. La guerra ya no puede entenderse racionalmente ni como un abuso amoral, puramente utilitario, de la fuerza, pues al final no sobrevive nadie para disfrutar del poder conquistado. Tampoco se puede olvidar cómo la mayor parte del derecho internacional es precisamente derecho de paz, que regula el trato pacífico entre las naciones y sus ciudadanos, y establece normas comunes en las comunicaciones, en la sanidad, en el tráfico, en el derecho comercial y en la colaboración cultural para proteger los derechos del hombre. Y su perfecto funcionamiento (en tiempo de paz) es considerado como la cosa más natural.

El derecho internacional es imperfecto en cuanto su seguridad y su constante acomodación al desarrollo de la vida internacional, en cierto modo independiente de tal derecho, todavía no están garantizadas mediante una legislación y un tribunal que la ejecute en última instancia, recurriendo incluso a la fuerza. Se trata todavía de un derecho de coordinación y no de subordinación, es decir, la ejecución del derecho aún depende demasiado de la buena voluntad de los Estados. Por esto de nada sirven las prohibiciones de la guerra (pacto Kellog). Más bien, en parte por la diplomacia, y más todavía por el desarrollo de instituciones jurídicas, han de crearse medios que hagan la guerra como ultima ratio cada vez más superflua. Siempre habrá «conflictos»; el problema está en solucionarlos por medios pacíficos, con justicia y de la manera más sencilla posible. Históricamente ninguna guerra ha sido de suyo inevitable; toda guerra pasó a ser una fatalidad en un momento y un contexto determinados.

Por tanto, el cristiano acogerá con alegría todos los esfuerzos por una eliminación pacífica de los conflictos, todos los esfuerzos espirituales y morales por un conocimiento a tiempo de la posible solución del conflicto. Del mismo modo que en la vida interna del E. se requiere siempre una actividad política, es decir, una constante reforma de la ordenación concreta, en el campo espiritual, en el cultural, en el jurídico, en el moral, en el social y en el económico, tomando como base las virtudes de la justicia y del amor; así también en la humanidad se requiere esta reforma constante del orden vigente, tanto más porque aquí se ha de luchar con el egoísmo y la soberbia nacionales en el entendimiento y la voluntad. El ordo iuris positivi, fortalecido por pactos y protegido por la fuerza, necesariamente debe poderse modificar o reformar por medios pacíficos a la luz del ordo iustitiae, si han de evitarse las guerras civiles y las internacionales. Esto puede ser humanamente difícil, pero no es imposible, pues la evolución general ha creado ya condiciones que posibilitan una negociación política que antes de la segunda guerra mundial parecía inconcebible. ¿Por qué el amor y la justicia humilde no han de poder en lo bueno aquello que el odio y la soberbia diabólica pudieron en lo malo?

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Heinrich Rommen