ESCRITURA
SaMun

 

III. Sobre la teología de la sagrada Escritura

1. Punto de partida

a) Ante todo hemos de pensar que para nosotros, como cristianos, el punto de partida puede y debe ser específicamente cristiano; y sólo desde ahí es posible asumir el AT como parte de nuestra s. E. Nuestra situación es, pues, diametralmente opuesta a la del tiempo del NT, cuando la importancia salvífica de lo acontecido en Cristo debía legitimarse por la Escritura del AT, como instancia considerada válida con toda naturalidad. Esta historicidad del punto de partida no puede ser superada ni olvidada. Así, también el Vaticano 11, Dei Verbum, n .o 2 [cf. n° 71), al exponer el concepto de revelación, parte de la que se produjo en Jesucristo y no de una revelación general, sobre la cual habla por primera vez en el n.° 3. Consecuentemente hemos de preguntar en primer lugar por el punto de partida teológico para la teología del NT. Aquí hemos de presuponer que están resueltas las cuestiones acerca de la relación entre la fe y la fundamentación racional e histórica de la misma, entre la dogmática y la teología fundamental. O sea, aquí se trata de una cuestión teológica y no de un problema de teología fundamental.

b) También la inteligencia teológica de la Escritura (en lo referente a su -->inspiración, al ->canon, a la inerrancia, a su relación con la -+ tradición, a su carácter normativo para la Iglesia y para su profesión de fe y teología) se debe solamente a la fe en que, según se manifiesta históricamente en Cristo, por un lado, Dios, comunicándose a sí mismo y perdonando, a través de toda la historia de salvación se acerca con su gracia a la humanidad como su origen y fin, y en que, por otro lado, esta historia y victoriosa autocomunicación de Dios, en Jesucristo, el crucificado y resucitado, ha alcanzado su manifestación irreversible y su estadio definitivo. Esta manifestación histórica irreversible de la voluntad benévola de Dios implica la existencia permanente de la comunidad que cree en Jesucristo, la -> Iglesia, que por la profesión de fe y el culto está siempre referida al hecho escatológico de la salvación, que es Jesucristo, y con ello a su propia historia. Por tanto ella sólo puede permanecer fiel a su esencia si, en medio de las necesarias concesiones a su cambio histórico, se entiende a sí misma como Iglesia del tiempo apostólico, pues sólo alcanza a Jesucristo a través de esta Iglesia apostólica y de su testimonio de fe.

c) La presencia normativa de la Iglesia del tiempo apostólico en la Iglesia posterior se produce por la -> tradición (como vida y doctrina), que incluye la legítima misión autoritativa del oficio eclesiástico (dándose un condicionamiento mutuo entre la predicación que engendra la fe en la fuerza del Espíritu y la autoridad formal de la misión). Pero precisamente este regreso constante de la comunidad creyente al tiempo de la primera Iglesia por la tradición, exige, puesto que aquélla ha de ser la norma crítica de su propia acción y enseñanza, la posibilidad de distinción entre el propio testimonio sobre la acción y doctrina de la Iglesia apostólica, por un lado, y lo testimoniado (la acción y la fe de la primera Iglesia), por otro lado. Esta posibilidad se da si existe un testimonio escrito normativo acerca de la fe y acción de la Iglesia primitiva. Con ello no disminuye la importancia de la tradición autoritativa, pues la explicación de ese testimonio escrito debe hacerla, exigiendo fe en ella, el magisterio vivo de la Iglesia, mediante una -> interpretación existencial (la cual conserva la vinculación histórica a la Iglesia primitiva, y así a Jesucristo), y, además, esa instancia que ha de ser norma crítica debe transmitirse a través de la tradición, tanto en lo relativo a su esencia (-> inspiración) como en lo relativo a su extensión (-> canon). Por tanto este testimonio escrito no es una dimensión que esté simplemente fuera de la tradición y de su portador autoritativo (-> magisterio), sino que es un momento en ella misma. A este respecto, la unidad y la diferencia, que siguen ejerciendo una función activa por el permanente carácter normativo de la Escritura, en último término sólo están garantizadas por la constante fuerza victoriosa del Espíritu, que es creída junto con la victoria escatológica de Dios en Cristo. Por tanto, sólo puede darse sagrada Escritura en la tradición autoritativa; pero ésta, para poder existir, se antepone a sí misma la sagrada Escritura como su propio criterio, como un momento interno suyo y, sin embargo, distinto de ella (->Escritura y tradición).

d) Por consiguiente de momento podemos decir: la sagrada Escritura es la objetivación de la Iglesia apostólica, con su acción y profesión de fe, en la palabra escrita, como momento y norma interna de la tradición en la que la Iglesia de tiempos posteriores atestigua el suceso escatológico de la salvación en Jesucristo. En cuanto el «principio» de la Iglesia (entendido como fundamentación de su existencia permanente y no sólo como primera fase temporal) debe darse de manera permanente y estar presente en la dimensión histórica de la Iglesia (¡y no sólo en ésta! ), en su profesión explícita de fe y en la comprensión intelectual de lo creído, en la norma de fe que obliga a todos conjuntamente y en la posibilidad de una referencia retrospectiva, demostrable en el terreno humano, a este constante comienzo normativo de los tiempos finales; tiene que existir, en consecuencia, una objetivación pura y por tanto absolutamente normativa, una norma non normata, de ese principio permanente. Esta objetivación se da de hecho en la dimensión histórica y se llama Escritura.

2. Inspiración de la Escritura

En virtud de lo dicho el nacimiento de la Escritura no ha de concebirse como un «dictado» del Dios que inspira de tal manera que los hagiógrafos hubieran sido meros secretarios que recibieron pasivamente, pues en realidad ellos fueron verdaderos «autores» (Dei Verbum, n .o 11) que, bajo el influjo del Espíritu Santo, escribieron cada uno su propia obra. Pero escribieron su propia obra de modo que - en cada caso según la situación del escritor - quedara atestiguada la fe de la comunidad a la cual ellos pertenecían, comunidad que con razón se sabía miembro válido de la única Iglesia. Así estos escritos son, como unidad diferenciada, el testimonio de la fe de la Iglesia apostólica, la cual es la norma permanentemente válida para la fe de la Iglesia posterior. En cuanto estos escritos son frutos de la voluntad de Dios, que en Jesucristo quiso la existencia de la Iglesia como permanentemente apostólica (como norma y como conforme con la norma: Iglesia apostólica e Iglesia posterior), y con una predefinición formal fueron pretendidos en cuanto norma, ellos están «inspirados». En tanto la Iglesia entiende estos escritos como los adecuados a su Kerygma y se sabe permanentemente ligada a ellos como libros de la Iglesia normativa, mediante ese acto no constituye su -> «inspiración», pero sí la «conoce», sin necesidad de revelaciones detalladas para cada escrito, las cuales, dado el carácter históricamente «casual» de algunos libros y su origen reciente -en comparación con los auténticos apóstoles -, no parecen probables en relación con ciertas partes de la Escritura.

3. Canon y formación del canon

Con ello está dicho lo teológicamente decisivo sobre el ->canon y su conocimiento por la Iglesia. El problema dogmático y el de la historia de los dogmas con relación al canon es la cuestión de cómo éste pudo ser conocido, es decir, la de cómo la revelación del mismo (de la cual se trata, puesto que la verdad del canon no puede concebirse como objeto de la lides ecclesiastica a diferencia de la lides divina) presenta un aspecto históricamente probable y puede conciliarse en concreto con la realidad de su formación lenta y vacilante. En primer lugar el concepto de «Iglesia apostólica» (la «Iglesia de la primera generación», en la que todavía se producía la revelación «hasta la muerte del último apóstol») no ha de formularse en manera demasiado estrecha, si no se quiere topar con el problema de la redacción tardía de algunos escritos neotestamentarios. Pero cabe también entender la «primera» generación, no en un sentido biológico, sino como- una dimensión de la historia del espíritu; y entonces no es posible hablar de una norma tan delimitada que se puedan señalar a priori el año y el día. Por otro lado la formación (el conocimiento) del canon todavía tiene una larga historia después de la era apostólica, aunque en este tiempo ya no era posible una nueva revelación. Pero la lenta y vacilante conclusión de la formación del canon exigiría una nueva revelación en el tiempo postapostólico, solamente si ésta hubiera de entenderse como una comunicación directa con frases concretas acerca de cada escrito en particular. La cuestión es, pues, si cabe pensar en una revelación originaria sobre el canon de tal modo que, por un lado, ella se produjera en el tiempo apostólico, y, por otro lado, fuera tan implícita que su explicación necesitara tiempo y llevara consigo vacilaciones (evolución de los ->dogmas). Si de antemano se cifra la naturaleza de la Escritura en que ella, por esencia, en cuanto momento de la Iglesia primitiva, normativa para todos los tiempos, ha sido querida por Dios como un aspecto de la constitución eclesiástica y una norma para el futuro, de modo que su inspiración haya sido revelada originariamente en la revelación de este amplio hecho del carácter normativo de la Iglesia primitiva; entonces tenemos ya el pensamiento explícito a base del cual la Iglesia posterior pudo, conocer los límites del canon sin necesidad de una nueva revelación.

4. «Suficiencia» de la Escritura 

A base del breve esbozo sobre la relación entre ->Escritura y tradición que aquí hemos hecho, en cierto modo puede darse respuesta también a la cuestión de la «suficiencia» de la Escritura y al principio protestante de la sola Scriptura. En primer lugar es evidente que el -> kerygma de la Iglesia en el tiempo apostólico precede a la Escritura. Este kerygma autoritario de la Iglesia, que implica una constante mirada hacia la predicación anterior, no cesa con la constitución de la Escritura, y así es «tradición», pero una tradición que no consiste en una mera relación retrospectiva a la Escritura en cuanto tal (Dei Verbum, n .o 7 y 8). Esta tradición transmite también la Escritura como inspirada, junto con la verdad relativa a sus límites (canon), y así atestigua su naturaleza y extensión. En este sentido está claro que la Escritura «no se basta a sí misma» (ibid., n° 8) y «que la Iglesia no saca solamente de la sagrada Escritura su certeza sobre todo lo revelado» (ibid. n.° 9). La pregunta concreta sólo puede ser, por tanto, si de hecho la tradición apostólica, aparte de esta testificación de la esencia y extensión de la Escritura, poseyó originariamente verdades particulares que de ningún modo están contenidas en la Escritura y se transmitieron como obligatorias para la fe por mera «tradición oral». En caso afirmativo, prescindiendo del testimonio que la tradición da de la Escritura, la revelación fluiría hacia nosotros dividiendo su caudal en dos cauces (llamados a veces «fuentes», término expuesto a tergiversaciones). A esta cuestión así planteada el Tridentino no le dio una respuesta clara (Dz 783); o por lo menos la interpretación de este texto se ha discutido hasta hoy. El Vaticano ii en la constitución Dei Verbum ha evitado rotundamente una toma de posición ante esta cuestión. Para la solución objetiva del problema en primer lugar ha de tenerse en cuenta lo que sigue: Es una cuestión oscura, que dista mucho de estar resuelta, la de cómo ha de concebirse exactamente la evolución de los ->dogmas, o sea, la explicación de lo implicado en la revelación originaria. Pero sólo con el presupuesto de una respuesta a esta pregunta será posible establecer a posteriori si un determinado dogma actual, el cual se halle explícitamente en la Escritura, puede o no puede estar implícitamente en ella. Mas, por otro lado, no parece históricamente probable que un dogma definido luego por la Iglesia existiera en el tiempo apostólico como enunciado explícito de una verdad de fe y no entrara a formar parte de la Escritura, y que nosotros podamos demostrar por medios históricos la existencia de tal enunciado explícito (lo cual sería necesario para que la apelación a una tradición apostólica materialmente distinta de la Escritura tuviera algún sentido y no se quedara en mero postulado dogmático). Por consiguiente, la apelación a una tradición apostólica materialmente distinta no soluciona ningún problema concreto con relación a la historia y evolución de los dogmas. Por lo menos desde este punto de vista nada impide la afirmación de una suficiencia material de la Escritura (dentro de los límites señalados). Si una verdad no está contenida explícitamente o de algún modo implícitamente en la Escritura, no podemos demostrar históricamente que ella estuviera en el originario kerygma apostólico. La definición de una frase por el magisterio garantiza ciertamente que ella está contenida allí (por lo menos de un modo implícito), pero no dispensa al teólogo de preguntarse en qué manera está contenida. Y la respuesta a esta cuestión no resulta más fácil recurriendo a una tradición oral que buscando una implicación en la Escritura.

5. Los escritos del AT en el canon

En cuanto la antigua alianza es el «horizonte» del suceso de Cristo y como tal es querida por Dios, y en cuanto la antigua alianza fue entendida y asumida por la Iglesia primitiva como su propia prehistoria legítima, los escritos del AT (como momento de esa antigua alianza) obedecen a la intención divina y están inspirados de antemano. Pero en esta afirmación hemos de tener en cuenta a la vez que en el AT no había ni podía haber una instancia autoritativa e infalible para la delimitación del canon (pues tal instancia es una dimensión escatológica que sólo puede existir después de Cristo). Por tanto, en el absoluto sentido neotestamentario de «Escritura» (a diferencia del sentido vago que la expresión «escritos sagrados» presenta en la historia de las religiones), antes de Cristo la s.E. del AT estaba todavía constituyéndose, pues para la constitución de la Escritura se requiere necesariamente la constitución del sujeto de su conocimiento (en el sentido de una norma normans definitiva que la delimite claramente frente a otros escritos). En sentido pleno el AT es «Escritura» solamente en cuanto la nueva alianza está ya ocultamente presente en la antigua (en forma ya y todavía oculta: Dei Verbum, n .o 16) y, por eso, los escritos de la antigua alianza «reciben y revelan» su sentido pleno únicamente en la nueva alianza (ibid.). Es importante ver esto, porque así la -> hermenéutica bíblica del AT en principio puede fundamentarse en Cristo (cf. Dei Verbum, n° l4ss). Eso no significa, naturalmente, que la experiencia de la historia salvífica y de la relación entre Dios y el hombre, tal como se refleja en el AT tenga importancia para el hombre de la nueva alianza tan sólo por sus implicaciones específicamente cristológicas. Pues éstas, además de «iluminar e interpretar» el suceso de Cristo (ibid, n° 16), tienen también validez permanente en sí mismas, a pesar «de la imperfección y del condicionamiento por el tiempo» (ibid., n° 15) que iban anejos a la época salvífica que estaba transcurriendo, época que ya no es la nuestra. Hay, pues, una teología veterotestamentaria de los escritos del AT y una teología neotestamentaria de los mismos, así como hay unidad, diversidad y referencia mutua entre ambas alianzas. Pero también hemos de resaltar otro punto de vista, en cuanto en la nueva alianza la revelación se identifica con el Jesucristo concreto, que en su Espíritu escatológicamente victorioso mueve los corazones a la fe y manifiesta su victoria en la comunidad; la revelación neotestamentaria rebasa esencialmente las «letras» de una «Escritura». Por eso, el carácter «escrito», es más esencial para la antigua alianza que para la nueva, y el nuevo testamento no continúa sin más los libros del AT en una línea recta.

6. «Inerrancia» de la Escritura 

La inspiración, el que Dios sea autor de la Escritura, y su función como norma non normata en la Iglesia y para su magisterio infalible, el cual no está por encima de la Escritura, sino que se halla a su servicio (Dei Verbum, n° 10), tienen como consecuencia la inerrancia de los escritos sagrados. Esa inerrancia es doctrina de fe, con relación a la doctrina verdaderamente afirmada por la Escritura como verdad que se debe creer (Dz 5705 1787 1809 1950 2180). Pero con esta afirmación no está resuelta todavía la pregunta exacta de la inerrancia. En lo referente a esta pregunta exacta, lo más adecuado es partir de la declaración contenida en la constitución Dei Verbum, n° 11: «Hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmamente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación» (cf. a este respecto los textos aquí citados en Dz 787 y EB 121, 124, 126s; 539). Sin duda esta frase no está redactada intencionadamente en un sentido restrictivo, como si ella se refiriera a las verdades salvíficas en contraposición a las profanas; pero ese sentido tampoco está claramente excluido, pues no consta con certeza que las citas añadidas hayan de tomarse como una interpretación obligatoria del texto. La distinción, que se introdujo sobre todo en el tiempo del -> modernismo (y que fue rechazada por los papas desde León XIII hasta Pío xii) en esta cuestión, entre verdades salvíficas y afirmaciones profanas, presuponiendo que tales afirmaciones se dan de manera absoluta en la Escritura, seguramente lleva en la práctica a un dilema superfluo e irreal. Si los textos bíblicos hacen afirmaciones de esta índole, deberemos sostener (con León XIII y Pío xii entre otros): también esos enunciados profanos gozan de inerrancia. Pero la auténtica pregunta es la siguiente: si aplicamos las reglas de la -> hermenéutica bíblica con rigor y exactitud (-> géneros literarios; cf. también Dei Verbum, n 12, 19; Dz 2294; EB 557-562; Instrucción de la Comisión Bíblica Sancta Mater Ecclesia: AAS 56 [1964] 715), ¿hay realmente en la Escritura afirmaciones puramente profanas, en cuya exactitud el hagiógrafo empeñe absolutamente su palabra, como si él manejara el moderno concepto histórico (y científico) de verdad? ¿Hace verdaderamente la Escritura aquellas afirmaciones cuya exactitud nos plantea un problema? Si es posible dar una respuesta negativa a esta pregunta, la frase de la constitución Dei Verbum (n° 11) puede leerse tranquilamente en el sentido de que ella afirma una inerrancia tan sólo en las verdades salvíficas de la Escritura, sin que por ello se entre en conflicto real con las declaraciones hechas desde León xiii hasta Pío xii. En frases con contenido teológico y profano donde la Escritura afirme algo en forma contundente y obligatoria, hemos de guardarnos de ver allí precipitadamente un error. Para evitar esa conclusión precipitada hemos de tener en cuenta lo siguiente: a) tomando en consideración el exacto ->género literario (Dz 1980 2302 2329), debe preguntarse dónde están los límites precisos de la intención de afirmar, o sea, qué dice y afirma exactamente la frase. b) Se debe atender al inevitable margen de imprecisión que forma parte de todo enunciado humano y, con ello, también de toda frase verdadera; lo cual no equivale a un «error» (eso puede advertirse, p. ej., en las narraciones dobles). c) Hay que distinguir exactamente entre forma y contenido de la afirmación, entre la cosa significada y el modelo de representación, utilizado pero no afirmado (horizonte de la afirmación y esquemas conceptuales presupuestos pero no enjuiciados), entre afirmación propia y mero relato de opiniones corrientes y de meras apariencias (citas implícitas: Dz 1979 2090 2188). d) Hemos de pensar cómo un no saber que se trasluzca en la forma de expresión todavía no equivale a una negación de lo ignorado, cómo la imposibilidad de hacer coincidir dos frases en el terreno del modelo de representación todavía no significa la imposibilidad de que sus contenidos sean idénticos, cómo el factor de la perspectiva en la declaración y el error no son lo mismo.

El teólogo parte del origen de la Escritura como testimonio normativo de la revelación y desde ahí formula de manera global el principio de su inerrancia. El exegeta parte de los escritos particulares, de sus frases y de su sentido inmediato, y desde aquí pregunta críticamente por la exactitud de cada enunciado. Así se produce una tensión, que no siempre puede suprimirse en cada caso concreto, entre los postulados del teólogo y los resultados del exegeta, tanto más por el hecho de que, metódicamente, el primero decidirá el sentido de cada frase desde su principio general de la inerrancia, y el segundo, desde el sentido de cada frase determinado exegéticamente, establecerá el significado y los límites de dicho principio general. El teólogo, si comprende debidamente el sentido y los límites de su propio método, no tiene por qué discutir al exegeta el derecho a calificar de inexactas algunas frases que tomadas por sí solas no afectan directamente a ninguna realidad salvífica, y que él enjuicia según los cánones del actual concepto de verdad. Esto no contradice a lo realmente afirmado en la doctrina eclesiástica de la ínerrancia de la Escritura. Se dan en ésta tales frases, y el método de la exégesis no puede renunciar a ese enjuiciamiento, pues cada enunciado ha de ser examinado en su sentido y exactitud atendiendo a lo que él dice por sí mismo, y no sólo a lo que dice bajo la perspectiva total de la Escritura y de ciertos géneros literarios.

7. Teología en el NT

La Iglesia está formada por personas que siempre son históricamente libres y singulares. La singularidad personal (que no puede reducirse como un mero caso particular al concepto general de «hombre») repercute también en la realización de la fe. La Iglesia es en todos los tiempos la unidad de Iglesias distintas, con su propia fisonomía temporal, espacial, cultural y teológica. Ambos pensamientos tienen validez también con relación a la Iglesia de la época apostólica. Y por tanto, en virtud de la esencia de la Iglesia, ambos aspectos deben mostrarse también en los escritos del NT, que son la objetivación de la Iglesia de esta época; y deben mostrarse allí sobre todo por el hecho de que esos escritos no constituyen una mera reproducción fiel del suceso originario de la revelación, sino que contienen ya una reflexión teológica sobre ella. Así, pues, por la esencia de la Iglesia y de la Escritura, ya en el Nuevo Testamento tiene que haber diversas teologías; y las hay de hecho, o sea, hay allí lo que más tarde en la historia de la Iglesia ha recibido el nombre de «escuelas teológicas», cuya naturaleza auténtica no se manifiesta en su eventual oposición contradictoria (entonces sólo una tendría razón), sino en la diversidad del horizonte sistemático, de los conceptos usados, etc., en cosas, por tanto, que no se oponen contradictoriamente, pero que, en concreto, tampoco pueden superarse simplemente por una «síntesis» más alta. Es derecho y tarea del exegeta ver y elaborar este pluralismo de teologías en el NT. Antes de componer una -->«teología bíblica» él debe exponer las teologías bíblicas. Aunque, desde la perspectiva dogmática, se da una unidad suprema de estas teologías la cual está garantizada por la conciencia creyente de la Iglesia, que delimita el canon y así entiende la Escritura como una unidad, sin embargo, esto no significa que el teólogo bíblico pueda prescindir del pluralismo de teologías en el NT, y tampoco que él (o el dogmático) deba superar completamente este pluralismo y suprimirlo por completo en un plano superior, en un sistema, ya que eso es imposible por diversas razones por más que esta «supresión» sea una finalidad a la que la teología ha de aspirar «asintóticamente». Lo que el exegeta no puede hacer es solamente esto: sostener que en la Escritura canónica cabe hallar frases que se oponen contradictoriamente aun después de una recta interpretación (que tenga en cuenta la ->analogía de la fe: Dei Verbum, n. 12), de modo que nos veamos en la necesidad de aceptar una frase y rechazar la otra. Es, ciertamente, posible pensar en un «canon dentro del canon» (como una cierta norma crítica que haga posible una interpretación más exacta), en el sentido en que el Decreto sobre el ecumenismo, n° 11, habla del «fundamento de la fe». Pero ese canon no puede establecerse como norma contra la Escritura, contra alguna de sus partes o ciertas teologías en ella (p. ej., la de un «primitivo catolicismo» en los escritos posteriores del NT).

8. Escritura (teología bíblica) y dogmática

a) Toda tradición es siempre una unidad, no sometida a plena reflexión, entre tradición divina y humana. Cada paso de la evolución de los dogmas y de la historia de la teología confirma este hecho. Pero en toda tradición concreta se requiere, para el pensamiento teológico que reflexiona sobre ella y apela a ella, un criterio que permita discernir cuál es su parte de traditio divina y su parte de traditio humana. Sobre todo cuando se busca el esclarecimiento de una frase que eventualmente haya de definirse como verdad de fe y que no haya sido enseñada en cuanto tal en la tradición anterior, y en otras cuestiones anteriormente discutidas que el magisterio oficial deba dilucidar, la tradición fáctica no da claramente por sí misma esa distinción. En la Escritura, por el contrario, no se da esta mezcla de tradición divina y humana; ella es, por así decir, pura tradición divina. Y así la Escritura puede constituir (por lo menos) un criterio para esa distinción dentro de la restante tradición (con lo cual, naturalmente, no queda excluido que tal proceso de distinción y esclarecimiento exija largo tiempo, pues la posesión de dicho criterio no es un mero hecho que obedezca a leyes físicas o una mera operación lógica, sino que ella misma es una acción histórica). Sin duda la Escritura, como toda verdad humana, ostenta también las notas características de la ->historia e historicidad. En efecto, usa conceptos que ella ha encontrado elaborados, los cuales quizá no sean los más aptos bajo todos los aspectos para la idea que se trata de expresar; ve la verdad que ella atestigua bajo aspectos y en medio de un horizonte intelectual que no son únicos posibles; desde muchos puntos de vista sus declaraciones pueden implicar cierta dosis de condicionamiento histórico; y proclama una verdad que tendrá una historia ulterior, la de los -> dogmas. Pero la Escritura es (a diferencia de otra literatura posible o real del tiempo apostólico) pura objetivación de la verdad divina encarnada en formas humanas. En ella el conocimiento de la verdad divina tiene ciertamente un punto de partida humano-divino, pero esto no implica la necesidad de separar de antemano un determinado elemento humano a fin de no falsificar la verdad en el punto mismo de partida, como sucede en una tradición no «purificada». Y por eso, aunque la Escritura sea para la teología una magnitud que ha de interpretarse en el espíritu y bajo la dirección y garantía de la Iglesia y su magisterio, sin embargo, propiamente esa interpretación no es una crítica a la Escritura, sino a su lector. El magisterio mismo, que interpreta la Escritura autoritativamente bajo la asistencia del Espíritu Santo, no por esto se coloca por encima de ella, sino que permanece sometido a ella (cf. Dei Verbum, n° 10). El magisterio sabe que la Escritura le dice la verdad cuando él la lee bajo la asistencia del Espíritu que dirigió su consignación. Así la Escritura permanece norma non normata para la teología y la Iglesia.

b) Desde aquí hay que ver la posición de la teología bíblica con relación a la dogmática. Por un lado, la -> dogmática no puede renunciar a cultivar por sí misma la -> teología bíblica. Pues si la -> dogmática es la audición sistemática y consciente de la revelación de Dios en Jesucristo (y no sólo una deducción de conclusiones a partir de unos principios de fe que se presuponen como premisas, tal como la teología medieval se entendió a sí misma toeréticamente y en contra de su praxis real), consecuentemente ella debe escuchar sobre todo allí donde está la más inmediata y última fuente de la revelación cristiana, en la Escritura. Naturalmente, la teología siempre lee la Biblia bajo la dirección del magisterio, pues ella lee la Escritura en la Iglesia y, así, en todo momento emprende su lectura adoctrinada por la actual predicación creyente de la Iglesia. En este sentido la teología siempre lee la Escritura a la luz de un determinado saber, que en su modalidad concreta no puede sacarse simplemente de la Biblia, pues el teólogo debe reflexionar en todo instante desde la actual conciencia creyente de la Iglesia y, además, ha habido una auténtica evolución de los -->dogmas. Sin embargo, la teología no tiene la simple misión de legitimar a base de la Biblia esa enseñanza actual del magisterio eclesiástico, buscando dicta probantia para la doctrina de la Iglesia. Su tarea dentro del dogma, en lo que se refiere a la Escritura, va más allá de esa misión (que por desgracia ha sido cumplida a veces en una forma demasiado exclusiva) bajo un doble aspecto. En primer lugar no puede olvidarse que la Iglesia actual misma es la que lee, proclama y manda leer la Escritura. Por tanto, no es que solamente lo enseñado en la Iglesia a través de concilios, encíclicas, catecismos, etc., pertenezca a la doctrina actual del magisterio eclesiástico. Pues también la Escritura misma es siempre lo proclamado ahora oficialmente en la Iglesia. Por tanto, si se le asigna al dogmático la doctrina actual de la Iglesia como el objeto inmediato de su reflexión, también se le asigna precisamente la Escritura como objeto igualmente inmediato de su esfuerzo teológico. Consecuentemente, la Escritura no es f ons remotus, o sea, aquello con lo que el dogmático a la postre respalda la doctrina eclesiástica, sino aquello de lo que él debe ocuparse inmediatamente, puesto que, en el fondo, no puede separar adecuadamente la Escritura de la actual doctrina eclesiástica como una cosa y una fuente distinta de ésta.

Es más, la ocupación teológica con la revelación de Dios en la predicación presente de la Iglesia, en su magisterio y en su actual conciencia creyente debe conducir necesariamente a la Escritura incluso cuando esa predicación no tenga un carácter completamente bíblico. En efecto, la inteligencia plena de la enseñanza actual exige una y otra vez el retorno a la fuente de donde aquélla pretende haber salido, a la doctrina que el magisterio eclesiástico quiere enseñar y actualizar, o sea, a la Escritura (cf. sobre esto Optatam totius, n .o 16). Mas aunque la teología bíblica sea un momento interno en la dogmática misma y, por cierto, no sólo un factor junto a otros factores de la teología «histórica», sino un momento absolutamente destacado y singular, sin embargo con ello no se discute que la teología bíblica puede establecerse, por distintas razones, como ciencia independiente en el todo de la teología. Eso es muy conveniente, ya por simples motivos prácticos, pues, concretamente, sólo en casos muy raros puede el teólogo dogmático ser un exegeta con suficiente competencia para desarrollar por sí solo la teología bíblica. Además la posición destacada que la teología bíblica ocupa dentro de la dogmática en comparación con las restantes especialidades de ésta (teología patrística, pensamiento escolástico del medioevo, escolástica moderna), se mantiene mejor si la teología bíblica no es elaborada tan sólo dentro de la dogmática. Quizás en el curso de la reforma de los estudios eclesiásticos se constituya una especialidad autónoma, la cual cultive la teología bíblica, no como mera continuación de la exégesis normal, ni como mero momento de la dogmática, sino realizando una recta mediación entre la exégesis y la dogmática.

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Karl Rahner